Capítulo 12

Saint James vio que el salón de desayuno de la mansión estaba decorado con un tambor enorme similar a los que se utilizaban para hacer tapices. Pero en su lugar, lo que al parecer mostraba este objeto era un bordado a una escala inimaginable. Ruth Brouard no dijo nada mientras Simón observaba el tambor y el material parecido a un lienzo extendido sobre él y, después, miraba una pieza acabada colgada en una de las paredes de la estancia, un bordado parecido al que había visto antes en el cuarto de la mujer.

El enorme bordado parecía describir la caída de Francia durante la segunda guerra mundial, advirtió Saint James: la historia empezaba con la línea Maginot y terminaba con una mujer haciendo las maletas. Dos chavales miraban a la mujer -un niño y una niña-, mientras que detrás de ellos había un anciano con barba con un chai de oración y un libro abierto en la mano y una mujer de su misma edad, que lloraba y parecía consolar a un hombre que tal vez era su hijo.

– Es extraordinario -dijo Saint James.

Ruth Brouard dejó encima de un escritorio un sobre de papel manila que tenía en la mano cuando le abrió la puerta.

– Es terapéutico -dijo- y mucho más barato que el psicoanálisis.

– ¿Cuánto tardó?

– Ocho años. Pero entonces no iba tan deprisa. No me hacía falta.

Saint James se quedó mirándola. Podía ver la enfermedad en sus movimientos demasiado cuidadosos y en la tensión de su rostro. Pero era reacio a ponerle nombre e incluso a mencionarlo, puesto que la mujer parecía muy decidida a seguir fingiendo vitalidad.

– ¿Cuántos tiene pensado hacer? -le preguntó, centrando su atención en la labor inacabada extendida sobre el marco.

– Los que haga falta para contar toda la historia -contestó ella-. Éste -dijo señalando la pared con la cabeza- fue el primero. Es un poco rudimentario, pero he ido mejorando.

– Cuenta una historia importante.

– Eso creo. ¿Qué le pasó a usted? Sé que es de mala educación preguntar, pero a mi edad ya no me fijo en todas esas normas sociales. Espero que no le moleste.

Se habría molestado si la pregunta se la hubiera hecho otra persona. Pero viniendo de ella, parecía existir una capacidad de comprensión que sustituía a la curiosidad morbosa y la convertía en un espíritu análogo. Quizá, pensó Saint James, porque era evidente que estaba muriéndose.

– Un accidente de coche -dijo.

– ¿Cuándo sucedió?

– Yo tenía veinticuatro años.

– Vaya. Lo siento.

– No lo sienta. Los dos íbamos borrachos.

– ¿Usted y la chica?

– No, un viejo amigo del colegio.

– Que era quien conducía, imagino. Y no se hizo ni un rasguño.

Saint James sonrió.

– ¿Es usted bruja, señora Brouard?

Ella le devolvió la sonrisa.

– Ojalá lo fuera. He realizado más de un hechizo a lo largo de los años.

– ¿A algún hombre?

– A mi hermano. -Giró la silla de respaldo recto del escritorio para ponerla de cara a la habitación y se sentó, ayudándose con una mano en el asiento. Le indicó a Saint James que ocupara un sillón que había cerca. Él se sentó y esperó a que la anciana le contara por qué había querido verle una segunda vez.

Lo dejó claro enseguida. Le preguntó si sabía algo el señor Saint James sobre las leyes de sucesión en la isla de Guernsey, o si estaba al tanto de las restricciones que este derecho imponía sobre el reparto del dinero y las propiedades de alguien después de su muerte. Era un sistema bastante complejo, dijo; tenía sus raíces en el derecho consuetudinario normando. Su característica principal era que los bienes familiares se conservaban dentro de la familia, y su marca distintiva era que no existía la posibilidad de desheredar a un hijo, díscolo o no. Los hijos tenían el derecho a heredar una parte determinada del patrimonio, independientemente de cómo estuvieran las relaciones con sus padres.

– Había muchas cosas de las islas del canal que a mi hermano le gustaban -le contó Ruth Brouard a Saint James-: el clima, el ambiente, el fuerte sentido de comunidad; naturalmente, la ley tributaria y el acceso a buenos bancos. Pero a Guy no le gustaba que un sistema legal le dijera cómo tenía que repartir su patrimonio después de morir.

– Comprensible -dijo Saint James.

– Así que buscó un modo de eludirlo, una artimaña legal. Y lo encontró, como habría predicho cualquiera que le conoció.

Antes de trasladarse a la isla, le explicó Ruth Brouard, su hermano le había cedido todas sus propiedades. Él se quedó con una única cuenta corriente, en la que ingresó una suma importante de dinero que sabía que no sólo podría invertir sino que le permitiría vivir bastante holgadamente. Pero puso todas sus posesiones -las propiedades, los bonos, las otras cuentas, los negocios- a nombre de Ruth. Sólo hubo una condición: que cuando estuvieran en Guernsey, ella accedería a firmar un testamento que él y un abogado redactarían por ella. Como Ruth no tenía ni marido ni hijos, a su muerte podría repartir como quisiera su patrimonio y, de este modo, su hermano podría hacer con el suyo lo que quisiera, puesto que Ruth redactaría un testamento guiado por él. Era una forma inteligente de eludir la ley.

– Verá, durante años, a mi hermano le impidieron ver a sus dos hijas menores -explicó Ruth-. No entendía por qué le obligaban a dejar una fortuna a las dos chicas simplemente por haberlas engendrado, que es lo que le exigían las leyes de sucesión de la isla. Las había ayudado económicamente hasta que fueron mayores de edad. Las había mandado a los mejores colegios, moviendo los hilos para que una entrara en Cambridge y la otra en la Sorbona. A cambio, no recibió nada, ni siquiera las gracias. Así que dijo basta y buscó una forma de dar algo a esas otras personas de su vida que tanto le habían aportado cuando sus propios hijos habían sido incapaces. Devoción, a eso me refiero. Amistad, aceptación y amor. Podía mostrarse generoso con ellos, con estas personas, tal como él deseaba, pero sólo si lo filtraba todo a través de mí. Y es lo que hicimos.

– ¿Y su hijo?

– ¿Adrián?

– ¿Su hermano también quería excluirle?

– Él no quería excluir del todo a nadie. Sólo quería rebajar la cantidad que la ley exigía que les dejara.

– ¿Quién sabía todo esto? -preguntó Saint James.

– Que yo sepa, sólo Guy, Dominic Forrest, que es su abogado, y yo. -Entonces cogió el sobre de papel manila, pero no abrió los cierres metálicos, sino que lo dejó sobre su regazo y pasó las manos por encima mientras seguía hablando-. Accedí a ello en parte para que Guy se quedara tranquilo. Era tremendamente infeliz por el tipo de relación que sus esposas fomentaron que tuviera con sus hijos, así que pensé: “¿Por qué no? ¿Por qué no voy a permitirle recordar a esas personas que han enriquecido su vida cuando su propia familia no ha querido acercarse a él?”. Verá, no imaginé… -Dudó, cruzó las manos con cuidado, como si se planteara cuánto revelar. Entonces pareció tomar una decisión mirando el sobre, porque prosiguió-: No imaginé sobrevivir a mi hermano. Pensé que cuando al fin le contara lo de mi… mi situación física, muy probablemente sugeriría que reescribiéramos mi testamento y que tal vez se lo dejara todo a él. Entonces la ley volvería a poner trabas a su propio testamento, pero creo que habría preferido eso a quedarse sólo con una cuenta corriente, algunas inversiones y ningún modo de reabastecerlas en caso de necesitarlo.

– Sí, comprendo -dijo Saint James-. Comprendo sus intenciones. Pero entiendo que las cosas no salieron así.

– No llegué a contarle mi… situación. A veces le sorprendía mirándome y pensaba: “Lo sabe”. Pero nunca dijo nada, y yo tampoco. Me decía a mí misma: “Mañana. Mañana se lo contaré”. Pero no lo hice.

– Así que cuando murió repentinamente…

– Había expectativas.

– ¿Y ahora?

– Es comprensible que haya resentimientos.

Saint James asintió con la cabeza. Miró el gran tapiz de la pared, que describía una parte fundamental de sus vidas. Vio que la madre que hacía las maletas estaba llorando, que los niños se abrazaban asustados. Por una ventana, los tanques nazis cruzaban un prado distante y una división de tropas marchaba por una calle estrecha.

– Imagino que no me habrá llamado para que le aconseje qué tiene que hacer -dijo Simón-. Algo me dice que ya lo sabe.

– A mi hermano se lo debo todo, y soy una mujer que paga sus deudas. Conque sí. No le he pedido que viniera para decirme qué hacer con mi testamento ahora que Guy ha muerto. En absoluto.

– Entonces, señora Brouard, ¿puedo preguntarle…? ¿En qué puedo ayudarla?

– Hasta hoy -dijo ella- he conocido con exactitud los términos de los testamentos de Guy.

– ¿Testamentos, en plural?

– Lo reescribía más frecuentemente que la mayoría de la gente. Siempre que redactaba uno nuevo, concertaba una reunión conmigo y su abogado para que yo conociera cuáles iban a ser los términos del nuevo testamento. Era bueno en ese sentido y siempre fue coherente. El día que había que firmarlo y atestiguarlo, íbamos al despacho del señor Forrest. Repasábamos el papeleo, veíamos si había que realizar cambios en mi testamento a consecuencia de los cambios en el suyo, firmábamos y atestiguábamos todos los documentos y, después, nos íbamos a comer.

– Pero supongo que esto no fue lo que sucedió con este último testamento.

– No.

– Quizá no le dio tiempo -sugirió Saint James-. Es evidente que no esperaba morir.

– Este último testamento fue redactado en octubre, señor Saint James. Hace más de dos meses. No he salido de la isla en todo este tiempo. Y Guy tampoco ha… Tampoco salió. Para que este último testamento fuera legal, tuvo que ir a Saint Peter Port a firmar los papeles. El que no me llevara con él sugiere que no quería que supiera lo que planeaba hacer.

– ¿Qué era?

– Eliminar a Anaïs Abbott, Frank Ouseley y a los Duffy del testamento. Lo mantuvo en secreto. Cuando me di cuenta, comprendí que era posible que también me hubiera ocultado otras cosas.

Saint James se percató de que ya habían llegado al tema: la razón por la que le había pedido que se vieran otra vez. Ruth Brouard abrió los cierres del sobre que tenía en el regazo. Sacó el contenido y, entre los papeles, Saint James vio el pasaporte de Guy Brouard, que fue lo primero que la hermana del hombre le entregó.

– Éste fue su primer secreto -dijo-. Mire el último sello, el más reciente.

Saint James pasó las hojas del librito y encontró las marcas de inmigración pertinentes. Vio que, a diferencia de lo que le había dicho Ruth Brouard ese mismo día en su anterior conversación, su hermano había entrado en el estado de California en el mes de marzo, por el aeropuerto internacional de Los Angeles.

– ¿No se lo contó? -le preguntó Saint James.

– Por supuesto que no. De lo contrario, se lo habría dicho. -Entonces le entregó un fajo de documentos. Saint James vio que eran recibos de tarjetas de crédito, facturas de hotel y recibos de restaurantes y de empresas de alquiler de coches. Guy Brouard se había hospedado cinco noches en el Hilton de una ciudad llamada Irvine. Allí había comido en un lugar llamado Il Fornaio, además de en Scott's Seafood en Costa Mesa, y en Citrus Grille en Orange. Se había reunido con un tal William Kiefer, un abogado, y había guardado la tarjeta de visita de éste junto con una factura de un despacho de arquitectos llamado Southby, Strange, Willows y Ward. En la parte inferior de este documento había escrito “Jim Ward” junto con “móvil” y el número de teléfono correspondiente.

– Parece ser que se encargó de los preparativos para el museo personalmente -observó Saint James-. Encaja con lo que sabemos sobre sus planes.

– Sí -dijo Ruth-. Pero no me lo contó. No me dijo ni una palabra sobre este viaje. ¿No ve lo que eso significa?

La pregunta de Ruth encerraba un trasfondo siniestro, pero Saint James sólo vio que la información significaba que su hermano tal vez había querido tener un poco de intimidad. Era posible que se hubiera llevado a alguien con él y que no quisiera que su hermana lo supiera. Pero cuando Ruth continuó, Simón se dio cuenta de que los nuevos datos que había encontrado no la desconcertaban, sino que confirmaban lo que ya creía.

– California, señor Saint James -dijo-. Ella vive en California. Así que tenía que haberla conocido antes de que viniera a Guernsey. Vino aquí con todo planeado.

– Entiendo. Se refiere a la señorita River. Pero ella no vive en esa zona de California -señaló Saint James-. Es de Santa Bárbara.

– ¿A qué distancia puede estar?

Saint James frunció el ceño. En realidad no lo sabía, puesto que nunca había estado en California y no conocía en absoluto sus ciudades a excepción de Los Ángeles y San Francisco, que, sabía, se encontraban más o menos en extremos opuestos del estado. Sin embargo, sí sabía que era un lugar extenso, conectado por una red incomprensible de autopistas que, por lo general, estaban colapsadas de coches. Deborah sería quien podría opinar sobre si era factible o no que Guy Brouard hubiera ido hasta Santa Bárbara durante su estancia en California. Cuando vivió allí, viajó mucho, no sólo con Tommy, sino también con China.

China. Aquel pensamiento despertó el recuerdo de cuando su mujer le había hablado de las visitas que había hecho a la madre de China, también al hermano. Una ciudad con nombre de color, había dicho: Orange. Hogar del Citrus Grille, cuyo recibo Guy Brouard había guardado entre sus papeles. Y Cherokee River -no su hermana- vivía en esa zona. Así pues, ¿hasta qué punto era improbable que fuera Cherokee River, y no China, quien hubiera conocido a Guy Brouard antes de ir a Guernsey?

Saint James pensó en las implicaciones de aquello y le dijo a Ruth:

– ¿En qué parte de la casa se quedaron los River durante las noches que estuvieron con ustedes?

– En el segundo piso.

– ¿Adonde daban sus habitaciones?

– A la parte delantera, al sur.

– ¿Tenían una buena vista del sendero, de los árboles que lo flanquean, de la casa de los Duffy?

– Sí. ¿Por qué?

– ¿Por qué fue a la ventana esa mañana, señora Brouard? Cuando vio a esa figura siguiendo a su hermano, ¿por qué se acercó a mirar? ¿Lo hacía normalmente?

Ruth consideró la pregunta.

– Por lo general -dijo lentamente al fin-, no estaba levantada cuando Guy salía de casa. Así que creo que debió… -Estaba pensativa. Cruzó las manos delgadas encima del sobre de papel manila, y Saint James vio que tenía la piel muy fina, como un pañuelo de papel extendido sobre sus huesos-. De hecho, oí un ruido, señor Saint James. Me despertó, me asusté un poco porque pensé que aún era de noche y que había alguien merodeando por la casa. Pero cuando miré el reloj, vi que era casi la hora en que Guy iba a nadar. Me quedé escuchando unos momentos y entonces le oí en su cuarto. Así que supuse que el ruido había sido él. -Vio la dirección que estaba tomando Saint James y dijo-: Pero podría haber sido otra persona, ¿no es así? No Guy, sino alguien que ya estuviera levantado, alguien a punto de salir en dirección a los árboles.

– Eso parece -dijo Saint James.

– Y las dos habitaciones, las habitaciones de los River, están encima de la mía -dijo-, en el piso de arriba. Entonces, ve usted…

– Es posible -dijo Saint James. Pero veía más que eso. Veía de qué modo podía considerarse la información de manera parcial y obviar el resto. Así que dijo-: ¿Y dónde se alojaba Adrián?

– Él no pudo…

– ¿Conocía la situación de los testamentos, del suyo y del de su hermano?

– Señor Saint James, se lo aseguro. Él no pudo… Créame, él no…

– Suponiendo que conociera las leyes de la isla y suponiendo que no supiera lo que había hecho su padre para excluirle de recibir una fortuna, creería que iba a heredar… ¿cuánto?

– O bien una mitad de todo el patrimonio de Guy a repartir en tres partes iguales con sus hermanas… -dijo Ruth con evidente reticencia.

– ¿O una tercera parte de todo si su padre hubiera dejado el patrimonio entero solamente a sus hijos?

– Sí, pero…

– Una fortuna considerable -señaló Saint James.

– Sí, sí. Pero tiene que creerme, Adrián no le habría hecho ni un rasguño a su padre por nada del mundo, y menos por una herencia, desde luego.

– Entonces, ¿Adrián tiene dinero propio?

Ruth no respondió. Sobre una repisa, un reloj hacía tic tac, y el ruido sonó más fuerte, como una bomba que va a estallar. Su silencio fue respuesta suficiente para Saint James.

– ¿Qué hay de su testamento, señora Brouard? -le preguntó-. ¿Qué acuerdo tenía con su hermano? ¿Cómo quería él que distribuyera el patrimonio que estaba a su nombre?

Ruth se lamió el labio inferior. Tenía la lengua casi tan pálida como el resto del cuerpo.

– Adrián es un chico con problemas, señor Saint James -dijo-. Durante la mayor parte de su vida, ha estado en medio de un tira y afloja entre sus padres. El matrimonio de ellos acabó mal, y Margaret convirtió a Adrián en el instrumento de su venganza. No sirvió de nada que volviera a casarse y se casara bien (Margaret siempre se casa bien, verá), seguía existiendo el hecho de que Guy la traicionara y que ella no lo supiera antes, no fuera bastante lista para sorprenderle in fraganti, que es lo que más deseaba ella, creo: mi hermano con alguna mujer en la cama y Margaret encontrándolos como si fuera una de las Furias. Pero no pasó. Sólo hubo una especie de descubrimiento sórdido… Ni siquiera sé cómo fue. Y no pudo superarlo, no pudo olvidarlo. Tuvo que hacer sufrir a Guy todo lo posible por haberla humillado. Adrián fue el arma que utilizó. Y que a uno lo utilicen así… Un árbol no puede crecer fuerte si se está siempre hurgando en sus raíces. Pero Adrián no es un asesino.

– Entonces, ¿usted se lo ha dejado todo para compensarle?

Ruth había estado mirándose las manos, pero, al oír aquello, alzó la cabeza.

– No. He hecho lo que quería mi hermano.

– ¿Que era?

Le Reposoir, le explicó, se donaría al pueblo de Guernsey para su uso y disfrute, con un fondo fiduciario que cubriría el mantenimiento de los jardines, los edificios y los muebles. El resto -las propiedades en España, Francia e Inglaterra; las acciones y los bonos; las cuentas corrientes, y todas las pertenencias personales que no se hubieran utilizado a su muerte para amueblar la mansión o decorar los jardines de la finca- se vendería y lo que se recaudara con esta venta serviría para financiar el fondo infinitamente.

– Accedí porque era lo que él quería -dijo Ruth Brouard-. Me prometió que se acordaría de sus hijos en su testamento, y así ha sido. No de un modo tan generoso como si las cosas hubieran sido normales, naturalmente. Pero se ha acordado de ellos de todas formas.

– ¿Cómo?

– Utilizó la opción que le permitía dividir su patrimonio en dos. Sus tres hijos se han llevado la primera mitad, dividida a partes iguales entre ellos. La segunda mitad es para dos jóvenes, dos adolescentes de Guernsey.

– Les ha dejado más de lo que recibirán sus propios hijos.

– Yo… Sí -dijo-. Supongo que así es.

– ¿Quiénes son estos adolescentes?

Le contó que se llamaban Paul Fielder y Cynthia Moullin. Su hermano, dijo, era su mentor. Conoció al chico a través de un programa de patrocinio de la escuela de secundaria de la isla. A la chica la conoció a través de su padre, Henry Moullin, un vidriero que había construido el pabellón acristalado y cambiado las ventanas en Le Reposoir.

– Las familias son bastante pobres, en especial los Fielder -concluyó Ruth-. Guy lo sabría y, como le caían bien los chicos, querría hacer algo por ellos, algo que sus propios padres nunca serían capaces de hacer.

– Pero ¿por qué querría ocultárselo a usted, si es lo que hizo? -preguntó Saint James.

– No lo sé -dijo-. No lo entiendo.

– ¿No habría estado usted de acuerdo?

– Tal vez le habría dicho que iba a causar muchos problemas.

– Dentro de su propia familia.

– Y en las de los chicos. Tanto Paul como Cynthia tienen hermanos.

– ¿Que no son recordados en el testamento de su hermano?

– Que no son recordados en el testamento de mi hermano. Así que uno recibiría un legado y los otros no… Le habría dicho que existía la posibilidad de provocar una fractura en sus familias.

– ¿Él la habría escuchado, señora Brouard?

Ella negó con la cabeza. Parecía infinitamente triste.

– Ése era el punto débil de mi hermano -le dijo-. Guy nunca escuchaba a nadie.


Margaret Chamberlain se vio en un apuro para recordar un momento en el que hubiera estado tan furiosa y hubiera sentido una necesidad tan apremiante de hacer algo respecto a su furia. Creía que era posible que hubiera estado igual de encolerizada el día que sus sospechas acerca de las aventuras amorosas de Guy dejaron de ser sospechas y se convirtieron en una realidad palpable que le sentó como un puñetazo en el estómago. Pero ese día quedaba tan lejos y habían sucedido tantas cosas en los años transcurridos -tres matrimonios más y tres hijos más, para ser concretos-, que ese momento se había transformado en un recuerdo deslustrado al que, por lo general, no sacaba brillo porque, igual que la plata antigua y pasada de moda, ya no lo utilizaba. Sin embargo, creía que lo que la consumía por dentro era similar a esa anterior provocación. ¿Y no era irónico que la semilla de lo que la consumió entonces y lo que la consumía ahora tuviera el mismo origen?

Cuando se sentía así, por lo general, le costaba trabajo decidir qué frente quería atacar primero. Sabía que tenía que hablar con Ruth, puesto que las provisiones del testamento de Guy eran tan absolutamente extrañas que sólo podían tener una explicación y Margaret estaba dispuesta a apostar su vida a que esa explicación se deletreaba R-U-T-H. Sin embargo, más allá de Ruth, la mitad de lo que pretendía ser todo el patrimonio de Guy tenía dos beneficiarios. Por nada en el mundo Margaret Chamberlain pensaba quedarse mirando cómo dos don nadie -que no estaban emparentados con Guy ni siquiera por la gotita más minúscula de sangre- se marchaban con más dinero que el propio hijo de ese cabrón.

Adrián no la ayudó demasiado con la información. Se había retirado a su dormitorio, y cuando lo abordó allí, exigiendo saber más de lo que Ruth estuvo dispuesta a divulgar sobre quién, dónde y por qué, sólo había dicho:

– Son unos chavales que miraban a papá como él creía que tenía que mirarle la carne de su carne. Nosotros no quisimos colaborar. Ellos estuvieron encantados. Eso es papá para ti, ¿no? Siempre recompensaba la devoción.

– ¿Dónde están? ¿Dónde puedo encontrarlos?

– Él vive en Bouet -contestó-. No sé dónde. Es una especie de barrio de viviendas de protección oficial. Podría estar en cualquier parte.

– ¿Y la otra?

Eso era mucho más fácil. Los Moullin vivían en La Corbiére, al suroeste del aeropuerto, en una parroquia llamada Forest. Vivían en la casa más delirante de la isla. La gente la llamaba la Casa de las Conchas, y si uno estaba por los alrededores de La Corbiére, era imposible que no la viera.

– Bien. Vamos -le dijo Margaret a su hijo.

En ese momento, Adrián dejó muy claro que él no iba a ninguna parte.

– ¿Qué crees que vas a conseguir?

– Voy a que se enteren de con quién están tratando. Voy a dejar claro que si esperan robarte lo que te corresponde…

– No te molestes. -Adrián no paraba de fumar, se paseaba por la habitación, arriba y abajo por la alfombra persa como si estuviera resuelto a crear una depresión en ella-. Es lo que quería papá. Es su última… Ya sabes… La gran bofetada de despedida.

– Deja de regodearte en todo esto, Adrián. -No pudo remediarlo. Era demasiado tener que plantearse el hecho de que su hijo estuviera totalmente dispuesto a aceptar una derrota humillante sólo porque su padre así lo había decidido-. Aquí intervienen más factores que los deseos de tu padre. Están tus derechos como hijo suyo. Si quieres, también están los derechos de tus hermanas, y no me digas que JoAnna Brouard se quedará con los brazos cruzados cuando se entere de cómo ha tratado tu padre a sus hijas. Esto podría demorarse años en los tribunales si no hacemos algo. Así que primero nos enfrentaremos a esos dos beneficiarios. Y luego nos enfrentaremos a Ruth.

Adrián caminó hacia la cómoda, alterando su ruta por una vez, gracias a Dios. Apagó el cigarrillo aplastándolo en un cenicero que aportaba al dormitorio el noventa por ciento de su mal olor. Se encendió otro de inmediato.

– Yo no voy a ningún lado -le dijo-. Me quedo al margen, madre.

Margaret se negó a creerlo, al menos como condición permanente. Se dijo que Adrián simplemente estaba deprimido, Se sentía humillado. Estaba de luto; no por Guy, por supuesto, sino por Carmel, a quien había perdido a manos de Guy. Que Dios castigara su alma por traicionar a su propio, su único, hijo de ese modo tan inimitable suyo, el judas redomado. Pero se trataba de la misma Carmel que volvería corriendo y suplicando que Adrián la perdonara en cuanto ocupara el lugar que le correspondía a la cabeza de la fortuna de su padre. A Margaret no le cabía la menor duda.

– Muy bien -dijo Margaret, y Adrián no preguntó nada más mientras su madre hurgaba en sus cosas. No protestó cuando le cogió las llaves del coche de la chaqueta que había dejado en el asiento de la silla-. De acuerdo -añadió ella-. Quédate al margen de momento. -Y se marchó.

En la guantera del Range Rover, encontró un mapa de la isla, de esos que reparten las empresas de alquiler de coches, en los que sus locales están perfectamente señalados y todo lo demás se desvanece en la ilegibilidad. Pero como la empresa de alquiler de coches estaba en el aeropuerto y La Corbiére no estaba lejos de allí, pudo localizar la aldea con exactitud cerca de la orilla sur de la isla, en un sendero que no parecía más ancho que el bigote de un gato.

Aceleró el motor como expresión de sus sentimientos y arrancó. ¿Qué dificultad podía tener, se dijo, retroceder por la ruta del aeropuerto y luego aventurarse a girar a la izquierda en la Rué de la Villiaze? No era estúpida. Podía leer los letreros de las calles. No se perdería.

Aquella creencia, naturalmente, presuponía que hubiera letreros en las calles. Margaret pronto descubrió que una parte de la naturaleza caprichosa de la isla residía en el modo en que estaban ocultas las señales: por lo general, a la altura de la cintura y detrás de unas hiedras. También descubrió enseguida que había que saber a qué parroquia se iba para no acabar en medio de Saint Peter Port, que, como Roma, era adonde, al parecer, llevaban todos los caminos.

Se había equivocado cuatro veces de salida y estaba sudada y nerviosa y, cuando por fin encontró el aeropuerto, pasó por delante de la Rué de la Villiaze sin darse cuenta, de tan pequeña que era la calle. Margaret estaba acostumbrada a Inglaterra, donde las carreteras principales parecían carreteras principales. En el mapa, la calle era roja, así que en su cabeza constaba de al menos dos carriles bien delimitados, por no mencionar un gran letrero que indicaría que había encontrado lo que buscaba. Por desgracia, se encontró rumbo a una intersección triangular en el centro de la isla, marcada por una iglesia medio escondida en una depresión del terreno, antes de plantearse que tal vez había ido demasiado lejos. Entonces se detuvo en lo que en teoría era el arcén, examinó el mapa y vio -cada vez más irritada-, que se había pasado de largo y que tendría que intentarlo de nuevo.

Fue entonces cuando finalmente maldijo a su hijo. Si no fuera tan idiota, tan patético… Pero no, no. Cierto, habría sido más práctico que la hubiera acompañado, haber tenido la capacidad de conducir directamente hasta su destino sin equivocarse de salida media docena de veces. Pero Adrián tenía que recuperarse del golpe que había supuesto el testamento de su padre -el maldito, maldito, maldito testamento de su padre-, y si quería tomarse una hora para hacerlo, adelante, pensó Margaret. Podía arreglárselas sola.

Sin embargo, se preguntó si aquello era, en parte, lo que le había sucedido a Carmel Fitzgerald: otro momento más para darse cuenta de que habría veces en que tendría que arreglárselas sola, en que Adrián se encerraría en su cuarto, o algo peor. Sabía Dios que Guy podía hundir a cualquiera que tuviera un carácter sensible, incluso lograr que se despreciara a sí mismo, y si era lo que le había pasado a Adrián mientras él y Carmel se alojaban en Le Reposoir, qué habría pensado la joven, cuan vulnerable pudo ser a las insinuaciones de un hombre que estaba como pez en el agua, tan viril y tan malditamente capaz. Muy vulnerable, pensó Margaret. Y, sin duda, Guy lo había visto y había actuado en consecuencia sin ningún tipo de remordimiento.

No obstante, iba a pagar por lo que había hecho. No podía pagarlo en vida. Pero lo pagaría ahora.

Tan ensimismada estaba Margaret en esta determinación que casi volvió a pasar de largo la Rué de la Villiaze. Pero en el último momento vio un sendero estrecho a la derecha en las inmediaciones del aeropuerto. Lo cogió ciegamente y se descubrió pasando por delante de un pub y luego un hotel y luego por la campiña, entre altos bancos y arbustos detrás de los cuales había granjas y campos en barbecho. A su alrededor, comenzaron a surgir carreteras secundarias que más bien parecían senderos de tractores, y justo cuando decidió probar con alguno de éstos con la esperanza de que la llevara a algún lugar identificable, llegó a un cruce en la carretera y encontró el milagro de un poste indicador que señalaba hacia la derecha y a La Corbiére.

Margaret dio las gracias al dios de la conducción que la había guiado hasta este punto y entró en un sendero que no podía distinguirse de los otros. Si hubiera aparecido algún coche de frente, uno de los dos tendría que haber reculado hasta el principio del camino; pero la suerte no la abandonó y no vio ningún otro vehículo por la ruta que pasaba por delante de una granja encalada y dos casitas de piedra de color carne.

Lo que vio en una curva pronunciada era la Casa de las Conchas. Como había sugerido Adrián, sólo un ciego no la habría visto. El edificio era de estuco amarillo. Las conchas a las que debía el nombre decoraban el camino de entrada, remataban el muro divisorio y plagaban el gran jardín delantero.

Era la decoración más hortera que Margaret recordaba haber visto, parecía la colección de un loco. Caracolas, conchas de orejas de mar, de vieiras y algún abulón de vez en cuando formaban los arriates. También alineaban los parterres, donde más conchas -pegadas a las ramas, los brotes y el metal flexible- cercaban las flores. En medio del césped, se alzaban las paredes de un estanque poco profundo, con conchas incrustadas, que proporcionaba un medio de vida a los peces de colores, que no tenían conchas, gracias a Dios. Pero alrededor de este estanque había pedestales con conchas incrustadas, en los que ídolos de conchas posaban para ser adorados. En dos mesas grandes plegables con conchas y sus sillas correspondientes con conchas había dos juegos de té con conchas y marisco en los platos de sandwich. Y en el muro frontal había un parque de bomberos, un colegio, un granero y una iglesia en miniatura, todo de un blanco reluciente por los moluscos que habían dado su vida para crearlos. Aquello, pensó Margaret mientras se bajaba del Range Rover, bastaba para no volver a probar la bullabesa en la vida.

Se estremeció ante aquel monumento a la vulgaridad. Le traía muchos recuerdos desagradables: veraneos en la costa de Essex durante la infancia, el acento vulgar, las patatas fritas grasientas, la piel blanca enrojecida para proclamar al mundo que se había ahorrado el dinero suficiente para ir de vacaciones a la playa.

Margaret apartó ese pensamiento, la imagen de sus padres en las escaleras de una cabana alquilada en la playa, abrazados, con la botella de cerveza en la mano. Sus besos babosos y luego las risitas de su madre y lo que seguía a esas risitas.

Basta, pensó Margaret. Avanzó con decisión por el camino de entrada. Gritó un “hola” confiado, luego una segunda vez y una tercera. Nadie salió de la casa. Sin embargo, había herramientas de jardinería expuestas en el camino delantero, aunque sabía Dios para qué estaban en este entorno. No obstante, sugerían que en casa había alguien y que estaba trabajando en el jardín, así que se acercó a la puerta de entrada. Mientras lo hacía, apareció un hombre de detrás de la casa con una pala. Iba mugriento con unos vaqueros azules tan sucios que podrían tenerse en pie por sí solos si no los llevara puestos. A pesar del frío, no lo protegía ninguna chaqueta, sino tan sólo una camisa de trabajo azul descolorida en la que alguien había bordado en rojo “Cristales Moullin”. El hombre había llevado la indiferencia climática hasta los pies, puesto que sólo calzaba unas sandalias, aunque también llevaba calcetines. Sin embargo, éstos lucían más de un agujero y el dedo gordo derecho sobresalía por uno de ellos.

Vio a Margaret y se detuvo, pero no dijo nada. A ella le sorprendió reconocerle: era el Heathcliff sobrealimentado que había visto en la recepción del funeral de Guy. De cerca, vio que la oscuridad de su piel se debía a que tenía la cara tan curtida que parecía cuero sin enjabonar. El hombre la miraba con ojos hostiles y tenía las manos cubiertas de cortes curados y otros sin curar. Margaret pudo sentirse intimidada por el nivel de animadversión que desprendía el hombre, pero ya sentía la suya propia y, aunque no hubiera sido así, ella no era una mujer que se alarmara fácilmente.

– Estoy buscando a Cynthia Moullin -le dijo tan agradablemente como pudo-. ¿Puede decirme dónde podría encontrarla, por favor?

– ¿Por qué? -El hombre llevó la pala al césped, donde empezó a cavar alrededor de la base de uno de los árboles.

Margaret se puso furiosa. Estaba acostumbrada a que cuando la gente escuchaba su voz -sabía Dios que había pasado años desarrollándola-, se asustaba.

– Creo que la respuesta es que sí o que no -dijo-. ¿Puede ayudarme a encontrarla o no? ¿Tiene algún problema para comprenderme?

– Tengo un problema para que me importe una cosa u otra. -Tenía un acento tan fuertemente influenciado por lo que Margaret supuso que era el dialecto de la isla, que parecía salido de una película de época.

– Necesito hablar con ella -dijo-. Es esencial que hable con ella. Mi hijo me ha dicho que vive en este lugar. -Intentó que “este lugar” no sonara como “este vertedero”, pero decidió que se la podía perdonar si no lo conseguía-. Pero si se ha equivocado, le agradecería que me lo dijera. Y estaré encantada de dejar de darle la lata. -Y es que no quería quedarse más tiempo del necesario con aquel hombre que parecía tener el pelo sucio y lleno de piojos.

– ¿Su hijo? ¿Quién es? -le preguntó.

– Adrián Brouard. Guy Brouard era su padre. Supongo que sabe quién es Guy Brouard, ¿verdad? Le he visto en la recepción de su funeral.

Estas últimas observaciones parecieron captar su atención, porque dejó de cavar y miró a Margaret de arriba abajo, tras lo cual cruzó el césped en silencio hasta el porche, donde cogió un cubo. Contenía una especie de bolitas que llevó al árbol y echó generosamente en la zanja que había cavado alrededor del tronco. Dejó el cubo en el suelo y avanzó al siguiente árbol, donde se puso a cavar.

– A ver -dijo Margaret-, estoy buscando a Cynthia Moullin. Me gustaría hablar con ella de inmediato, así que si sabe dónde puedo encontrarla… Vive aquí, ¿no? ¿Esto es la Casa de las Conchas? -Era la pregunta más absurda que podía hacer, pensó Margaret. Si aquélla no era la Casa de las Conchas, una pesadilla mayor la esperaba en algún lado, y eso le parecía difícil de creer.

– Así que usted es la primera -dijo el hombre señalándola con la cabeza-. Siempre me había preguntado cómo sería la primera. Dice mucho de un hombre la primera, ¿sabe? Explica por qué tomó el camino que tomó con las demás.

Margaret se esforzó por descifrar su acento. Entendió una de cada cuatro o cinco palabras y pudo llegar a la conclusión de que el bruto se refería de un modo menos que halagador a su vida sexual con Guy. No iba a consentirlo. Ella controlaría la conversación. Los hombres siempre lo reducían todo al mete-saca si podían. Creían que era una maniobra eficaz para aturullar a cualquier mujer con la que hablaban. Pero Margaret Chamberlain no era cualquier mujer. Y estaba poniendo sus ideas en orden para dejárselo claro cuando sonó un móvil y el tipo se vio obligado a sacarlo del bolsillo, abrir la tapa y revelar el fraude.

– Henry Moullin -dijo al teléfono y escuchó durante casi un minuto. Y, luego, con una voz totalmente distinta de la que había utilizado para entretener a Margaret, dijo-: Primero tengo que tomar las medidas del lugar, señora. Es imposible decirle cuánto tiempo me llevará esa clase de proyecto hasta que vea con qué estoy trabajando. -Volvió a escuchar y enseguida sacó una libreta negra de otro bolsillo. En ella, anotó una cita con alguien y dijo-: Por supuesto. Encantado de hacerlo, señora Félix. -Se guardó el teléfono en el bolsillo y miró a Margaret como si no hubiera intentado engatusarla para que creyera que era un esquilador de ovejas de las afueras de Casterbridge.

– Vaya, ahora que hemos aclarado eso, tal vez me conteste a la pregunta y me diga dónde puedo encontrar a Cynthia Moullin -dijo Margaret con cortesía a pesar de todo-. Usted es su padre, ¿no?

El hombre no estaba arrepentido ni tampoco avergonzado.

– Cyn no está aquí, señora Brouard -dijo.

– Chamberlain -le corrigió Margaret-. ¿Dónde está? Es imprescindible que hable con ella enseguida.

– No es posible -dijo-. Se ha ido a Alderney, a ayudar a su abuela.

– ¿Y la abuela no tiene teléfono?

– Cuando funciona, sí.

– Entiendo. Bueno, tal vez sea mejor así, señor Moullin. Usted y yo podemos solucionar esto, y ella no tiene por qué saber nada. Tampoco se llevará una decepción.

Moullin sacó de su bolsillo un tubo de alguna especie de pomada y se puso un poco en la palma. La miró mientras se untaba el preparado sobre los muchos cortes que tenía en las manos, como si no le importara lo más mínimo que también estuviera extendiéndose tierra del jardín.

– Será mejor que me diga qué quiere -dijo, y había en su actitud una franqueza masculina que era a la vez desconcertante y un tanto excitante. A Margaret le vino la imagen extraña de ella con aquel hombre, una relación puramente animal que no habría creído posible plantearse. Moullin dio un paso en su dirección, y ella retrocedió en un acto reflejo. Los labios de él se movieron como si aquello le divirtiera. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Margaret. Se sintió como un personaje de una novela romántica mala, a un instante del éxtasis.

Eso bastó para enfurecerla y le permitió dominar la situación.

– Se trata de algo que seguramente podremos resolver entre nosotros, señor Moullin. No creo que quiera verse envuelto en una batalla legal prolongada. ¿Me equivoco?

– ¿Una batalla legal por qué?

– Por los términos del testamento de mi ex marido.

Un brillo en los ojos desveló un interés mayor. Margaret lo vio y se dio cuenta de que un arreglo quizá funcionaría: acordar una suma inferior para evitar tener que gastarlo todo en abogados -o como los llamaran aquí- que alargarían el proceso en los tribunales durante años como si se tratara del juicio de los Jarndyce.

– No voy a mentirle, señor Moullin -le dijo-. Mi marido ha dejado una fortuna considerable a su hija en su testamento. Mi hijo, el hijo mayor de Guy y su único heredero varón, como sabrá, ha recibido mucho menos. Estoy convencida de que coincidirá conmigo en que se ha cometido una gran injusticia. Así que me gustaría arreglarlo sin recurrir a los tribunales.

Margaret no había pensado antes en la reacción que podría tener el hombre al conocer que su hija había recibido una herencia. De hecho, no le había importado demasiado cuál sería su reacción. Sólo había pensado en solucionar como pudiera aquella situación en beneficio de Adrián. Una persona razonable vería las cosas igual que ella cuando las expusiera matizándolas con alusiones a futuros litigios.

Al principio, Henry Moullin no dijo nada. Se dio la vuelta y se puso a cavar de nuevo. Sin embargo, su respiración era distinta. Era áspera y el ritmo era más rápido que antes. Pisó la pala y la introdujo en la tierra. Una, dos, tres veces. Mientras lo hacía, la nuca pasó del color del cuero sin enjabonar a un rojo tan intenso que Margaret Chamberlain temió que le diera un ataque allí mismo.

– Mi hija, maldita sea -dijo entonces, y dejó de cavar. Cogió el cubo de bolitas. Las echó en la segunda zanja sin fijarse en que se amontonaban y se derramaban por los lados-. ¿Se cree que puede…? -dijo-. Ni de coña… -Y antes de que Margaret pudiera decir otra palabra, antes de que pudiera simpatizar, aunque de manera artificial, con la angustia evidente que sentía el hombre porque Guy se había inmiscuido en su capacidad de mantener económicamente a su propia hija, Henry Moullin volvió a coger la pala. Sin embargo, esta vez se dio la vuelta hacia ella. La levantó y avanzó.

Margaret gritó, encogiéndose, odiándose por encogerse, odiándole por hacer que se encogiera, y buscó una escapatoria rápida. Pero su única opción de huir era saltar hacia la estación de bomberos de conchas, la chaise longue de conchas, la mesa plegable de conchas o -como si fuera un saltador de longitud- el estanque con conchas incrustadas. Sin embargo, cuando empezó a dirigirse hacia la chaise longue, Henry Moullin pasó a su lado y fue hacia la estación de bomberos de conchas. La golpeó ciegamente.

– Maldita sea.

Los fragmentos salieron volando en todas direcciones. La redujo a escombros con tres golpes brutales. Siguió con el granero y luego con la escuela, mientras Margaret observaba, atemorizada por el poder de su furia.

Moullin no dijo nada más. Se lanzó de una creación de conchas extravagante a la siguiente: la escuela, la mesa plegable, las sillas, el estanque, el jardín de flores artificiales de conchas. Nada parecía agotarle. No paró hasta recorrer todo el sendero que llevaba de la entrada a la puerta. Y una vez allí, arrojó la pala contra la casa amarilla. Por muy poco, no chocó contra una de las ventanas enrejadas y acabó aterrizando en el sendero con un ruido estrepitoso.

El hombre jadeaba. Algunos de los cortes en las manos se habían vuelto a abrir. Se había hecho tajos nuevos con los fragmentos de las conchas y el hormigón que las unía. Los vaqueros sucios estaban blancos por el polvo, y cuando se limpió las manos en ellos, la sangre dibujó rayas finas sobre el blanco.

– ¡No! -dijo Margaret sin pensarlo siquiera-. No permita que le haga esto, Henry Moullin.

Él se quedó mirándola, respirando con dificultad, parpadeando como si aquello fuera a aclararle la cabeza. Se había liberado de toda la agresividad. Miró a su alrededor, a los destrozos que había ocasionado en la parte delantera de su casa, y dijo:

– El muy cabrón ya tenía dos.

Las niñas de JoAnna, pensó Margaret. Guy tenía hijas propias. Había tenido y perdido la oportunidad que le habían ofrecido de hacer de padre. Pero no se había tomado esa pérdida a la ligera, así que había sustituido a sus hijos abandonados por otros que sería mucho más probable que hicieran la vista gorda ante los defectos que eran tan patentes para los de su propia sangre. Porque eran pobres, y él era rico. El dinero compraba amor y lealtad allí donde podía hacerlo.

– Tiene que curarse las manos -dijo Margaret-. Se ha hecho cortes. Están sangrando. No, no las restriegue…

Pero el hombre lo hizo igualmente, añadiendo más rayas al polvo y la suciedad de los vaqueros y, cuando aquello no fue suficiente, también se las limpió en la camisa de trabajo llena de polvo.

– No queremos su maldito dinero -dijo-. No lo necesitamos. Por nosotros, puede prenderle fuego en Trinity Square.

Margaret pensó que podría haberlo dicho desde el principio y ahorrarles a los dos una escena aterradora, por no mencionar que también podría haber salvado el jardín.

– Me alegro mucho de oír eso, señor Moullin. Es justo que Adrián…

– Pero es el dinero de Cyn, ¿no? -continuó Henry Moullin, truncando sus esperanzas con la misma eficacia con la que había reducido a añicos las creaciones de conchas y cemento que los rodeaban-. Si Cyn quiere la recompensa… -Caminó hacia donde estaba la pala en el camino que llevaba a la puerta. La recogió. Hizo lo mismo con un rastrillo y un recogedor. Sin embargo, cuando los tuvo en la mano, miró a su alrededor, como si no estuviera seguro de qué había estado haciendo con ellos.

Miró a Margaret, y ésta vio que sus ojos estaban llenos de dolor.

– Venía aquí -dijo-. Yo iba allí. Trabajábamos codo con codo. Y me decía: “Eres un gran artista, Henry. No estás hecho para construir invernaderos toda la vida”. Me decía: “Escapa, aléjate de esto, amigo. Yo creo en ti. Te ayudaré un poco. Deja que te contrate. Quien nada arriesga no gana una mierda”. Y yo le creí, ¿sabe? Quería hacerlo, dejar esto de aquí. Lo quería por mis hijas, sí, por mis hijas. Pero también por mí. ¿Qué pecado hay en eso?

– Ninguno -dijo Margaret-. Todos queremos lo mejor para nuestros hijos, ¿verdad? Yo también lo quiero. Por eso estoy aquí, por Adrián, mi hijo y el de Guy. Por lo que le ha hecho. Le ha engañado y quitado lo que le correspondía, señor Moullin. Ve lo mal que está eso, ¿verdad?

– Nos engañó a todos -dijo Henry Moullin-. A su ex marido se le daba bien engañar. Se pasó años burlándose de nosotros, esperando el momento oportuno. Nuestro querido señor Brouard no era un hombre que se saltara las leyes. La moral sí, eso sí. Lo apropiado y lo correcto. Nos tenía a todos comiendo de su mano, y nosotros no sabíamos que estaba envenenada.

– ¿No quiere contribuir a arreglarlo? -dijo Margaret-. Usted puede, y lo sabe. Puede hablar con su hija, puede explicárselo. No le pediríamos a Cynthia que renunciara a todo el dinero que le ha dejado. Sólo querríamos igualar las cosas, reflejar quién es familia de Guy y quién no.

– ¿Es eso lo que quiere? -dijo Henry Moullin-. ¿Cree que eso equilibrará las cosas? Es usted igual que él, ¿verdad, señora? Cree que el dinero compensa cualquier pecado. Pero no es así, y nunca lo será.

– Entonces, ¿no hablará con ella? ¿No se lo explicará? ¿Vamos a tener que llevar esto a otro nivel?

– No lo entiende, ¿verdad? -le preguntó Henry Moullin-. Nadie va a hablar con mi hija. Nadie va a explicar nada.

Se dio la vuelta y se marchó con las herramientas por donde había aparecido con la pala hacía tan sólo unos minutos. Desapareció detrás de la casa.

Margaret se quedó allí un momento, inmóvil en el sendero, y por primera vez en su vida vio que se había quedado sin respuesta. Se sentía casi abrumada por la fuerza del odio que Henry Moullin había dejado tras él. Era como una corriente que la empujaba hacia una marea de la que prácticamente no había esperanza de escapar.

Donde menos esperaba encontrarla, sintió una afinidad con aquel hombre desaliñado. Comprendía por lo que estaba pasando. Tus hijos eran tus hijos, y a nadie le pertenecían del mismo modo que a ti. No eran lo mismo que un esposo, unos padres, unos hermanos, una pareja, un amigo. Los hijos nacían de tu cuerpo y de tu alma. Ningún intruso podía romper fácilmente ese vínculo creado a partir de ese tipo de sustancia.

No obstante, ¿si un intruso lo intentaba o, Dios no lo quisiera, lo conseguía…?

Nadie sabía mejor que Margaret Chamberlain hasta dónde podía llegar alguien para preservar la relación que tenía con su hijo.

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