A la mañana siguiente, Saint James y Deborah tomaron el desayuno junto a una ventana que daba al pequeño jardín del hotel, donde los nudos indisciplinados de los pensamientos formaban una frontera colorista alrededor del césped. Estaban sumidos en la preparación de los planes para el día cuando China se reunió con ellos. Que fuera vestida de negro de los pies a la cabeza realzaba su imagen espectral.
Les ofreció una sonrisa rápida que transmitía una disculpa por ir a su encuentro tan temprano.
– Necesito ponerme en marcha, hacer algo -les dijo-. No puedo quedarme sentada. Antes tenía que hacerlo, pero ahora no tengo por qué y estoy histérica. Tiene que haber algo… -Pareció advertir el desorden de sus palabras porque se calló y entonces dijo con ironía-: Lo siento. Me he tomado unos cincuenta cafés. Llevo despierta desde las tres.
– Toma un zumo de naranja -le ofreció Saint James-. ¿Has desayunado?
– No puedo comer -contestó-, pero gracias de todos modos. Ayer no os las di. Quería hacerlo. Sin vosotros dos aquí… Simplemente, gracias. -Se había sentado en una silla de una mesa adyacente y la acercó hacia Saint James y su mujer. Miró a las otras personas presentes en el comedor: hombres de negocios con teléfonos móviles al lado de los cubiertos, maletines en el suelo junto a las sillas y periódicos abiertos. Reinaba el mismo silencio que en un club de caballeros de Londres.
– Esto parece una biblioteca -dijo China en voz baja.
– Banqueros -dijo Saint James-. Tienen mucho en que pensar.
– Son unos estirados -dijo Deborah, y ofreció a su amiga una sonrisa afectuosa.
China se tomó el zumo que Saint James le había servido.
– No puedo dejar de pensar en condicional. Yo no quería venir a Europa, y si me hubiera mantenido firme… Si me hubiera negado a volver a hablar del tema… Si hubiera tenido el trabajo suficiente para quedarme en casa… Tal vez él tampoco habría venido. Nada de esto habría sucedido.
– No te hace ningún bien pensar en eso -dijo Deborah-. Las cosas pasan porque pasan y ya está. Nuestro trabajo no es “despasarlas” -sonrió al oír su palabra inventada-, sino seguir adelante.
China le devolvió la sonrisa.
– Creo que ya he oído eso antes.
– Dabas buenos consejos.
– En su momento no te gustaron.
– No. Supongo que me parecían…, bueno, crueles, en realidad. Es lo que parecen las cosas cuando lo que quieres es que tus amigos se revuelvan contigo en la desgracia.
China arrugó la nariz.
– No seas tan dura contigo misma.
– Pues tú haces lo mismo.
– De acuerdo. Trato hecho.
Las dos mujeres se miraron con cariño. Saint James observó a una y luego a la otra y reconoció que se había establecido una comunicación femenina, una comunicación que él no podía comprender. Concluyó cuando Deborah le dijo a China River:
– Te he echado de menos.
Y China le respondió con una risa suave, ladeó la cabeza y dijo:
– Bueno, chica, así aprenderás.
Entonces su conversación terminó.
El intercambio le sirvió a Saint James para recordar que Deborah tenía una vida que se expresaba más allá del tiempo que hacía que él la conocía. Tras entrar en su mundo consciente cuando tenía siete años, su esposa siempre le había parecido una parte permanente del mapa de su universo particular. Aunque el hecho de que ella tuviera un universo propio no era una sorpresa para él, le resultó desconcertante tener que aceptar que poseía una riqueza de experiencias en las que él no participaba. El que en realidad hubiera podido participar era un pensamiento para otra mañana, cuando hubiera menos cosas en juego.
– ¿Ya has hablado con el abogado?
China dijo que no con la cabeza.
– No está. Pero se habría quedado en comisaría mientras lo interrogaban. Como no me ha llamado… -Cogió una tostada de la cesta como si pensara comérsela, pero la apartó-. Imagino que acabaron bien entrada la noche. Es lo que pasó cuando hablaron conmigo.
– Entonces empezaré por ahí -le dijo Saint James-. Y vosotras dos… Creo que tenéis que pasaros a ver a Stephen Abbott. Habló contigo el otro día, cariño -le dijo a Deborah-, así que supongo que estará dispuesto a hablar contigo otra vez.
Acompañó a las dos mujeres afuera hasta el aparcamiento. Allí extendieron un mapa de la isla sobre el capó del Escort y trazaron una ruta hasta Le Grand Havre, una entrada ancha en la costa norte de la isla que constaba de tres bahías y un puerto, encima del cual una red de senderos daba acceso a torres militares y fuertes abandonados. Actuando de copiloto, China guiaría a Deborah hasta ese lugar, donde Anaïs Abbott tenía una casa en La Garenne. Mientras tanto, Saint James iría a la comisaría de policía y averiguaría a través del inspector en jefe Le Gallez toda la información que pudiera sobre la detención de Cherokee.
Una vez establecida la ruta, observó partir a su mujer y a su amiga. Bajaron por Hospital Lane y siguieron la carretera en dirección al puerto. Vio la curva de la mejilla de Deborah cuando el coche giró hacia Saint Julian's Avenue. Sonreía por algo que acababa de decir su amiga.
Se quedó quieto un momento y pensó en todas las formas en que podría advertir a su mujer si estuviera dispuesta a escucharle y fuera capaz de hacerlo. “No se trata de lo que yo piense -le habría dicho para explicarse-. Se trata de todo lo que aún no sé.”
Simón esperaba que Le Gallez llenaría las lagunas en la información que tenía. Saint James fue a buscarle.
El inspector en jefe acababa de llegar a la comisaría. Aún llevaba puesto el abrigo cuando salió a su encuentro. Lo dejó sobre una silla en el centro de operaciones y condujo a Saint James a una pizarra, donde un agente de uniforme colgaba una hilera de fotografías en color.
– Mírelas -dijo Le Gallez señalándolas con la cabeza. Parecía bastante ufano.
Saint James pudo ver que las fotos mostraban un frasco marrón de tamaño medio, de los que a menudo contienen jarabe para la tos. Descansaba sobre lo que parecían hierbas muertas y hierbajos, con una madriguera a cada lado. Una de las fotografías mostraba su tamaño en comparación con una regla de plástico. Otras revelaban su localización respecto a la flora viva más cercana, al campo en el que ¿descansaba, al seto que ocultaba el campo de la carretera y a la propia carretera rodeada de bosques que Saint James reconoció, puesto que la había recorrido personalmente.
– La carretera que conduce a la bahía -dijo.
– El lugar es ése, sí -admitió Le Gallez.
– ¿Qué es?
– ¿El frasco? -El inspector en jefe se acercó a una mesa, cogió un papel y lo leyó-: Eschscholtzia californica.
– ¿Que es?
– Aceite de adormidera.
– Ya tiene su opiáceo, entonces.
Le Gallez sonrió.
– Pues sí.
– Y californica significa…
– Lo que cabría esperar. Las huellas de él están en el frasco, inconfundibles, claras y estupendas; una visión para unos ojos doloridos de tanto trabajar, si me permite el comentario.
– Maldita sea -murmuró Saint James, más para sí mismo que para el inspector en jefe.
– Tenemos al asesino. -Le Gallez parecía estar totalmente seguro de sus hechos, como si no hubiera estado igual de seguro hacía veinticuatro horas de que tenían a la asesina.
– Entonces, ¿qué explicación le da?
Le Gallez utilizó un lápiz para señalar las fotografías mientras hablaba.
– ¿Cómo llegó allí, quiere decir? Imagino que fue así: no echaría el opiáceo en el termo la noche anterior o incluso a primera hora de la mañana. Siempre existía la posibilidad de que Brouard lo limpiara antes de utilizarlo para el té, así que lo siguió hasta la bahía y vertió el aceite en el termo mientras Brouard nadaba.
– ¿Y se arriesgó a que lo vieran?
– ¿Qué clase de riesgo suponía? Ni siquiera había amanecido, así que no esperaba que nadie estuviera levantado. Pero por si había alguien, se puso la capa de su hermana. Por su parte, Brouard estaba nadando en la bahía y no prestaba atención a la playa. No supondría ningún problema para River esperar a que empezara a nadar. Entonces, se acercó sigilosamente al termo (había seguido a Brouard, así que sabría dónde lo dejaba) y echó el aceite dentro. Luego, se marchó a donde fuera: entre los árboles, detrás de una roca, cerca del hotelito. Esperó a que Brouard saliera del agua y se bebiera el té como hacía todas las mañanas y como todo el mundo sabía que hacía. Té verde y ginkgo: te deja como nuevo y, lo más importante, te pone caliente, que es lo que Brouard quería para mantener contenta a su novia. River esperó a que el opiáceo hiciera efecto. Y, entonces, fue a por él.
– ¿Y si no le hubiera hecho efecto en la playa?
– A él le daba igual, ¿no? -Le Gallez se encogió de hombros elocuentemente-. Tampoco habría amanecido aún, y el opiáceo haría efecto en algún momento mientras Brouard regresaba a casa. Podría ir a por él independientemente de dónde pasara. Cuando sucedió en la playa, le metió la piedra garganta abajo y fin de la historia. Creyó que etiquetaríamos la causa de la muerte como asfixia por objeto extraño y, en efecto, es lo que pasó. Se deshizo del frasco de aceite de adormidera lanzándolo entre los arbustos mientras volvía a la casa. No pensó que realizaríamos análisis toxicológicos independientemente de cuál pareciera que había sido la causa de la muerte.
Aquello tenía sentido. Los asesinos siempre cometían algún error de cálculo en algún punto; en gran parte, era así como se los atrapaba. Si las huellas de Cherokee River estaban en el frasco que contenía el opiáceo, tenía sentido que Le Gallez pusiera su punto de mira en él. Pero todos los demás detalles del caso carecían de explicación. Saint James eligió uno.
– ¿Cómo explica el anillo? ¿También tiene sus huellas?
Le Gallez negó con la cabeza.
– No hemos podido extraer una huella decente; sólo una parcial de una parcial, pero no más.
– ¿Entonces?
– Lo llevaría con él. Puede que incluso pensara en metérselo garganta abajo a Brouard en lugar de la piedra. La piedra nos despistó un poco, lo que sería perfecto, a su modo de ver. Al fin y al cabo, ¿hasta qué punto quería que resultara tan descarado que su hermana fuera la asesina? No querría ponérnoslo tan fácil. Querría que nos lo trabajáramos un poco antes de llegar a esa conclusión.
Saint James pensó en todo aquello. Era bastante razonable -pese a las lealtades de su mujer hacia los River-, pero había algo más que Le Gallez no contaba en sus prisas por cerrar el caso sin colgar el crimen a un conciudadano de la isla.
– Imagino que verá que lo que sirve para Cherokee River también sirve para otros -dijo-. Y hay otras personas que tenían motivos para querer que Brouard muriera. -No esperó a que Le Gallez se lo rebatiera, apresurándose a decir-: Henry Moullin lleva una rueda mágica en sus llaves y soñaba con ser un artista del cristal, a instancias de Brouard, lo que, según parece, quedó en nada. Al parecer, Bertrand Debiere se ha endeudado porque dio por sentado que conseguiría el encargo del museo.
Le Gallez le interrumpió haciendo un gesto con la mano.
– Moullin y Brouard eran muy amigos. Hacía años que lo eran. Trabajaron juntos para transformar la vieja Thibeault Manor en Le Reposoir. No me cabe la menor duda de que Henry Moullin le daría la piedra en un momento u otro como muestra de amistad; una forma de decir: “Ahora eres uno de los nuestros, amigo mío”. En cuanto a Debiere, no veo a Nobby matando al hombre a quien esperaba hacer cambiar de opinión, ¿y usted?
– ¿Nobby?
– Bertrand. -Le Gallez tuvo la cortesía de parecer avergonzado-. Es un apodo. Fuimos juntos al colegio.
A ojos del inspector en jefe, eso probablemente convertía a Debiere en un candidato al asesinato aún menos potencial de lo que sería si fuera un simple habitante de Guernsey. Saint James buscó una forma de ampliar las miras del inspector, aunque fuera sólo un poquito.
– Pero ¿por qué? ¿Qué móvil podía tener Cherokee River? ¿Qué móvil podía tener su hermana cuando era su sospechoso principal?
– El viaje de Brouard a California, hace unos meses. River lo planeó todo allí.
– ¿Porqué?
Le Gallez perdió la paciencia.
– Escuche, amigo, no lo sé -dijo acaloradamente-. No tengo que saberlo. Sólo tengo que encontrar al asesino de Brouard y es lo que he hecho. Primero detuve a su hermana, cierto; pero la detuve por las pruebas que dejó él, igual que ahora le he detenido a él por las pruebas que tenemos.
– Sin embargo, las pudo dejar otra persona.
– ¿Quién? ¿Por qué? -Le Gallez se bajó de la mesa y avanzó hacia él con bastante más agresividad de la que justificaba el momento, y Saint James supo que estaba a un paso de que le echara de la comisaría sin ningún miramiento.
– Ha desaparecido dinero de la cuenta de Brouard, inspector -dijo en voz baja-, una gran cantidad de dinero. ¿Lo sabía?
La expresión de Le Gallez cambió. Saint James aprovechó la ventaja.
– Ruth Brouard me lo contó. Según parece, fue desembolsándolo a lo largo de un período de tiempo.
Le Gallez pensó en aquello. Con menos convicción que antes, dijo:
– River pudo…
Saint James lo interrumpió.
– Si quiere creer que River estaba implicado en eso, en una especie de chantaje, digamos, ¿por qué iba a matar a la gallina de los huevos de oro? Pero si así era, si River estaba chantajeando a Brouard, ¿por qué Brouard aceptó que precisamente él, entre todas las personas, fuera el mensajero escogido por su abogado en Estados Unidos? Kiefer tendría que haberle comunicado el nombre antes de la llegada de River; si no, ¿cómo iba a saber a quién recoger en el aeropuerto? Cuando se lo dijo, al ver que el nombre era River, habría anulado el trato de inmediato.
– No lo supo a tiempo -replicó Le Gallez, pero parecía mucho menos seguro de sí mismo.
Saint James siguió insistiendo.
– Inspector, Ruth Brouard no sabía que su hermano estaba dilapidando su fortuna. Imagino que nadie más lo sabía; al menos, no al principio. Por lo tanto, ¿no tiene sentido que alguien lo matara tal vez para impedir que se puliera el dinero? Si no es eso, ¿no sugiere que estaba involucrado en algo ilegal? ¿Y no sugiere eso un móvil para el asesinato mucho más sólido que cualquiera que tengan los River?
Le Gallez permaneció en silencio. Saint James vio por su expresión que el inspector en jefe estaba desconcertado por recibir una información sobre la víctima que debería haber conocido. Miró la pizarra, donde las fotografías del frasco que contenía el opiáceo manifestaban que habían encontrado a su asesino. Volvió a mirar a Saint James y pareció meditar el reto que el otro hombre le había planteado.
– Bien -dijo al fin-. Acompáñeme, pues. Tenemos que hacer algunas llamadas.
– ¿A quién? -preguntó Saint James.
– A las únicas personas que pueden conseguir que un banquero hable.
China era una copiloto excelente. Donde había letreros, decía los nombres de las calles que iban pasando mientras avanzaban hacia el norte por el paseo marítimo, y las llevó sin equivocarse de desvío ni una sola vez a Vale Road, en el extremo norte de la bahía de Belle Greve.
Atravesaron un pequeño barrio con su supermercado, su peluquería y su taller de reparación, y en un semáforo -uno de los pocos que había en la isla- torcieron hacia el noroeste. Siguiendo la pauta que tenía Guernsey de cambiar continuamente su paisaje, se encontraron en una zona agrícola tras recorrer menos de un kilómetro de carretera. Estaba definida por algunas hectáreas de invernaderos que parpadeaban al sol y, más allá, se extendían los campos. Cuando se habían adentrado en esta zona unos cuatrocientos metros, Deborah la reconoció y se preguntó por qué no se había fijado antes. Miró con cautela a su amiga en el asiento del copiloto y vio por la expresión de China que ella también se había dado cuenta de dónde estaban.
– Para aquí, ¿vale? -dijo de repente China cuando llegaron al desvío de la penitenciaría de los estados. Cuando Deborah frenó en un apartadero que había a unos veinte metros, China se bajó del coche y se acercó a una maraña de espinos y endrinos que servían de seto. Por encima y a lo lejos, se alzaban dos de los edificios que constituían la prisión. Con su exterior amarillo pálido y tejado de rojo, podría haber sido una escuela o un hospital. Sólo las ventanas -con barrotes de hierro- indicaban lo que era.
Deborah se acercó a su amiga. China parecía ensimismada, y Deborah no se decidió a interrumpir sus pensamientos. Así que se quedó a su lado en silencio y sintió la frustración de su propia incompetencia, en especial cuando la comparaba con la ternura que había recibido de aquella mujer cuando ella la había necesitado.
Fue China la que habló.
– Cherokee no podría soportarlo. Imposible.
– No creo que nadie pudiera. -Deborah pensó en las puertas de la cárcel cerrándose y las llaves girando y el tiempo de condena: días que se transformaban lentamente en semanas y luego en meses hasta que pasaban los años.
– Para Cherokee sería peor -dijo China-. Para los hombres siempre es peor.
Deborah la miró. Recordó que China le había descrito, hacía años, la única vez que había ido a visitar a su padre a la cárcel.
– Sus ojos -le había dicho-. No podía mantenerlos fijos. Estábamos sentados a una mesa, y cuando alguien pasaba muy cerca de él, se daba la vuelta deprisa como si esperara que le apuñalaran, o algo peor.
En aquella ocasión, había estado encerrado cinco años. China le contó que el sistema penitenciario de California siempre tenía los brazos abiertos para recibir a su padre.
– Dentro no sabe con qué se va a encontrar -dijo ahora China.
– No va a llegar a tanto -le dijo Deborah-. Lo solucionaremos pronto, y los dos podréis volver a casa.
– ¿Sabes? Yo solía quejarme de ser tan pobre, de juntar la calderilla con la esperanza de tener un rinconcito algún día. Lo odiaba: trabajar durante el instituto sólo para poder pagarme unos zapatos en un sitio como Kmart; hacer de camarera durante años para reunir el dinero suficiente para estudiar en Brooks, y luego ese apartamento en Santa Bárbara, esa humedad que tuvimos, Debs. Dios mío, lo odiaba todo. Pero lo retiraría todo ahora mismo con tal de salir de aquí. La mayoría de las veces me vuelve loca. Me daba pavor coger el teléfono cuando sonaba porque siempre temía que fuera Cherokee y me dijera: “¡Chine! Espera a oír el plan que tengo”, y yo sabía que sería algo turbio o algo que quería que le ayudara a financiar. Pero ahora mismo…, en este mismo instante…, lo daría casi todo por tener a mi hermano conmigo y estar con él en el muelle de Santa Bárbara mientras me cuenta su último chanchullo.
Impulsivamente, Deborah abrazó a su amiga. Al principio, China estaba rígida; pero Deborah se mantuvo firme hasta que se relajó.
– Vamos a sacarle de ésta -le dijo-. Os vamos a sacar a los dos. Volveréis a casa.
Regresaron al coche. Mientras Deborah salía marcha atrás del apartadero y se incorporaba de nuevo a la carretera principal, China dijo:
– Si hubiera sabido que después iban a ir a por él… Suena como si quisiera hacerme la mártir. No es eso. Pero creo que preferiría cumplir yo la condena.
– Nadie va a ir a la cárcel -dijo Deborah-. Simón se encargará de ello.
China tenía el mapa abierto encima de las rodillas y lo miró como si comprobara la ruta.
– El no es… -dijo con cautela-. Es muy distinto… Nunca habría pensado… -Se calló. Y luego dijo-: Parece muy majo, Deborah.
Deborah la miró y acabó su pensamiento:
– Pero no se parece en nada a Tommy, ¿no?
– En nada. Pareces…, no sé…, ¿menos libre con él? Menos libre de lo que eras con Tommy, en cualquier caso. Recuerdo cómo te reías con él, y las aventuras que compartíais, y que eras alocada. Por alguna razón, no te veo así con Simón.
– ¿No? -Deborah sonrió, pero era una sonrisa forzada. Lo que decía su amiga era la pura verdad. Su relación con Simón no podía ser más distinta de la que mantuvo con Tommy. Pero, de algún modo, percibió la observación de China como una crítica a su marido, y esa crítica provocó que quisiera defenderle, y no le gustó la sensación-. Tal vez sea porque nos ves en una situación bastante seria.
– No creo que sea eso -dijo China-. Como has dicho, es distinto a Tommy. Quizá sea porque es… ya sabes. ¿Por la pierna? ¿Se toma más en serio la vida por eso?
– Tal vez sea que tiene más motivos para ser serio. -Deborah sabía que aquello no era necesariamente verdad: como inspector de homicidios, Tommy tenía preocupaciones profesionales que pesaban más que las de Simón. Pero buscó una forma de explicar a su amiga cómo era su marido, una forma que le permitiera comprender que querer a un hombre que vivía casi todo el tiempo encerrado en sí mismo no era tan distinto a querer a un hombre que era directo, apasionado y que se implicaba a fondo en la vida. “Es porque Tommy puede permitirse ser así -quiso decir Deborah en defensa de su marido-. No porque sea rico, sino porque es su forma de ser y punto. Es una persona segura, de una forma en que otros hombres no lo son.”
– ¿Por su discapacidad, quieres decir? -dijo China al cabo de un momento.
– ¿Qué?
– Por eso Simón es más serio.
– En realidad, nunca pienso en su discapacidad -le dijo Deborah. Mantuvo la vista fija en la carretera para que su amiga no pudiera ver la mentira en su rostro.
– Ah, vale. ¿Eres feliz con él?
– Mucho.
– Entonces, mejor para ti. -Volvió a centrar su atención en el mapa-. Justo delante del cruce -dijo de repente-. Luego tuerce a la derecha en el siguiente.
China las guió hasta el norte de la isla, una zona completamente distinta de la de las parroquias que comprendían Le Reposoir y Saint Peter Port. Los acantilados de granito del sur de Guernsey daban paso a dunas en el norte. Una costa arenosa sustituía las pendientes pronunciadas y boscosas que llegaban hasta las bahías, y allí donde la vegetación protegía la tierra del viento, crecían barrones y correhuelas en las dunas móviles y cañuelas y lechetreznas marinas en las dunas fijas.
La ruta las llevó por el extremo sur de Le Grand Havre, una extensa bahía abierta en cuya orilla había barcas pequeñas varadas al ser invierno. En un lado de esa parte del agua, las humildes casitas blancas de Le Picquerel definían la parte baja de Guernsey. En el otro lado, La Garenne se desviaba a la izquierda, una carretera que recibía el nombre de las madrigueras de conejos que en su día habían dado cobijo al manjar por excelencia de la isla. Era una franja delgada de asfalto que seguía la pendiente este de Le Grand Havre.
En el punto donde La Garenne describía una curva a lo largo de la costa, encontraron la casa de Anaïs Abbott. Se alzaba en un terreno grande separado de la carretera por los mismos bloques grises de granodiorita que se habían utilizado para construir la casa. Delante se había plantado un jardín extenso atravesado por un sendero que llevaba a la puerta de la casa. Anaïs Abbott estaba allí, con los brazos cruzados debajo de los pechos. Estaba conversando con un hombre bastante calvo, que llevaba un maletín y parecía tener dificultades para mirarla más arriba del cuello.
Mientras Deborah aparcaba en el arcén de la carretera enfrente de la casa, el hombre extendió la mano a Anaïs. Se dieron un apretón para concluir algún tipo de trato, y el hombre bajó por el sendero de piedra entre hebes y lavandas. Anaïs se quedó mirándole desde el escalón y, como su coche estaba aparcado justo delante del de Deborah, vio a sus dos próximas visitantes cuando se bajaron del Escort. Su cuerpo se tensó visiblemente, y su expresión -que había estado relajada y seria en presencia del hombre- se alteró y entrecerró los ojos con una conjetura rápida mientras Deborah y China subían por el sendero hacia ella.
Se llevó la mano a la garganta en un gesto protector.
– ¿Quién eres tú? -le dijo a Deborah; y a China-: ¿Por qué no estás en la cárcel? ¿Qué significa esto? ¿Qué hacéis aquí? -les preguntó a las dos.
– Han soltado a China -dijo Deborah y se presentó, explicándole su presencia con las imprecisas palabras “intento solucionar las cosas”.
– ¿Que la han soltado? -dijo Anaïs-. ¿Qué significa eso?
– Significa que China es inocente, señora Abbott -dijo Deborah-. No mató al señor Brouard.
Al oír el nombre, se le enrojecieron los párpados inferiores.
– No puedo hablar con vosotras -dijo Anaïs-. No sé qué queréis. Dejadme en paz. -Se movió hacia la puerta.
– Anaïs, espera -dijo China-. Tenemos que hablar…
Anaïs se dio la vuelta.
– No hablaré contigo. No quiero verte. ¿No has hecho ya suficiente? ¿Aún no estás contenta?
– Nosotras…
– ¡No! Vi cómo te comportabas con él. ¿Creías que no? Pues sí, te vi. Sé lo que querías.
– Anaïs, sólo me enseñó la casa. Me enseñó la finca. Quería que viera…
– Quería, quería… -se burló Anaïs, pero le tembló la voz y las lágrimas que inundaban sus ojos se derramaron-. Sabías que era mío. Lo sabías, lo viste, todo el mundo te lo dijo y, aun así, fuiste a por él. Decidiste seducirle y dedicaste cada minuto a…
– Sólo sacaba fotos -dijo China-. Vi la oportunidad de hacer fotografías para una revista de mi país. Se lo conté y le gustó la idea. No tuvimos…
– ¡No te atrevas a negarlo! -Su voz se transformó en un grito-. Se alejó de mí. Decía que no podía, pero sé que no quería… Ahora lo he perdido todo. Todo.
Su reacción fue tan extrema de repente, que Deborah comenzó a preguntarse si habían salido del Escort para adentrarse en otra dimensión y decidió intervenir.
– Necesitamos hablar con Stephen, señora Abbott. ¿Está en casa?
Anaïs retrocedió hacia la puerta.
– ¿Qué queréis de mi hijo?
– Fue con el señor Brouard a ver la colección de la ocupación de Frank Ouseley. Queremos preguntarle sobre eso.
– ¿Por qué?
Deborah no iba a decirle nada más y, sin duda, no iba a decirle nada que la llevara a pensar que su hijo tenía algún tipo de responsabilidad en el asesinato de Guy Brouard. Probablemente haría que saltara del precipicio en el que sin duda se tambaleaba.
– Necesitamos saber qué recuerda haber visto allí -contestó Deborah, recorriendo una línea delgada entre la verdad, la manipulación y la evasiva.
– ¿Por qué?
– ¿Está su hijo en casa, señora Abbott?
– Stephen no ha hecho daño a nadie. ¿Cómo os atrevéis a sugerir siquiera…? -Anaïs abrió la puerta-. Salid de mi propiedad. Si queréis hablar con alguien, podéis hablar con mi abogado. Stephen no está. No va a hablar con vosotras ni ahora ni nunca.
Entró y dio un portazo; pero antes de hacerlo, su mirada la traicionó. Miró en la dirección por la que habían venido, donde en una cuesta a menos de un kilómetro de la casa se elevaba el campanario de una iglesia.
Se dirigieron hacia allí. Deshicieron la ruta de La Garenne y se guiaron por el campanario. En breve, se encontraron frente a un cementerio cercado con un muro que se alzaba en una pequeña ladera en la cima de la cual estaba la iglesia de Saint Michel de Vale, cuyo campanario apuntado tenía un reloj de esfera azul sin minutero cuya manecilla de las horas señalaba -permanentemente, al parecer- el número seis. Como pensaban que Stephen Abbott podía estar dentro, abrieron la puerta de la iglesia.
Dentro, sin embargo, reinaba el silencio. Cerca de una pila bautismal de mármol colgaban inmóviles las cuerdas de la campana, y una vidriera de colores de Jesucristo crucificado presidía un altar con su ramita decorativa de acebo. No había nadie en la nave y tampoco en la capilla de los arcángeles situada a un lado del altar principal, donde una vela encendida indicaba la presencia del Santísimo Sacramento.
Regresaron al cementerio.
– Seguramente fingía para que nos fuéramos. Apuesto a que está en casa -estaba diciendo China cuando Deborah vio un estanque al otro lado de la calle. Unos juncos lo ocultaban de la carretera; pero desde la posición estratégica que proporcionaba la pequeña cima de la colina, vieron que se extendía a poca distancia de una casa de tejado rojo. Una figura lanzaba ramas al agua; a su lado, había un perro indiferente. Mientras observaban, el chico empujó al perro hacia el estanque.
– Stephen Abbott -dijo Deborah con gravedad-. Sin duda está entretenido.
– Es un buen chico -fue la respuesta de China mientras seguían el sendero de regreso al coche y cruzaban la carretera.
Stephen estaba tirando otra rama más al agua cuando salieron de entre la densa vegetación que rodeaba el estanque.
– Vamos -le decía al perro, que estaba agachado no muy lejos, mirando melancólicamente el agua con la paciencia de un mártir cristiano-. ¡Vamos! -gritó Stephen Abbott-. ¿No sabes hacer nada? -Lanzó otra rama y luego otra más, como si estuviera decidido a demostrarse que era el amo de un animal al que ya no le importaban la sumisión o las recompensas que implicaba.
– Imagino que no quiere mojarse -dijo Deborah. Y luego añadió-: Hola, Stephen. ¿Te acuerdas de mí?
Stephen se giró para mirarla. Entonces, su mirada se posó en China. Abrió más los ojos, pero sólo un momento antes de que su rostro se volviera impenetrable y su mirada, severa.
– Perro estúpido -dijo-. Igual que esta estúpida isla. Igual que todo. Malditos estúpidos.
– Parece que tiene frío -dijo China-. Está temblando.
– Cree que voy a darle una paliza. Y se la daré si no mete el culo en el agua. ¡Biscuit! -gritó-. Vamos. Métete ahí dentro y coge la puta rama.
El perro se dio la vuelta.
– El muy imbécil está sordo -dijo Stephen-. Pero sabe qué significa. Sabe lo que quiero que haga. Y si sabe lo que le conviene, lo hará. -Miró a su alrededor y encontró una piedra, que sostuvo en su mano a fin de valorar su potencial para hacer daño.
– ¡Eh! -dijo China-. Déjale en paz.
Stephen la miró y torció el gesto. Entonces, arrojó la piedra y gritó:
– ¡Biscuit! ¡Pedazo de inútil de mierda! ¡Lárgate de aquí!
La piedra golpeó al perro justo en un lado de la cabeza. El animal soltó un aullido, se levantó y se metió entre los juncos, donde le oyeron revolverse y gimotear.
– De todos modos, es el perro de mi hermana -dijo Stephen con desdén. Se dio la vuelta para lanzar piedras al agua, pero Deborah alcanzó a ver que tenía los ojos llenos de lágrimas.
China avanzó un paso hacia él. Estaba furiosa.
– Mira, niñato asqueroso -le dijo, pero Deborah alargó la mano para detenerla.
– Stephen -dijo con delicadeza, pero el chico la interrumpió antes de que pudiera seguir.
– ”Llévate al perro de aquí”, me dice -murmuró con amargura-. “Sácalo a pasear, cariño.” Yo le he dicho que se lo dijera a Jemima, el perro es suyo. Pero no; no puede hacerlo. Pato está demasiado ocupada berreando en su cuarto porque no quiere marcharse de este agujero de mierda, ¿os lo podéis creer?
– ¿Os marcháis? -dijo Deborah.
– Nos vamos de aquí. El agente inmobiliario estaba en el salón intentando controlarse para no sobar con sus manos grasientas las tetas de mamá. Hablaba de llegar a “algún acuerdo mutuamente beneficioso”, como si en realidad no quisiera decir que lo que quería era tirársela cuanto antes. El perro no dejaba de ladrarle y Pato se ha puesto histérica porque el último lugar donde quiere ir a vivir es a Liverpool con la abuela, pero a mí no me importa. Yo haría cualquier cosa, lo que fuera, para largarme de este estercolero. Así que he traído a ese perro estúpido aquí, pero yo no soy Pato, ¿no?, y él sólo la quiere a ella.
– ¿Por qué os vais? -Deborah captó en la voz de China las deducciones que hacía su amiga. Ella también estaba haciendo algunas, la menos importante de las cuales no era la secuencia de hechos que había llevado a la familia Abbott hasta ese momento.
– Es bastante obvio -contestó Stephen. Entonces, antes de que pudieran ahondar más en el asunto, añadió-: Bueno, ¿qué queréis? -Y miró hacia los juncos y carrizos donde Biscuit guardaba silencio, como si hubiera encontrado un refugio.
Deborah le preguntó por Moulin des Niaux. ¿Había ido alguna vez con el señor Brouard?
Una vez.
– A mamá le pareció muy importante, pero sólo fui porque ella insistió. -Soltó una risita-. Se suponía que teníamos que intimar. Zorra estúpida. Como si él fuera a… Menuda estupidez. Guy, Frank, el padre de Frank (que tendrá como dos millones de años), y todos esos trastos por todas partes. Qué pérdida de tiempo.
– ¿Qué hicisteis allí?
– ¿Qué hicimos? Estaban revisando los sombreros. Sombreros, gorras, cascos, lo que sea. Quién llevaba qué, cuándo, por qué y cómo. Era tan estúpido… Una estúpida pérdida de tiempo. Así que salí a dar un paseo por el valle.
– Entonces, ¿tú no revisaste el material de la guerra? -preguntó China.
Stephen pareció captar algo en su voz, porque dijo:
– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Qué haces tú aquí? ¿No tendrías que estar encerrada?
Deborah intervino una vez más.
– ¿Había alguien más el día que fuiste a ver la colección de la guerra?
– No -dijo-, sólo Guy y yo. -Volvió a centrar su atención en Deborah y en el tema que, al parecer, dominaba sus pensamientos-. Ya te lo he dicho, se suponía que era nuestra gran oportunidad para intimar. Se suponía que yo tenía que tirar cohetes de alegría porque él quería hacerme de padre durante quince minutos. Se suponía que tenía que decidir que yo sería mucho mejor hijo que Adrián, puesto que él es un imbécil patético y, en comparación, como mínimo yo tengo la posibilidad de ir a la universidad sin derrumbarme porque mi mamá no está para cogerme de la mano. Era todo tan estúpido, tan rematadamente estúpido. Como si fuera a casarse con ella algún día.
– Bueno, ahora ha terminado todo -le dijo Deborah-. Vais a volver a Inglaterra.
– Sólo porque no consiguió lo que quería de Brouard -dijo el chico, que miró con desdén en dirección a La Garenne-. Como si fuera a conseguirlo. Mira que pensar que iba a sacarle algo. Intenté decírselo, pero nunca escucha. Cualquiera con un mínimo de cerebro podía ver qué quería.
– ¿Qué? -preguntaron China y Deborah a la vez.
Stephen las miró con el mismo desdén que había dirigido hacia su casa y su madre.
– Tenía a otra -dijo sucintamente-. Intenté decírselo una y otra vez, pero no quería escucharme. No podía pensar que se hubiera tomado tantas molestias para atraparle, operarse y todo eso, aunque fuera él quien pagara, y que él estuviera tirándose a otra todo el tiempo. “Son imaginaciones tuyas”, me decía. “Cariño, no te estarás inventando todo esto porque no has tenido suerte, ¿verdad? Algún día tendrás novia. Ya lo verás. Un chico alto, guapo, robusto como tú.” Dios mío, qué imbécil es.
Deborah examinó toda aquella información para comprenderla bien: el hombre, la mujer, el chico, la madre y todas las razones para lanzar esa acusación.
– ¿Conoces a la otra mujer, Stephen? -le preguntó mientras China daba un paso inquieto hacia él. Por fin estaban llegando a algo, y Deborah hizo un gesto a su amiga para impedir que asustara al chico y lo sumiera en el silencio con sus ansias por llegar al fondo de la cuestión.
– Claro que la conozco. Es Cynthia Moullin.
Deborah miró a China, quien negó con la cabeza.
– ¿Cynthia Moullin? -le preguntó Deborah a Stephen-. ¿Quién es?
Resultó ser una compañera de estudios, una chica de la Escuela de Educación Superior.
– Pero ¿cómo lo sabes? -le preguntó Deborah, y cuando el chico puso los ojos en blanco expresivamente, vio la verdad-. ¿Te la quitó el señor Brouard? ¿Es eso?
– ¿Dónde está ese estúpido perro? -fue la respuesta del chico.
Cuando su hermano no contestó al teléfono por tercera mañana consecutiva, Valerie Duffy no pudo aguantarlo más. En cuanto Kevin se puso a trabajar en la finca, Ruth acabó de desayunar y ella encontró una hora libre en sus tareas en la casa, cogió el coche y condujo hasta La Corbiére. Sabía que nadie la echaría de menos.
Lo primero que advirtió Valerie al llegar a la Casa de las Conchas fueron los destrozos en el jardín delantero, y se asustó al instante, puesto que eran una muestra elocuente del temperamento de su hermano. Henry era un buen hombre -un hermano considerado y un padre afectuoso con sus hijas-; pero tenía un genio que, cuando despertaba, explotaba en cuestión de segundos. De mayor, nunca había visto su temperamento en acción, pero sí la devastación que causaba su exteriorización. Sin embargo, aún no lo había dirigido nunca contra un ser humano, y Valerie se había agarrado a eso el día que fue a visitar a Henry, lo encontró preparando los bollos preferidos de su hija pequeña y le dijo que su jefe y querido amigo Guy Brouard estaba teniendo relaciones sexuales de manera habitual con su hija mayor.
Fue la única manera que se le ocurrió de poner fin a la aventura. Hablar con Cynthia no había tenido el más mínimo efecto en sus encuentros.
– Estamos enamorados, tía Val -le había dicho la niña con la inocencia candida de una virgen desflorada reciente y placenteramente-. ¿Es que tú nunca has estado enamorada?
Nada pudo convencer a la niña de que los hombres como Guy Brouard no se enamoraban. Ni siquiera le importó lo más mínimo ser plenamente consciente de que se estaba tirando a Anaïs Abbott al mismo tiempo que gozaba de ella.
– Oh, ya hemos hablado de eso. Tiene que hacerlo -dijo Cynthia-, o la gente podría creer que se acuesta conmigo.
– ¡Pero es que se está acostando contigo! ¡Tiene sesenta y ocho años! Dios santo, podrían meterle en la cárcel.
– Oh, no, tía Val. Esperamos hasta que tuve la edad.
– ¿Esperasteis…?
Y, en un instante, Valerie vio pasar ante ella los años que su hermano llevaba trabajando para Guy Brouard en Le Reposoir. Alguna de las niñas le acompañaba de vez en cuando porque para Henry era importante pasar tiempo con ellas por separado, para compensar el hecho de que su madre los hubiera abandonado para irse a vivir con una estrella de rock cuyo brillo celestial se había extinguido hacía tiempo.
Cynthia había sido la compañera más frecuente de su padre. Valerie no había pensado nada hasta que vio por primera vez las miradas que se cruzaban la niña y Guy Brouard, hasta que observó el contacto casual entre ellos -sólo una mano rozando un brazo-, hasta que los siguió una vez y los observó y esperó y luego se enfrentó a la niña para descubrir lo peor.
Tuvo que decírselo a Henry. No le quedó más remedio cuando le resultó imposible convencer a Cynthia de que lo dejara. Y allí estaban las consecuencias de habérselo contado, acechándola como la cuchilla de una guillotina que espera una señal para descender.
Empezó a caminar entre los tristes restos del imaginativo jardín. El coche de Henry estaba aparcado a un lado de la casa, no muy lejos del granero donde elaboraba el cristal; pero el propio granero estaba cerrado a cal y canto, así que se dirigió a la puerta de la casa. Allí, se detuvo un momento para tranquilizarse antes de llamar.
“Es mi hermano”, se dijo. No tenía nada de lo que preocuparse y menos aún que temer. Habían sobrellevado juntos una infancia difícil en la casa de una madre amargada que -como el propio Henry en una repetición de la historia- había sido abandonada por un esposo infiel. Por esta razón compartían algo más que sangre. Compartían recuerdos tan poderosos que nada podría ser nunca más importante que la forma como habían aprendido a apoyarse el uno en el otro, a criarse el uno al otro ante la ausencia física de uno de los progenitores y la desaparición emocional del otro. Habían logrado que no importara. Juraron que no empañaría sus vidas. Que hubieran fracasado ahora no era culpa de nadie y, sin duda, no se debía a la falta de determinación y esfuerzo.
La puerta se abrió de repente antes de que pudiera llamar, y su hermano apareció ante ella con un cesto de ropa sucia en la cadera. Estaba tan ceñudo como siempre.
– Val, ¿ qué cono quieres? -Tras lo cual, se marchó a la cocina, donde había construido un cobertizo que servía de lavadero.
Cuando le siguió, no pudo evitar fijarse en que Henry hacía la colada como ella le había enseñado: la ropa blanca, la oscura y la de color cuidadosamente separadas, y las toallas en otro montón.
Henry vio que le observaba, y un gesto de odio hacia sí mismo cruzó su rostro.
– Algunas lecciones no se olvidan fácilmente -le dijo.
– He estado llamando -dijo ella-. ¿Por qué no has contestado? Estabas en casa, ¿verdad?
– No quería. -Abrió la lavadora, donde la ropa estaba lista, y empezó a pasarla a la secadora. Cerca, en un fregadero, el agua goteaba rítmicamente sobre algo que estaba en remojo. Henry lo examinó, echó un chorro de lejía y lo removió enérgicamente con una larga cuchara de madera.
– No es bueno para el negocio -dijo Val-. Podría llamarte alguien para contratarte.
– Al móvil sí he contestado -le dijo-. Las llamadas de negocios las recibo ahí.
En silencio, Valerie soltó un taco al oír aquella información. No había pensado en el móvil. ¿Por qué? Porque estaba demasiado asustada y preocupada y atormentada por los remordimientos como para pensar en otra cosa que no fuera calmar sus nervios destrozados.
– Ah, el móvil. No había pensado en el móvil.
– Bien -dijo él, y empezó a meter el siguiente fardo de ropa sucia en la lavadora. Era la ropa de las niñas: vaqueros, jerséis y calcetines-. No habías pensado, Val.
El desprecio en su voz la hirió, pero se negó a consentir que la intimidara para que se fuera.
– ¿Dónde están las niñas, Harry? -le preguntó.
Su hermano la miró cuando utilizó el diminutivo. Por un instante, Valerie pudo ver más allá de la máscara de odio que llevaba puesta y Henry volvió a ser el niño pequeño a quien cogía de la mano cuando cruzaban el paseo marítimo para ir a bañarse a las piscinas de Havelet Bay. “No puedes esconderte de mí, Harry”, quería decirle. Pero en lugar de eso, esperó a que le contestara.
– En el colegio. ¿Dónde iban a estar si no?
– Supongo que me refería a Cyn -reconoció.
Henry no contestó.
– Harry, no puedes tenerla encerrada… -dijo.
– Nadie está encerrado en ningún lado -le dijo él señalándola con el dedo-. ¿Me oyes? Nadie está encerrado.
– Entonces, la has dejado salir. Ya he visto que has quitado las rejas de las ventanas.
En lugar de contestar, cogió el detergente y lo vertió en la ropa. No lo midió y se quedó mirándola mientras el líquido caía y caía, como si la desafiara a darle un consejo. Pero lo había hecho una vez, sólo una vez, que Dios la perdonara. Y estaba allí para asegurarse de que su frase “Henry, tienes que tomar medidas” no había tenido consecuencias.
– Entonces, ¿ha ido a algún sitio?
– No sale de su cuarto.
– ¿Has quitado el candado de la puerta?
– Ya no hace falta.
– ¿No hace falta? -Valerie sintió un escalofrío. Se abrazó el cuerpo, aunque en la casa no hacía nada de frío.
– No hace falta -repitió Henry y, como si quisiera ilustrar su observación, se acercó al fregadero donde goteaba el agua y utilizó la cuchara de madera para pescar algo.
Sacó unas braguitas y dejó que el agua chorreara y formara un charco en el suelo. Valerie vio la mancha tenue que aún tenían a pesar del remojo y la lejía. Le entraron náuseas al entender exactamente por qué su hermano había encerrado a su hija en su cuarto.
– No lo está -dijo Valerie.
– Una brisa en el infierno. -Señaló los dormitorios con la cabeza-. No quiere salir. Puedes hablar con ella si quieres. Pero ahora se ha encerrado por dentro y llora como una gata separada de sus gatitos. Será estúpida. -Cerró de golpe la tapa de la lavadora, pulsó algunos botones y dejó trabajar a la máquina.
Valerie fue a la habitación de su sobrina. Llamó a la puerta, dijo su nombre, y añadió:
– Soy la tía Val, cielo. ¿Me abres? -Pero Cynthia guardaba un perfecto silencio. Entonces, Valerie pensó lo peor. Gritó-: ¿Cynthia? ¡Cynthia! Quiero hablar contigo. Abre la puerta, por favor. -De nuevo, el silencio, un silencio sepulcral e inhumano, fue la única respuesta. A Valerie le pareció que sólo había una forma de que una niña de diecisiete años pasara de llorar como una gata al mutismo más absoluto. Fue corriendo a buscar a su hermano-. Tenemos que entrar en ese cuarto -dijo-. Puede que se haya…
– Tonterías. Saldrá cuando esté lista. -Soltó una risotada-. Tal vez se haya acostumbrado a estar ahí dentro.
– Henry, no puedes dejar que…
– ¡No me digas lo que puedo y lo que no puedo hacer! -gritó-. Nunca vuelvas a decirme nada más. Ya me has dicho suficiente. Ya has cumplido con tu obligación. Me enfrentaré al resto como yo quiera.
Ahí estaba su mayor miedo: cómo se enfrentaría a ello su hermano. Porque tenía que enfrentarse a algo mucho mayor que la actividad sexual de su hija. Si hubiera sido algún chico del pueblo, del colegio, tal vez Henry habría advertido a Cynthia de los peligros, tal vez se habría preocupado de que tomara las precauciones necesarias para protegerla de las secuelas de un sexo que era esporádico pero a la vez muy intenso, porque todo era nuevo para ella. Pero esto era más que el despertar sexual de una hija. Se trataba de una seducción y una traición tan profundas, que cuando Valerie se las reveló a su hermano, él no la creyó. No podía creerlo. Se había alejado de la información como un animal aturdido por un golpe en la cabeza.
– Escúchame, Henry -le había dicho Valerie-. Es la verdad, y si no haces algo, sabe Dios qué le pasará a la niña.
Aquéllas habían sido las palabras fatídicas: “Si no haces algo”. Ahora la aventura había terminado, y quería saber a toda costa qué había sido ese “algo”.
Henry se quedó mirándola después de hablar, con las palabras “como yo quiera” resonando entre ellos como las campanas de la iglesia de Saint Martin. Valerie se llevó la mano a los labios y los apretó contra los dientes como si aquel gesto pudiera impedirle decir lo que pensaba, lo que más temía.
Henry le leyó el pensamiento con la misma facilidad de siempre. La miró de arriba abajo.
– ¿Te sientes culpable, Val? -le dijo-. No te preocupes, mujer.
– Oh, Harry, gracias a Dios, porque yo… -empezó a decir aliviada, pero su hermano la interrumpió para completar su confesión.
– No fuiste la única que me lo contó.