Capítulo 30

Habían montado un escondite. Deborah vio que consistía en un rectángulo de vegetación aplastada toscamente donde otros dos policías ya estaban tumbados esperando. Al parecer, había un tercero; pero por algún motivo estaba apostado en el perímetro más alejado del prado. No le encontró ningún sentido, porque sólo había una entrada y una salida: el único sendero que atravesaba los arbustos.

Aparte de estos hombres, no tenía ni idea de cuántos policías más había en la zona, y no le importaba demasiado. Aún intentaba sobrellevar el hecho de que su marido le hubiera mentido deliberadamente y con total previsión por primera vez en su matrimonio. Al menos, creía que era la primera vez, aunque estaba absolutamente dispuesta a reconocer que todo era posible. Así que se debatía entre enfurecerse, tramar una venganza y planear lo que pensaba decirle en cuanto la policía hiciera la detención que creía que iba a hacer esa misma noche.

El frío cayó sobre ellos como un castigo bíblico; asomó primero por la bahía y después se extendió por el prado. Llegó a ellos alrededor de la medianoche, o eso le pareció a Deborah. Nadie estaba dispuesto a arriesgarse a encender la luz necesaria para mirar la hora.

Todos guardaban silencio. Transcurrieron los minutos y luego las horas sin que pasara nada. De vez en cuando, un crujido en los arbustos sembraba la tensión en el grupito. Pero cuando tras los crujidos no se oía nada más salvo otros crujidos, atribuyeron el ruido a algún animal en cuyo habitat se habían adentrado: una rata, posiblemente, o un gato asilvestrado cuya curiosidad llevaba a investigar a los intrusos.

A Deborah le parecía que ya habían esperado hasta el amanecer, cuando Le Gallez por fin murmuró una única palabra:

– Viene. -Deborah podría no haberlo percibido si una rigidez colectiva no hubiera tensado las extremidades de los hombres en el escondite.

Entonces lo escuchó: el crujido de las piedras en el muro del prado, seguido del chasquido de una ramita en el suelo mientras alguien se acercaba al dolmen en la oscuridad. No se encendió ninguna linterna para iluminar un camino que, obviamente, la persona que había llegado conocía bien. Al cabo de un momento, una figura -envuelta en negro como un espíritu- se deslizó hacia el sendero que rodeaba el túmulo.

En la puerta del dolmen, el espíritu se arriesgó a encender una linterna y enfocó el candado. Desde las zarzas, sin embargo, lo único que podía ver Deborah era el borde de un pequeño haz de luz suficiente para destacar la silueta negra de una espalda encorvada sobre la puerta que daba acceso al dolmen.

Esperó a que la policía actuara. Nadie hizo nada. Nadie, al parecer, respiró siquiera cuando la figura del dolmen abrió el candado de la puerta y se agachó para acceder a la cámara prehistórica.

La puerta permaneció entreabierta tras la entrada del espectro y, al cabo de un momento, parpadeó el resplandor tenue de lo que Deborah sabía que era una vela. Entonces, se hizo más potente por una segunda llama. Más allá de la puerta, sin embargo, no podían ver nada, y los movimientos que estuvieran produciéndose en el interior quedaban apagados por el grosor de las paredes de piedra de la cámara y de la tierra que las había cubierto durante generaciones.

Deborah no comprendía por qué la policía no hacía nada.

– ¿Qué…? -le murmuró a Simón.

Su marido la agarró del brazo. No le veía la cara, pero tenía la sensación nítida de que estaba concentrado en la puerta del dolmen.

Habían transcurrido tres minutos, no más, cuando las velas del interior se apagaron de repente. El pequeño haz de luz continuo de la linterna las sustituyó y se acercó a la puerta del dolmen justo cuando el inspector en jefe Le Gallez susurró:

– Cuidado, Saumarez. Espera. Tranquilo. Tranquilo, chico. -Cuando la figura salió y luego se irguió, Le Gallez dijo-: Ahora.

Cerca, en el escondite pequeño y abarrotado, el policía en cuestión se levantó y, al mismo tiempo, encendió una linterna tan potente que cegó a Deborah un momento y provocó el mismo efecto en China River, atrapada en el haz de luz y la trampa de Le Gallez.

– No se mueva, señorita River -ordenó el inspector-. El cuadro no está ahí.

– No -susurró Deborah.

– Lo siento, cariño -oyó que murmuraba Simón, pero no acabó de asimilarlo, porque las cosas sucedieron demasiado deprisa a partir de entonces.

En la puerta del dolmen, China se dio la vuelta cuando una segunda luz la enfocó desde el muro de detrás como a la presa de un cazador. La mujer no dijo nada, sino que se metió otra vez dentro del túmulo de tierra y cerró la puerta.

Deborah se levantó sin pensar.

– ¡China! -gritó y, entonces, aterrada, le dijo a su marido y a la policía-: No es lo que parece.

Como si no hubiera dicho nada, Simón respondió a algo que Le Gallez le había preguntado.

– Sólo el catre de tijera, algunas velas, una caja de madera con preservativos… -Y Deborah supo que su marido había transmitido a la policía de Guernsey todo lo que le había contado acerca del dolmen.

De algún modo, este hecho -ilógica, ridicula, estúpidamente, pero no pudo evitarlo, no pudo evitarlo- le pareció una traición aún mayor. No podía pensarlo detenidamente; no podía pensar más allá. Sólo podía salir de su escondite e ir con su amiga.

Simón la agarró antes de que hubiera caminado dos metros.

– ¡Suéltame! -le gritó, y forcejeó para zafarse.

– Maldita sea. ¡Llévesela! -oyó que decía Le Gallez.

– Iré a buscársela. Suéltame. ¡Suéltame!

Se zafó de la mano de Simón, pero no siguió caminando. Se quedaron mirándose, respirando con dificultad.

– No tiene adonde ir -dijo Deborah-. Lo sabes. Ellos también lo saben. Voy a ir a buscarla. Tienes que dejar que vaya.

– No tengo ese poder.

– Díselo.

– ¿Está segura? -dijo Le Gallez a Simón-. ¿No hay otra salida?

– ¿Qué importa eso? -dijo Deborah-. ¿Cómo va a salir de la isla? Sabe que llamarán al puerto y al aeropuerto. ¿Cree que irá a Francia nadando? Saldrá cuando… Déjeme que le cuente quién está aquí fuera… -Notó que le temblaba la voz y detestó el hecho de que en ese preciso instante tuviera que luchar no sólo con la policía, no sólo con Simón, sino con sus malditas emociones, que nunca le permitirían ni por un instante ser como él: frío, objetivo, capaz de controlar sus pensamientos sobre la marcha, si era necesario. Y lo era.

– ¿Qué hizo que decidieras…? -empezó a decirle a Simón angustiada, pero no pudo acabar la pregunta.

– No lo sabía -contestó él-; no con seguridad. Sólo sabía que tenía que ser uno de los dos.

– ¿Qué es lo que no me has contado? No. No me importa. Deja que vaya con ella. Le diré a qué se enfrenta. Haré que salga.

Simón la miró en silencio, y Deborah vio hasta qué punto la incertidumbre asomaba a sus facciones inteligentes y angulosas. Pero también vio que estaba preocupado por el daño que había ocasionado a la capacidad de su mujer de confiar en él.

– ¿Le permite…? -le dijo Simón a Le Gallez, que estaba detrás de Deborah.

– No, no lo permitiré, maldita sea. Se trata de una asesina. Ya tenemos un cadáver, no quiero otro. -Entonces les dijo a sus hombres-: Sacad a esa maldita zorra de ahí.

Y aquello sirvió para que Deborah empezara a caminar hacia el dolmen. Cruzó los arbustos y alcanzó la puerta del túmulo antes de que Le Gallez gritara:

– Cogedla.

En cuanto llegó, no les quedó más remedio que esperar a ver lo que pasaba. Podían irrumpir en el dolmen y poner su vida en peligro si China iba armada, y Deborah sabía que no, o podían esperar a que Deborah sacara a su amiga. Lo que sucediera después -que la detuvieran a ella, muy probablemente- era algo que en esos momentos no le importaba.

Empujó la gruesa puerta de madera para abrirla y entró en la cámara antigua.

Con la puerta cerrada tras ella, la oscuridad la envolvió, impenetrable y silenciosa como una tumba. El último ruido que escuchó fue un grito de Le Gallez, que la pesada puerta acalló al cerrarla. Lo último que vio fue el haz de luz que se extinguió deprisa en el mismo momento.

– China -dijo en la quietud y se quedó escuchando. Intentó imaginar lo que había visto del interior del dolmen cuando estuvo con Paul Fielder. La cámara principal estaba justo delante de ella. La cámara secundaria estaba a la derecha. Se dio cuenta de que era probable que hubiera más cámaras, tal vez a su izquierda; pero no las había visto en su visita anterior y no recordaba si había más grietas que pudieran dar acceso a alguna.

Se puso en el lugar de su amiga, en el lugar de cualquiera que se viera atrapado en esta situación. Pensó en la sensación de seguridad, de regresar al vientre materno: la cámara lateral, que era más pequeña y segura.

Alargó la mano para tocar la pared. Era inútil esperar que se le acostumbraran los ojos a la oscuridad, porque no había nada a lo que sus ojos pudieran acostumbrarse. Ninguna luz penetraba en la penumbra, ni un parpadeo, ni resplandor alguno.

– China, la policía está fuera -dijo-. Está en el prado. Hay tres hombres a unos diez metros de la puerta y uno en el muro y no sé cuántos más en los árboles. No he venido con ellos. No lo sabía. Los he seguido. Simón… -Ni siquiera entonces podía decirle a su amiga que su marido, al parecer, había sido el instrumento de la perdición de China-. No hay ninguna salida. No quiero que te hagan daño. No sé por qué… -Pero su voz no pudo terminar la frase con la tranquilidad que ella quería, así que tomó otro camino-. Hay una explicación para todo esto. Lo sé. La hay. ¿Verdad, China?

Escuchó detenidamente mientras buscaba a tientas la grieta que daba acceso a la pequeña cámara lateral. Se dijo que no había nada que temer, porque era su amiga, la mujer que la había apoyado en su peor época, un tiempo de amor y pérdida, de indecisión, de actos, y de las consecuencias de esos actos. La había abrazado y prometido: “Debs, todo pasará. Créeme, todo pasará”.

En la oscuridad, Deborah volvió a pronunciar el nombre de China.

– Deja que te saque de aquí -añadió-. Quiero ayudarte. Quiero apoyarte. Soy tu amiga.

Alcanzó la cámara interior; la chaqueta rozó la pared de piedra. Oyó el frufrú del tejido y, al parecer, China también. Por fin habló.

– Amiga -dijo-. Oh, sí, Debs. Eres mi amiga del alma. -Encendió la linterna que había utilizado para iluminar el candado de la puerta del dolmen. La luz enfocó directamente a la cara de Deborah. Venía de abajo, del catre de tijera, donde China se había sentado. Detrás del resplandor intenso, su cara estaba blanca como una máscara de mármol suspendida encima de la luz-. Tú no tienes ni puta idea de lo que es la amistad -dijo China sencillamente-. Nunca la has tenido. Así que no me hables de lo que puedes hacer para ayudarme.

– Yo no he traído a la policía. No sabía… -Deborah no podía mentir del todo, no en este último momento, porque había estado en Smith Street antes y no había visto ninguna tienda donde comprar las golosinas que China afirmó tener para su hermano. El propio Cherokee había abierto su bolso para coger dinero y no había sacado nada, menos aún las chocolatinas que supuestamente tanto le gustaban. Deborah dijo, más a sí misma que a China-: ¿Era esa agencia de viajes? ¿Es allí adonde has ido? Sí, tiene que ser eso. Estabas haciendo tus planes, adonde irías cuando te marcharas de la isla porque sabías que te soltarían. Al fin y al cabo, lo tenían a él. Debía de ser lo que querías desde el principio, lo que planeaste, incluso. Pero ¿por qué?

– Te gustaría saberlo, ¿verdad? -Con la luz, China recorrió arriba y abajo el cuerpo de Deborah-. Perfecta en todos los sentidos -dijo-. Buena en todo lo que te propongas. Siempre la niña de los ojos de algún hombre. Entiendo que quieras comprender cómo es sentir que no sirves para nada y tener a alguien encantado de demostrártelo.

– No puedes decir que le mataste por… China, ¿qué hiciste? ¿Por qué lo hiciste?

– Por cincuenta dólares -dijo con rotundidad-. Eso y una tabla de surf. Piénsalo, Deborah: cincuenta dólares y una tabla de surf hecha una mierda.

– ¿De qué estás hablando?

– Estoy hablando de lo que pagó, del precio. Pensó que sería sólo una vez. Los dos lo pensaron. Pero yo era buena, mucho mejor de lo que él esperaba y mucho mejor de lo que yo misma esperaba, así que siguió viniendo a por más. El plan original sólo era desvirgarse, y mi hermano le aseguró que yo caería si me trataba bien y se portaba como un chico majo de verdad, si fingía que no estaba interesado en eso. Así que lo hizo y yo lo hice. Sólo que duró trece años. Si lo piensas, es un chollo, porque sólo aflojó cincuenta dólares y una tabla de surf a mi propio hermano. A mi propio hermano. -La luz de la linterna tembló, pero China la estabilizó y soltó una carcajada forzada-. Imagínatelo. Una persona creía que era el amor de toda la vida, y la otra iba a echar el mejor polvo que tendría nunca, mientras todo el tiempo (todo el tiempo, Deborah) había una abogada en Los Angeles y una galerista en Nueva York y una cirujana en Chicago y sabe Dios quién más en el resto del país, pero ninguna (¿lo pillas, Deborah?), ninguna se lo follaba como yo y por eso seguía viniendo a por más. Y yo era tan estúpida que pensaba que, con el tiempo, por fin estaríamos juntos porque estaba muy bien, Dios mío, estaba muy bien y él tenía que verlo, ¿no? Y lo veía, lo veía, pero había otras y siempre hubo otras y al final me lo dijo cuando me enfrenté a él después de que mi maldito hermano reconociera que me vendió a su mejor amigo por cincuenta dólares y una tabla de surf cuando yo tenía diecisiete años.

Deborah no se movió y apenas se atrevió a respirar, puesto que sabía que cualquiera de las dos cosas podría ser el paso en falso que alentara a su amiga a saltar del precipicio en el que se tambaleaba. Dijo lo único que creía.

– No puede ser verdad.

– ¿Qué parte? -preguntó China-. ¿La parte sobre ti, o la parte sobre mí? Porque te digo que la parte sobre mí es real como la vida misma. O sea que te referirás a la parte sobre ti. Querrás decir que tu vida no te ha venido rodada, del primero al último día, joder, y todo según el plan.

– Por supuesto que no. No es así. No es así para nadie.

– Un padre que te adora. Un novio rico dispuesto a todo por ti y después un marido igual de forrado. Todo lo que has querido siempre. Ni una preocupación. Oh, sí, pasaste una mala época cuando estuviste en Santa Bárbara, pero todo se arregló y ¿no es así siempre? Siempre se arregla todo.

– China, nada es tan fácil para nadie. Lo sabes.

Era como si Deborah no hubiera hablado.

– Y desapareciste, como todo el mundo. Como si yo no hubiera puesto el corazón y el alma en ser tu amiga cuando necesitabas una amiga. Acabaste haciendo lo mismo que Matt, ¿no? Acabaste haciendo justo lo mismo que todo el mundo. Cogiste lo que querías y te olvidaste de lo que debías.

– ¿Me estás diciendo…? No dirás que has hecho todo esto…, lo que has hecho… No puede ser por…

– ¿Por ti? No te creas tan importante. Llegó el momento de que mi hermano me las pagara.

Deborah pensó en aquello. Recordó lo que Cherokee le había dicho la primera noche que había acudido a ellos en Londres.

– No querías venir a Guernsey con él, al principio no -le dijo.

– No hasta que decidí que podía utilizar el viaje para hacérselo pagar -reconoció China-. No estaba segura de cuándo ni cómo, pero sabía que en algún momento surgiría algo. Imaginé que sería droga en la maleta cuando pasáramos por la aduana. Teníamos pensado ir a Ámsterdam, así que la compraría allí. Habría estado bien. No era infalible, pero era una posibilidad clara. O tal vez un arma, o explosivos en el equipaje de mano, u otra cosa. La cuestión es que no me importaba qué fuera. Sólo sabía que encontraría la manera si abría bien los ojos. Y cuando llegamos aquí a Le Reposoir y me enseñó…, bueno, lo que me enseñó… -Detrás de la linterna, China le ofreció una sonrisa fantasmal-. Ahí estaba -dijo-. Demasiado bueno para dejarlo escapar.

– ¿Cherokee te enseñó el cuadro?

– Ah -dijo China-. Así que habéis sido vosotros: tú y Simón, el marido perfecto, supongo. Dios mío, no, Debs. Cherokee no tenía ni idea de que transportaba ese cuadro. Yo tampoco; no hasta que Guy me lo enseñó. “Ven al estudio a tomar una copa antes de acostarte, guapa. Deja que te enseñe algo que seguro que te impresionará más que nada de lo que te he enseñado hasta ahora o dicho o hecho para intentar bajarte las bragas, porque eso es lo que hago yo y es lo que quieres tú y lo sé con sólo mirarte. Y aunque no quieras, no pierdo nada intentándolo, ¿no?, porque soy rico y tú no y los tipos ricos sólo tienen que ser ricos para conseguir lo que quieren de las mujeres y tú lo sabes, Debs, más que nadie, ¿verdad?” Sólo que esta vez no era por cincuenta dólares y una tabla de surf y el dinero no iría a parar a mi hermano. Era como matar mil pájaros de un tiro en lugar de dos. Así que me lo tiré justo aquí cuando me enseñó este lugar porque era lo que él quería, por eso me trajo aquí, por eso me dijo que era su amiga “especial”, el muy cabrón, por eso encendió la vela y dio una palmadita en el catre y me dijo: “¿Qué te parece mi escondite? Susúrramelo. Acércate. Déjame tocarte. Puedo hacerte vibrar y tú puedes hacerme vibrar y qué suave es la luz en nuestra piel, ¿verdad?, y brilla como el oro donde necesitamos tocarnos. Como aquí y aquí y, Dios mío, creo sinceramente que podrías ser la definitiva al fin, nena”. Así que lo hice con él, Deborah, y créeme, le gustó, igual que le gustaba a Matt, y aquí es donde guardé el cuadro cuando lo cogí la noche antes de matarle.

– Oh, Dios mío -dijo Deborah.

– Dios no tuvo nada que ver. Ni entonces, ni ahora. Ni nunca. En mi vida no. Quizá en la tuya sí, pero en la mía no. Y ¿sabes? No es justo. Nunca ha sido justo. Soy tan buena como tú y como cualquiera y merezco algo mejor que lo que me ha tocado.

– Entonces, ¿cogiste el cuadro? ¿Sabes lo que es?

– Leo los periódicos -dijo China-. No hay muchos en el sur de California, y en Santa Bárbara son peores. Pero ¿una gran historia? Sí. Las grandes historias sí las tratan.

– Pero ¿qué ibas a hacer con él?

– No lo sabía. Se me ocurrió después, en realidad. No formaba parte del plan, sólo era un extra. Sabía dónde estaba en el estudio. No se esforzó demasiado por esconderlo. Así que lo cogí. Lo guardé en el lugar especial de Guy. Ya iría a por él más tarde. Sabía que estaría a buen recaudo.

– Pero cualquiera podría haber entrado aquí y haberlo encontrado -dijo Deborah-. En cuanto entraran en el dolmen, sólo había que romper el candado si no sabían la combinación. Entrarían con una linterna y lo verían, habrían…

– ¿Cómo?

– Porque estaba a plena vista si pasabas detrás del altar. Era imposible no verlo.

– ¿Lo encontraste ahí?

– Yo no… Paul… El amigo de Guy Brouard… El chico…

– Ah -dijo China-. Entonces tengo que darle las gracias a él.

– ¿Por qué?

– Por dejar esto en su lugar. -China movió hacia la luz la mano que no sujetaba la linterna. Deborah vio que encerraba un objeto que tenía la forma de una pina pequeña. Se formuló la pregunta “¿Qué es?” justo en el momento en que su mente hacía la conexión para asimilar lo que sus ojos estaban viendo.

Fuera del dolmen, Le Gallez le dijo a Saint James:

– Le daré dos minutos más. Punto.

Saint James aún intentaba digerir el hecho de que fuera China River y no su hermano quien hubiera aparecido en el dolmen. Si bien le había dicho a Deborah que sabía que tenía que ser uno de los dos hermanos -porque era la única explicación razonable para todo lo que había pasado, desde el anillo en la playa hasta el frasco en el campo-, desde el principio había llegado a la conclusión de que sería el hermano. Y eso a pesar de que no había tenido la fortaleza moral para reconocer esa conclusión abiertamente, ni siquiera a sí mismo. No se trataba tan sólo de que el asesinato fuera un crimen que atribuía a los hombres más que a las mujeres. Era sobre todo porque a un nivel atávico quería que así fuera, quería quitarse de en medio a Cherokee River y lo había querido desde el momento en que el americano apareció en su puerta en Londres, tan afable y llamando a su mujer “Debs”.

No respondió enseguida a Le Gallez. Estaba demasiado absorto en intentar esquivar mentalmente su error y su deleznable debilidad personal.

– Saumarez -decía Le Gallez a su lado-, prepárate para actuar. Los otros…

– La sacará -dijo Saint James-. Son amigas. Escuchará a Deborah. La sacará. No hay otra alternativa.

– No estoy dispuesto a arriesgarme -dijo Le Gallez.

La granada de mano parecía antigua. Incluso desde el otro lado de la cámara, Deborah podía ver que el objeto estaba lleno de tierra y descolorido por el óxido. Parecía ser un artefacto de la segunda guerra mundial y, como tal, no creía que fuera peligroso. ¿Cómo podía explotar algo tan viejo?

China pareció leerle el pensamiento, porque dijo:

– Pero no estás segura, ¿verdad? Yo tampoco. Cuéntame cómo lo han averiguado todo, Debs.

– Averiguado, ¿qué?

– Lo mío. Esto. Aquí. Y contigo. No te tendrían aquí si no lo supieran. No tiene sentido.

– No lo sé. Ya te lo he dicho. He seguido a Simón. Estábamos cenando y ha aparecido la policía. Simón me ha dicho…

– No me mientas, ¿vale? Tuvieron que encontrar el frasco de aceite de adormidera o no habrían ido a por Cherokee. Se figuraron que él había dejado las otras pruebas para que pareciera que había sido yo, porque ¿por qué iba yo a dejar pruebas contra mí misma basándose en la creencia de que encontrarían el frasco? Así que lo encontraron. Pero después, ¿qué?

– No sé nada de ningún frasco -dijo Deborah-. No se nada de un aceite de adormidera.

– Venga, por favor. Sí que lo sabes. ¿La niñita de papá? Simón no va a esconderte nada importante. Así que dímelo, Debs.

– Ya te lo he dicho. No sé qué saben. Simón no me lo ha dicho. No me lo diría.

– ¿No confía en ti, entonces?

– Parece que no. -Reconocer aquello causó en Deborah el mismo efecto que un bofetón inesperado de un padre. Un frasco de aceite de adormidera. Simón no podía confiar en ella. Dijo-: Tenemos que irnos. Están esperando. Entrarán si no…

– No -dijo China.

– ¿No, qué?

– No voy a cumplir condena. No voy a someterme a ningún juicio, a lo que sea que hagan aquí. Voy a irme.

– No puedes… China, no hay adonde ir. No podrás salir de la isla. Seguramente ya habrán avisado para que… No podrás.

– Me has malinterpretado -dijo China-. Irse no es salir. Irse es irse. Tú y yo. Amigas hasta el final, por decirlo de algún modo. -Con cuidado, dejó la linterna a un lado y empezó a tirar de la anilla de la vieja granada. Murmuró-: No recuerdo cuánto tardan en estallar estas cosas, ¿y tú?

– ¡China! -dijo Deborah-. ¡No! No funcionará. Pero si funciona…

– Es lo que espero -dijo China.

Horrorizada, Deborah vio que China conseguía arrancar la anilla. Vieja y oxidada y expuesta a sabía Dios qué elementos durante los últimos sesenta años, tendría que haber estado atascada en su sitio, pero no era así. Como las bombas sin estallar que aparecían de vez en cuando en el sur de Londres, descansaba como un recuerdo sobre la mano de China, y Deborah intentó recordar, en vano, cuánto tiempo les quedaba -cuánto tiempo le quedaba a ella- para evitar la deflagración.

– Cinco, cuatro, tres, dos… -murmuraba China.

Deborah se lanzó hacia atrás y cayó a ciegas, sin fijarse, en la oscuridad. Durante un momento que se hizo eterno, no pasó nada. Luego una explosión sacudió el dolmen con el rugido del apocalipsis.

Después, nada.

La puerta voló. Salió disparada como un misil hacia la densa vegetación y, con ella, una polvareda, apestosa como un siroco del infierno. Por un instante, el tiempo se detuvo. En aquella pausa, desaparecieron todos los sonidos, absorbidos por el horror de lo que había pasado.

Entonces, al cabo de una hora, un minuto, un segundo, todas las reacciones del universo se concentraron en el lugar minúsculo que era la isla de Guernsey. El sonido y el movimiento envolvieron a Saint James como el torrente de una presa que estalla y que descarga agua y barro, además de las hojas y las ramas y los árboles arrancados y los cadáveres destrozados de los animales que encuentra a su paso. Fue consciente de los empujones que se produjeron dentro de su posición estratégica protegida de vegetación aplastada. Sintió los cuerpos moviéndose a su alrededor y escuchó los tacos de un hombre y los gritos roncos de otro como si le llegaran de un planeta muy lejano. A lo lejos, el chillido de alguien pareció flotar sobre sus cabezas; mientras que a su alrededor las luces se balanceaban como las extremidades de un ahorcado, intentando penetrar en el polvo.

Durante todo el rato, miró el dolmen, sabiendo qué significaban la puerta volada, el ruido, la polvareda y lo que siguió: manifestaciones de algo que nadie había considerado siquiera posible. Cuando lo aceptó, empezó a avanzar tambaleándose. Se dirigió directamente hacia la puerta sin darse cuenta de que estaba en las zarzas, atrapado en ellas. Se arrancó los pinchos y espinas que le agarraban, y si le atravesaron la piel, no lo notó. Sólo veía la puerta, el interior del lugar y el miedo inexplicable a lo que no nombraría pero comprendía igualmente, porque nadie tenía que decirle lo que acababa de ocurrir con su mujer y una asesina encerradas juntas.

Alguien le cogió, y Saint James fue consciente de los gritos. De las palabras esta vez, no sólo del ruido.

– Dios mío. Aquí. Por aquí, chico. Saumarez, por el amor de Dios, cógele. Saumarez, enfoca la linterna hacia aquí. Hawthorne, vendrá gente de la casa. Que no pasen, por el amor de Dios.

Tiraron de él y lo sacudieron y luego lo empujaron hacia delante. Entonces se liberó de la vegetación salvaje que llenaba el prado y a trancas y barrancas siguió a Le Gallez; el dolmen era su objetivo.

Porque el túmulo seguía estando igual que hacía ya cien mil años: granito tallado de la misma materia que formaba esta isla, encajado en más granito, a los lados, arriba, abajo. Y, luego, oculto en la propia tierra que daba vida a los hombres que intentarían destruirlo una y otra vez.

Pero sin éxito. Incluso ahora.

Le Gallez estaba dando órdenes. Había sacado su linterna y la enfocaba al interior del dolmen, donde iluminaba el polvo que salía y se elevaba como las almas liberadas el día del Juicio Final. Giró la cabeza y habló con uno de sus hombres, que le había preguntado algo, y fue esta pregunta -fuera cual fuera, porque Saint James no tenía en cuenta nada excepto lo que había delante de él, dentro de ese lugar- lo que hizo que el inspector se detuviera en la puerta para contestar. Esa pausa permitió a Saint James acceder a donde, de lo contrario, no habría podido acceder, y lo aprovechó. Rezó, negoció con Dios: “Si sobrevive, haré lo que sea, seré lo que sea, intentaré lo que sea. Tú pide, que yo aceptaré lo que sea. Pero esto no, por favor, Dios mío, esto no”.

No tenía linterna, pero no importaba porque no necesitaba ninguna luz cuando tenía las manos. Entró a tientas, apoyando las palmas en la superficie rugosa de las piedras, y se dio un golpe en las rodillas y otro en la cabeza con un dintel bajo. Se tambaleó. Notó el calor de la sangre que brotaba de la herida que se había abierto en la frente. Siguió negociando. “Seré lo que sea, haré lo que sea, aceptaré lo que sea. Pídeme sin dudarlo, viviré sólo para los demás, viviré sólo para ella, seré fiel y leal, la escucharé mejor, intentaré entenderla mejor porque ahí es donde fracaso, donde siempre he fracasado. Lo sabes, ¿verdad? Por eso me la has arrebatado. ¿Verdad? ¿Verdad? ¿Verdad”.

Se habría arrastrado, pero no podía, atrapado por el aparato ortopédico que le impedía agacharse. Pero necesitaba arrastrarse, necesitaba arrodillarse para realizar su súplica en la oscuridad y el polvo donde no podía encontrarla. Así que se subió la pernera de los pantalones e intentó alcanzar el plástico odioso y el velero y no llegó, por lo que maldijo tanto como rezó y suplicó. Eso estaba haciendo cuando la linterna de Le Gallez le iluminó.

– Dios mío, señor. Dios mío -dijo el inspector y gritó hacia atrás-: Saumarez, necesitamos más luz.

Pero Saint James no la necesitaba. Porque primero vio el color cobrizo, luego la melena esplendorosa. Cuánto le había gustado siempre su pelo.

Deborah estaba tirada en el suelo justo delante de la piedra ligeramente alzada que le había descrito como un altar, el lugar donde Paul Fielder le dijo que había encontrado el cuadro de la señora hermosa con el libro y la pluma.

Saint James avanzó a trompicones hacia ella. Apenas era consciente de los otros movimientos a su alrededor y de la luz más intensa que iluminaba el lugar. Oía voces y el sonido de pisadas en la piedra. Olía el polvo y el hedor acre del explosivo quemado. Probó la sal y el cobre de su sangre y tocó primero la piedra fría y dura y rugosa del altar cuando llegó y, después, más allá, el cuerpo caliente y blando de su mujer.

Sólo veía a Deborah mientras le daba la vuelta. La sangre en su cara y en su pelo, la ropa desgarrada, los ojos cerrados.

Con fiereza, la cogió entre sus brazos. Con fiereza, apretó la cara de su mujer contra su cuello. Se encontraba más allá de la oración o la maldición, con el centro de su vida -lo que hacía que él fuera él- arrancado de su lado en un instante que no había previsto y que no había podido prever, y sin un instante más para prepararse.

Pronunció su nombre. Cerró los ojos a todo lo demás y no escuchó nada.

Pero aun así podía sentir, no sólo el cuerpo que abrazaba y que juró que no soltaría, que nunca soltaría, sino al cabo de un momento, la sensación de respiración. Débil, rápida y contra su cuello. Gracias a Dios. Contra su cuello.

– Dios mío -dijo Saint James-. Dios mío. Deborah.

Tendió a su mujer en el suelo y lanzó un grito ronco de ayuda.

Recuperó la conciencia de dos formas. Primero llegó el sonido: una vibración aguda que no variaba de volumen, tono o intensidad. Llenaba su canal auditivo, pulsando contra la membrana delgada y protectora en el centro. Entonces, pareció filtrarse al tímpano e impregnar su cráneo, y allí se alojó. No había espacio para los sonidos corrientes, que emitía el mundo que conocía.

Después del sonido, llegó la imagen: sólo luz y oscuridad, sombras que posaban delante de una cortina que parecía abarcar el sol. Su incandescencia era tan intensa que podía exponerse a ella sólo unos segundos y, luego, tenía que volver a cerrar los ojos, lo que hacía que el sonido dentro de su cabeza pareciera más fuerte.

Durante todo el rato, la vibración perduró. Abriera o cerrara los ojos, despierta o a la deriva, consciente o inconsciente, el ruido seguía allí. Se convirtió en la única constante a la que podía agarrarse, y consideró que era un indicio de que estaba viva. Pensó que tal vez ésta era la primera sensación que escuchaban los niños cuando salían del vientre materno. Era algo a lo que aferrarse, así que eso hizo, nadó hacia ella como nadaría hacia la superficie lejana de un lago, las ondulaciones fuertes y cambiantes pero que siempre brillaban con la promesa del sol y el aire.

Cuando no pudo soportar la luz en los ojos más de unos segundos, Deborah vio que era porque el persistente día al fin se había convertido en noche. El lugar donde se encontraba había pasado del resplandor de un escenario iluminado para el público al interior oscuro de una habitación individual en la que un fluorescente delgado encima de su cama proyectaba un escudo brillante sobre la forma de su cuerpo, marcada por esas colinas y valles en la manta delgada que la cubría. Junto a la cama, estaba sentado su marido, en una silla que había acercado a su lado de forma que tenía la cabeza recostada en el colchón donde estaba tumbada. Tenía los brazos debajo de la cabeza y la cara hacia el otro lado. Pero ella sabía que era Simón porque siempre reconocería a este hombre en cualquier lugar de la tierra en el que se lo encontrara. Reconocería su forma y su tamaño, cómo se le rizaba el pelo en la nuca, cómo sus omoplatos se aplanaban suaves y fuertes cuando levantaba los brazos para apoyar la cabeza.

Lo que advirtió fue que su camisa estaba sucia. Tenía manchas cobrizas en el cuello como si se hubiera cortado al afeitarse y se hubiera limpiado la sangre deprisa con la camisa. Rayas de suciedad recorrían la manga más cercana a ella, y más borrones cobrizos se habían filtrado en los puños. Vio que lo único que podía hacer era mover los dedos un centímetro hacia él. Pero fue suficiente.

Simón levantó la cabeza. Le parecía estar viendo un milagro. Él le habló, pero no pudo oírle por culpa del sonido dentro de su cráneo, así que meneó la cabeza, intentó hablar y vio que tampoco podía porque o tenía la boca muy seca o los labios y la lengua parecían pegársele a los dientes.

Simón cogió algo de la mesa junto a la cama. La incorporó un poco y acercó un vaso de plástico a sus labios. En el vaso había una paja, y Simón se la colocó con delicadeza en la boca. Deborah sorbió el agua agradecida y la encontró tibia, pero no le importó. Mientras bebía, notó que Simón se acercaba más a ella. Notó que estaba temblando y pensó que derramaría el agua. Intentó estabilizarle la mano, pero él la detuvo. Le cogió la mano, la acercó a la mejilla y besó sus dedos. Se inclinó hacia ella y presionó la mejilla en su cabeza.

Le habían dicho que Deborah había sobrevivido porque no había llegado a entrar en la cámara interior donde tuvo lugar la explosión o porque había logrado salir de allí y pasar a la cámara principal segundos antes de que estallara la granada. Y la policía le informó de que sería una granada de mano. Había pruebas en abundancia para confirmarlo.

En cuanto a la otra mujer… No se detonaba deliberadamente una bomba de mano con una carga de TNT y se vivía para contarlo. Y la policía suponía que había sido una detonación deliberada. No había otra explicación para la explosión.

– Una suerte que haya sido en el túmulo -le había dicho a Saint James primero la policía y luego dos de los médicos que habían visitado a su mujer en el hospital Princess Elizabeth-. Este tipo de explosión habría provocado que se les cayera encima cualquier otro edificio. Las habría aplastado… o lanzado a Tombuctú. Había tenido suerte. Todos la habían tenido. Un explosivo moderno habría reventado el túmulo y también el prado. Pero ¿cómo había ido a parar una granada a manos de esa mujer? Ésa es la verdadera pregunta.

Pero sólo una de las verdaderas preguntas, pensó Saint James. Todas las demás comenzaban por un “por qué”. Que China River había regresado al dolmen para recoger el cuadro que había dejado allí no se cuestionaba. Que de algún modo había llegado a saber que el cuadro estaba escondido entre los planos arquitectónicos para transportarlo a Guernsey también estaba claro. Que había planeado y cometido el crimen basándose en lo que había averiguado acerca de las costumbres de Guy Brouard eran dos hechos que podían reconstruir a partir de los interrogatorios realizados a los principales implicados en el caso. Pero el porqué de todo siguió siendo un misterio al principio. ¿ Por qué robar un cuadro que no podía esperar vender en el mercado libre, sino sólo a un coleccionista privado por mucho menos de lo que valía…, y sólo si podía encontrar a un coleccionista dispuesto a actuar fuera de la ley? ¿Por qué dejar pruebas contra sí misma con la escasa esperanza de que la policía encontrara un frasco con las huellas de su hermano, un frasco que contenía restos del opiáceo utilizado para drogar a la víctima? ¿Y por qué dejar una prueba contra su propio hermano? Principalmente esto.

Y luego estaba el cómo. ¿ Cómo había logrado hacerse con la rueda mágica que había usado para asfixiar a Brouard? ¿Se la había enseñado él? ¿Sabía que la llevaba encima? ¿Había planeado utilizarla, o se trataba simplemente de un momento de inspiración durante el cual decidió enredar las cosas usando, en lugar del anillo que había llevado a la bahía, algo que encontró aquella mañana en el bolsillo de la ropa tirada?

Saint James esperaba que, con el tiempo, su mujer pudiera contestar algunas de estas preguntas. Otras, lo sabía, nunca tendrían respuesta.

Le dijeron que Deborah recuperaría la audición. Podía haber quedado dañada de manera permanente o no debido a su proximidad con la explosión, pero lo determinarían con el tiempo. Había sufrido una fuerte conmoción cerebral, de la que tardaría unos meses en recuperarse por completo. Sin duda, experimentaría pérdida de memoria respecto a los sucesos que habían tenido lugar justo antes y después de la detonación de la granada de mano. Pero él no debía presionarla al respecto. Recordaría lo que pudiera cuando pudiera, si llegaba a hacerlo.

Llamaba al padre de Deborah cada hora para informarle. Cuando estuvo fuera de peligro, le contó a su mujer lo que había sucedido. Le habló directamente al oído, en voz baja y cogiéndole la mano. Le habían retirado las gasas que cubrían las heridas de la cara; sin embargo, aún no le habían sacado los puntos de un corte profundo en la mandíbula. Tenía unos mo-ratones que daba miedo mirar, pero estaba impaciente. Quería regresar a casa, con su padre, sus fotografías, su perro y su gato, a Cheyne Row, a Londres y a todo lo que le resultaba más familiar.

– China ha muerto, ¿verdad? -le preguntó con una voz que aún no estaba segura de su propia fuerza-. Cuéntamelo. Creo que puedo oírte si te acercas lo suficiente.

Que, de todos modos, era donde Simón quería estar. Así que se tumbó con cuidado en la cama del hospital junto a ella y le contó lo que había ocurrido hasta donde sabía. Y reconoció que le había ocultado información para castigarla en parte por ir a la suya con el anillo de la calavera y los huesos cruzados y en parte por el rapapolvo que le había soltado Le Gallez por culpa de ese anillo. Le contó que en cuanto habló con el abogado americano de Guy Brouard y averiguó que la persona que le había llevado los planos arquitectónicos no era Cherokee River sino un rastafari negro, había logrado convencer a Le Gallez para tender una trampa al asesino. Tenía que ser uno de ellos, así que había que soltarlos a los dos, le había sugerido al inspector en jefe. “Que salgan en libertad, con la condición de que se marchen de la isla en el primer transporte disponible por la mañana. Si este asesinato ha sido por el cuadro que se encontró en el dolmen, el asesino tendrá que ir a buscarlo antes de que amanezca… Si el asesino es uno de los River.”

– Esperaba que fuera Cherokee -dijo Saint James a su mujer al oído. Dudó antes de admitir el resto-. Quería que fuera Cherokee.

Deborah volvió la cabeza para mirarle. Simón no sabía si podía escucharle sin hablarle al oído ni si podía leerle los labios, pero habló de todos modos mientras su mujer clavaba los ojos en los de él. Le debía ese grado preciso de confesión íntima.

– Me he preguntado una y otra vez si no va a reducirse siempre a eso -dijo.

Deborah le oyó o le leyó los labios. Daba igual.

– ¿Reducirse a qué? -dijo

– Yo contra ellos. Como estoy yo. Como están ellos. Lo que tú elegiste en contraposición a lo que podrías tener con otro.

Ella abrió mucho los ojos.

– ¿ Cherokee?

– Cualquiera. Ahí está él en nuestra puerta, un tipo al que ni siquiera conozco y que, sinceramente, no recuerdo que hayas mencionado en todos los años que hace que volviste de Estados Unidos, y te trata con confianza. Se toma confianzas. Es innegable que forma parte de esa época. Y yo no, ¿entiendes? Yo nunca formaré parte de esa época. Tengo eso en la cabeza y luego tengo el resto: un tipo guapo, con un cuerpo sano que viene a buscar a mi mujer para llevársela a Guernsey. Porque al final todo va a reducirse a eso, y lo veo, diga lo que diga sobre la embajada de Estados Unidos. Y sé que a partir de ahí puede pasar lo que sea. Pero es lo último que quiero reconocer.

Deborah examinó su rostro.

– ¿Cómo se te ocurre pensar que podría dejarte por quien sea, Simón? Amar a alguien no es eso.

– No eres tú -dijo-. Soy yo. La persona que tú eres… Tú nunca te has alejado de nada, y no lo harías porque no podrías hacerlo y seguir siendo la personas que eres. Pero yo veo el mundo a través de los ojos de alguien que sí se alejó, Deborah, más de una vez, y no sólo de ti. Así que para mí, el mundo es un lugar donde las personas se destrozan las unas a las otras continuamente, por egoísmo, avaricia, culpa, estupidez o, en mi caso, por miedo; un miedo aterrador. Eso es lo que me obsesiona cuando alguien como Cherokee River aparece en la puerta de mi casa. El miedo se apodera de mí, y todo lo que hago queda empañado por mis miedos. Quería que fuera el asesino porque sólo entonces podía estar seguro de ti.

– ¿De verdad crees que tiene tanta importancia, Simón?

– ¿Qué?

– Ya lo sabes.

Bajó la cabeza y se miró la mano, que cubría la de su mujer, porque si realmente estaba leyéndole los labios, tal vez no lo leyera todo.

– Ni siquiera pude llegar a ti fácilmente en el dolmen, cariño, tal como estoy. Por lo tanto, sí, creo que sí tiene tanta importancia.

– Pero sólo si sientes que necesito que me protejas. Y no lo necesito. Simón, dejé de tener siete años hace mucho tiempo.

Lo que hiciste por mí entonces… Ahora no lo necesito. Ni siquiera lo quiero. Sólo te quiero a ti.

Simón asimiló aquello e intentó hacérselo suyo. Él era mercancía dañada desde que ella tenía catorce años y había pasado una eternidad desde el día en que metió en cintura al grupo de niños que la acosaban en el colegio. Sabía que él y Debo-rah habían llegado a un punto en el que debía confiar en la fuerza que tenían juntos como marido y mujer. Simplemente no estaba seguro de si podría hacerlo.

Este momento para él era como cruzar una frontera. Veía el lugar por donde cruzar, pero no distinguía qué había al otro lado. Hacía falta un salto de fe para ser un pionero. No sabía de dónde nacía esa fe.

– Voy a tener que acostumbrarme a verte como una adulta, Deborah -dijo al fin-. Es lo máximo que puedo hacer ahora, y seguramente me equivocaré continuamente. ¿Podrás tener paciencia? ¿Tendrás paciencia?

Deborah giró la mano en la suya y cogió sus dedos.

– Es un comienzo -contestó-. Estoy contenta con un comienzo.

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