Capítulo 13

Cuando Saint James regresó a Saint Peter Port, pasó primero por el hotel, pero la habitación estaba vacía y su mujer no había dejado ningún mensaje en recepción. Así que fue a la comisaría de policía, donde interrumpió al inspector en jefe Le Gallez mientras devoraba una baguete de ensalada de gambas. El inspector lo condujo a su despacho y le ofreció un trozo de bocadillo (que Saint James rechazó) y un café (que Saint James aceptó). También le ofreció galletas digestivas de chocolate; pero como parecía que el baño se hubiera derretido y solidificado demasiadas veces, Saint James declinó la invitación y se las arregló sólo con el café.

Informó a Le Gallez sobre los testamentos de los Brouard, el del hermano y el de la hermana. Le Gallez escuchó mientras masticaba, y tomó notas en una libreta que cogió de una bandeja de plástico de su mesa. Mientras Saint James hablaba, vio que el inspector subrayaba “Fielder” y “Moullin”, y añadía un signo de interrogación junto al segundo nombre. Le Gallez interrumpió el torrente de información para explicar que conocía la relación del fallecido con Paul Fielder, pero que Cynthia Moullin era un nombre nuevo para él. También anotó los datos de los testamentos de los Brouard y escuchó con educación mientras Saint James planteaba una teoría que había contemplado de regreso a la ciudad.

El testamento anterior que Ruth Brouard conocía recordaba a personas que se habían borrado del documento más reciente: Anaïs Abbott, Frank Ouseley y Kevin y Valerie Duffy, además de los hijos de Guy Brouard, tal como exigía la ley. Dada la situación, Ruth había pedido a esas personas que estuvieran presentes en la lectura del testamento. Si cualquiera de estos beneficiarios, señaló Saint James a Le Gallez, conocía el testamento anterior, tenía un móvil claro para cargarse a Guy Brouard, con la esperanza de recoger antes y no después lo que les legaba.

– ¿Fielder y Moullin no figuraban en el testamento anterior? -preguntó Le Gallez.

– Ella no los ha mencionado -contestó Saint James-, y como ninguno de los dos estaba presente cuando se ha leído el testamento esta tarde, creo que podemos concluir sin temor a equivocarnos que los legados que han recibido han sido una sorpresa para la señora Brouard.

– ¿Y para ellos? -preguntó Le Gallez-. Puede que Brouard se lo contara. Lo cual los coloca en la lista porque también tendrían un móvil. ¿No le parece?

– Imagino que es posible. -No creía que fuera probable, teniendo en cuenta que los dos eran adolescentes, pero agradecía cualquier cosa que indicara que Le Gallez contemplaba, al menos de momento, algo más que la presunta culpabilidad de China River.

Al ver que el inspector tenía una forma de pensar más abierta que antes, Saint James detestaba hacer algo que pudiera recordar a Le Gallez su opinión anterior; pero sabía que su conciencia nunca se quedaría tranquila si no era totalmente sincero con el otro hombre.

– Por otro lado…

Saint James era reacio a continuar -parecía que la lealtad hacia su mujer exigía una lealtad similar hacia sus amigos- y, a pesar de saber cómo reaccionaría probablemente el inspector a aquella información, le entregó el material que Ruth Brouard le había dado durante su última conversación. El inspector hojeó el pasaporte de Guy Brouard primero y luego repasó los recibos de la tarjeta de crédito y las facturas. Dedicó un momento a examinar el recibo del Citrus Grille, golpeándolo con el lápiz mientras daba otro mordisco al bocadillo. Después de pensar, giró la silla y cogió una carpeta de papel manila. La abrió por un fajo de notas mecanografiadas que fue pasando hasta que, al parecer, encontró lo que buscaba.

– Códigos postales -le dijo a Saint James-. Los dos comienzan por nueve dos. Nueve dos ocho y nueve dos seis.

– Uno es el de Cherokee River, imagino.

– ¿Ya lo sabía?

– Sé que vive por la zona que Brouard visitó.

– El segundo código es el de él -dijo Le Gallez-. El nueve dos seis. El otro es el de este restaurante: el Citrus Grille. ¿Qué le sugiere esto?

– Que Guy Brouard y Cherokee River pasaron algún tiempo en el mismo condado.

– ¿Nada más, entonces?

– ¿Qué más puede sugerir? California es un estado grande. Seguramente sus condados también son grandes. No sé si se puede extrapolar, a partir de unos códigos postales, que Brouard y River se conocieron antes de que River viniera a la isla con su hermana.

– ¿ No le parece mucha coincidencia, algo sospechosamente casual?

– Sí, en el caso de que sólo dispusiéramos de los datos que tenemos ahora aquí delante: el pasaporte, los recibos y la dirección de Cherokee River. Pero un abogado, sin duda con un código postal similar, contrató a River para que entregara unos planos arquitectónicos en Guernsey. Así que parece razonable suponer que Guy Brouard estuvo en California para reunirse con ese abogado, y con el arquitecto, quien seguramente también tendrá un código postal similar, y no para reunirse con Cherokee River. Imagino que no se conocieron hasta que River y su hermana llegaron a Le Reposoir.

– No obstante, ¿estará de acuerdo en que no podemos descartarlo?

– Diría que no podemos descartar nada.

Saint James sabía que eso incluía el anillo que él y Deborah habían encontrado en la bahía. Le preguntó al inspector en jefe Le Gallez por él, por la posibilidad de que hubiera huellas, o al menos una huella parcial que pudiera ser útil a la policía. Señaló que el estado del anillo sugería que no había estado en la playa durante un largo período de tiempo. Pero sin duda el inspector ya habría llegado a esa conclusión cuando lo había examinado.

Le Gallez dejó a un lado el bocadillo y se limpió los dedos con una servilleta de papel. Levantó una taza de café a la que no había hecho caso mientras comía y la sostuvo en la mano antes de hablar. Las dos palabras que dijo hicieron que a Saint Jumes se le cayera el alma a los pies.

– ¿Qué anillo?

De bronce, latón, algún metal de poca ley, le dijo Saint James. Tenía una calavera y dos huesos cruzados con los números treinta y nueve barra cuarenta en la frente de la calavera, junto con una inscripción en alemán. Había mandado a alguien a la comisaría con las instrucciones de que se lo entregara personalmente al inspector en jefe Le Gallez.

No añadió que su esposa era la mensajera, porque intentaba tranquilizarse para escuchar lo inevitable de la boca del inspector en jefe. Ya se estaba preguntando qué significaba lo inevitable, aunque creía que conocía la respuesta.

– No lo he visto -le dijo Le Gallez, y descolgó el teléfono y llamó a recepción para asegurarse de que el anillo no estaba esperando abajo. Habló con el agente de guardia y le describió el anillo como había hecho Saint James. Gruñó cuando el policía contestó y miró a Simón mientras escuchaba extensamente un relato acerca de un tema u otro. Al final, dijo-: Bueno, pues súbemelo, hombre. -Aquello hizo que Saint James volviera a respirar tranquilo. Le Gallez continuó-: Por el amor de Dios, Jerry. No es a mí a quien tienes que venir refunfuñando por el maldito fax. Soluciónalo y termínalo de una vez, ¿de acuerdo? -Y colgó el teléfono con violencia y una palabrota. Cuando volvió a dirigirse a Saint James, puso fin a su tranquilidad por segunda vez en tres minutos.

– No hay anillo. ¿Me habla de él?

– Será un malentendido. -O un accidente de coche, quiso añadir Saint James, aunque sabía que era imposible, puesto que había cogido el mismo camino de regreso que habría tomado su mujer y no había ni un faro roto en la carretera que sugiriera que un accidente de tráfico había impedido a Deborah cumplir con su encargo. Y en la isla la gente no conducía tan deprisa para tener un accidente. Un choque sin importancia quizá, los parachoques aplastados y los guardabarros abollados. Pero eso sería todo. Ni siquiera eso le habría impedido llevar el anillo a Le Gallez como le había indicado.

– Un malentendido. -Ahora Le Gallez habló con mucha menos afabilidad-. Sí. Comprendo, señor Saint James. Ha habido un malentendido. -Alzó la vista cuando una figura apareció en la puerta, un agente de uniforme que llevaba unos papeles en la mano. Le Gallez le indicó que se fuera. Se levantó de su asiento y cerró la puerta del despacho. Miró a Saint James con los brazos cruzados sobre el pecho. Dijo-: No me importa demasiado que fisgonee, señor Saint James. Estamos en un país libre y bla, bla, bla, y si quiere hablar con alguien y a esa persona no le importa, por mí no hay problema. Pero cuando empieza usted a jugar con pruebas, la situación cambia completamente.

– Lo entiendo. Yo…

– Creo que no. Usted ha venido aquí con un objetivo, y si cree que no me doy cuenta y que no veo adonde nos puede llevar eso, será mejor que se replantee las cosas. Bien, quiero ese anillo. Y lo quiero ya. Ya nos ocuparemos después de dónde ha estado desde que lo cogió de la playa. Y de por qué lo cogió, por cierto. Porque usted sabe perfectamente qué tendría que haber hecho. ¿Me he expresado con claridad?

Saint James no había recibido una reprimenda desde que era adolescente, y la experiencia -tan parecida a un tirón de orejas de un director de colegio enfurecido- no era agradable. Estaba avergonzado porque sabía que se lo tenía bien merecido. Pero eso no hacía que aquel mal trago fuera menos aleccionador, ni tampoco suavizaba el revés que supondría aquel momento para su reputación si no era capaz de controlar la situación rápidamente.

– No estoy seguro de qué ha pasado -dijo-. Pero le presento mis más sinceras disculpas. El anillo…

– No quiero sus malditas disculpas -gritó Le Gallez-. Quiero el anillo.

– Lo tendrá enseguida.

– Más vale que así sea, señor Saint James. -El inspector se apartó de la puerta y la abrió.

Saint James no recordaba que lo hubieran despachado nunca con tan pocos miramientos. Salió al vestíbulo, donde el agente de uniforme esperaba con los papeles en la mano. El hombre apartó la mirada, como si se sintiera violento, y entró a toda prisa en el despacho del inspector.

Le Gallez cerró la puerta de un portazo. Pero no antes de espetarle, a modo de comentario de despedida: -Maldito tullido.


Deborah vio que prácticamente todos los anticuarios de Guernsey estaban en Saint Peter Port. Como cabría esperar, se encontraban en la parte más vieja de la ciudad, no lejos del puerto. Sin embargo, en lugar de visitarlos todos, le sugirió a Cherokee que comenzaran llamando por teléfono. Así que volvieron sobre sus pasos hasta el mercado y de allí cruzaron a la iglesia. La cabina que necesitaban estaba a un lado, y mientras Cherokee esperaba y la observaba con seriedad, Deborah metió las monedas en el teléfono y llamó a las tiendas de antigüedades hasta que pudo aislar aquellas que vendían artículos militares. Parecía lógico comenzar por allí e ir ampliando la investigación si lo creían necesario.

Al final, resultó que en la ciudad sólo había dos tiendas que tenían objetos militares entre su mercancía. Las dos se encontraban en Mili Street, una calle peatonal adoquinada que ascendía por una ladera desde el mercado de carne y que, prudentemente, estaba cerrada al tráfico. Aunque un coche tampoco podría haber pasado por la calle sin correr el riesgo de arañar los edificios por ambos lados, pensó Deborah cuando la localizaron. Le recordó al Shambles de York: era un poco más ancha, pero también evocaba un pasado en el que el medio de transporte eran los coches de caballos.

Las tiendas pequeñas de Mili Street reflejaban un período más sencillo, definido por una decoración sobria y ventanas y puertas austeras. Ocupaban edificios que bien podrían haber sido casas, con tres plantas elegantes, buhardillas y chimeneas alineadas como si fueran escolares esperando en los tejados.

Había poca gente por la zona, que estaba a cierta distancia de los importantes distritos comercial y bancario de High Street y su prolongación, Le Pollet. En realidad, mientras ella y Cherokee buscaban el primer nombre y dirección que había garabateado en el dorso de un cheque, a Deborah le pareció que incluso el más optimista de los comerciantes tendría muchas probabilidades de fracasar si abriera una tienda en esa zona.

Muchos de los edificios estaban desocupados, con letreros de “Se alquila” o “En venta” en sus ventanas. Cuando localizaron la primera de las dos tiendas que buscaban, en el escaparate colgaba un cartel de “Se traspasa” que parecía haber cambiado de manos de un propietario a otro durante bastante tiempo.

Antigüedades John Steven Mitchell ofrecía pocos objetos militares de interés. Quizá debido a su cierre inmediato, la tienda contaba únicamente con un expositor con contenido de origen militar. Eran medallas, aunque las acompañaban tres dagas, cinco pistolas y dos gorras de la Wehrmacht. Si bien a Deborah le pareció una exposición decepcionante, decidió que como todo en aquel caso tenía un origen alemán, las cosas podían ser más esperanzadoras de lo que parecían en realidad.

Ella y Cherokee estaban inclinados sobre el expositor, examinando la mercancía, cuando el propietario de la tienda -probablemente el propio John Steven Mitchell- salió a su encuentro. Al parecer, le habían interrumpido mientras fregaba los platos después de comer, si el delantal manchado y las manos mojadas servían de indicio. Les ofreció su ayuda con simpatía mientras se secaba las manos con un paño desagradablemente sucio.

Deborah sacó el anillo que ella y Simón habían encontrado en la playa, procurando no tocarlo, y le pidió a John Steven Mitchell que tampoco lo tocara. Le preguntó si reconocía el anillo y si podía decirles algo sobre él.

Mitchell cogió unas gafas de encima de la caja y se inclinó sobre el anillo, que estaba en el expositor de objetos militares donde Deborah lo había dejado. También cogió una lupa y examinó la inscripción en la frente de la calavera.

– Baluarte occidental -murmuró-. Treinta y nueve, cuarenta. -Calló como considerando sus propias palabras-. Es la traducción de “die Festung im Westen”. Y el año… En realidad, podría tratarse de un recuerdo de alguna clase de construcción defensiva. Pero podría ser una referencia metafórica al ataque contra Dinamarca. Por otro lado, la calavera y los huesos cruzados eran propios de las Waffen-SS, así que también está esa conexión.

– Pero ¿no pertenece a la ocupación? -preguntó Deborah.

– Pudieron dejarlo entonces, cuando los alemanes se rindieron a los aliados. Pero no estaría directamente relacionado con la ocupación. Las fechas no coinciden. Y el término “die Festung im Westen” no tiene ningún significado aquí.

– ¿Por qué? -Cherokee no había apartado la vista del anillo mientras Mitchell lo examinaba, pero ahora la alzó.

– Por lo que implica -respondió Mitchell-. Construyeron túneles, naturalmente. Fortificaciones, emplazamientos de artillería, torres de observación, hospitales, de todo. Incluso un ferrocarril. Pero no un verdadero baluarte. Y aunque lo hubieran hecho, esto conmemora algo ocurrido un año antes de que comenzara la ocupación. -Se inclinó una segunda vez sobre el anillo con la lupa-. En realidad, nunca había visto nada parecido. ¿Se están planteando venderlo?

Deborah le dijo que no. Sólo trataban de averiguar de dónde había salido, puesto que por su estado era obvio que no había estado al aire libre desde 1945. Las tiendas de antigüedades parecían el lugar lógico donde empezar a recabar información.

– Entiendo -dijo Mitchell. Bueno, si era información lo que querían, sería aconsejable que hablaran con los Potter, justo calle arriba. Antigüedades Potter y Potter, Jeanne y Mark, madre e hijo, les aclaró. Ella era experta en porcelana y no podría ayudarlos demasiado. Pero había pocas cosas sobre el ejército alemán en la segunda guerra mundial que él no conociera.

Rápidamente, Deborah y Cherokee volvían a estar en Mili Street, esta vez subiendo la calle, pasando por delante de una abertura oscura entre dos edificios llamada Back Lañe. Justo después de este callejón, encontraron Potter y Potter. A diferencia de la tienda anterior, ésta parecía un negocio viable.

Al entrar, vieron que la madre Potter estaba en la tienda. Estaba sentada en una mecedora con unas pantuflas en los pies, apoyados sobre un cojín mullido, y centraba su atención en la pantalla de un televisor no mayor que una caja de zapatos. Estaba viendo una película: Audrey Hepburn y Albert Finney circulaban por el campo en un MG antiguo. Un coche no muy distinto al de Simón, pudo observar Deborah, y por primera vez desde que había tomado la decisión de pasar de largo de la comisaría de policía para buscar a China River, sintió una punzada. Era como si algo le remordiera la conciencia, un hilo que podría desenredarse si se tiraba de él con demasiada fuerza. No podía llamarlo culpa exactamente, porque sabía que no había nada por lo que sentirse culpable. Pero se trataba, sin duda, de algo desagradable, un malestar psíquico del que quería deshacerse. Se preguntó por qué lo sentía. Qué exasperante era estar haciendo algo importante y que otra cosa intentara irracionalmente llamar tu atención.

Vio que Cherokee había encontrado la sección de objetos militares de la tienda, que era considerable. A diferencia de Antigüedades John Steven Mitchell, Potter y Potter ofrecía de todo, desde máscaras de gas antiguas a servilleteros nazis. Incluso tenían en venta un arma antiaérea, junto con un proyector de cine antiguo y una película llamada Eine gute Sache. Cherokee había ido directo a un expositor con baldas eléctricas que subían y bajaban alternativamente sobre un tambor giratorio que se accionaba con un botón. Allí, los Potter exhibían medallas, chapas e insignias de uniformes militares. El hermano de China estaba examinando todas las baldas. Los golpeteos que daba en el suelo con el pie transmitían su determinación por encontrar algo que pudiera ser útil para la situación de su hermana.

La madre Potter dejó a Audrey y Albert. Era una mujer rolliza y tenía los ojos saltones típicos de los problemas de tiroides, pero miró a Deborah con cordialidad cuando habló.

– ¿Puedo ayudarla, querida?

– ¿Con algún objeto militar?

– Tendrá que hablar con Mark. -La mujer se dirigió sin hacer ruido hacia la puerta entrecerrada, que, al abrirla, reveló una escalera. Caminaba como si necesitara un recambio de cadera y se ayudaba de cualquier cosa que encontrara a su paso. Llamó a su hijo al piso de arriba, y la voz incorpórea de éste contestó. La mujer le dijo que había clientes abajo y que tendría que dejar el ordenador de momento-. Internet -le dijo a Deborah en confianza-. Creo que es igual de malo que la heroína, sí, señor.

Mark Potter bajó las escaleras ruidosamente, y no tenía aspecto de ser adicto a nada. A pesar de la época del año, estaba muy moreno y sus movimientos irradiaban vitalidad.

Quiso saber qué podía hacer por ellos, qué estaban buscando. Recibía artículos nuevos constantemente -”La gente muere, pero sus colecciones perduran, tanto mejor para el resto de nosotros, en mi opinión”-, así que si buscaban algo que él no tenía, era bastante probable que pudiera conseguírselo.

Deborah volvió a sacar el anillo. A Mark Potter se le iluminó la cara cuando lo vio.

– ¡Otro! -gritó-. ¡Es extraordinario! Sólo he visto uno igual en todos los años que llevo en el negocio. Y ahora otro. ¿ De dónde lo ha sacado?

Jeanne Potter se reunió con su hijo al otro lado de la vitrina, donde Deborah había colocado el anillo pidiendo, como en la otra tienda, que no lo tocaran.

– Es igual que el que vendiste, ¿verdad, cariño? -dijo la mujer. Y luego a Deborah-: Lo tuvimos durante muchísimo tiempo. Era un poco deprimente, igual que éste. Nunca pensé que lo venderíamos. Este tipo de cosas no gustan a todo el mundo, ¿verdad?

– ¿Lo vendieron hace poco? -preguntó Deborah.

Los Potter se miraron.

– ¿Cuánto hará…? -dijo ella.

– ¿Diez días? -dijo él-. ¿Dos semanas, quizá?

– ¿Sabe quién lo compró? -preguntó Cherokee-. ¿Lo recuerda?

– Sí, claro -dijo Mark Potter.

– Claro, cariño -dijo su madre con una sonrisa-. Tú siempre fijándote.

– No es eso, y lo sabes. -Potter sonrió-. Deja de fastidiarme, vieja estúpida. -Entonces se dirigió a Deborah-. Una mujer americana. Me acuerdo porque no vienen muchos americanos a Guernsey, y ninguno en esta época del año. ¿Y por qué iban a venir? Tienen lugares más importantes en mente para visitar que las islas del canal, ¿verdad?

A su lado, Deborah oyó que Cherokee respiraba hondo.

– ¿Está seguro de que era americana?

– Una mujer de California. Oí el acento y le pregunté. Mamá también lo hizo.

Jeanne Potter asintió.

– Hablamos de estrellas de cine -dijo-. Yo no he estado nunca, pero siempre he creído que si vivías en California, las veías paseando por la calle. Ella dijo que no, que no era así.

– Harrison Ford -dijo Mark Potter-. No seas mentirosilla, mamá.

Ella se rio y se puso nerviosa.

– Pues sigue tú, anda -dijo, y luego le comentó a Deborah-: Me gusta bastante Harrison. Esa pequeña cicatriz que tiene en la barbilla tiene algo muy viril.

– Qué traviesa -le dijo Mark-. ¿Qué habría pensado papá?

– ¿Qué aspecto tenía la mujer americana? -le interrumpió Cherokee, esperanzado-. ¿Lo recuerda?

Resultó que no la vieron muy bien. Llevaba la cabeza cubierta con algo -Mark creía que era un pañuelo; su madre creía que era una capucha- que le tapaba el pelo y le caía sobre la frente. Como dentro de la tienda no había mucha luz, y como probablemente ese día llovía… No podían añadir mucho más sobre su aspecto. Sin embargo, iba vestida toda de negro, si eso servía de ayuda. Y llevaba unos pantalones de cuero, recordó Jeanne Potter. Se acordaba bien de los pantalones. Era justo el tipo de ropa que le habría gustado llevar a esa edad si entonces hubiera existido y hubiera tenido el tipo para ponérsela, que no era el caso.

Deborah no miró a Cherokee, pero no le hacía falta. Le había dicho dónde habían encontrado Simón y ella el anillo, así que sabía que estaba abatido por aquella nueva información. Sin embargo, el hermano de China intentó reponerse lo mejor que pudo, porque preguntó a los Potter si había algún otro lugar en la isla de donde pudiera haber salido un anillo como aquél.

Los Potter consideraron la pregunta y, al final, fue Mark quien respondió. Sólo había un lugar, les informó, de donde podría haber salido otro anillo como aquél. Mencionó el nombre, y cuando lo hizo, su madre secundó la idea de inmediato.

En Talbot Valley, dijo Mark, vivía un gran coleccionista de cachivaches de la guerra. Tenía más artículos que el resto de la isla junta.

Se llamaba Frank Ouseley, añadió Jeanne Potter, y vivía con su padre en un lugar llamado Moulin des Niaux.


Hablar con Nobby Debiere sobre el posible fin de los planes para construir un museo no había sido fácil para Frank. Sin embargo, lo había hecho por un sentido de la obligación para con el hombre al que había fallado en tantos sentidos cuando era adolescente. Ahora tendría que hablar con su padre. También le debía mucho a Graham Ouseley, pero era una locura pensar que podía fingir eternamente que sus sueños estaban cristalizando al final de la calle de la iglesia de Saint Saviour, como esperaba su padre.

Naturalmente, aún podía hablar con Ruth sobre el proyecto, o, en realidad, con Adrián Brouard, sus hermanas -siempre que pudiera encontrarlas- y también con Paul Fielder y Cynthia Moullin. El abogado no había mencionado la cantidad que llegarían a heredar estas personas, puesto que estaría en manos de banqueros, corredores de bolsa y peritos contables. Pero tenía que ser una cantidad enorme porque era imposible creer que Guy se hubiera ocupado de Le Reposoir, su contenido y sus otras propiedades sin asegurarse su propio futuro con una cuenta corriente abultada y una cartera de inversiones con la que reabastecer esa cuenta si era necesario. Era demasiado listo.

Hablar con Ruth sería el método más eficaz para conseguir que el proyecto prosperase. Era quien más probabilidades tenía de ser el propietario legal de Le Reposoir -independientemente de cómo se hubiera orquestado esta maniobra-, y si así era, tal vez se la podía manipular para que sintiera el deber de cumplir las promesas que su hermano había hecho a la gente y quizá accediera a construir una versión más humilde del Museo de la Guerra Graham Ouseley en los jardines de la propia Le Reposoir, lo que permitiría vender los terrenos que habían comprado para el museo cerca de Saint Saviour, lo que, a su vez, contribuiría a financiar el edificio. Por otro lado, podía hablar con los herederos de Guy e intentar obtener de ellos la financiación, convenciéndolos para construir lo que sería, en realidad, un monumento a la memoria de su benefactor.

Frank sabía que podía hacerlo, y que debía hacerlo. En efecto, si fuera un hombre completamente distinto, lo haría. Pero había que tener en cuenta otras consideraciones más allá de la creación de una estructura que albergara objetos militares coleccionados durante más de medio siglo. Por mucho que esta estructura pudiera ilustrar al pueblo de Guernsey, por mucho que pudiera consagrar a Nobby Debiere como arquitecto, la verdad era que el mundo personal de Frank sería un lugar mucho mejor sin un museo de la guerra.

Así que no hablaría con Ruth para que continuara la majestuosa obra de su hermano. Ni tampoco acorralaría al resto con la esperanza de sacarles una financiación. Para Frank, el tema estaba acabado. El museo estaba tan muerto como Guy Brouard.

Entró con su viejo Peugeot en el sendero que llevaba a Moulin des Niaux. Mientras recorría traqueteando los cincuenta metros hasta el molino, observó la maleza que había crecido en el camino. Las zarzas estaban invadiendo rápidamente el asfalto. Habría muchísimas moras el próximo verano, pero para entonces la carretera al molino o las casas habría desaparecido si no recortaba las ramas, las hiedras, los acebos y los heléchos.

Sabía que ahora podría hacer algo con la maleza. Al tomar aquella decisión, al trazar por fin la línea metafórica en la arena inexistente, había comprado un grado de libertad que ni siquiera se había percatado de que echaba de menos. Esa libertad abrió su mundo, incluso para pensar en algo tan normal como podar los arbustos. Qué extraño era estar obsesionado, pensó. Cuando uno se sometía al abrazo restrictivo de una única fijación, el resto del mundo simplemente se desvanecía.

Giró en la verja justo después de la rueda y avanzó por la gravilla del camino de entrada. Aparcó al final de las casas, con el capó del Peugeot de cara al arroyo que podía escuchar pero no ver a través de unos olmos densos cubiertos de hiedras desde hacía ya tiempo que bajaban desde las ramas prácticamente hasta el suelo, como una invitación de la princesa Rapunzel. Proporcionaban un refugio a la carretera principal que atravesaba Talbot Valley pero al mismo tiempo ocultaban un arroyo agradable y borboteante del jardín, donde unas sillas plegables en primavera y verano permitirían disfrutar de él. Frank se dio cuenta de que hacía falta trabajar más en los alrededores de las casas. Un indicio más de hasta qué punto había abandonado todo.

En la casa, encontró a su padre cabeceando en su silla con las páginas del Guernsey Press esparcidas como cartas enormes a su alrededor en el suelo. Al ver el periódico, Frank se dio cuenta de que no le había dicho a la señora Petit que no dejara que su padre lo leyera, así que pasó unos momentos de intranquilidad mientras recogía las páginas y las examinaba buscando una mención a la muerte de Guy. Respiró más tranquilo cuando vio que ese día no había ninguna. El día siguiente sería distinto, con la publicación del funeral. Por ese día, estaba a salvo.

Fue a la cocina, donde ordenó el periódico y empezó a preparar la cena. En su última visita a Graham, la señora Petit había tenido la amabilidad de llevarles un pastel y había colocado una etiqueta vistosa en el molde. En una tarjeta insertada entre los dientes de una horquilla de plástico clavada del revés en la corteza, ponía: “Pollo y puerros. ¡Que aproveche!”.

Frank pensó que estaría muy buena. Llenó el hervidor y sacó la lata del té. Echó unas cucharadas de English Tea en la tetera.

Estaba poniendo los platos y los cubiertos en los manteles individuales cuando su padre se despertó en el salón. Primero, Frank oyó que emitía un bufido, seguido de una exclamación de sorpresa como si no hubiera planeado quedarse dormido.

– ¿Qué hora es? -gritó Graham Ouseley-. ¿Eres tú, Frank?

Frank se acercó a la puerta. Vio que su padre tenía la barbilla húmeda y que un hilo de saliva había seguido un surco desde la boca y formaba una estalactita de flema en la mandíbula.

– Estoy preparando la cena -dijo.

– ¿Cuánto hace que has llegado?

– Hace unos minutos. Estabas dormido. No he querido despertarte. ¿Cómo te ha ido con la señora Petit?

– Me ha ayudado a ir al baño. No me gusta que una mujer entre en el baño conmigo, Frank. -Graham tiró de la manta que le cubría las rodillas-. ¿Dónde has estado tantas horas? ¿Qué hora es?

Frank miró el viejo despertador de la cocina. Le sorprendió ver que eran más de las cuatro.

– Deja que llame a la señora Petit para que no crea que tiene que pasarse otra vez.

Después de hablar con la mujer, quiso responder a la pregunta de su padre, pero vio que cabeceaba de nuevo. La manta se había escurrido, así que Frank se la colocó bien, remetiéndola debajo de las piernas largas y flacas de Graham, y reclinó suavemente el sillón del anciano para evitar que la cabeza le cayera sobre el pecho huesudo. Con un pañuelo, limpió la barbilla de su padre y secó la saliva pegajosa de su mandíbula. La vejez, pensó, era muy jodida. En cuanto un hombre superaba los setenta, entraba en una pendiente resbaladiza hacia la incapacidad total.

Preparó la comida: una cena a la vieja usanza de los obreros. Calentó el pastel y lo cortó en trozos. Sacó una ensalada y untó el pan con mantequilla. Cuando la comida estuvo preparada y el té listo, fue a buscar a Graham y lo acompañó a la cocina. Podría haberle llevado una bandeja al sillón, pero quería que estuvieran cara a cara para la conversación que tenían que mantener. Cara a cara significaba de hombre a hombre: dos hombres hablando, no un padre y su hijo.

Graham comió el pastel de pollo y puerros agradecido. La ofensa que había supuesto que la señora Petit hubiera tenido que llevarle al baño quedó olvidada con el placer de su cocina. Incluso repitió, un gesto insólito en un hombre que, normalmente, comía menos que una adolescente.

Frank decidió permitirle disfrutar de la comida antes de comunicarle la noticia. Así que cenaron prácticamente en silencio, Frank meditando sobre la mejor manera de enfocar la conversación y Graham haciendo comentarios esporádicos sobre la comida, principalmente sobre la salsa, que era la mejor que había probado, declaró, desde que la madre de Frank había fallecido. Así se refería siempre al ahogamiento de Grace Ouse-ley. La tragedia en el embalse -Graham y Grace se adentraron en el agua y sólo uno de los dos salió con vida- se había perdido en el tiempo.

La comida fomentó que los pensamientos de Graham pasaran de su mujer a la guerra y, en concreto, a los paquetes de la Cruz Roja que los isleños al fin habían recibido cuando la falta de suministros en Guernsey provocó que la población tuviera que alimentarse de café de chirivía y sirope de remolacha. Graham informó a su hijo de que desde Canadá llegó un envío impensablemente generoso: galletas de chocolate, e incluso se dieron el gusto de incluir té de verdad, sardinas y leche en polvo, latas de salmón y ciruelas y jamón y carne en conserva. Ah, fue un día realmente estupendo, cuando los paquetes de la Cruz Roja demostraron a los habitantes de Guernsey que, por pequeña que fuera la isla, el resto del mundo no la había olvidado.

– Y necesitábamos verlo, sí -declaró Graham-. Puede que los nazis quisieran que creyéramos que su maldito Führer iba a caminar sobre las aguas y multiplicar los panes en cuanto dominara el mundo, pero habríamos muerto antes de que mandara una salchicha a la isla, Frankie.

Graham tenía salsa en la barbilla, y Frank se inclinó hacia delante y le limpió.

– Fue una época dura -dijo.

– Pero la gente no la conoce como debería, ¿verdad? Oh, piensan en los judíos y los gitanos, sí. Piensan en países como Holanda y Francia. Y en el Blitz. Maldita sea, vaya si piensan en el Blitz los nobles ingleses… Esos mismos ingleses cuyo maldito rey nos abandonó a los alemanes, sí, con un “Adiós y ya sé que haréis migas con el enemigo, chicos…” -Graham había pinchado un trozo de pastel de pollo con el tenedor y sostuvo el cubierto temblorosamente en el aire, donde se mantuvo suspendido como un ejemplo de los bombarderos alemanes, y con las mismas probabilidades de soltar la carga.

Frank se inclinó hacia delante y guió con delicadeza el tenedor hasta la boca de su padre. Graham aceptó el pollo, masticando y hablando a la vez.

– Esos ingleses aún lo viven, Frank. Bombardean Londres y el mundo no puede olvidarlo ni quince segundos, mientras que aquí… Dios mío. Podría haber sido algo insignificante, por los recuerdos que el mundo tiene de lo que sucedió. Qué más da que bombardearan el puerto, veintinueve muertos, Frankie, y nunca tuvimos ni una sola arma para defendernos, y esas pobres mujeres judías a las que enviaron a los campos y las ejecuciones de todo aquel que ellos dijeran que era un espía. Podría no haber pasado, por lo que sabe el mundo. Pero pronto vamos a hacer justicia, ¿verdad, chico?

Así que al fin había llegado el momento, pensó Frank. No iba a tener que idear una forma de sacar la conversación que tenía que mantener con su padre. Lo único que tenía que hacer era aprovechar el momento, así que tomó la decisión antes de convencerse de lo contrario y dijo:

– Papá, me temo que ha pasado algo. No quería contártelo. Sé lo mucho que el museo significa para ti y supongo que no he tenido valor para acabar con el sueño.

Graham ladeó la cabeza y ofreció a su hijo su oído bueno, o eso afirmaba él.

– ¿Cómo dices? -preguntó.

Frank sabía a ciencia cierta que su padre no tenía problemas de audición a menos que se dijera algo que él prefiriera no escuchar. Así que siguió. Le contó a su padre que Guy Brouard había fallecido hacía una semana. Su muerte había sido bastante repentina e inesperada, y era evidente que el hombre estaba sano como una manzana y no había pensado en la posibilidad de morir, puesto que no se había planteado cómo podría afectar su deceso a los planes para el museo de la guerra.

– ¿Qué dices? -Graham sacudió la cabeza como si intentara despejarla-. ¿Que Guy ha muerto? No estás diciéndome eso, ¿verdad, hijo?

Por desgracia, dijo Frank, eso era exactamente lo que le estaba diciendo. Y el hecho era que, por algún motivo, Guy Brouard no se había ocupado de todas las eventualidades como cabría esperar en él. En su testamento, no dejaba dinero para el museo de la guerra, así que iban a tener que olvidarse de la idea de construirlo.

– ¿Hacer qué? -dijo Graham mientras tragaba la comida y con la mano temblorosa levantaba el té con leche-. Colocaron minas, sí. Schrapnellemine 35. También cargas de demolición. Ponían banderas de advertencia, pero piensa cómo era. Unos cartelitos amarillos que nos decían que no pisáramos lo que era nuestro. El mundo tiene que saberlo, chico. Tiene que saber que utilizábamos carragenina para la gelatina.

– Ya lo sé, papá. Es importante que nadie lo olvide. -A Frank no le apetecía el resto de su trozo de pastel. Apartó el plato hacia el centro de la mesa y movió la silla para hablar directamente al oído de su padre. “No malinterpretes lo que te estoy diciendo. Escucha bien, papá. Las cosas han cambiado para siempre”, decían sus acciones-. Papá, no va a haber museo -dijo-. No tenemos el dinero. Dependíamos de Guy para financiar el edificio y no ha dejado fondos en su testamento para hacerlo. Bien, sé que me oyes, papá, y lamento mucho decirlo, créeme. No te lo habría contado, en realidad no tenía pensado contarte que Guy había muerto; pero en cuanto escuché la lectura del testamento, sentí que no me quedaba otra alternativa. Lo siento. -Y se dijo a sí mismo que lo sentía, aunque sólo fuera una parte de la historia.

Al intentar llevarse la taza a los labios, Graham se echó té caliente por encima del pecho. Frank alargó el brazo para estabilizar su movimiento, pero Graham le apartó y derramó más. Llevaba un chaleco grueso totalmente abotonado sobre la camisa de franela, así que el líquido no le quemó. Y para él parecía más importante evitar el contacto con su hijo que mojarse la ropa.

– Tú y yo -murmuró Graham con los ojos empañados- teníamos un plan, Frankie.

Frank no pensaba que sentiría un dolor tan terrible al ver que las defensas de su padre se desmoronaban. La sensación, pensó, era parecida a contemplar cómo un Goliat caía de rodillas delante de él.

– Papá -dijo-, yo no te haría daño por nada del mundo. Si supiera cómo construir tu museo sin la ayuda de Guy, lo haría. Pero es imposible. Los costes son altísimos. No nos queda más remedio que olvidarnos de la idea.

– La gente tiene que saberlo -protestó Graham Ouseley, pero su voz era débil y el té y la comida dejaron de interesarle por completo-. Nadie debe olvidarlo.

– Estoy de acuerdo. -Frank revisó sus pensamientos para encontrar una manera de aliviar el dolor del golpe-. Tal vez, con el tiempo, encontremos un modo de hacerlo realidad.

Graham se encorvó y miró a su alrededor en la cocina, como un sonámbulo que se despierta y está confuso. Dejó caer las manos sobre el regazo y empezó a arrugar la servilleta convulsivamente. Su boca articulaba palabras que no pronunciaba. Su mirada asimilaba objetos familiares y parecía aferrarse a ellos por el consuelo que le proporcionaban. Se apartó de la mesa, y Frank también se levantó, pensando que su padre quería ir al baño, a su cama o a su silla en el salón. Pero al coger Graham del codo, el anciano se resistió. Resultó que lo que quería estaba en la encimera donde Frank lo había dejado, perfectamente doblado en su forma de tabloide con el escudo d dos cruces impresas entre la palabra “Guernsey” y su compañera, “Press”.

Graham cogió el periódico y lo apretó contra su pecho.

– Muy bien -le dijo a Frank-. La manera es distinta pero el resultado es el mismo. Eso es lo que cuenta.

Frank intentó comprender la conexión que establecía su padre entre la desintegración de sus planes y el periódico de la isla.

– Supongo que el periódico publicará la historia -dijo si convicción-. Quizá podamos interesar a un exiliado fiscal o dos para que hagan una donación. Pero conseguir el dinero suficiente gracias tan sólo a un artículo de periódico… No creo que podamos confiar en eso, papá. Aunque pudiéramos, ese tipo de cosas lleva años. -No añadió el resto: que a sus noventa y dos años, su padre no disponía de esos años, precisamente.

– Yo mismo les llamaré -dijo Graham-. Vendrán. Le interesará, sí. En cuanto lo sepan, vendrán corriendo. -Incluso dio tres pasos inseguros hacia el teléfono y descolgó el auricular como si pretendiera realizar la llamada inmediatamente.

– Creo que no podemos esperar que el periódico considere esta historia con la misma urgencia, papá. Seguramente la cubrirán. Es de interés humano, está claro. Pero creo que no deberías depositar todas tus esperanzas en…

– Es el momento -insistió Graham, como si Frank no hubiera hablado-. Me lo prometí a mí mismo. “Antes de que muera, lo haré”, me dije. Están los que mantuvieron la fe y los que no. Y ha llegado el momento. Antes de que muera, Frank -Revolvió las revistas que había en la encimera, debajo del correo de los últimos días-. ¿Dónde está el listín? ¿Qué numero es, hijo? Vamos a llamar.

Sin embargo, Frank estaba centrado en cumplir su palabra y faltar a ella, y en qué quería decir su padre en realidad. En la vida, había mil formas distintas de hacer lo uno y lo otro -cumplir y faltar a la palabra dada-; pero en tiempos de guerra, cuando se ocupaba una tierra, sólo se podía hacer una cosa; pensó, ¿cómo podía impedir que su padre cometiera una temeridad?-. Escucha, no es una buena forma de tratar esto. Y es demasiado pronto…

– El tiempo se acaba -dijo Graham-. El tiempo casi ha acabado. Me lo prometí. Lo prometí sobre sus tumbas. Murieron por la G.U.L.A. y nadie lo pagó. Pero ahora sí. Así son las cosas. -Rescató el listín de un cajón de paños de cocina y manteles individuales y, aunque no era un volumen pesado, lo dejó sobre la encimera con un gruñido. Empezó a pasar las hojas y a respirar más deprisa, como un corredor que se acerca al final de la carrera.

– Papá -dijo Frank en un último esfuerzo para detenerle-, tenemos que reunir las pruebas.

– Ya tenemos las malditas pruebas. Está todo aquí. -Se señaló la cabeza con un dedo torcido, mal curado durante la guerra mientras huía infructuosamente tras ser descubierto: la Gestapo perseguía a los hombres que había detrás de la G.U.L.A., traicionados por alguien de la isla en quien habían depositado su confianza. Dos de los cuatro hombres responsables de la hoja informativa murieron en la cárcel. Otro murió al intentar escapar. Sólo Graham sobrevivió, pero no quedó ileso, y con el recuerdo de tres buenas vidas perdidas por la libertad y a manos de un soplón que había permanecido demasiado tiempo sin identificar. Cuando acabó la guerra, el acuerdo tácito entre los políticos de Inglaterra y los políticos de la isla impidió la investigación y el castigo. Se suponía que el pasado era el pasado, y como se consideró que las pruebas eran insuficientes para justificar el inicio de un procedimiento penal, aquellos cuyo interés personal había provocado la muerte de sus compañeros siguieron viviendo sin sufrir por su pasado, y caminando hacia un futuro que sus propios actos habían negado a hombres mucho mejores que ellos. Una parte del proyecto del museo serviría para aclarar los hechos. Sin la colaboración del museo, los acontecimientos pasarían a la historia tal como estaban: la traición quedaría encerrada en las mentes de los que la cometieron y de los que se vieron afectados por ella. El resto de la gente seguiría viviendo sin saber quién había pagado el precio de las libertades de las que ahora disfrutaban y quién les había impuesto ese destino.

– Pero, papá -dijo Frank, aunque sabía que hablaba en vano-, van a pedirte más pruebas aparte de tu palabra. Tienes que saberlo.

– Pues nos encargaremos de encontrarlas entre toda esa chatarra -dijo Graham señalando con la cabeza las casas de al lado, donde almacenaban su colección-. Las tendremos listas para cuando vengan. Empieza ya, hijo.

– Pero, papá…

– ¡No! -Graham dio un golpe en el listín con su frágil puño y agitó el auricular hacia su hijo-. Empieza de una vez y hazlo ya. Basta de tonterías, Frank. Voy a dar nombres.

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