Frank no había podido devolver el molde del pastel a Betty Petit y regresar a Moulin des Niaux con la presteza que esperaba. La granjera viuda y sin hijos recibía pocas visitas, y cuando alguien se pasaba, el café y los brioches recién hechos estaban a la orden del día. El único motivo que permitió a Frank escapar al cabo de menos de una hora fue su padre. “No puedo dejar a papá solo mucho tiempo” le servía a la perfección cuando lo necesitaba.
Cuando giró en el patio del molino, lo primero que vio fue el Escort aparcado junto a su Peugeot. Una pegatina grande de un arlequín en la luna trasera lo identificaba como un coche de alquiler de la isla. Miró inmediatamente a la casa, donde la puerta estaba abierta. Frunció el ceño y aceleró el paso.
– ¿Papá? ¿Hola? -dijo cuando llegó al umbral.
Pero le bastó un momento para saber que no había nadie.
Así que sólo había una alternativa. Frank se dirigió a toda prisa hacia la primera de las casas en las que almacenaban los objetos de la guerra. Al pasar por delante de la ventana del salón, lo que vio dentro hizo que oyera el ruido de una cascada dentro de su cabeza. El hermano de China River estaba junto al archivador con una mujer pelirroja al lado. El cajón superior estaba abierto, y el padre de Frank estaba delante. Graham Ouseley se agarraba al lateral del cajón con una mano para mantenerse erguido. Con la otra, se peleaba con un fajo de documentos que intentaba sacar.
Frank avanzó sin detenerse. Con tres zancadas se plantó en la puerta y la abrió de golpe. La madera hinchada chirrió contra el suelo viejo.
– Demonios -dijo con brusquedad-. ¿Qué diablos haces aquí? ¡Papá! ¡Detente! ¡Esos documentos son delicados!-Un hecho que, por supuesto, planteaba la pregunta que cualquier persona razonable tendría en mente sobre qué hacían apretujados en el archivador sin orden ni concierto. Sin embargo, no era momento de preocuparse por eso.
Mientras Frank avanzaba por la habitación, Graham alzó la vista.
– Ha llegado el momento, hijo -anunció-. Lo he dicho una y otra vez. Sabes lo que tenemos que hacer.
– ¿Te has vuelto loco? -preguntó Frank-. ¡Aparta de ahí! -Cogió a su padre del brazo y, con cuidado, intentó hacerle retroceder un paso.
Su padre se zafó.
– ¡No! Se lo debo a esos hombres. Hay deudas que pagar, y pienso pagarlas. Yo sobreviví, Frank. Tres de ellos murieron, y yo sigo vivo, todos estos años en los que ellos también podrían estarlo. Abuelos, Frank; bisabuelos ya. Pero todo quedó en nada por culpa de un maldito colaboracionista que tiene que afrontar las consecuencias. ¿Lo entiendes, hijo? Ha llegado el momento de que la gente pague.
Se enfrentó a Frank como un adolescente al que estaban reprendiendo, pero sin la agilidad juvenil de un adolescente. Al ver su fragilidad, Frank dudó si tenía que ser tan duro con él. Al mismo tiempo, sin embargo, dificultaba el esfuerzo por controlarlo.
– Creo que piensa que somos periodistas -dijo la pelirroja-. Hemos intentado decírselo… En realidad, hemos venido a hablar con usted.
– Salgan -dijo Frank girando la cabeza hacia ella. Suavizó la orden añadiendo-: Un momento, por favor.
Cherokee y la pelirroja salieron de la casa. Frank esperó a que estuvieran fuera. Entonces, apartó a su padre del archivador y cerró de golpe el cajón.
– Serás estúpido -dijo entre dientes.
Este improperio llamó la atención de Graham. Frank rara vez insultaba a nadie, y nunca a su padre. La devoción que sentía por el hombre, las pasiones que compartían, la historia que los unía y la vida que habían pasado juntos siempre habían eliminado cualquier tendencia al enfado o la impaciencia cuando su padre se ponía terco. Pero esta circunstancia suponía el límite absoluto de lo que Frank estaba dispuesto a tolerar. Una compuerta se abrió en su interior -a pesar de haberla mantenido cerrada cuidadosamente durante los dos últimos meses-, y soltó un torrente de injurias que no sabía que formaran parte de su vocabulario.
Graham retrocedió encogido al escucharlas. Encorvó los hombros, con los brazos caídos a los lados y, detrás de las gafas gruesas, lágrimas de frustración y miedo asomaron a sus ojos distraídos.
– Yo quería… -Se le formó un hoyuelo en la barbilla sin afeitar-. Mis intenciones eran buenas.
Frank hizo de tripas corazón.
– Escúchame, papá -dijo-. Esos dos no son periodistas. ¿Me entiendes? No son periodistas. Ese hombre… Es… -Dios santo, ¿cómo podía explicárselo? ¿Y qué sentido tendría hacerlo?-. Y la mujer… -Ni siquiera sabía quién era. Creía haberla visto en el entierro de Guy, pero qué hacía en el molino… y con el hermano de China River… Necesitaba la respuesta a esa pregunta de inmediato.
Graham lo miraba absolutamente confundido.
– Han dicho… Han venido… -Y tras descartar de lleno ese argumento, cogió a Frank del hombro y dijo llorando-: Es el momento, Frank. Podría morir cualquier día de éstos, sí. Soy el único que queda. Lo entiendes, ¿verdad? Dime que lo entiendes. Dime que lo sabes. Y si no vamos a tener nuestro museo… -Le agarraba más fuerte de lo que Frank habría creído posible-. Frankie, no puedo permitir que mueran en vano.
Aquel comentario le llegó al alma, como si le rajara el espíritu y también la piel.
– Papá, por el amor de Dios -dijo, pero no pudo acabar. Atrajo a su padre hacia sí y abrazó con fuerza al anciano. Graham dejó escapar un sollozo en el hombro de su hijo.
Frank quería llorar con él, pero no le brotaban las lágrimas. Y aunque hubiera tenido un pozo lleno almacenado en su interior, no habría podido permitir que ese pozo se desbordara.
– Tengo que hacerlo, Frankie -dijo gimoteando su padre-. Es importante.
– Ya lo sé -dijo Frank.
– Entonces… -Graham se apartó de su hijo y se secó las mejillas con la manga de su chaqueta de tweed.
Frank pasó el brazo alrededor de los hombros de su padre y dijo:
– Ya hablaremos de eso después, papá. Encontraremos la forma. -Le instó a ir hacia la puerta y, al no ver a los “periodistas”, Graham cooperó como si se hubiera olvidado de ellos del todo, aunque seguramente eso era lo que le pasaba en realidad. Frank le llevó de nuevo a su casa, donde la puerta seguía abierta. Ayudó a su padre a entrar y a sentarse en su sillón.
Graham se apoyó totalmente en él cuando Frank lo colocó en el cómodo asiento. Se le cayó la cabeza hacia delante, como si se hubiera vuelto extremadamente pesada, y se le deslizaron las gafas hasta la punta de la nariz.
– Estoy algo indispuesto, hijo -murmuró-. Tal vez sea mejor que me eche una siestecita.
– Te has pasado -le dijo Frank a su padre-. No te dejaré solo nunca más.
– No soy un niño de pañales, Frank.
– Pero no te portas bien si no estoy aquí para vigilarte. Eres terco como una mula, papá.
Graham sonrió al oír la comparación, y Frank le dio el mando del televisor.
– ¿Puedes estar cinco minutos sin meterte en ningún lío? -le preguntó amablemente Frank a su padre-. Quiero ver qué pasa ahí fuera. -Ladeó la cabeza y señaló la ventana del salón y, por lo tanto, el exterior de la casa.
Cuando su padre se quedó ensimismado de nuevo con la tele, Frank fue a buscar a River y a la pelirroja. Estaban cerca de las hamacas ruinosas que había sobre el césped abandonado de detrás de las casas. Parecían estar en plena discusión. Cuando Frank se les acercó, su conversación terminó.
River presentó a su compañera como una amiga de su hermana. Se llamaba Deborah Saint James, dijo, y ella y su marido habían venido desde Londres para ayudar a China.
– Se ocupa de asuntos como éste continuamente -dijo River.
La principal preocupación de Frank era su padre y no dejarle solo y que se levantara para ocasionar más daños, así que contestó a la presentación con toda la cortesía de que fue capaz.
– ¿En qué puedo ayudarlos?
Le respondieron conjuntamente. Su visita, al parecer, se debía a un anillo asociado a la ocupación. Lo identificaba una inscripción en alemán, una fecha y su diseño poco habitual de una calavera y unos huesos cruzados.
– ¿Tiene alguno igual en su colección? -River parecía impaciente.
Frank lo miró con curiosidad y luego miró a la mujer, que le observaba con una seriedad que le transmitió la importancia que tenía la información para ellos. Pensó en aquel hecho y en todas las posibles implicaciones de todas las posibles respuestas que pudiera dar.
– Creo que nunca he visto ningún anillo así -dijo al fin.
A lo que River contestó:
– Pero no puede estar seguro, ¿verdad? -Cuando Frank no se lo confirmó, siguió hablando, señalando las otras dos casas edificadas junto al molino-. Tiene un montón de material ahí dentro. Recuerdo que dijo que aún no estaba todo catalogado. Es lo que estaban haciendo, ¿verdad? Usted y Guy estaban preparando todo el material para exponerlo, pero primero debían confeccionar listas de lo que tiene y dónde lo tiene y dónde iban a ponerlo en el museo, ¿no?
– Sí, es lo que estábamos haciendo.
– Y el chico, Paul Fielder, los ayudaba. Guy lo traía con él de vez en cuando.
– Y también trajo a su hijo una vez y al chico de Anaïs Abbott -dijo Frank-. Pero qué tiene que ver eso con…
River se volvió hacia la pelirroja.
– ¿Ves? Hay otras posibilidades: Paul, Adrián, el chico de Abbott. La poli quiere creer que todo apunta a China, pero no es así, y aquí está la prueba.
– No necesariamente -dijo la mujer con cuidado-. No a menos que… -Parecía pensativa y dirigió sus comentarios a Frank-. ¿Es posible que catalogara un anillo como el que le hemos descrito y simplemente se haya olvidado, o que alguien aparte de usted lo catalogara, o incluso que tenga uno entre su colección y haya olvidado que lo tiene?
Frank admitió que la posibilidad existía, pero se permitió dudarlo porque conocía la petición que seguramente le haría entonces la mujer y no quería acceder a ella. La pelirroja, sin embargo, se lo preguntó de inmediato. ¿Podían echar un vistazo a su material de la guerra, entonces? Oh, sabía que no era realista pensar que pudieran revisarlo todo; pero siempre cabía una pequeña posibilidad de que tuvieran suerte…
– Al menos echemos un vistazo a los catálogos -dijo Frank-. Si hay un anillo, alguno de nosotros lo registraría siempre y cuando ya nos hubiéramos encontrado con él.
Los llevó a donde los había llevado el padre y sacó la primera de las libretas. De momento, había cuatro, cada una destinada a registrar una categoría de objetos de la guerra en particular. Hasta la fecha, tenía una libreta para vestimenta, otra para medallas e insignias, una tercera para munición y armas y la última para documentos y papeles. Un examen de la libreta para medallas e insignias mostró a River y a la señora Saint James que aún no había salido a la luz ningún anillo como el que habían descrito. Sin embargo, no significaba que el anillo no estuviera en algún lugar de la inmensa colección de material que aún quedaba por revisar. Al cabo de un minuto, se hizo bastante evidente que los dos visitantes lo sabían.
Deborah Saint James quiso saber si el resto de medallas y demás insignias estaban guardadas en un mismo lugar, o estaban repartidas por toda la colección. Se refería a las medallas e insignias que aún no estaban catalogadas. Frank dijo que sí.
Les contó que no estaban en un único lugar. Les explicó que los únicos objetos que estaban almacenados con objetos similares eran los que ya habían desembalado, revisado y catalogado. Ese material, les dijo, estaba en contenedores organizados que se habían etiquetado cuidadosamente para facilitar el acceso a ellos cuando llegara el momento de exhibir las piezas en el museo de la guerra. Cada artículo estaba registrado en la libreta correspondiente, donde se le había asignado un número de objeto y un número de contenedor hasta el día en que lo requirieran.
– Puesto que no se menciona ningún anillo en el catálogo… -dijo Frank con pesar, y dejó que un silencio elocuente completara su comentario: seguramente no existía tal anillo, a menos que estuviera escondido entre el nudo gordiano de objetos del que aún había que ocuparse.
– Pero sí que han catalogado anillos -señaló River.
– Por lo que durante el período de clasificación -añadió su compañera-, alguien incluso pudo robar un anillo con una calavera y dos huesos cruzados sin que usted lo supiera, ¿no es así?
– Y esa persona podría ser cualquiera que hubiera venido con Guy en un momento u otro -añadió River-: Paul Fielder, Adrián Brouard, el chico de Abbott.
– Tal vez -contestó Frank-, pero no sé por qué alguien haría eso.
– O podrían haberle robado el anillo en cualquier otro momento, ¿no? -dijo Deborah Saint James-. Porque si le robaran algo del material sin catalogar, ¿lo echaría usted en falta?
– Supongo que depende de lo que cogieran -contestó Frank-. Si fuera algo grande, algo peligroso…, seguramente lo sabría. Pero algo pequeño…
– Como un anillo -insistió River.
– … se me podría pasar por alto. -Frank vio las miradas de satisfacción que intercambiaron. Dijo-: Pero díganme, ¿por qué es tan importante?
– Fielder, Brouard y Abbott. -Cherokee River hablaba con la pelirroja, no con Frank, y al rato, los dos se marcharon. Dieron las gracias a Frank por su ayuda y se dirigieron a toda prisa hacia el coche. Oyó que River contestaba algo que la mujer le había dicho-: Todos ellos podrían quererlo por motivos distintos. Pero China no. De ningún modo.
Al principio, Frank creyó que River se refería al anillo de la calavera y los huesos cruzados. Pero pronto se dio cuenta de que hablaban del asesinato: querer que Guy muriera y, tal vez, necesitar que muriera, y, aparte de eso, saber que la muerte podía ser la única respuesta a un peligro inminente.
Se estremeció y deseó profesar una religión que le proporcionara las respuestas que necesitaba y el camino a seguir. Cerró la puerta de la casa a la mera idea de la muerte -prematura, innecesaria, o no- y dirigió su mirada a la mezcolanza de objetos de la guerra que había definido su propia vida y la vida de su padre a lo largo de los años.
Hacía mucho tiempo que oía: “¡Mira lo que tengo, Frankie!”.
Y “Feliz Navidad, papá. Adivina dónde lo he encontrado”.
O “Piensa en las manos que dispararon esta pistola, hijo. Piensa en el odio que apretó el gatillo”.
Todo lo que ahora poseía lo había acumulado para crear un vínculo irrompible con un gigante, un coloso de espíritu, dignidad, coraje y fuerza. Uno no podía ser como él -ni siquiera podía aspirar a ser como él, vivir como él había vivido, sobrevivir a todo lo que había sobrevivido-, así que compartía lo que él amaba y, de ese modo, aportaba su granito de arena al granito de arena de su padre, que siempre sería enorme, audaz y soberbio.
Así había empezado, por esa necesidad de ser como él, tan básica y arraigada que a menudo Frank se preguntaba si los hijos de algún modo estaban programados desde su concepción para intentar con todas sus fuerzas emular a los padres en la perfección. Si no era posible -porque el padre era una figura hercúlea, nunca oscurecida por la debilidad o los años-, había que crear otra cosa, algo que significara la prueba irrefutable de que la valía del hijo estaba a la altura de la de su padre.
Dentro de la casa, Frank contempló el testimonio concreto de su valía personal. La idea de coleccionar objetos de la guerra y los años dedicados a buscar todo tipo de cosas, desde balas o vendas, habían crecido como la densa vegetación que rodeaba el molino: indisciplinados, exuberantes e incontrolados. Había plantado la semilla en un baúl de objetos que había guardado la madre del propio Graham: cartillas de racionamiento, precauciones contra ataques aéreos, licencias para comprar velas. Tras verlos y revisarlos, aquellos objetos inspiraron el gran proyecto que había marcado la vida de Frank Ouseley y ejemplificaban el amor que sentía por su padre. Había utilizado aquellos artículos para expresar todas las palabras de devoción, admiración y puro deleite que desde siempre le había resultado imposible pronunciar.
“El pasado nos acompaña siempre, Frankie. Nos corresponde a aquellos que formamos parte de él transmitir la experiencia a los que nos seguirán. Si no, ¿cómo podemos evitar que el mal se extienda? ¿Cómo podemos reconocer lo bueno?”
¿Y qué mejor forma de preservar ese pasado y aceptarlo plenamente que educando a los demás no sólo en las aulas, como había hecho durante años, sino también mostrando las reliquias que habían definido una época muy lejana ya? Su padre tenía hojas de la G. U.LA., alguna que otra declaración nazi, una gorra de la Luftwaffe, una chapa de pertenencia al partido, una pistola oxidada, una máscara de gas y una lámpara de carburo. De niño, Frank había tenido aquellos objetos en las manos y se había entregado a la causa de recopilar material desde los siete años.
“Empecemos una colección, papá. ¿Quieres? Sería muy divertido, ¿verdad? Tiene que haber un montón de cosas en la isla.”
“No fue un juego, hijo. Nunca debes pensar que fue un juego. ¿Me entiendes?”
Y lo entendía, sí. Ese era su tormento. Lo entendía. Nunca había sido un juego.
Frank apartó de su cabeza la voz de su padre, pero otro sonido la sustituyó, una explicación del pasado y del futuro que surgía de la nada y que comprendía palabras cuya fuente presentía que conocía bien, pero que no sabría identificar: “Es la causa, es la causa, mi alma”. Gimoteó como un niño atrapado en un mal sueño y se obligó a adentrarse en la pesadilla.
Vio que el archivador no se había cerrado del todo al empujarlo. Se acercó cautelosamente, como un soldado bisoño que cruza un campo de minas. Cuando llegó a él ileso, rodeó con sus dedos el tirador del cajón, casi esperando que le chamuscara la piel al abrirlo.
Al fin formaba parte de la guerra a la que tanto había anhelado servir con distinguida valentía. Al fin sabía lo que era querer huir como un loco del enemigo, a un lugar seguro donde poder esconderse, un lugar que, en realidad, no existía.
Cuando regresó a Le Reposoir, Ruth Brouard vio que un grupo de policías habían pasado de los jardines de la finca a la carretera y avanzaban por el atajo que los llevaría hasta la bahía. Al parecer, habían acabado el trabajo en Le Reposoir. Ahora registrarían el terraplén y los setos -y, quizá, las zonas boscosas y los campos que había detrás- para localizar aquello que demostrara lo que tenían que demostrar sobre aquello que sabían o creían que sabían o suponían sobre la muerte de su hermano.
No les prestó atención. El tiempo que había estado en Saint Peter Port había agotado prácticamente toda su reserva de energía y amenazaba con robarle aquello que la había sustentado desde hacía tiempo en una vida marcada por la huida y el miedo y la pérdida. A lo largo de todo lo que podría haber destrozado por completo a otro niño -esos cimientos asentados cuidadosamente por unos padres afectuosos, por abuelos y tías y tíos complacientes-, había sido capaz de mantenerse fiel a sí misma. La razón había sido Guy y lo que Guy representaba: la familia y la sensación de “provenir” de algún lugar, aunque ese lugar hubiera dejado de existir para siempre. Pero a Ruth le parecía ahora que la idea del propio Guy como ser humano que había vivido y respirado y al que ella había conocido y querido estaba a punto de desaparecer. Si sucedía, no sabía cómo podría recuperarse o si lo lograría. Es más, ni siquiera creía que quisiese hacerlo.
Avanzó lentamente por el sendero de los castaños y pensó en lo agradable que sería poder dormir. Todos los movimientos que realizaba le suponían un gran esfuerzo y así era desde hacía semanas, y sabía que el futuro inmediato no reservaba ningún paliativo para lo que padecía. La morfina administrada con prudencia tal vez mitigaría el sufrimiento que habitaba sin cesar en sus huesos, pero únicamente perder el conocimiento eliminaría de su mente las sospechas que comenzaban a acosarla.
Se dijo que lo que acababa de conocer tenía miles de explicaciones. Pero saberlo no alteraba el hecho de que algunas de esas explicaciones pudieran haberle costado la vida a su hermano. No importaba que lo que había descubierto sobre los últimos meses de la vida de Guy pudiera aliviar la culpa que sentía por su responsabilidad en las circunstancias hasta el momento desconocidas que rodeaban su asesinato. Lo importante era que no había sabido lo que había estado haciendo su hermano, y ese no saber bastaba para iniciar el proceso de despojamiento de las creencias que poseía desde hacía tanto tiempo. Sin embargo, eso llevaría más y más horror a la vida de Ruth. Por lo tanto, sabía que tenía que defenderse de la posibilidad de perder aquello que había definido su mundo. Pero no sabía cómo.
Después de salir del despacho de Dominic Forrest, había ido a ver al corredor de bolsa de Guy y luego a su banquero. Gracias a ellos, había visto el viaje que había emprendido su hermano en los diez meses anteriores a su muerte. Había vendido enormes paquetes de valores, había retirado e ingresado dinero de su cuenta corriente de tal modo que las huellas de la ilegalidad parecían manchar todas sus acciones. Los rostros impasibles de los consejeros financieros de Guy le habían sugerido muchas cosas, pero los únicos hechos que le ofrecieron eran tan exiguos que pedían a gritos que los revistiera de sus más oscuras sospechas.
Cincuenta mil libras aquí, setenta y cinco mil libras allí, sumando y sumando hasta alcanzar la inmensa cantidad de doscientas cincuenta mil libras a principios de noviembre. Habría algún rastro documental, por supuesto, pero por ahora no quería intentar seguirlo. Lo único que quería hacer era confirmar los resultados del examen del perito contable sobre la situación económica de Guy que le había comunicado Dominic Forrest. Había invertido y reinvertido con cuidado e inteligencia, como acostumbraba, a lo largo de los nueve años que llevaban viviendo en la isla; pero, de repente, en los últimos meses, el dinero se había escapado por entre sus dedos como la arena… o se lo habían extraído como la sangre… o le habían pedido… o lo había donado… o… ¿qué?
No lo sabía. Por un momento hilarante, se dijo que no le importaba. No era importante -el dinero en sí- y era verdad. Pero lo que representaba el dinero, lo que sugería la ausencia de dinero en una situación en la que el testamento de Guy parecía indicar que había mucho para repartir entre sus hijos y sus otros dos beneficiarios… Ruth no podía dejarlo estar tan fácilmente, porque pensar en todo aquello la llevaba ineluctablemente al asesinato de su hermano y a si estaba relacionado con ese dinero.
Le dolía la cabeza. Se agolpaban demasiadas informaciones allí arriba y parecían presionarle el cráneo, para disputarse un lugar donde recibir más atención. Pero no quería ocuparse de ninguna. Sólo quería dormir.
Llevó el coche a la parte de atrás de la casa, pasado el jardín de las rosas, donde los arbustos pelados ya estaban podados para el invierno. Justo después de este jardín, el sendero describía otra curva y conducía a los viejos establos donde guardaba el coche. Cuando frenó delante, supo que carecía de fuerzas para abrir la puerta. Así que simplemente giró la llave, apagó el motor y apoyó la cabeza en el volante.
Sintió que el frío se filtraba en el Rover, pero permaneció donde estaba, con los ojos cerrados mientras escuchaba el silencio reconfortante. Aquello la alivió como nada podría haberlo hecho. En el silencio, no había nada más que descubrir.
Pero sabía que no podía quedarse allí mucho tiempo. Necesitaba sus medicinas. Y descansar. Dios santo, cuánto necesitaba descansar.
Tuvo que utilizar el hombro para abrir la puerta del coche. Cuando estuvo de pie, le sorprendió ver que se sentía incapaz de acometer la tarea de cruzar la gravilla en dirección al pabellón acristalado, por donde podría entrar en la casa. Así que se apoyó en el coche, y fue entonces cuando advirtió un movimiento en la zona del estanque de los patos.
Pensó de inmediato que sería Paul Fielder, y aquello la llevó a pensar que alguien tendría que darle la noticia de que su herencia no iba a ser tan inmensa como Dominic Forrest le había hecho creer anteriormente. Tampoco es que importara demasiado. Su familia era pobre, el negocio de su padre se había ido a pique por las presiones implacables de la modernización y la comodidad de la isla. Cualquier cantidad que cayera en sus manos iba a ser una suma mucho mayor de lo que jamás habría esperado tener… si hubiera conocido el testamento de Guy. Pero ésa era otra especulación que Ruth no quería contemplar.
El paseo hasta el estanque de los patos le exigió un esfuerzo de voluntad. Pero cuando llegó, surgiendo de entre dos rododendros de manera que el estanque se desplegaba ante ella como un plato de color peltre que absorbía su tono del cielo, vio que no se trataba de Paul Fielder, atareado construyendo los refugios de los patos para sustituir los que habían destruido. Era el hombre de Londres quien estaba junto al estanque. Se encontraba a un metro de unas herramientas tiradas por el suelo. Pero parecía centrar su atención en el cementerio de patos situado al otro lado del agua.
Ruth se habría dado la vuelta para regresar a la casa con la esperanza de que no la viera, pero el hombre miró en su dirección y luego otra vez a las tumbas.
– ¿Qué pasó? -preguntó.
– Alguien a quien no le gustaban los patos -contestó ella.
– ¿A quién no iban a gustarle los patos? Son inofensivos.
– Es lo que cabría pensar. -No dijo más, pero cuando el hombre la miró, sintió que podía leer la verdad en su rostro.
– ¿También destruyeron los refugios? -dijo-. ¿Quién los estaba reconstruyendo?
– Guy y Paul. Ellos habían construido los originales. Todo el estanque era uno de sus proyectos.
– Tal vez hubiera alguien a quien no le gustaba eso. -Dirigió su mirada a la casa.
– No se me ocurre quién -dijo Ruth, aunque pudo escuchar lo artificiales que sonaban sus palabras y supo (y temió) que el hombre no iba a creerla en absoluto-. Como ha dicho usted, ¿a quién no le gustarían los patos?
– ¿Alguien a quien no le gustara Paul o la relación que Paul tenía con su hermano?
– Está pensando en Adrián.
– ¿Es probable que estuviera celoso?
Con Adrián, todo era probable, pensó Ruth. Pero no pensaba hablar de su sobrino ni con ese hombre ni con nadie. Así que dijo:
– Aquí hay mucha humedad. Le dejo con sus meditaciones, señor Saint James. Voy adentro.
El hombre la acompañó, sin que ella se lo pidiera. Avanzó cojeando a su lado en silencio, y a Ruth no le quedó más remedio que permitirle que la siguiera a través de los arbustos y hasta el interior del pabellón acristalado, cuya puerta, como siempre, no estaba cerrada con llave.
El hombre se fijó en ese detalle. Le preguntó si siempre era así.
Sí, siempre. Vivir en Guernsey no era como vivir en Londres. Aquí la gente se sentía más segura. Cerrar con llave era innecesario.
Mientras hablaba, Ruth sintió la mirada de Saint James, sintió sus ojos azules perforando su nuca mientras recorría el sendero de ladrillos en el ambiente húmedo del pabellón acristalado. Sabía lo que pensaba de una puerta que no se cerraba con llave: entrada y salida para cualquiera que quisiera hacer daño a su hermano.
Al menos, prefería que sus pensamientos siguieran esa dirección que la que habían tomado cuando habló de la muerte de los patos inocentes. Ruth no creía ni por un instante que un intruso desconocido tuviera algo que ver con la muerte de su hermano. Pero permitiría aquella especulación si evitaba que el londinense pensara en Adrián.
– Antes he hablado con la señora Duffy -dijo-. ¿Ha ido usted a la ciudad?
– He ido a ver al abogado de Guy -dijo Ruth-; también a sus banqueros y corredores de bolsa. -Entraron en el salón de mañana. Vio que Valerie ya había estado allí. Las cortinas estaban descorridas para dejar entrar la luz blanquecina de diciembre, y la estufa estaba encendida para aplacar el frío. Había una jarra de café en una mesa junto al sofá, con una única taza y su platito. La caja de labores estaba abierta en previsión de su trabajo con el nuevo tapiz, y el correo estaba apilado en el escritorio.
Todo en aquella estancia señalaba que era un día normal. Pero no lo era. Ya ningún otro día volvería a ser normal.
Aquel pensamiento la alentó a hablar. Le contó a Saint James lo que había averiguado en Saint Peter Port. Se sentó en el sofá mientras hablaba y le indicó que ocupara una de las sillas. El hombre escuchó en silencio y, cuando Ruth Brouard acabó, le ofreció una serie de explicaciones. Ella ya había contemplado la mayoría mientras regresaba de la ciudad. ¿Cómo no iba a hacerlo cuando al final del rastro que parecían dejar había un asesinato?
– Indica un chantaje, por supuesto -dijo Saint James-. Una disminución de fondos como ésta, con cantidades que van aumentando con el tiempo…
– No había nada en su vida por lo que pudieran chantajearle.
– Es lo que podría parecer en un principio. Pero, por lo visto, tenía secretos, señora Brouard. Lo sabemos por su viaje a Estados Unidos cuando usted creía que estaba en otra parte, ¿verdad?
– No tenía ningún secreto que pudiera provocar esto. Lo que Guy hizo con el dinero tiene una explicación sencilla, una explicación del todo honrada. Simplemente aún no sabemos cuál es. -Mientras hablaba, no se creía sus propias palabras, y por la expresión escéptica del rostro de Saint James, vio que él tampoco.
– Imagino que en el fondo usted sabe que esta forma de mover el dinero seguramente no era legal -dijo el hombre, y Ruth vio que intentaba ser delicado.
– No, no sé…
– Y si quiere encontrar a su asesino, que creo que es lo que quiere, sabe que tenemos que plantearnos posibilidades.
Ruth no respondió. Pero la compasión en el rostro de Saint James agravaba el sufrimiento que sentía. Lo detestaba: dar lástima a la gente. Siempre lo había detestado. “Pobre niña, ha perdido a su familia a manos de los nazis. Debemos ser caritativos. Debemos aceptar sus momentos de terror y dolor.”
– Tenemos a la asesina. -Ruth pronunció la declaración con frialdad-. La vi aquella mañana. Sabemos quién es.
Saint James siguió en sus trece, como si ella no hubiera dicho nada.
– Puede que realizara alguna liquidación, o una compra enorme. Tal vez incluso fuera una compra ilegal. ¿Armas? ¿Drogas? ¿Explosivos?
– Qué estupidez -dijo ella.
– Si simpatizaba con alguna causa…
– ¿Árabes? ¿Argelinos? ¿Palestinos? ¿Los irlandeses? -se burló Ruth-. Mi hermano tenía las inclinaciones políticas de un enanito de jardín, señor Saint James.
– Entonces, la única conclusión es que diera el dinero a alguien de forma voluntaria. Y si es así, tenemos que estudiar los receptores potenciales de esta cantidad ingente de dinero. -Saint James miró hacia la puerta, como si pensara en lo que había detrás-. ¿Dónde está su sobrino esta mañana, señora Brouard?
– Esto no tiene nada que ver con Adrián.
– Sin embargo…
– Imagino que habrá llevado a su madre a algún sitio con el coche. Ella no conoce la isla. Las carreteras están mal señalizadas. Necesitaría su ayuda.
– ¿Visitaba a su padre con frecuencia, entonces? ¿A lo largo de los años? Conoce…
– ¡Esto no tiene nada que ver con Adrián! -Su voz sonó estridente incluso a sus oídos. Sintió que cientos de pinchos le atravesaban los huesos. Tenía que deshacerse de ese hombre, independientemente de las intenciones que tuviera con ella y su familia. Tenía que tomar sus medicinas, las suficientes para sumir su cuerpo en la inconsciencia, si es que era posible-. Señor Saint James -dijo Ruth-, habrá venido por alguna razón, imagino. Sé que no se trata de una visita social.
– He ido a ver a Henry Moullin -le dijo.
La cautela se extendió por su cuerpo.
– ¿Sí?
– No sabía que la señora Duffy era su hermana.
– No hay ninguna razón para que alguien se lo contara.
Saint James sonrió brevemente al reconocer la verdad que encerraba el comentario. Continuó explicándole que había visto los dibujos de Henry de las ventanas del museo. Dijo que le habían hecho pensar en los planos arquitectónicos que el señor Brouard tenía en su poder. Se preguntaba si podría echarles un vistazo.
Ruth se sintió tan aliviada por que la petición fuera tan sencilla, que se la concedió al instante sin contemplar todas las direcciones que su decisión pudiera tomar. Le comentó que los planos estaban arriba, en el estudio de Guy. Iría a buscarlos de inmediato.
Saint James le dijo que, si no le importaba, la acompañaría. Quería echar otro vistazo a la maqueta del museo que Bertrand Debiere había construido para el señor Brouard. Le aseguró que no tardaría.
No le quedaba más remedio que acceder. Estaban en las escaleras cuando el londinense volvió a hablar.
– Parece que Henry Moullin ha encerrado a su hija Cynthia en casa -dijo-. ¿Tiene idea de cuánto tiempo hace que dura esto, señora Brouard?
Ruth siguió subiendo, fingiendo que no había escuchado la pregunta.
Sin embargo, Saint James era implacable.
– ¿Señora Brouard…? -dijo.
Ruth respondió deprisa mientras recorría el pasillo hacia el estudio de su hermano, agradecida por el día apagado que hacía fuera y la oscuridad que reinaba en el corredor, lo que ocultaría su expresión.
– No sé nada de nada -contestó-. No tengo por costumbre meterme en los asuntos de mis conciudadanos, señor Saint James.
– Así que no aparece registrado ningún anillo en el resto de su colección -le dijo Cherokee River a su hermana-. Pero eso no significa que no lo robara alguien sin que él se enterara. Dice que Adrián, Steve Abbott y el chico Fielder han estado allí alguna que otra vez.
China negó con la cabeza.
– El anillo de la playa es el mío. Lo sé. Lo noto. ¿Tú no?
– No digas eso -dijo Cherokee-. Habrá otra explicación.
Estaban en el piso de los apartamentos Queen Margaret, reunidos en el dormitorio, donde Deborah y Cherokee habían encontrado a China sentada junto a la ventana en una silla de madera que había cogido de la cocina. Hacía un frío tremendo en la habitación, ya que la ventana estaba abierta, encuadrando una panorámica del Castle Cornet a lo lejos.
– He pensado que es mejor que me vaya acostumbrando a ver el mundo desde una pequeña habitación cuadrada con una sola ventana -les había dicho China con ironía cuando fueron a su encuentro.
No se había puesto un abrigo, ni siquiera un jersey. La carne de gallina de su piel tenía su propia carne de gallina, pero no parecía ser consciente de ello.
Deborah se quitó el abrigo. Quería tranquilizar a su amiga con un fervor idéntico al de Cherokee, pero tampoco quería darle falsas esperanzas. La ventana abierta proporcionaba una excusa perfecta para evitar una conversación sobre el creciente pesimismo en torno a la situación de China.
– Estás helada. Ponte esto -le dijo, y le echó el abrigo sobre los hombros.
Cherokee pasó a su lado y cerró la ventana.
– Vamos a sacarla de aquí -le dijo a Deborah y señaló con la cabeza hacia el salón, donde la temperatura era un poco más alta.
Cuando tuvieron a China sentada y Deborah encontró una manta para cubrirle las piernas, Cherokee le dijo a su hermana:
– Tienes que cuidarte mejor, ¿sabes? Nosotros podemos hacer algunas cosas por ti, pero eso no.
– Cree que lo hice, ¿verdad? -le dijo China a Deborah-. No ha venido porque cree que lo hice.
– ¿Qué estás…? -dijo Cherokee.
Deborah, que comprendía a qué se refería, la interrumpió.
– Simón no trabaja así. Examina pruebas continuamente. Y tiene que hacerlo sin prejuicios. Es así como se plantea esto. No tiene ningún prejuicio.
– Entonces, ¿por qué no ha venido? Ojalá lo hiciera. Si viniera, si pudiéramos conocernos y pudiera hablar con él… Podría decirme si necesita alguna explicación.
– No hay nada que explicar -dijo Cherokee-, porque tú no le has hecho nada a nadie.
– Ese anillo…
– Llegó allí, a la playa. Llegó allí de algún modo. Si es tuyo y no recuerdas haberlo llevado en el bolsillo alguna de las veces que bajaste a la bahía, es que te están tendiendo una trampa. Fin de la historia.
– Ojalá no lo hubiera comprado nunca.
– Pues sí, tienes toda la razón. Dios mío, creía que habías pasado página con Matt. Decías que se había terminado.
China miró a su hermano sin alterarse y durante tanto rato que él apartó la mirada.
– Yo no soy como tú -dijo al fin.
Deborah vio que hermano y hermana se habían comunicado algo más. Cherokee se inquietó y cambió de posición. Se pasó los dedos por el pelo y dijo:
– Dios santo, China. Vamos.
– Cherokee aún hace surf -le dijo China a Deborah-. ¿Lo sabías, Debs?
– Me habló del surf, pero creo que en realidad no me comentó que… -dijo Deborah. Dejó que su voz se apagara. Era muy evidente que su amiga no estaba hablando de surf.
– Le enseñó Matt. Así fue como se hicieron amigos. Cherokee no tenía tabla de surf, pero Matt estaba dispuesto a enseñarle. ¿Cuántos años tenías? -le preguntó China a su hermano-. ¿Catorce?
– Quince -respondió entre dientes.
– Quince, sí. Pero no tenías tabla. -Y entonces le dijo a Deborah-: Para mejorar, tienes que tener tu propia tabla. No puedes estar siempre cogiendo la tabla de otro porque tienes que practicar continuamente.
Cherokee se acercó al televisor y cogió el mando. Lo examinó, lo apuntó hacia el aparato. Lo encendió y, con la misma rapidez, lo apagó.
– Vamos, Chine -dijo.
– En un principio, Matt fue amigo de Cherokee; pero se distanciaron cuando él y yo comenzamos a salir. Me pareció triste, y una vez le pregunté a Matt por qué había pasado. Me dijo que a veces las cosas cambiaban entre la gente y nunca me comentó nada más. Creía que era porque tenían intereses distintos. Matt se metió en el mundo del cine, y Cherokee simplemente siguió siendo Cherokee: tocó en un grupo, elaboró cerveza, montó su tenderete de artículos indios falsos. Decidí que Matt era un adulto, mientras que Cherokee quería tener diecinueve años toda la vida. Pero las amistades nunca son tan sencillas, ¿verdad?
– ¿Quieres que me vaya? -le preguntó Cherokee a su hermana-. Puedo irme, ¿sabes? Volver a California. Puede venir mamá. Ella puede estar aquí contigo en mi lugar.
– ¿Mamá? -China soltó una risa ahogada-. Sería perfecto. Ya me la imagino inspeccionando la habitación, por no decir mi ropa, y quitando todo lo que tenga que ver remotamente con los animales; asegurándose de que tomo mi ración diaria de vitaminas y tofu; comprobando que el arroz es descascarillado y el pan, integral. Qué detalle. Por lo menos sería una gran distracción.
– ¿Pues qué? -preguntó Cherokee. Parecía desesperado-. Dime, ¿qué?
Estaban frente a frente. Cherokee seguía de pie y su hermana, sentada; pero él parecía mucho más pequeño comparado con ella. Tal vez, pensó Deborah, se trataba de un reflejo de sus personalidades que hacía que China pareciera una figura relativamente grande.
– Haz lo que tengas que hacer -le dijo China.
Fue él quien apartó la mirada que los dos se sostuvieron fijamente. Durante su silencio, Deborah pensó fugazmente en la naturaleza de las relaciones entre hermanos. Ella se sentía perdida cuando se trataba de comprender lo que sucedía entre hermanos y hermanas.
– ¿Alguna vez has deseado dar marcha atrás en el tiempo, Debs? -preguntó China con la mirada todavía clavada en su hermano.
– Creo que todo el mundo lo desea de vez en cuando.
– ¿Qué época escogerías?
Deborah se lo pensó.
– Hubo una Semana Santa antes de que muriera mi madre… Una fiesta en un parque. Había paseos en poni por cincuenta peniques, y yo tenía justo ese dinero. Sabía que si me lo gastaba, me quedaría sin nada; tres minutos en un poni y no tendría más dinero para gastar en otras cosas. No me decidía. Me puse muy nerviosa porque temía que, decidiera lo que decidiese, me equivocaría y me arrepentiría y me sentiría fatal. Así que mamá y yo hablamos del tema. Me dijo que no existían las decisiones equivocadas, sino sólo lo que decidimos y lo que aprendemos de esa decisión. -Deborah sonrió al recordarlo-. Regresaría a ese momento y volvería a vivir mi vida otra vez si pudiera, salvo que en esta ocasión ella no moriría.
– ¿Y qué hiciste? -le preguntó Cherokee-. ¿Montaste en poni, o no?
Deborah pensó en la pregunta.
– ¿No es extraño? No me acuerdo. Supongo que el poni no era tan importante, ni siquiera entonces. Lo que me dijo mi madre fue lo que se me quedó grabado. Era su forma de ser.
– Qué afortunada -dijo China.
– Sí -contestó Deborah.
Entonces, llamaron a la puerta y luego al timbre, de manera insistente. Cherokee fue a ver quién era.
Abrió la puerta y se encontró con dos policías de uniforme. Uno de ellos miraba a su alrededor con inquietud, como si comprobara las posibilidades de una emboscada, y el otro había sacado la porra, que golpeaba ligeramente contra la palma de su mano.
– ¿El señor Cherokee River? -dijo el policía de la porra. No esperó ninguna respuesta, puesto que sabía perfectamente con quién hablaba-. Tendrá que acompañarnos, señor.
– ¿Qué? ¿Adonde? -dijo Cherokee.
China se levantó.
– ¿Cherokee? ¿Qué…? -Pero, al parecer, no le hizo falta terminar la pregunta.
Deborah se acercó a ella y rodeó con el brazo la cintura de su vieja amiga.
– Por favor, ¿qué ocurre? -dijo Deborah.
Y entonces Cherokee River recibió la orden formal de la policía de los estados de Guernsey.
Habían traído esposas, pero no las utilizaron.
– Si hace el favor de acompañarnos, señor -dijo uno de los agentes.
El otro cogió a Cherokee del brazo y se lo llevó enérgicamente.