Capítulo 14

Deborah y Cherokee dijeron muy poco de regreso a los apartamentos Queen Margaret. Se había levantado viento y había empezado a lloviznar, lo que les proporcionó una excusa para estar en silencio, Deborah protegiéndose debajo de un paraguas y Cherokee con los hombros encorvados y el cuello del abrigo subido. Siguieron el camino anterior bajando por Mili Street y cruzaron la pequeña plaza. La zona estaba totalmente desierta, salvo por una furgoneta amarilla aparcada en medio de Market Street, en la que estaban cargando una vitrina vacía de uno de los puestos de carne vacantes. Era un indicio funesto de la muerte del mercado y, como si fuera un comentario a tales medidas, uno de los hombres de la mudanza tropezó y soltó su extremo de la vitrina. El cristal se rompió en pedazos; el lateral se abolló. Su compañero le insultó por ser tan estúpido y patoso.

– ¡Nos va a caer una buena! -gritó.

La contestación del otro hombre se perdió cuando Deborah y Cherokee doblaron la esquina y comenzaron a subir Constitution Steps. Pero el pensamiento estaba allí, flotando entre los dos: que iba a caerles una buena por lo que habían hecho.

Cherokee fue quien rompió el silencio. A media colina, donde las escaleras giraban, se detuvo y pronunció el nombre de Deborah. Ella dejó de subir y le miró. Vio que la lluvia había cubierto su pelo rizado de minúsculas gotas que reflejaban la luz, y que tenía las pestañas puntiagudas por la humedad. Estaba temblando. Aquí estaban resguardados del viento, pero aunque no hubiera sido así, llevaba una chaqueta gruesa, así que Deborah sabía que no era una reacción al frío.

Sus palabras lo confirmaron.

– No significa nada.

Deborah no fingió necesitar una aclaración. Sabía lo improbable que era que estuviera pensando en otra cosa.

– Aún tenemos que preguntárselo -dijo.

– Dijeron que podía haber otros en la isla. Y ese tipo que han mencionado, el de Talbot Valle, tiene una colección de la guerra increíble. Yo mismo la he visto.

– ¿Cuándo?

– Un día… Vino a comer y habló de ella con Guy. Se ofreció a enseñármela y Guy la elogió mucho, así que pensé: “¿Por qué no?”, y fui. Los dos fuimos.

– ¿Quién era el otro?

– El amigo de Guy, Paul Fielder.

– ¿Y viste otro anillo como éste?

– No. Pero eso no significa que no lo hubiera. Ese tipo tenía cosas por todas partes, en cajas y bolsas, archivadores, estanterías. Lo guarda todo en un par de casas y está todo absolutamente desorganizado. Si tenía un anillo y acabó desapareciendo por alguna razón u otra… Dios santo, ni siquiera lo sabría. No puede tenerlo todo catalogado.

– ¿Estás diciendo que Paul Fielder pudo robar un anillo mientras estuvisteis allí?

– Yo no digo nada. Sólo que tiene que haber otro anillo, porque es imposible que China… -Con torpeza, se metió las manos en los bolsillos y apartó la mirada de Deborah, colina arriba, en dirección a Clifton Street, los apartamentos Queen Margaret y a la hermana que le esperaba en el piso B-. Es imposible que China hiciera daño a nadie. Tú lo sabes. Yo lo sé. Este anillo… es de otra persona.

Lo dijo con determinación, pero Deborah no quiso preguntar a qué se debía esa seguridad. Sabía que no había modo de evitar las preguntas que tenían que hacerle a China. Independientemente de lo que pensaran ellos, había que hablar del tema del anillo.

– Vamos al piso -dijo-. Creo que empezará a diluviar dentro de nada.

Encontraron a China viendo un combate de boxeo en la televisión. Uno de los boxeadores estaba recibiendo una paliza bastante fea, y era obvio que había que poner fin al combate. Pero, evidentemente, la muchedumbre enfervorizada no iba a permitirlo. Sangre, declaraban sus gritos, sin duda tendría que haber sangre. China parecía ajena a todo aquello. Su cara carecía de expresión.

Cherokee se dirigió al televisor y cambió de canal. Encontró una carrera ciclista que pasaba por una tierra inundada por el sol que parecía Grecia, pero que podía ser cualquier país menos este lugar invernal. Apagó el sonido y dejó la imagen. Se acercó a su hermana.

– ¿Estás bien? ¿Necesitas algo? -le preguntó, y le tocó el hombro tímidamente.

Entonces China reaccionó.

– Estoy bien -le dijo a su hermano. Le ofreció una media sonrisa-. Sólo estaba pensando.

Él le devolvió la sonrisa.

– Tienes que dejar de hacer eso. Mira adonde me ha llevado a mí. Siempre estoy pensando. Si no hubiera pensado, no estaríamos metidos en este lío.

Ella se encogió de hombros.

– Sí. Bueno.

– ¿Has comido algo?

– Cherokee…

– Vale. De acuerdo. Olvida la pregunta.

China pareció darse cuenta de que Deborah también estaba. Volvió la cabeza y dijo:

– Creía que te habrías ido con Simón, para darle la lista de las cosas que he hecho en la isla.

Ésa era una forma sencilla de abordar el tema del anillo, así que Deborah la aprovechó.

– Pero no está del todo completa -dijo-. En la lista no está todo.

– ¿Qué quieres decir?

Deborah dejó el paraguas en un paragüero cerca de la puerta y se acercó al sofá, donde se sentó al lado de su amiga. Cherokee cogió una silla y se unió a ellas.

– No mencionas Antigüedades Potter y Potter -señaló Deborah-, en Mill Street. Estuviste allí y compraste un anillo al hijo. ¿Se te olvidó?

China miró a su hermano como buscando una explicación, pero Cherokee no dijo nada. Se volvió hacia Deborah.

– En la lista no he anotado ninguna de las tiendas en las que entré. No pensé… ¿Por qué iba a ponerlo? Estuve en Boots varias veces, en un par de zapaterías. Compré el periódico una o dos veces, y unos caramelos de menta. Se me acabó la pila de la cámara, así que la cambié por una que compré en el centro comercial que está cerca de High Street. Pero no he escrito nada de eso y seguramente olvido otras tiendas. ¿Por qué? -Entonces, preguntó a su hermano-: ¿A qué viene todo esto, Cherokee?

Deborah contestó sacando el anillo. Abrió el pañuelo que lo envolvía y extendió la mano para que China pudiera verlo en su nido de lino.

– Estaba en la playa -dijo-, en la bahía donde murió Guy Brouard.

China no intentó tocar el anillo, como si supiera qué significaba que Deborah lo tuviera envuelto en un pañuelo y que lo hubieran encontrado en los alrededores de la escena de un crimen. Pero lo miró. Lo miró con detenimiento. Estaba ya tan blanca que Deborah no sabía si se había puesto pálida. Pero se mordió los labios por dentro con la boca cerrada, y cuando volvió a mirar a Deborah, sus ojos escondían un terror inconfundible.

– ¿Qué me estás preguntando? -dijo-. ¿Si lo maté? ¿Quieres preguntármelo sin rodeos?

– El hombre de la tienda, el señor Potter, dice que una mujer americana le compró un anillo como éste. Era una americana de California, una mujer que llevaba unos pantalones de cuero y tal vez una capa, supongo, porque llevaba puesta una capucha. Ella y la madre de este hombre, la señora Potter, hablaron de estrellas de cine. Recuerdan que ella, la mujer de Estados Unidos, les dijo que normalmente no se ven estrellas de Hollywood por…

– De acuerdo -dijo China-. Tienes razón. Compré el anillo. Un anillo. Ese anillo. No lo sé. Les compré un anillo, ¿vale?

– ¿Como éste?

– Bueno, es obvio -espetó China.

– Mira, Chine, tenemos que averiguar…

– ¡Estoy colaborando! -gritó China a su hermano-. ¿De acuerdo? Estoy colaborando como una niña buena. Fui a la ciudad y vi ese anillo y pensé que era perfecto, así que lo compré.

– ¿Perfecto? -preguntó Deborah-. ¿Para qué?

– Para Matt, ¿vale? Lo compré para Matt. -China parecía avergonzada de reconocerlo, un regalo para un hombre con el que declaraba haber terminado. Como si supiera qué opinarían los demás, siguió hablando-: Era horrible y me gustó eso. Era como mandarle un muñeco de vudú, una calavera y unos huesos cruzados, veneno, muerte. Me pareció una buena forma de expresarle cómo me siento.

Cherokee se levantó y fue hacia el televisor, donde los ciclistas pasaban a toda velocidad por el borde de un acantilado. Más allá se veía el mar y el sol brillaba en él. Apagó el aparato y regresó a la silla. No miró a su hermana. No miró a Deborah.

Como si las acciones de su hermano comentaran lo que insinuaba su silencio, respondió China.

– Vale, fue una estupidez -dijo-. Hace que siga habiendo algo entre nosotros cuando no debería haberlo. Busca algún tipo de respuesta de su parte. Ya lo sé, ¿vale? Sé que es una estupidez. Quise hacerlo de todas formas. Así son las cosas. Es lo que pasó cuando lo vi. Lo compré y punto.

– ¿Qué hiciste con él -preguntó Deborah- el día que lo compraste?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Te lo pusieron en una bolsa? ¿Metiste tú la bolsa dentro de otra? ¿Te lo guardaste en el bolsillo? ¿Qué pasó luego?

China consideró estas preguntas; Cherokee dejó de examinar sus zapatos y levantó la cabeza. Pareció darse cuenta de adonde quería llegar Deborah, porque dijo:

– Intenta recordar, Chine.

– No lo sé. Seguramente lo metí en el bolso -dijo-. Es lo que hago normalmente cuando compro algo pequeño.

– ¿Y después, cuando volviste a Le Reposoir? ¿Qué hiciste con él entonces?

– Seguramente… No lo sé. Si estaba en el bolso, lo dejaría allí y me olvidaría. Si no, puede que lo guardara en la maleta, o en la cómoda hasta que hiciéramos el equipaje para marcharnos.

– Donde alguien pudo verlo -murmuró Deborah.

– Si es que se trata del mismo anillo -dijo Cherokee.

Había que planteárselo, pensó Deborah. Porque si este anillo sólo era un duplicado del anillo que China había comprado a los Potter, estaban ante una coincidencia extraordinaria. Por muy improbable que fuera esa coincidencia, había que aclarar la situación antes de seguir adelante.

– ¿Guardaste el anillo en la maleta cuando os marchasteis -preguntó-. ¿Está ahora entre tus cosas? Tal vez lo metiste en algún lugar y se te ha olvidado.

China sonrió, como si fuera consciente de la ironía que iba a revelar.

– No puedo saberlo, Debs. Ahora mismo la poli tiene toda mis pertenencias, al menos todas las que traje. Si metí el anillo en la maleta cuando regresé a Le Reposoir, estará con el resto de mis cosas.

– Pues habrá que comprobarlo -dijo Deborah.

Cherokee señaló con la cabeza el anillo que descansaba en la palma de la mano de Deborah.

– ¿Qué haremos con él?

– Se lo daremos a la policía.

– ¿Y qué harán ellos?

– Supongo que intentarán recoger huellas latentes. Tal ve: logren encontrar una parcial.

– Si la consiguen, ¿qué pasa entonces? Quiero decir, si la huella es de Chine… Si el anillo es el mismo… ¿No sabrán que alguien lo dejó allí? El anillo, me refiero.

– Puede que barajen esa posibilidad -dijo Deborah. No añadió ningún comentario sobre lo que también sabía: que el interés de la policía siempre se centraba en evaluar la culpabilidad y cerrar el caso. El resto lo dejaban en manos de otros. Si China no tenía un anillo idéntico a éste entre sus pertenencias y si sus huellas estaban en el que Deborah había encontrado en la bahía, la policía sólo estaba obligada a documentar estos do hechos y pasarlos a los fiscales. Sería decisión del abogado de China aportar otra interpretación sobre el anillo durante el juicio por asesinato.

Sin duda, pensó Deborah, China y Cherokee tenían que saberlo. No eran unos pardillos. Los problemas que había tenido el padre de China con la ley en California debían de haberle proporcionado cierta experiencia acerca de lo que sucedía cuando se cometía un delito.

– Debs -dijo Cherokee en un tono pensativo y alargando el diminutivo, por lo que éste sonó como una súplica-, ¿ existe alguna posibilidad…? -Miró a su hermana como evaluando su reacción a algo que aún no había dicho-. Es difícil pedirte esto. ¿Existe la posibilidad de que pudieras perder el anillo?

– ¿Perder…?

– Cherokee, no -dijo China.

– Tengo que pedírselo -le dijo-. Debs, si ese anillo es el que compró China… Y sabemos que existe esa posibilidad, ¿no? A ver, ¿por qué tiene que saber la policía que lo has encontrado? ¿No puedes tirarlo a un desagüe o algo así? -Pareció comprender la envergadura de lo que estaba pidiendo a Deborah que hiciera, porque se apresuró a decir-: Mira. La poli ya cree que ha sido ella. Si sus huellas están ahí, sólo lo utilizarán como otra forma más de trincarla. Pero si lo pierdes… Si se te cayera del bolsillo de camino al hotel, digamos… -La miró esperanzado, con una mano extendida, como si quisiera que dejara el anillo de la controversia en su palma.

Deborah se sintió atrapada por su mirada, franqueza y esperanza. Se sintió atrapada por lo que implicaba su mirada acerca de la historia que ella compartía con China River.

– A veces -le dijo Cherokee en voz baja-, el bien y el mal se confunden. Lo que parece bueno resulta ser malo, y lo que parece malo…

– Olvídalo -le interrumpió China-. Cherokee, olvídalo.

– Pero no tendría más importancia.

– He dicho que lo olvides. -China extendió la mano hacia la de Deborah y dobló sus dedos alrededor del anillo envuelto en el lino-. Haz lo que tengas que hacer, Deborah. -Y le dijo a su hermano-: Ella no es como tú. Para ella no es tan fácil.

– Están jugando sucio. Tenemos que hacer lo mismo.

– No -replicó China, y luego le dijo a Deborah-: Has venido a ayudarme. Y te lo agradezco. Haz lo que tengas que hacer.

Deborah asintió, pero notó que le costaba mucho trabajo decir:

– Lo siento.

No pudo evitar tener la sensación de que les había fallado.


Saint James nunca se habría considerado un hombre que permitía que la inquietud le ganara la batalla. Desde el día en que se había despertado en la cama de un hospital -sin recordar nada aparte de un último chupito de tequila que no debería haber tomado- y había mirado la cara de su madre y visto en ella la noticia que él mismo confirmaría menos de una hora después con un neurólogo, se había controlado y había controlado sus reacciones con una disciplina que habría sido el orgullo de un militar. Se consideró un superviviente inquebrantable: había pasado lo peor y no se había hundido en la miseria del desastre personal. Había quedado lisiado, tullido, la mujer a quien amaba le había abandonado, y había superado todo aquello manteniendo intacta su esencia. “Si puedo sobrellevar esto, puedo sobrellevarlo todo.”

Así que no estaba preparado para el desasosiego que comenzó a sentir al saber que su mujer no había entregado el anillo al inspector Le Gallez. Y, al final, se sintió perdido al ver los niveles que alcanzaba ese desasosiego a medida que pasaban los minutos y Deborah no regresaba al hotel.

Primero paseó: por la habitación y por la pequeña terraza de la habitación. Luego se dejó caer en una silla durante cinco minutos y pensó qué podían significar las acciones de Deborah. Sin embargo, su ansiedad no hizo más que aumentar, así que cogió el abrigo y, al final, se marchó del edificio. Saldría a buscarla, decidió. Cruzó la calle sin una idea clara de qué dirección tomar, agradeciendo solamente que hubiera dejado de llover, lo que facilitaba la situación.

Bajar la colina parecía buena opción, así que empezó a caminar, bordeando el muro de piedra que rodeaba una especie de jardín hundido en el paisaje enfrente del hotel. Al final de todo, estaba el monumento a los caídos de la isla, y era allí donde Saint James se encontraba cuando vio a su mujer doblando la esquina donde la majestuosa fachada gris del Tribunal de Justicia se extendía a lo largo de la Rué du Manoir.

Deborah levantó la mano para saludarlo. Mientras se acercaba a él, Saint James hizo lo que pudo por tranquilizarse.

– Has conseguido volver -dijo ella con una sonrisa cuando llegó a donde estaba.

– Es bastante obvio -contestó él.

La sonrisa de Deborah se esfumó. Lo escuchó todo en su voz. Era lógico. Le conocía prácticamente de toda la vida, y Simón creía conocerla a ella. Pero estaba descubriendo deprisa que la distancia entre lo que creía y lo que realmente era empezaba a revelarse abismal.

– ¿Qué pasa? -le preguntó ella-. Simón, ¿qué sucede?

Saint James la agarró del brazo con una fuerza que sabía que era excesiva, pero parecía que no podía soltarla. La condujo al jardín hundido y la obligó a bajar las escaleras.

– ¿Qué has hecho con el anillo? -le preguntó.

– ¿Qué he hecho con él? Nada. Lo tengo aquí…

– Tenías que llevárselo directamente a Le Gallez.

– Es lo que estoy haciendo. Ahora iba hacia allí. Simón, ¿qué diablos…?

– ¿Ahora? ¿Ibas a llevarlo ahora? ¿Dónde has estado mientras tanto? Hace horas que lo hemos encontrado.

– No me has dicho… Simón, ¿por qué te comportas así? Para. Suéltame. Me haces daño. -Deborah se zafó con brusquedad y se colocó delante de él. Le ardían las mejillas. El jardín tenía un sendero que rodeaba el perímetro y empezó a recorrerlo, aunque en realidad no llevaba a ningún lado, salvo al muro. Aquí, la lluvia formaba charcos negros, donde se reflejaba un cielo que oscurecía rápidamente. Deborah los cruzó sin dudarlo, sin importarle que se le empaparan las perneras.

Saint James la siguió. Le enfurecía que se alejara de él de esa manera. Parecía una Deborah totalmente distinta, y no iba a consentirlo. Si aquello acababa en una persecución, ella ganaría, naturalmente. Si acababa en algo que no fueran palabras e intelecto, también ganaría ella. Era la maldición de su discapacidad, que le hacía más débil y lento que su esposa. Eso también le enfadó, imaginarse qué debían de parecer a los ojos de cualquiera que los viera desde la calle que daba al parque hundido: el paso seguro de Deborah alejándose cada vez más de él y la cojera patética de Simón persiguiéndola.

Deborah llegó al final del pequeño parque, al extremo más alejado. Se quedó en la esquina, donde un espino de fuego, lleno de bayas rojas, inclinaba sus cargadas ramas hacia delante para tocar el respaldo de un banco de madera. No se sentó, sino que se quedó a poca distancia del banco, donde arrancó un puñado de bayas del arbusto y comenzó a lanzarlas mecánicamente entre el follaje.

Ese gesto tan infantil molestó aún más a Saint James. Sintió como si retrocediera en el tiempo y volviera a tener veintitrés años y ella doce, cuando, ante un incomprensible ataque de histeria preadolescente por culpa de un corte de pelo que Deborah detestaba, tuvo que arrebatarle las tijeras antes de que pudiera hacer lo que quería hacer: dejarse el pelo peor, tener un aspecto peor, castigarse por pensar que un peinado podría influir en cómo se sentía por culpa de los granos que le habían salido en la barbilla durante la noche y que señalaban su naturaleza siempre cambiante. “Ah, nuestra Deb es de armas tomar -le había dicho su padre-. Necesita el toque de una mujer”. Sin embargo, nunca se lo dio.

Qué conveniente sería culpar de todo ello a Joseph Cotter, pensó Saint James, decidir que él y Deborah habían llegado a este punto en su matrimonio porque su padre no había vuelto a casarse después de enviudar. Aquello facilitaría las cosas, ¿verdad? No tendría que seguir buscando una explicación de por qué Deborah había actuado de un modo tan inconcebible.

Llegó a donde estaba ella. Como un tonto, dijo lo primero que le vino a la cabeza:

– No vuelvas a salir corriendo así, Deborah.

Ella se dio la vuelta con un puñado de bayas en el puño.

– No te atrevas a… ¡No te atrevas a hablarme así!

Simón intentó tranquilizarse. Sabía que el único resultado de este encuentro sería una discusión cada vez más intensa, a menos que uno de los dos hiciera algo por calmarse. También sabía que era improbable que fuera Deborah quien pusiera el freno.

– Quiero una explicación -dijo con tanta suavidad como pudo, aunque, había que reconocerlo, sólo se mostró ligeramente menos combativo que antes.

– ¿Ah, sí? ¿Eso quieres? Bueno, pues perdona si no me apetece dártela. -Arrojó las bayas al sendero.

Como si fueran un guante, pensó. Si lo recogía, sabía muy bien que estallaría entre ellos una guerra total. Estaba enfadado, pero no deseaba esa guerra. Aún estaba lo bastante cuerdo para ver que esa clase de batalla sería inútil.

– Ese anillo es una prueba -dijo-. Las pruebas tienen que llevarse a la policía. Si no se entregan directamente a…

– Como si todas las pruebas se entregaran directamente a la policía -replicó ella-. Sabes que no. Sabes que, la mitad de las veces, la policía encuentra pruebas que, para empezar, nadie sabía siquiera que eran pruebas. Así que antes de llegar a la policía, pasan por muchas manos. Lo sabes bien, Simón.

– Eso no da derecho a nadie a ir pasándolas de mano en mano -respondió él-. ¿Dónde has ido con ese anillo?

– ¿Me estás interrogando? ¿Tienes idea de cómo suena eso? ¿Te interesa saberlo?

– Lo que me interesa en este momento es que la prueba que yo suponía que estaba en poder de Le Gallez no estaba en su poder cuando he sacado el tema. ¿Te interesa saber a ti qué significa eso?

– Ah, ya entiendo. -Deborah levantó la barbilla. Su tono era triunfal, como suele mostrarse una mujer cuando un hombre penetra en un campo de minas que ella misma ha plantado-. Todo esto es por ti. Has quedado mal. Has hecho el ridículo.

– Obstruir una investigación policial no es hacer el ridículo -dijo lacónicamente-. Es un delito.

– Yo no he obstruido nada. Tengo el maldito anillo. -Metió la mano en el bolso, sacó el anillo envuelto en el pañuelo, cogió el brazo de Simón con la misma fuerza con la que él la había agarrado a ella antes y le plantó el anillo en la palma con un manotazo-. Aquí tienes. ¿Contento? Llévaselo a tu queridísimo inspector Le Gallez. Sabe Dios qué va a pensar de ti si no sales corriendo a entregárselo ahora mismo, Simón.

– ¿Por qué te comportas así?

– ¿Yo? Y tú ¿qué?

– Porque te dije que lo hicieras. Porque tenemos una prueba. Porque sabemos que es una prueba. Porque lo sabíamos entonces y…

– No -dijo ella-. Te equivocas. No lo sabíamos. Lo sospechábamos. Y basándonos en esa sospecha, me pediste que le llevara el anillo. Pero si era tan decisivo que la policía lo tuviera en su posesión enseguida, si el anillo tenía una importancia tan evidente, bien podrías haberlo llevado tú a la ciudad en lugar de pavonearte por donde decidieras pavonearte, lo cual, obviamente, era más importante para ti que el anillo.

Saint James escuchó cada vez más irritado.

– Y tú sabes muy bien que estaba hablando con Ruth Brouard. Teniendo en cuenta que es la hermana de la víctima, teniendo en cuenta que pidió verme, como bien sabes, diría que tenía algo ligeramente importante de lo que ocuparme en Le Reposoir.

– Bien. Por supuesto. Mientras que yo me ocupaba de algo insignificante.

– Supuestamente, tú tenías que ocuparte de…

– ¡No insistas más con eso! -Su voz se transformó en un grito. Pareció darse cuenta, porque cuando siguió, habló más bajo, aunque no con menos ira-. Yo me estaba ocupando… -dio al verbo el equivalente auditivo a una burla- de esto. Lo ha escrito China. Ha pensado que te sería útil. -Rebuscó en su bolso por segunda vez y sacó una libreta doblada por la mitad-. También he descubierto cosas sobre el anillo -añadió, con una cortesía estudiada que era tan significativa como la burla anterior-. Cosas que te contaré si consideras que la información podría ser suficientemente importante, Simón.

Saint James cogió la libreta. La repasó y vio las fechas, las horas, los lugares y las descripciones, todo escrito con la que supuso que sería la letra de China River.

– Quería que la tuvieras -dijo Deborah-. En realidad, me ha pedido que te la diera. También compró el anillo.

Simón levantó la vista del documento.

– ¿Qué?

– Creo que ya me has oído. El anillo o uno igual… China lo compró en una tienda en Mili Street. Cherokee y yo lo hemos averiguado. Luego le hemos preguntado a ella. Ha reconocido que lo compró para enviárselo a su novio. Su ex. Matt.

Deborah le contó el resto. Transmitió la información ceremoniosamente: las tiendas de antigüedades, los Potter, lo que China había hecho con el anillo, la posibilidad de que hubiera salido otro igual de Talbot Valley.

– Cherokee dice que vio la colección -dijo para concluir-. Y un chico llamado Paul Fielder estaba con él.

– ¿Cherokee? -preguntó Saint James bruscamente-. ¿Estaba contigo cuando averiguaste lo del anillo?

– Creo que ya te lo he dicho.

– Entonces ¿lo sabe todo?

– Opino que tiene derecho.

Saint James maldijo en silencio: a él, a ella, toda esta situación, el hecho de que se hubiera implicado en ella por razones que no quería plantearse. Deborah no era estúpida, pero era evidente que no entendía nada. Decírselo acrecentaría las dificultades entre ellos. No decírselo -de algún modo, fuera diplomático o no- entrañaba el riesgo de poner en peligro toda la investigación. No tenía alternativa.

– No ha sido prudente, Deborah.

Ella oyó el tono de su voz. Su respuesta fue brusca.

– ¿Por qué?

– Ojalá me lo hubieras dicho de antemano.

– Decirte ¿qué?

– Que tenías intención de revelar…

– Yo no he revelado…

– Has dicho que estaba contigo cuando averiguaste de dónde salió el anillo, ¿no?

– Quería ayudar. Está preocupado. Se siente responsable porque fue él quien quiso hacer este viaje y ahora es muy probable que su hermana tenga que enfrentarse a un juicio por asesinato. Cuando he dejado a China, Cherokee estaba… Está sufriendo con ella. Por ella. Quería ayudar y me ha parecido que no había nada de malo en dejarle.

– Es un sospechoso, Deborah, igual que su hermana. Si ella no mató a Brouard, alguien lo hizo. El es una de las personas que estaba en la finca.

– No pensarás que… El no… ¡Por el amor de Dios! Vino a Londres. Vino a vernos. Fue a la embajada. Accedió a ver a Tommy. Está desesperado por encontrar a alguien que demuestre la inocencia de China. ¿Sinceramente crees que haría todo esto, cualquiera de estas cosas, si fuera el asesino? ¿Por qué?

– No tengo respuesta para eso.

– Ah. Ya. Pero sigues insistiendo en…

– Aunque tengo esto -la interrumpió. Se odió a sí mismo a la vez que permitía que un placer amargo recorriera su cuerpo. La había acorralado y ahora tenía el golpe para derrotarla, para establecer exactamente quién tenía razón y quién estaba equivocado. Le habló de los papeles que había entregado a Le Gallez y de lo que éstos revelaban sobre dónde había estado Guy Brouard durante un viaje a Estados Unidos que su propia hermana no sabía que había realizado. A Saint James no le importaba que, durante su conversación con Le Gallez, hubiera argumentado totalmente lo contrario de lo que ahora le contaba a su mujer sobre la posible conexión entre el viaje de Brouard a California y Cherokee River. Lo importante era recalcar su supremacía en temas relativos al asesinato. El mundo de ella era la fotografía, sugerían sus palabras: imágenes de celuloide manipuladas en un cuarto oscuro. El de él, por otro lado, era el mundo de la ciencia, el mundo de los hechos. Sin embargo, la fotografía era sinónimo de ficción. Deborah debería tenerlo muy presente la próxima vez que decidiera emprender un camino que él desconocía.

– Entiendo -dijo Deborah cuando Simón concluyó sus observaciones. Estaba tensa-. Entonces, lamento lo del anillo.

– Estoy seguro de que has hecho lo que creías correcto -le dijo Saint James, sintiendo toda la magnanimidad de un marido que ha recuperado el lugar que le corresponde en el matrimonio-. Se lo llevaré a Le Gallez ahora mismo y le explicaré lo que ha pasado.

– Bien -dijo ella-. Te acompañaré si quieres. Se lo explicaré encantada, Simón.

Le complació el ofrecimiento y lo que revelaba: que Deborah comprendía que había obrado mal.

– La verdad es que no hace falta -le dijo amablemente-. Yo me ocuparé, cariño.

– ¿Estás seguro? -La pregunta era maliciosa.

Tendría que haber sabido lo que significaba aquel tono, pero falló estrepitosamente porque, como el tonto que cree que puede superar en lo que sea a una mujer, dijo:

– Lo haré encantado, Deborah.

– Qué curioso. Jamás lo habría dicho.

– ¿Qué?

– Que dejarías pasar la oportunidad de ver a Le Gallez cantándome las cuarenta. Qué imagen tan divertida. Me sorprende que quieras perdértela.

Esbozó una sonrisa amarga y le empujó bruscamente para pasar. Corrió por el sendero en dirección a la calle.


El inspector en jefe Le Gallez estaba subiéndose a su coche en el patio de la comisaría de policía cuando Saint James cruzó la verja. Había empezado a llover otra vez cuando Deborah le dejó en el jardín hundido, y aunque con las prisas se había marchado del hotel sin paraguas, no siguió a Deborah para coger uno en la recepción. Seguir a Deborah parecía un acto de súplica. Como no tenía nada que suplicarle, no quería que lo pareciera.

Su mujer se estaba comportando de un modo indignante. Era cierto que había logrado recabar información que podía resultar valiosa: descubrir de dónde había salido el anillo ahorraba tiempo a todo el mundo, y conseguir encontrar un segundo origen para el mismo proporcionaba argumentos para que la policía pudiera dejar de creer en la culpabilidad de China River. Pero aquello no excusaba la manera furtiva y deshonesta con la que había acometido su propia investigación. Si iba a emprender un camino concebido solamente por ella, tenía que contárselo primero a él para que no quedara como un perfecto idiota delante del policía que llevaba el caso. Y aparte de lo que hubiera hecho ella, lo que hubiera descubierto y lo que hubiera averiguado a través de China River, seguía estando el hecho de que hubiera compartido con el hermano de la mujer muchísimos detalles valiosos. Había que enseñarle la total estupidez que encerraba una acción como aquélla.

Fin de la historia, pensó Saint James. Había hecho lo que tenía el derecho y el deber de hacer. Aun así, no quería seguirla. Se dijo que le daría tiempo para calmarse y reflexionar. Un poco de lluvia no vendría nada mal en pro de la educación de Deborah.

En los jardines de la comisaría de policía, Le Gallez le vio y se detuvo, con la puerta de su Escort abierta. En el asiento trasero del coche, vacío, había dos cinturones de seguridad idénticos para niños.

– Gemelos -dijo Le Gallez con brusquedad cuando Saint James los miró-. Tienen ocho meses. -Como si esos comentarios indicaran por casualidad un compañerismo con Saint James que no sentía, siguió hablando-: ¿Dónde está?

– Lo tengo. -Saint James añadió todo lo que Deborah le había contado sobre el anillo y acabó diciendo-: China River no recuerda dónde lo puso por última vez. Dice que si este anillo no es el que ella compró, ustedes tendrán el suyo entre sus pertenencias.

Le Gallez no pidió ver el anillo enseguida, sino que cerró la puerta del coche de un golpe.

– Acompáñeme, entonces -dijo, y volvió a entrar en la comisaría.

Saint James le siguió. Le Gallez subió primero las escaleras hasta una sala atestada de cosas que parecía servir de laboratorio forense. Fotografías en blanco y negro de pisadas colgaban de cuerdas flácidas en una pared y, debajo, estaba el equipo sencillo para recuperar huellas dactilares latentes con vapores de cianoacrilato. Detrás, en una puerta que decía “cuarto oscuro” había encendida una bombilla roja, lo que indicaba que estaba en uso. Le Gallez llamó tres veces a esta puerta.

– Huellas, McQuinn -ladró, y le dijo a Saint James-: Démelo.

Saint James le entregó el anillo. Le Gallez realizó el papeleo necesario. McQuinn salió del cuarto oscuro mientras el inspector en jefe firmaba con su nombre, añadiendo una rúbrica debajo. Rápidamente, todo el potencial del departamento forense de la isla se puso a trabajar en la prueba procedente de la bahía donde había fallecido Guy Brouard.

Le Gallez dejó a McQuinn con sus vapores de pegamento. Entonces, condujo a Saint James a la sala de pruebas. Solicitó al policía encargado los documentos donde figuraba una lista de las pertenencias de China River. Los revisó y comunicó a Saint James lo que él ya había comenzado a sospechar: no había ningún anillo entre los objetos que la policía había quitado a China River.

Saint James pensó que Le Gallez debía de estar muy satisfecho con aquello. La información, al fin y al cabo, hundía un clavo más en el ataúd de China River, que estaba cerrándose deprisa. Pero en lugar de gratificación, el rostro del inspector parecía reflejar enfado. Era como si una pieza del rompecabezas hubiera tomado una forma que él no esperaba.

Le Gallez le miró. Examinó la lista de pruebas otra vez.

– No está, Lou -dijo el agente-. No estaba antes y no está ahora. Lo he revisado todo dos veces. Está todo correcto. No hay nada.

Saint James comprendió que Le Gallez no sólo buscaba un anillo al examinar los papeles. Era obvio que el inspector pensaba en otra cosa, algo que no había revelado en su anterior reunión. Se quedó mirando a Saint James como si se planteara cuánto quería contarle.

– Maldita sea -murmuró, y luego dijo-: Venga conmigo.

Fueron a su despacho, donde cerró la puerta y señaló la silla que quería que ocupara Saint James. Separó la silla de su mesa y se desplomó en ella, se frotó la frente y alargó la mano hacia un teléfono. Pulsó unos números y, cuando alguien contestó al otro lado, dijo:

– Le Gallez. ¿Alguna novedad? Mierda. Seguid buscando, entonces. El perímetro. Al milímetro. Lo que haga falta… Sé muy bien cuánta gente ha tenido la oportunidad de contaminar la escena, Rosumek. Lo creas o no, saber contar es uno de los requisitos que exige mi rango. Ponte las pilas. -Colgó el teléfono.

– ¿Está llevando a cabo un registro? -preguntó Saint James-. ¿Dónde? ¿En Le Reposoir? -No esperó la confirmación-. Pero lo habría suspendido ahora mismo si lo que buscaba era ese anillo. -Reflexionó sobre ese punto, vio que sólo podía sacar una conclusión de todo aquello y dijo-: Han recibido un informe de Inglaterra, imagino. ¿Los detalles de la autopsia han provocado el registro?

– No tiene usted un pelo de tonto, ¿verdad? -Le Gallez cogió una carpeta y sacó varias hojas grapadas. No las consultó mientras ponía a Saint James al corriente-. Toxicología -dijo.

– ¿Han encontrado algo inesperado en la sangre?

– Un opiáceo.

– ¿A la hora de la muerte? ¿Qué está diciendo, entonces? ¿Que estaba inconsciente cuando se ahogó?

– Eso parece.

– Pero eso sólo puede significar…

– Que lo que estaba cerrado no está cerrado. -Le Gallez no parecía satisfecho. No le sorprendió demasiado. Debido a esta nueva información, para atar todo bien atado, la propia víctima o la sospechosa número uno de la policía tenían que estar ahora relacionadas con el opio o con cualquiera de sus derivados. Si no podía establecerse esa conexión, el caso de Le Gallez contra China River se derrumbaría como un castillo de naipes.

– ¿Cuál es el origen? -preguntó Saint James-. ¿Alguna posibilidad de que fuera consumidor?

– ¿Que se chutara antes de salir a nadar? ¿Una visita temprana al camello de la ciudad? No es probable, a menos que quisiera ahogarse.

– ¿No tiene marcas de pinchazos en los brazos?

Le Gallez le lanzó una mirada que decía: “¿Se cree que somos unos idiotas integrales?”.

– ¿Y si los restos en la sangre fueran de la noche anterior? Tiene razón, no tiene sentido que consumiera un narcótico antes de salir a nadar.

– No tiene sentido que lo consumiera en ningún otro momento.

– Entonces, ¿alguien le drogó aquella mañana? ¿Cómo?

Le Gallez parecía incómodo. Soltó los papeles sobre la mesa.

– El hombre se ahogó con la piedra -dijo-. Lo que había en su sangre no importa; murió de la misma forma, maldita sea. Se ahogó por culpa de esa piedra. No lo olvidemos.

– Pero al menos podemos entender cómo llegó a alojarse esa piedra en su garganta. Si estaba drogado, si se quedó inconsciente, ¿qué dificultad tendría meterle una piedra en la garganta y dejar que se ahogara? La única pregunta sería cómo consiguieron drogarle. No se quedaría sentado y dejaría que le pincharan. ¿Era diabético? ¿Le sustituyeron la insulina? ¿No? Entonces tuvo que… ¿qué? ¿Beberlo en una solución? -Saint James vio que Le Gallez entrecerraba ligeramente los ojos. Le dijo al inspector-: Entonces, cree que se lo bebió. -Y se dio cuenta de por qué el policía se mostraba de repente tan dispuesto a compartir nueva información con Saint James a pesar de las dificultades surgidas por la incapacidad de Deborah de llevar el anillo inmediatamente a la comisaría. Era una forma de quid pro quo: una disculpa tácita por haberle insultado y perdido los estribos a cambio de que Saint James se abstuviera de criticar la investigación de Le Gallez. Teniendo esto en cuenta, Saint James dijo lentamente mientras reflexionaba sobre lo que sabía del caso-: Debe de habérseles escapado algo en la escena, algo que parece inocente.

– No se nos ha escapado -dijo Le Gallez-. Lo analizamos junto con todo lo demás.

– ¿El qué?

– El termo de Brouard. Su dosis diaria de té verde y ginkgo. La bebía todas las mañanas después de nadar.

– ¿En la playa, quiere decir?

– En la maldita playa. Era bastante fanático de su dosis diaria de té verde y ginkgo, en realidad. Tuvieron que mezclar la droga con el té.

– Pero ¿no había restos cuando lo analizaron?

– Agua salada. Creemos que Brouard lo aclaró.

– Sin duda alguien lo hizo. ¿Quién encontró el cuerpo?

– Duffy. Bajó a la bahía porque Brouard no había regresado a la casa y la hermana llamó para ver si se había parado en su casa a tomar un té. Le encontró tieso y volvió corriendo para llamar a urgencias porque creyó que le había dado un infarto. Y, bueno, ¿por qué no? Brouard tenía casi setenta años.

– Entonces, entre que bajó a la bahía y volvió, Duffy pudo aclarar el termo.

– Pudo, sí. Pero si fue él quien mató a Brouard, o tuvo a su mujer de cómplice o lo hizo con su conocimiento, sea lo uno o lo otro, estaríamos ante la mejor embustera que he conocido en mi vida. Dice que él estaba arriba y que ella estaba en la cocina cuando Brouard fue a nadar. Dice que él, Duffy, no salió de casa hasta que bajó a la bahía a buscar a Brouard. Y yo la creo.

Saint James miró entonces el teléfono y pensó en la llamada que Le Gallez había realizado y en sus alusiones al registro que estaba en marcha.

– Entonces, si no está buscando cómo lo drogaron aquella mañana, si ya ha decidido que la droga estaba en el termo, debe de estar buscando el recipiente que contuvo el opiáceo hasta que lo utilizaron, algo donde guardarlo para llevarlo a la finca.

– Si lo echaron en el té -dijo Le Gallez-, y no se me ocurre otra posibilidad, indica que se trata de una forma líquida, o de algún polvo soluble.

– Lo que a su vez indica una botella, un frasco, algún tipo de recipiente… con huellas, cabría esperar.

– Que podría estar en cualquier parte -reconoció el inspector en jefe Le Gallez.

Saint James percibió la dificultad en la que se encontraba el inspector: no sólo tenía que registrar una propiedad enorme, sino que ahora también tenía un gran número de sospechosos, puesto que la noche antes de la muerte de Guy Brouard, Le Reposoir estaba abarrotada de invitados a la fiesta, y cualquiera de ellos pudo ir a la celebración con un asesinato en mente. Porque pese a la presencia de un cabello de China River en el cuerpo de Guy Brouard, pese a la imagen de un acechador madrugador vestido con la capa de China River y pese al anillo con la calavera y los huesos cruzados perdido en la playa -un anillo comprado por la misma China River-, el opiáceo que había ingerido Guy Brouard contaba a gritos una historia que ahora Le Gallez se vería obligado a escuchar.

Pero no le gustaría demasiado el aprieto en el que se veía: hasta el momento, sus pruebas sugerían que China River era la asesina, pero la presencia del narcótico en la sangre de Brouard demostraba una premeditación que entraba en conflicto directo con el hecho de que la chica hubiera conocido a Brouard a su llegada a la isla.

– Si lo hizo China River -dijo Saint James-, tendría que haber traído el narcótico con ella desde Estados Unidos, ¿no? No podía esperar encontrarlo aquí en Guernsey. No sabía cómo era el lugar: cómo era de grande la ciudad, dónde pillar la droga. Y aunque tuviera la esperanza de comprar la sustancia aquí y la consiguiera preguntando por Saint Peter Port hasta encontrarla, aún queda una pregunta pendiente, ¿no? ¿Por qué lo hizo?

– Entre sus pertenencias no hay nada que pudiera utilizar para transportar la droga -dijo Le Gallez como si Saint James no acabara de plantear un tema sumamente convincente-. Ni botellas, ni tarros, ni frascos. Nada. Eso sugiere que lo tiró. Si lo encontramos, cuando lo encontremos, habrá resto, o huellas, aunque sólo sea una. Nadie contempla todas las posibilidades cuando mata. Todos creen que sí. Pero matar no sale de forma natural a menos que seas un psicópata, así que cuando cometes el asesinato, te desequilibras y te olvidas. Un detalle. En algún lugar.

– Pero estamos de nuevo en el porqué -argumentó Saint James-. China River no tiene ningún móvil. No gana nada con su muerte.

– Yo me encargo de encontrar el recipiente con sus huellas. Lo demás no es problema mío -replicó Le Gallez.

Aquella observación reflejaba lo peor del trabajo policial: esa predisposición deplorable de los investigadores a culpar a alguien primero e interpretar los hechos después para que encajaran. Cierto, la policía de Guernsey tenía una capa, un cabello en el cadáver e informes de testigos oculares que afirmaban haber visto a alguien siguiendo a Guy Brouard hacia la bahía. Y ahora tenían un anillo comprado por su principal sospechosa y hallado en la escena del crimen. Pero también tenían un elemento que debería fastidiarles el caso. Que el informe toxicológico no lo hubiera desbaratado explicaba por qué había inocentes en la cárcel y por qué la confianza de los ciudadanos en la justicia se había transformado en cinismo hacía ya mucho tiempo.

– Inspector Le Gallez -comenzó a decir Saint James con cuidado-, por un lado tenemos a un multimillonario que muere y a una sospechosa que no gana nada con su muerte. Por el otro, tenemos a varias personas en su vida que podían albergar expectativas en cuanto a la herencia. Tenemos a un hijo privado de un legado mayor, una pequeña fortuna para dos adolescentes no emparentados con el fallecido y a una serie de personas cuyos sueños se han truncado y que, al parecer, estaban relacionadas con los planes que tenía Brouard para construir un museo. Me parece a mí que nos salen los móviles de asesinato de debajo de las piedras. Obviarlos en favor de…

– Brouard estuvo en California. La conocería allí. El móvil viene de esa época.

– Pero ha comprobado los movimientos de los demás, ¿verdad?

– Ninguno fue a…

– No me refiero a que fueran a California -dijo Saint James-, sino a la mañana del asesinato. ¿Ha comprobado dónde estaban esas personas: Adrián Brouard, la gente relacionada con el museo, los adolescentes, los familiares de los adolescentes impacientes por cobrar, otros socios de Brouard, su amante, los hijos de ésta?

Le Gallez permaneció callado, lo cual fue respuesta suficiente.

Saint James siguió insistiendo.

– China River estaba en la casa, cierto. También es cierto que pudo conocer a Brouard en California, lo que está por ver. Tal vez su hermano le conoció y los presentó. Pero, aparte de esa conexión, que puede que ni siquiera exista, ¿se comporta China River como una asesina? ¿Se ha comportado alguna vez como una asesina? No intentó huir de la escena. Se marchó con su hermano esa mañana, como tenía previsto, y no se molestó en ocultar su rastro. No ganaba absolutamente nada con la muerte de Brouard. Carecía de motivos para querer que muriera.

– Que nosotros sepamos -añadió Le Gallez.

– Que nosotros sepamos -reconoció Saint James-. Pero acusarla a ella basándose en pruebas que cualquiera pudo dejar… Al menos tiene usted que ver que el abogado de China River va a desmontarle el caso.

– No lo creo -dijo simplemente Le Gallez-. Sé por experiencia, señor Saint James, que cuando el rio suena, agua lleva.

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