Capítulo 25

Saint James y su mujer no tuvieron que ir a buscar a Ruth Brouard. Ella misma los encontró. Entró en el salón radiante de emoción.

– Señor Saint James, qué suerte tan increíble. He llamado a su hotel y me han dicho que estaba aquí. -Hizo caso omiso de su cuñada y de su sobrino y le pidió a Saint James que la acompañara porque de repente todo estaba claro y quería explicárselo enseguida.

– ¿Debo…? -preguntó Deborah señalando el exterior de la casa.

Cuando supo quién era, Ruth le dijo que ella también podía ir.

– ¿A qué viene todo esto, Ruth? -protestó Margaret Chamberlain-. Si tiene que ver con la herencia de Adrián…

Pero Ruth siguió sin hacerle caso, hasta el punto de cerrar la puerta mientras continuaba hablando.

– Tiene que perdonar a Margaret -le dijo a Saint James-. Es bastante… -Se encogió de hombros significativamente y prosiguió diciendo-: Acompáñenme. Estoy en el estudio de Guy.

Una vez allí, no perdió el tiempo con preámbulos.

– Ya sé qué hizo con el dinero -les dijo-. Venga. Mire. Véalo usted mismo.

Saint James vio que, en la mesa de su hermano, había un óleo. Medía unos sesenta centímetros de alto por cuarenta y cinco de ancho y estaba sujeto en las esquinas con libros de las estanterías. Ruth lo tocó con indecisión, como si fuera un objeto de culto.

– Guy por fin lo recuperó.

– ¿Qué es? -preguntó Deborah, de pie al lado de Ruth y mirando el dibujo.

– La señora hermosa con el libro y la pluma -dijo Ruth-. Pertenecía a mi abuelo, y antes, a su padre, y al padre de su padre, y a todos los padres que hubo antes. Con el tiempo tenía que ser de Guy. Y supongo que gastó todo ese dinero para encontrarla. No hay nada más… -Se le quebró la voz, y Saint James levantó la cabeza del cuadro y vio que, detrás de sus gafas redondas, Ruth Brouard tenía los ojos llenos de lágrimas-. Ahora es lo único que queda de ellos. ¿Comprende?

Se quitó las gafas y, secándose los ojos con la manga de su grueso jersey, se acercó a una mesa que había entre dos sillones en un extremo de la estancia. Allí, cogió una fotografía y regresó con ellos.

– Aquí está -dijo-. Pueden verlo en la fotografía. Maman nos la dio la noche que nos separamos porque estamos todos. Aquí pueden verlos. Granpére, Grandmére, Tante Esther, Tante Becca, sus flamantes maridos, nuestros padres, nosotros. Dijo: “Gardez-la…”. -Ruth pareció darse cuenta de que se había transportado a otro lugar y otra época. Cambió de idioma-. Disculpen. Dijo: “Guardadla hasta que volvamos a encontrarnos, así nos reconoceréis cuando nos veáis”. No sabíamos que eso no sucedería nunca. Y miren la fotografía. Aquí está, encima del aparador, la señora hermosa con el libro y la pluma, donde estuvo siempre. Vean las figuritas que hay detrás de ella a lo lejos, atareadas en la construcción de esa iglesia. Un enorme edificio gótico que tardaron cien años en acabar y aquí está ella, sentada tan…, bueno, tan serena, como si supiera algo sobre esa iglesia que el resto de nosotros nunca conoceremos. -Ruth sonrió mirando afectuosamente el cuadro, aunque le brillaban los ojos-. Tres cher frére -murmuró-. Tu n'as jamáis oublié.

Saint James se había acercado a Deborah para mirar la fotografía mientras Ruth Brouard hablaba. Vio que, en efecto, el cuadro que tenían delante en la mesa era el mismo que aparecía en la fotografía, y que la fotografía era la que él había contemplado la última vez que estuvo en esta habitación. En ella, una familia estaba reunida en torno a una mesa para la cena de Pascua. Todos sonreían contentos a la cámara, en paz con un mundo que pronto los destrozaría.

– ¿Qué pasó con el cuadro?

– Nunca lo supimos -contestó Ruth-. Sólo podíamos hacer conjeturas. Cuando terminó la guerra, esperamos. Durante un tiempo pensamos que nuestros padres vendrían a buscarnos. No lo sabíamos, al menos al principio. Durante algún tiempo no perdimos la esperanza… Bueno, los niños hacen eso, ¿no? No lo supimos hasta más adelante.

– Que habían muerto -murmuró Deborah.

– Que habían muerto -dijo Ruth-. Se quedaron demasiado tiempo en París. Huyeron al sur pensando que allí estarían a salvo, y ya no volvimos a saber nada de ellos. Habían ido a Lavaurette. Pero allí no estaban a salvo de Vichy. Traicionaron a los judíos cuando se lo pidieron. Eran peores que los nazis, en realidad, porque al fin y al cabo los judíos eran franceses, la propia gente de Vichy. -Alargó la mano para coger la fotografía que aún sostenía Saint James y la miró mientras seguía hablando-. Cuando acabó la guerra, Guy tenía doce años y yo, nueve. Pasaron años antes de que pudiera ir a Francia y averiguar qué le había pasado a nuestra familia. Por la última carta que recibimos, sabíamos que habían abandonado todas sus pertenencias, excepto la ropa que les cupo en una maleta para cada uno. Así que dejaron a la señora hermosa con el libro y la pluma, junto al resto de sus cosas, en casa de un vecino, Didier Bombard, para que se las guardara. Él le dijo a Guy que los nazis se lo llevaron todo porque era propiedad de judíos. Pero podría estar mintiendo, naturalmente. Lo sabíamos.

– Entonces, ¿cómo logró encontrarlo su hermano? -preguntó Deborah-. ¿Después de tantos años?

– Mi hermano era un hombre muy decidido. Habría contratado a la gente que hiciera falta: primero para buscarlo y luego para adquirirlo.

– International Access -observó Saint James.

– ¿Qué es eso? -dijo Ruth.

– Es adonde fue a parar su dinero, el dinero que transfirió de su cuenta en Guernsey. Es una empresa en Inglaterra.

– Ah, entonces es eso. -Alargó la mano hacia una pequeña lámpara, que iluminó la mesa de su hermano, y la acercó para alumbrar mejor el cuadro-. Supongo que lo encontraron ellos. Tiene sentido, ¿verdad?, cuando uno piensa en las enormes colecciones de arte que se compran y venden todos los días en Inglaterra. Cuando hable con ellos, imagino que le contarán cómo lo localizaron y quién se encargó de devolvérnoslo: detectives privados, lo más probable; tal vez una galería también. Tuvo que comprarlo, naturalmente. No se lo darían sin más.

– Pero si es suyo… -dijo Deborah.

– ¿Cómo podíamos demostrarlo? Sólo teníamos esta única fotografía familiar como prueba, y ¿quién miraría una foto de una cena familiar y decidiría que el cuadro que colgaba en la pared del fondo es el mismo que éste? -Señaló la pintura que tenían delante en la mesa-. No teníamos otros documentos. Siempre estuvo en la familia, la señora hermosa con el libro y la pluma, y, aparte de esta única foto, no había forma de demostrarlo.

– ¿Y los testimonios de las personas que la habían visto en la casa de su abuelo?

– Ahora ya han muerto todos, supongo -dijo Ruth-. Y aparte del señor Bombard, tampoco sabría quiénes eran. Así que Guy no tenía otro modo de recuperarlo que comprándoselo a quien lo tuviera, y es lo que hizo, ténganlo por seguro. Imagino que era su regalo de cumpleaños para mí: devolver a la familia lo único que quedaba de la familia, antes de que yo muriera.

En silencio, miraron el lienzo extendido sobre la mesa. El cuadro era antiguo, no cabía la menor duda. A Saint James le parecía holandés o flamenco, y era una obra fascinante, un ejemplo de belleza eterna que en su época sin duda fue una alegoría para el artista y para su mecenas.

– Me pregunto quién será -dijo Deborah-. Por su vestido parece una especie de aristócrata. Es magnífico, ¿verdad? Y el libro es muy grande. Tener un libro así… Incluso saber leer en esa época… Debía de ser bastante rica. Tal vez fuera una reina.

– La señora con el libro y la pluma -dijo Ruth-. Para mí basta.

Saint James salió de su contemplación del dibujo y le dijo a Ruth Brouard:

– ¿Cómo ha topado con él esta mañana? ¿Estaba en la casa, entre las cosas de su hermano?

– Lo tenía Paul Fielder.

– ¿El chico al que su hermano hacía de mentor?

– Me lo ha dado él. Margaret creía que había robado algo de la casa porque no quería que nadie se acercara a su mochila. Pero lo que tenía dentro era esto, y me lo ha entregado inmediatamente.

– ¿Cuándo ha sido?

– Esta mañana. La policía le ha traído desde Bouet.

– ¿Aún está aquí?

– Imagino que estará por los jardines. ¿Por qué? -La expresión de Ruth se volvió seria-. No creerá que lo ha robado, ¿verdad? Porque, en serio, él no haría algo así. No es propio de Paul.

– ¿Podría dejármelo un rato, señora Brouard? -Saint James tocó el borde del cuadro-. Lo guardaré bien.

– ¿Por qué?

– Si no le importa -dijo solamente a modo de respuesta-. No tiene que preocuparse. Se lo devolveré pronto.

Ruth miró el cuadro como si se resistiera a separarse de él, que sin duda era lo que le pasaba. Sin embargo, al cabo de un momento, asintió con la cabeza y apartó los libros de cada esquina del lienzo.

– Hay que enmarcarlo. Hay que colgarlo como es debido.

Le tendió la pintura a Saint James. Él la cogió y le dijo:

– Imagino que sabe que su hermano tenía un romance con Cynthia Moullin, ¿verdad, señora Brouard?

Ruth apagó la lámpara de la mesa y la colocó en su lugar original. Por un momento, Saint James creyó que no iba a contestarle, pero al fin dijo:

– Los sorprendí juntos. Me dijo que iba a contármelo. Dijo que quería casarse con ella.

– ¿No le creyó?

– En demasiadas ocasiones, señor Saint James, mi hermano afirmó haberla encontrado al fin. “Esta mujer, Ruth, es la definitiva de verdad”, decía. Siempre lo creía en el momento… porque siempre confundía ese escalofrío de la atracción sexual con el amor, como le sucede a mucha gente. El problema de Guy era que parecía incapaz de estar por encima de estas sensaciones. Y cuando el sentimiento se apagaba, como suele suceder con estas cosas, siempre imaginaba que era la muerte del amor y no simplemente la oportunidad de comenzar a amar.

– ¿Se lo contó al padre de la chica? -preguntó Saint James.

Ruth fue de la mesa a la maqueta del museo de la guerra en el centro del estudio. Limpió el polvo inexistente del tejado.

– No me dejó otra alternativa. No quiso ponerle fin. Y estaba mal.

– ¿Por qué?

– Es una cría, prácticamente una niña. No tiene experiencia. Estuve dispuesta a hacer la vista gorda cuando eran mayores. Ellas sabían lo que hacían, independientemente de lo que pensaran que hacía Guy. Pero Cynthia… Fue demasiado. Llevó las cosas demasiado lejos. No me dejó otra alternativa que acudir a Henry. Era la única forma que se me ocurrió para salvarlos a los dos, a ella de un desengaño amoroso y a él de la censura.

– No funcionó, ¿verdad?

Ruth dio la espalda a la maqueta.

– Henry no mató a mi hermano, señor Saint James. No le puso la mano encima. Cuando tuvo ocasión de hacerlo, no pudo. Créame. No es de esa clase de hombres.

Saint James vio lo mucho que Ruth Brouard necesitaba creer aquello. Si permitía que sus pensamientos fueran en cualquier otra dirección, la responsabilidad que tendría que afrontar sería atroz. Y ya tenía que soportar suficientes atrocidades.

– ¿Está segura de lo que vio desde la ventana la mañana que murió su hermano, señora Brouard? -dijo.

– La vi -dijo-. La vi siguiéndole.

– Vio a alguien -la corrigió Deborah con delicadeza-. Alguien de negro. De lejos.

– No estaba en casa. Le siguió. Lo sé.

– Han detenido a su hermano -dijo Saint James-. Parece que la policía cree que antes cometió un error. ¿Existe alguna posibilidad de que viera a su hermano en lugar de a China River? El tendría acceso a la capa, y si alguien que hubiera visto antes a la mujer con ella lo vio después a él llevándola… Sería natural suponer que se trataba de China. -Saint James evitó mirar a Deborah mientras hablaba, puesto que sabía cómo reaccionaría a la insinuación de que cualquiera de los River estaba implicado en este caso. Pero aún quedaban temas de los que ocuparse, independientemente de los sentimientos de Deborah-. ¿También registró la casa buscando a Cherokee River? -le preguntó-. ¿Miró en su habitación como dice que hizo con la de China?

– Sí que miré en la de ella -protestó Ruth Brouard.

– ¿Y el cuarto de Adrián? ¿Miró ahí? ¿Y en el de su hermano? ¿Buscó a China allí?

– Adrián no… Guy y esa mujer no… Guy no… -Las palabras de Ruth se extinguieron.

Saint James no necesitaba otra respuesta.


Cuando la puerta del salón se cerró tras los visitantes, Margaret no tardó ni un segundo en abordar a su hijo para llegar al fondo de la cuestión. Adrián también había empezado a marcharse de la estancia, pero ella llegó a la puerta antes que él y le cerró el paso.

– Siéntate, Adrián -dijo-. Tenemos que hablar. -Percibió la amenaza en su voz y deseó poder retirarla, pero estaba rematadamente harta de tener que explotar sus reservas finitas de devoción maternal, y ahora ya no quedaba más remedio que afrontar los hechos: Adrián había sido un chico difícil desde el día en que nació, y los niños difíciles a menudo se convertían en adolescentes difíciles que, a su vez, se convertían en adultos difíciles.

Hacía tiempo que veía a su hijo como una víctima de las circunstancias y había utilizado esas circunstancias para encontrar una explicación convincente a todas sus rarezas. La inseguridad provocada por la presencia de hombres en su vida que claramente no le comprendían era su forma de racionalizar años de sonambulismo y estados de ausencia de los que sólo un tornado podría haber despertado a su hijo. El miedo a ser abandonado por una madre que se había vuelto a casar no una sino tres veces era su forma de excusar la incapacidad de Adrián para crearse una vida propia. Un trauma infantil aclaraba aquel único y terrible incidente de defecación en público que había provocado que lo expulsaran de la universidad. A los ojos de Margaret, siempre había habido una razón. Pero no se le ocurría ninguna para que su hijo mintiera a la única mujer que había entregado su vida para hacer la suya más llevadera. Si no podía conseguir la venganza que anhelaba, una explicación serviría.

– Siéntate -repitió-. No vas a ningún lado. Tenemos que hablar.

– ¿Qué? -dijo, y a Margaret le enfureció que su voz no sonara cautelosa sino irritada, como si abusara de su valioso tiempo.

– Carmel Fitzgerald -dijo-. Pienso llegar al fondo de esto.

Los ojos de Adrián se clavaron en los de ella, y Margaret vio que su hijo cometía la temeridad de mirarla con insolencia, como un adolescente sorprendido haciendo algo que tenía prohibido, algo que deseaba fervientemente que le sorprendieran haciendo para, de este modo, consumar un acto de rebeldía que se negaba a verbalizar. Margaret notó en las palmas de las manos el deseo de borrar de un bofetón esa expresión de la cara de Adrián: ese labio superior ligeramente levantado y esos resoplidos por la nariz. Se contuvo y fue hacia una silla.

Adrián se quedó junto a la puerta, pero no se marchó de la habitación.

– Carmel -dijo-. De acuerdo. ¿Qué pasa con ella?

– Me dijiste que ella y tu padre…

– Lo diste por sentado. Yo no te dije una mierda.

– No te atrevas a utilizar esa clase de…

– Una mierda -repitió-. Una auténtica mierda, madre. Una puta mierda.

– ¡Adrián!

– Lo diste por sentado. Te has pasado la vida comparándome con él. Así que ¿por qué alguien iba a preferir al hijo antes que al padre?

– ¡Eso no es cierto!

– Sin embargo, curiosamente, ella sí me prefería a mí. Incluso cuando estuvimos aquí con él. Se notaba porque Carmel no era su tipo y ella lo sabía. No era rubia, no era sumisa tal como le gustaban a él, no se sentía intimidada por su dinero y su poder. Pero la cuestión es que a ella no le impresionó, daba igual el encanto que desprendiera. Ella sabía que sólo era un juego, y lo era, ¿no?: la conversación inteligente, las anécdotas, las preguntas sagaces mientras centraba toda la atención en una mujer. Él no la deseaba, en realidad no, pero si ella hubiera querido, lo habría intentado porque siempre lo intentaba. Era un acto reflejo. Ya lo sabes. ¿Quién iba a saberlo mejor? Sólo que ella no quiso.

– Entonces, ¿por qué diablos me dijiste…? ¿Insinuaste…? Y no puedes negarlo. Lo insinuaste. ¿Por qué?

– Ya te lo habías imaginado todo en tu cabeza. Carmel y yo rompimos después de venir aquí a verle, ¿y qué otra razón podía haber? Le sorprendí bajándole las bragas…

– ¡Basta!

– Y me vi obligado a romper con ella. O ella rompió conmigo, porque le gustaba más él que yo. Es lo único que se te ocurrió, ¿verdad? Porque si no era eso, si no me había dejado por él, entonces tenía que ser por otro motivo y no querías pensar eso porque esperabas que por fin todo hubiera quedado atrás.

– No digas tonterías.

– Te contaré lo que pasó, madre. Carmel estaba dispuesta a aceptarlo casi todo. No era guapa y tampoco tenía mucha chispa. No era probable que tuviera más de una relación en su vida, así que estaba dispuesta a conformarse. Y después de haberse conformado, no era probable que persiguiera a otros hombres. En resumen, era perfecta. Tú lo viste. Yo lo vi. Todo el mundo lo vio. Carmel también lo vio. Éramos el uno para el otro. Pero sólo había un problema: un compromiso que no fue capaz de asumir.

– ¿Qué clase de compromiso? ¿A qué te refieres?

– Un compromiso nocturno.

– ¿Nocturno? ¿Te vio sonámbulo? ¿Se asustó? No comprendió que estas cosas…

– Me meé en la cama -la interrumpió. Su cara ardía de humillación-. ¿Vale? ¿Contenta? Me meé en la cama.

Margaret intentó que el asco no se le notara en su voz.

– Podría haberle pasado a cualquiera. Una noche que bebes demasiado… Una pesadilla, incluso… La confusión de estar en una casa que no es la tuya…

– Todas las noches que pasamos aquí -dijo-. Todas las noches. Fue comprensiva, pero ¿quién puede culparla por cortar conmigo? Incluso una ajedrecista menudita sin la más mínima posibilidad de tener a ningún otro hombre en su vida pone límites. Estuvo dispuesta a soportar el sonambulismo, los sudores nocturnos, las pesadillas, incluso mis estados de ensimismamiento; pero el límite fue tener que dormir con mi pis, y no puedo culparla. Yo llevo durmiendo con él treinta y siete años, y es muy desagradable.

– ¡No! Lo habías superado. Sé que lo habías superado. Pasara lo que pasase aquí, en casa de tu padre, fue una anomalía. No volverá a pasar porque tu padre ha muerto. Así que la llamaré. Se lo contaré.

– ¿Tanto lo deseas?

– Te mereces…

– No mientas. Carmel era tu mejor oportunidad de librarte de mí, madre. Las cosas no salieron como tú esperabas.

– ¡No es cierto!

– ¿No? -Meneó la cabeza con un desdén complacido-. Y yo que creía que no querías más mentiras. -Se volvió hacia la puerta, ya no había ninguna madre que le impidiera marcharse de la habitación. Abrió. Mientras se iba del salón, dijo girando la cabeza-: He acabado con todo esto.

– ¿Con qué? Adrián, no puedes…

– Sí puedo -dijo-. Y lo haré. Soy quien soy, que es exactamente lo que tú querías que fuera, reconozcámoslo. Mira adonde nos ha llevado eso, madre, a este preciso momento: a tener que aguantarnos mutuamente.

– ¿Me echas la culpa a mí? -le preguntó Margaret horrorizada por cómo decidía interpretar sus gestos de amor. No le daba las gracias por protegerle, no le agradecía que lo orientara, no reconocía que hubiera intercedido por él. Dios santo, como mínimo, al menos merecía un gesto de agradecimiento por interesarse incansablemente por sus asuntos-. Adrián, ¿me echas la culpa a mí? -repitió cuando no le contestó.

Pero la única respuesta que recibió fue una risotada. Adrián cerró la puerta y siguió su camino.


– China dijo que no se había liado con él -le dijo Deborah a su marido en cuanto salieron al sendero. Midió todas las palabras-. Pero pudo… Tal vez no quiso decírmelo. Tal vez le avergonzara haber tenido un rollo con él, porque lo hizo por despecho después de lo de Matt. No puede estar orgullosa de ello; no por motivos morales, sino porque… Bueno, es bastante triste. Es… Es bastante desesperado, en cierto modo. Y detestaría ver eso en ella: estar desesperada. Detestaría lo que dice eso de ella.

– Explicaría por qué no estaba en su cuarto -reconoció Simón.

– Y da a otra persona, alguien que supiera dónde estaba, la oportunidad de coger la capa, el anillo, algunos cabellos suyos, sus zapatos… Sería fácil.

– Sin embargo, sólo una persona pudo hacerlo -señaló Saint James-. Lo ves, ¿no?

Deborah apartó la mirada.

– No puedo creer eso de Cherokee. Simón, hay más gente, otras personas tuvieron la oportunidad y, mejor aún, tenían un móvil: Adrián, por ejemplo, y también Henry Moullin.

Simón guardó silencio y observó a un pajarito que cruzó a toda velocidad las ramas desnudas de uno de los castaños. Musitó su nombre -fue casi un suspiro-, y Deborah percibió plenamente la diferencia en las posiciones que ocupaban. Él tenía información. Ella no. Evidentemente, Simón vinculaba esa información a Cherokee.

Por todo eso, Deborah sintió que se endurecía bajo la ternura de su mirada.

– ¿Y ahora qué? -dijo con cierta formalidad.

Saint James aceptó el cambio de tono y de humor sin protestar y dijo:

– Kevin Duffy, creo.

El corazón le dio un brinco ante aquel cambio de dirección.

– Entonces, crees que hay alguien más.

– Creo que vale la pena hablar con él. -Simón tenía el lienzo que le había dado Ruth Brouard y en ese momento lo miró-. Mientras tanto, ¿puedes localizar a Paul Fielder, Deborah? Estará por aquí cerca, supongo.

– ¿Paul Fielder? ¿Por qué?

– Me gustaría saber de dónde sacó el cuadro. ¿Se lo dio Guy Brouard para que lo guardara, o el chico lo vio, lo cogió se lo llevó a Ruth sólo cuando lo pillaron con él en la mochila?

– No puedo imaginar que lo robara. ¿Para qué lo querría? No es el tipo de cosas que roba un adolescente, ¿no crees?

– No. Pero, por otro lado, no parece un adolescente normal y corriente. Y tengo la impresión de que la familia pasa apuro Tal vez pensó que podía vender la pintura a alguna de las tiendas de antigüedades de la ciudad. Merece la pena investigar.

– ¿Crees que me lo dirá si le pregunto? -dijo Deborah si mucha convicción-. No puedo acusarle de haberse llevado cuadro.

– Creo que sabes cómo conseguir que la gente hable de que sea -contestó su marido-, incluido Paul Fielder.

Entonces se separaron; Simón se dirigió hacia la casa de los Duffy, y Deborah se quedó en el coche, intentando decidir e qué dirección saldría a buscar a Paul Fielder. Teniendo en cuenta por lo que había pasado ese mismo día el chico, supuso que querría un poco de paz y tranquilidad. Se figuró que estaría en uno de los jardines. Tendría que comprobarlos uno por uno.

Empezó por el jardín tropical, puesto que era el más próximo a la casa. Allí, algunos patos nadaban apaciblemente en un estanque y un coro de alondras cotorreaba en un olmo; pero no había nadie observando ni escuchando, así que pasó al jardín con las esculturas. Aquí se encontraba la tumba de Guy Brouard, cuando Deborah encontró la verja oxidada abierta, supo con bastante seguridad que encontraría al chico dentro.

Así fue. Paul Fielder estaba sentado en el suelo frío junto la tumba de su mentor. Daba suaves palmaditas en la base de un grupo de pensamientos que habían plantado alrededor de tumba.

Deborah se adentró en el jardín para acercarse al chico. Sus pasos crujieron en la gravilla y no hizo nada para disminuir ruido que hacía al aproximarse. Sin embargo, el chico no alzó la cabeza de las flores.

Vio que no llevaba calcetines, que calzaba unas zapatillas de andar por casa en lugar de zapatos. Uno de sus delgados tobillos estaba manchado de tierra, y los bajos de los vaqueros e para el frío que hacía. Deborah no podía creer que no estuviera temblando.

Subió los peldaños bordeados de musgo que conducían a la tumba. Sin embargo, en lugar de sentarse junto al chico, se acercó a la pérgola que se alzaba más adelante, donde había un banco de piedra debajo de un jazmín de invierno. Las flores amarillas desprendían una fragancia suave en el aire. La absorbió y contempló al chico cuidar de los pensamientos.

– Imagino que le echas muchísimo de menos -dijo finalmente-. Es terrible perder a alguien a quien quieres. En especial, a un amigo. Nunca nos cansamos de estar con ellos. Al menos, es lo que siempre me ha parecido a mí.

Paul se inclinó sobre un pensamiento y arrancó una flor mustia. La hizo rodar entre el pulgar y el índice.

Sin embargo, por un parpadeo, Deborah vio que la estaba escuchando. Siguió hablando.

– Creo que lo más importante de la amistad es la libertad que te da para ser quien eres. Los amigos de verdad te aceptan tal como eres, con todos tus defectos. Están contigo en los buenos momentos y en los malos. Siempre puedes confiar en que te dirán la verdad.

Paul tiró el pensamiento y se puso a arrancar hierbajos inexistentes entre el resto de plantas.

– Desean lo mejor para nosotros -continuó Deborah-, incluso cuando no sabemos qué es lo mejor para nosotros. Supongo que el señor Brouard era esa clase de amigo para ti. Has sido muy afortunado al tenerlo. Debe de ser horrible que ya no esté.

Paul se levantó al oír aquello. Se limpió las palmas de las manos en los pantalones. Temerosa de que saliera corriendo, Deborah siguió hablando, intentando encontrar un modo de ganarse la confianza del silencioso chico.

– Cuando alguien se va así, de esa forma tan terrible…, haríamos lo que fuera para que volviera con nosotros. Y cuando no podemos y sabemos que no podemos, queremos tener algo suyo para aferramos a él un poquito más de tiempo hasta que podamos dejarlo marchar.

Paul arrastró el pie por la gravilla. Se secó la nariz con la manga de la camisa de franela y le lanzó una mirada cautelosa.

Volvió la cabeza rápidamente y clavó los ojos en la verja, a unos treinta metros de distancia. Deborah la había cerrado al entrar y se reprendió en silencio por hacerlo. El chico se sentiría atrapado. En consecuencia, no sería muy probable que hablara.

– Los Victorianos tuvieron la idea perfecta -dijo Deborah-. Hacían joyas con los cabellos de los muertos. ¿Lo sabías? Suena macabro; pero si lo piensas, seguramente encontraban un gran consuelo en tener un broche o un relicario con una parte pequeña de alguien a quien querían. Es triste que ya no lo hagamos, porque seguimos queriendo algo, y si una persona muere y no nos deja una parte de ella, ¿qué podemos hacer sino coger lo que podamos encontrar?

Paul dejó de mover los pies. Se quedó absolutamente quieto, como una de las esculturas; pero una mancha de color apareció en su mejilla como una huella en su piel blanca.

– Me pregunto -dijo Deborah- si es lo que pasó con el cuadro que le has dado a la señora Brouard. Me pregunto si el señor Brouard te lo enseñó porque quería darle una sorpresa a su hermana. Tal vez te dijo que era un secreto que sólo compartiríais vosotros dos. Así que estabas seguro de que nadie más sabía que lo tenía.

Las manchas de color se extendieron de manera irregular hacia las orejas del chico. Miró a Deborah y luego apartó la mirada. Sus dedos agarraron el faldón de su camisa, que caía lánguidamente a un lado encima de los vaqueros y que estaba tan gastada como los pantalones.

– Entonces, cuando el señor Brouard murió tan repentinamente, tal vez pensaste en quedarte el cuadro de recuerdo. Al fin y al cabo, sólo él y tú conocíais su existencia. ¿Qué mal podía haber? ¿Es lo que ocurrió?

El chico se estremeció como si le hubieran pegado. Soltó un sollozo inarticulado.

– No pasa nada -dijo Deborah-. Has devuelto el cuadro. Pero lo que me pregunto…

El chico se dio la vuelta y salió corriendo. Bajó los peldaños a toda prisa y recorrió el sendero de gravilla mientras Deborah se levantaba del banco de piedra y gritaba su nombre. Creyó que lo había perdido; pero a medio camino, Paul se detuvo en el jardín junto a una enorme escultura de bronce de una mujer desnuda agachada, en avanzado estado de gestación y con una expresión melancólica y los pechos grandes y caídos. Se volvió hacia Deborah, y ella vio que se mordía el labio inferior y la miraba. Ella dio un paso adelante, y Paul no se movió. Comenzó a caminar hacia él como se aproximaría a un cervatillo asustado. Cuando estaba a unos diez metros, el chaval empezó a andar de nuevo. Pero entonces se detuvo en la verja del jardín y volvió a girarse para mirarla. Tiró de la verja y la dejó abierta. Empezó a andar hacia el este, pero no corrió.

Deborah comprendió que quería que lo siguiera.

Загрузка...