Capítulo 22

Ruth entró en el cuarto de su hermano por primera vez desde su muerte. Decidió que había llegado el momento de revisar su ropa. No tanto porque fuera una necesidad inmediata, sino porque revisar su ropa le permitía mantenerse ocupada, que era lo que quería. Quería hacer algo relacionado con Guy, algo que la acercara a sentir su presencia reconfortante, pero al mismo tiempo, la alejara lo suficiente para impedir averiguar nada más respecto a las muchas formas en que la había engañado.

Fue al armario y cogió su chaqueta de tweed preferida de la percha. Tras tomarse un momento para absorber el aroma familiar de su loción de afeitar, deslizó la mano en cada bolsillo y sacó un pañuelo, un tubo de caramelos de menta, un bolígrafo y un papel arrancado de una libreta pequeña de espiral, con los bordes desiguales aún intactos. Con una letra inequívocamente adolescente decía: “C + G = ¡ © xa smpre!”. Ruth arrugó el papel deprisa y se descubrió mirando a derecha e izquierda como si alguien pudiera observarla, algún ángel vengador que buscara el tipo de prueba que ella acababa de encontrar.

Sin embargo, Ruth ya no necesitaba ninguna prueba. Tampoco la había necesitado nunca. No necesitaba pruebas para lo que sabía que era un hecho monstruoso porque había visto la verdad con sus propios ojos…

Ruth sintió las mismas náuseas que la embargaron el día que regresó inesperadamente temprano de su reunión con los samaritanos. Aún no tenía el diagnóstico para su dolencia. Al decirse que era artritis, había estado tomando aspirinas y esperando lo mejor. Pero ese día, la intensidad del dolor la inutilizó para cualquier cosa que no fuera irse a casa y meterse en la cama. Así que se marchó de la reunión mucho antes de que acabara y volvió a Le Reposoir.

Le costó mucho esfuerzo subir las escaleras: su voluntad enfrentada a la realidad de su debilidad. Ganó la batalla y avanzó lentamente por el pasillo hasta su cuarto, que se encontraba al lado del de Guy. Tenía la mano en el pomo de la puerta cuando oyó una risa. Luego la voz de una niña gritó:

– ¡Guy, no! ¡Me haces cosquillas!

Ruth se quedó quieta como una estatua de sal porque conocía la voz y, como la conocía, no se movió de la puerta. No podía moverse porque no podía creerlo. Por esta razón, se dijo que seguramente había una explicación muy sencilla para que su hermano estuviera con una adolescente en su cuarto.

Si se hubiera marchado rápidamente del pasillo, habría sido capaz de aferrarse a esa creencia. Pero antes incluso de que se le ocurriera esfumarse, la puerta del cuarto de su hermano se abrió. Guy salió, cubriendo su cuerpo desnudo con una bata mientras decía hacia el interior del cuarto:

– Pues entonces utilizaré uno de los pañuelos de Ruth. Te va a encantar.

Se dio la vuelta y vio a su hermana. Dicho sea en su honor -en su único honor-, sus mejillas pasaron de coloradas a céreas en un instante. Ruth avanzó un paso hacia él, pero Guy cogió el pomo de la puerta y la cerró. Detrás, mientras él y su hermana se miraban, Cynthia Moullin gritó:

– ¿Qué pasa? ¿Guy?

– Apártate, frére -dijo Ruth.

– Dios mío, Ruth. ¿Por qué estás en casa? -dijo Guy al mismo tiempo con la voz quebrada.

– Para ver, supongo -contestó ella, y pasó a su lado para llegar a la puerta.

Guy no intentó detenerla, y ahora Ruth se preguntaba por qué. Era casi como si quisiera que lo viera todo: la niña en la cama -esbelta, hermosa, desnuda, lozana y tan nueva- y la borla con la que había estado acariciándola, sobre su muslo, donde la había utilizado por última vez.

– Vístete -le dijo a Cynthia Moullin.

– Creo que no -contestó la niña.

Se quedaron allí, los tres, como unos actores esperando un pie que no llegaba: Guy junto a la puerta, Ruth cerca del armario, la niña en la cama. Cynthia miró a Guy y levantó una ceja, y Ruth se preguntó cómo era posible que una adolescente sorprendida en una situación así pareciera tan segura de lo que iba a suceder después.

– Ruth -dijo Guy.

– No -dijo ella. Y luego se dirigió a la chica-: Vístete y vete de esta casa. Si tu padre te viera…

Y no llegó a decir más porque Guy se acercó a ella y pasó un brazo alrededor de sus hombros. Volvió a pronunciar su nombre. Entonces, en voz baja -y de manera increíble- le dijo al oído:

– Ruthie, ahora queremos estar solos, si no te importa. Obviamente, no sabíamos que volverías a casa.

Fue la racionalidad absoluta de la declaración de Guy en unas circunstancias en las que lo que menos se esperaba era racionalidad lo que la impulsó a salir de la habitación. Salió al pasillo.

– Hablamos luego -le dijo Guy mientras entornaba la puerta.

Antes de que la cerrara completamente, Ruth oyó que le decía a la chica:

– Supongo que de momento tendremos que arreglárnoslas sin el pañuelo. -Y entonces, el viejo suelo crujió debajo de él mientras avanzaba hacia Cynthia y la vieja cama crujió al echarse con ella.

Después -parecieron horas, aunque seguramente fueron veinticinco minutos-, el agua corrió durante un rato y se encendió un secador. Ruth se tumbó en su cama y escuchó los sonidos, tan domésticos y naturales que casi pudo fingir que se había equivocado con lo que había visto.

Sin embargo, Guy no lo permitió. Fue a su encuentro en cuanto Cynthia se marchó. Ya había anochecido, y Ruth aún no había encendido ninguna luz. Habría preferido permanecer a oscuras indefinidamente, pero él no la dejó. Se acercó a la mesita de noche y encendió la lámpara.

– Sabía que no estarías dormida -le dijo.

Se quedó mirándola un rato y murmuró:

Ma soeur chérie. -Y parecía tan sumamente preocupado que, al principio, Ruth creyó que quería disculparse. Estaba equivocada.

Fue al pequeño sillón mullido y se hundió en él. Ruth pensó que parecía “transportado” de algún modo.

– Es la definitiva -dijo en un tono que podría utilizar un hombre para identificar una reliquia sagrada-. Al fin la he encontrado. ¿No te parece increíble, Ruth, después de todos estos años? Es la definitiva de verdad. -Se levantó como si no pudiera contener la emoción que sentía. Empezó a caminar por la habitación. Mientras hablaba, tocó las cortinas de las ventanas, el borde del primer tapiz de Ruth, la esquina de la cómoda, el encaje que decoraba el borde de un tapete-. Pensamos casarnos -dijo-. No te lo digo porque nos hayas encontrado… hoy de esa forma. Pensaba decírtelo después de su cumpleaños. Los dos pensábamos decírtelo, juntos.

Su cumpleaños. Ruth miró a su hermano. Se sentía atrapada en un mundo que no reconocía, gobernada por la máxima “Si te apetece, hazlo; ya te explicarás luego, pero sólo si te descubren”.

– Cumplirá los dieciocho dentro de tres meses. Hemos pensado celebrar una cena de cumpleaños… Tú, su padre y sus hermanas. Tal vez Adrián venga de Inglaterra también. Hemos pensado que pondré el anillo entre sus regalos, y cuando lo abra… -Sonrió. Parecía un chaval, Ruth tenía que admitirlo-. Menuda sorpresa se llevará. ¿Puedes guardar el secreto hasta entonces?

– Todo esto es… -dijo Ruth, pero no pudo seguir hablando. Sólo podía imaginar, y lo que imaginaba era demasiado terrible de afrontar, así que giró la cabeza.

– Ruth, no tienes nada que temer -le dijo Guy-. Tu hogar sigue estando conmigo, como siempre. Cyn lo sabe, y ella también quiere que sea así. Te quiere como a… -Pero no completó la frase.

Lo que le permitió a ella completarla.

– Una abuela -dijo-. Y eso ¿en qué te convierte a ti?

– El amor no tiene edad.

– Dios mío, eres cincuenta años…

– Sé cuántos años le saco -le espetó su hermano. Se acercó de nuevo a la cama y la miró. Su expresión era de perplejidad-. Creía que te alegrarías por los dos, porque nos querernos, porque queremos compartir nuestras vidas.

– ¿Cuánto tiempo? -le preguntó ella.

– Nadie sabe cuántos años va a vivir.

– Me refiero a cuánto tiempo. Lo de hoy… No ha podido ser… Estaba demasiado cómoda.

Al principio, Guy no respondió, y a Ruth empezaron a sudarle las manos porque se daba cuenta de qué implicaba exactamente su reticencia a contestar.

– Dímelo. Si no me lo dices tú, me lo dirá ella.

– Desde el día que cumplió los dieciséis, Ruth.

Era peor de lo que pensaba porque sabía lo que significaba: que su hermano había tomado a la chica el mismo día que fue totalmente legal hacerlo. Eso significaría que se había fijado en ella hacía tiempo, sabía Dios cuánto. Lo había planeado todo y había orquestado cuidadosamente su seducción. Dios mío, pensó, cuando Henry lo descubriera… Cuando lo averiguara todo como acababa de hacer ella…

– Pero ¿qué pasa con Anaïs Abbott? -le preguntó como atontada.

– ¿Qué pasa con Anaïs?

– Me dijiste lo mismo sobre ella. ¿No te acuerdas? Me dijiste: “Es la definitiva”. Y entonces lo creías. ¿Qué te hace pensar que ahora…?

– Esto es distinto.

– Guy, siempre es distinto. Es distinto en tu mente, pero sólo porque se trata de algo nuevo.

– No lo entiendes. ¿Cómo podrías entenderlo? Nuestras vidas han seguido caminos muy distintos.

– He visto todos los pasos que has dado en el tuyo -dijo Ruth-, y esto es…

– Más importante -la interrumpió-, profundo, transformador. Si estoy tan loco para alejarme de ella y de lo que tenemos, entonces merezco estar solo para siempre.

– Pero ¿qué pasa con Henry?

Guy apartó la mirada.

Entonces, Ruth vio que Guy sabía muy bien que, para llegar a Cynthia, había utilizado calculadamente a su amigo Henry Moullin. Vio que frases del tipo “Llamemos a Henry para que le eche un vistazo al problema” en referencia a un tema u otro de la finca había sido la fórmula empleada por Guy para tener acceso a la hija de Henry. E igual que sin duda racionalizaría esta maquinación si se la planteaba, también seguiría racionalizando lo que ella sabía que, en realidad, era una falsa ilusión más acerca de una mujer que aparentemente se había ganado su corazón. Oh, claro que creía que Cynthia Moullin era la definitiva. Pero también lo había creído de Margaret y luego de JoAnna y de todas las Margarets y las JoAnnas que vinieron después, hasta incluir a Anaïs Abbott. Hablaba de casarse con esta última Margaret-y-JoAnna sólo porque tenía dieciocho años y ella le deseaba y a él le gustaba lo que despertaba eso en su ego de anciano. Con el tiempo, sin embargo, perdería interés, o lo perdería ella. Pero en cualquier caso, había gente que iba a sufrir, que iba a quedar destrozada. Ruth tenía que hacer algo para evitarlo.

Así que habló con Henry. Ruth se dijo que lo hacía para salvar a Cynthia de un desengaño amoroso, y necesitaba creerlo incluso ahora. Miles de cosas distintas hacían que el romance entre su hermano y la adolescente fuera moral y éticamente reprobable. Si Guy carecía de la sensatez y el valor para ponerle fin con delicadeza y dejar libre a la chica para que tuviera una vida plena y real -una vida con un futuro-, ella debía tomar las medidas necesarias para imposibilitarle que siguiera adelante.

Su decisión fue contarle a Henry Moullin solamente una verdad a medias: que tal vez Cynthia estaba encariñándose demasiado con Guy, que iba demasiado por Le Reposoir en lugar de dedicar tiempo a sus amigos o a los estudios, que buscaba excusas para pasarse por la finca y hablar con su tía, que empleaba demasiadas de sus horas libres siguiendo a Guy. Ruth lo calificó de amor pueril y dijo que quizá Henry quisiera hablar con la chica…

El hombre lo hizo, y Cynthia respondió con una franqueza que Ruth no esperaba. Le dijo apaciblemente a su padre que no era un enamoramiento de colegiala ni un amor pueril. En realidad, no había nada de lo que preocuparse. Pensaban casarse, porque ella y el amigo de su padre eran amantes hacía ya casi dos años.

Así que Henry irrumpió en Le Reposoir y encontró a Guy dando de comer a los patos al final del jardín tropical. Stephen Abbott estaba con él, pero a Henry no le importó lo más mínimo.

– ¡Asqueroso de mierda! -le gritó, y avanzó hacia Guy-. Voy a matarte, cabrón. Te cortaré la polla y te la meteré en la boca. Te pudrirás en el infierno. ¡Has tocado a mi hija!

Stephen fue corriendo a buscar a Ruth, balbuceando. Ella entendió el nombre de Henry Moullin y las palabras “gritando por Cyn” y dejó lo que estaba haciendo y siguió al chico afuera. Mientras cruzaban apresuradamente el campo de croquet, escuchó por sí misma los gritos furiosos. Miró a su alrededor frenéticamente, buscando a alguien que pudiera intervenir; pero no vio el coche de Kevin y Valerie y sólo estaban ella y Stephen para detener aquella violencia.

Porque habría violencia; Ruth se percató de ello. Qué estúpida había sido al pensar que un padre se enfrentaría al hombre que había seducido a su hija y no querría estrangularle, no querría matarle.

Cuando llegó al jardín tropical, escuchó los golpes. Henry gruñía enfurecido y los patos parpaban; en cambio, Guy estaba absolutamente mudo, como una tumba. Ruth soltó un grito y atravesó los arbustos.

Había cuerpos por todas partes: sangre, plumas y muerte. Henry estaba entre los patos que había golpeado con la tabla que aún sostenía. Respiraba agitadamente, y las lágrimas deformaban su cara.

Levantó un brazo tembloroso y señaló a Guy, que estaba paralizado junto a una palmera, con una bolsa de comida derramándose a sus pies.

– Aléjate de ella -le dijo Henry entre dientes-. Si vuelves a tocarla, te mato.

Ahora, en el cuarto de Guy, Ruth lo revivió todo. Sintió el peso tremendo de su responsabilidad en lo que había ocurrido. Tener buenas intenciones no había bastado. No había protegido a Cynthia. No había salvado a Guy.

Dobló el abrigo de su hermano lentamente. Se giró con la misma lentitud y fue al armario para sacar la siguiente prenda.

Mientras cogía unos pantalones de una percha, la puerta del cuarto se abrió bruscamente y Margaret Chamberlain dijo:

– Quiero hablar contigo, Ruth. Conseguiste evitarme anoche en la cena: un día largo, la artritis, la necesidad de descansar… Qué oportuno. Pero ahora no vas a evitarme.

Ruth dejó lo que estaba haciendo.

– No te he estado evitando.

Margaret resopló con desdén y entró en el cuarto. Ruth vio que estaba muy desmejorada. Llevaba el moño torcido, con mechones de pelo que se deslizaban del recogido. Las joyas que lucía no complementaban su ropa como ocurría siempre, y había olvidado las gafas de sol que, lloviera o hiciera sol, habitualmente llevaba en la cabeza.

– Adrián y yo hemos ido a ver a un abogado -le anunció-. Sabías que lo haríamos, naturalmente.

Con cuidado, Ruth dejó los pantalones sobre la cama de Guy.

– Sí -dijo.

– Él también lo sabía, evidentemente; razón por la cual se aseguró de que no nos sirviera para nada.

Ruth no habló.

Los labios de Margaret se volvieron más finos.

– ¿No es eso, Ruth? -dijo con una sonrisa maligna-. ¿No sabía Guy cómo reaccionaría yo exactamente cuando desheredara a su único hijo varón?

– Margaret, no ha desheredado…

– No finjamos lo contrario. Estudió las leyes de esta mierda de isla y descubrió qué pasaría con su patrimonio si no lo ponía todo a tu nombre al comprarlo. Ni siquiera podía venderlo sin decírselo primero a Adrián, así que se aseguró de no poseer nada. Menudo plan, Ruthie. Espero que hayas disfrutado destruyendo los sueños de tu único sobrino. Porque ésas han sido las consecuencias.

– No tenía nada que ver con destruir a nadie -le dijo Ruth en voz baja-. Guy no dispuso las cosas así porque no quisiera a sus hijos ni tampoco porque quisiera hacerles daño.

– Bueno, pues no es lo que ha pasado, ¿no te parece?

– Escúchame, por favor, Margaret. Guy no… -Ruth dudó. Intentaba decidir cómo explicar los actos de su hermano a su ex mujer, cómo decirle que las cosas nunca eran tan sencillas como parecían, cómo hacer que comprendiera que Guy quería que sus hijos fueran, en parte, como había sido él-. No creía en los derechos adquiridos. Es eso. Él era un hombre que se hizo a sí mismo y quería que sus hijos vivieran esa misma experiencia: la riqueza que aporta, la clase de confianza que sólo…

– Menuda chorrada -se burló Margaret-. Se contradice absolutamente con todo lo que… Ya lo sabes, Ruth. Lo sabes muy bien, maldita sea. -Calló como si quisiera recobrar la compostura y poner en orden sus pensamientos, como si creyera que realmente podía basar su caso en algo, un argumento que forzara un cambio en una circunstancia inalterable-. Ruth -dijo haciendo un esfuerzo obvio por tranquilizarse-, el propósito de construir una vida es justamente dar a tus hijos más de lo que tú mismo has tenido. No se trata de ponerlos en la misma posición desde la que tú tuviste que luchar para salir adelante. ¿Por qué iba alguien a intentar tener un futuro mejor que su presente si supiera que todo sería en balde?

– No es en balde. Se trata de aprender, de crecer, de afrontar retos y superarlos. Guy creía que labrarte tu propia vida fortalece el carácter. Él lo hizo y es admirable. Y es lo que quería para sus hijos. No quería que estuvieran en una posición en la que no tuvieran que volver a trabajar nunca más. No quería que se enfrentaran a la tentación de no hacer nada con sus vidas.

– Ah. Sin embargo, eso no sirve para los demás. Tentar a los demás está bien, porque por algún motivo no tienen que luchar. ¿Es así?

– Las hijas de JoAnna se encuentran en la misma situación que Adrián.

– No hablo de las hijas de Guy, y lo sabes -dijo Margaret-. Hablo de los otros dos, Fielder y Moullin. Teniendo en cuenta sus circunstancias, les ha dejado una fortuna a ambos. ¿Qué tienes que decir sobre eso?

– Son casos especiales. Son distintos. No han tenido las ventajas…

– Oh, no. No las han tenido. Pero ahora las van a aprovechar, ¿verdad, Ruthie? -Margaret se rio y se acercó al armario abierto. Tocó una pila de jerséis de cachemira, que Guy prefería a las camisas y corbatas.

– Eran especiales para él -dijo Ruth-; nietos adoptivos, supongo que podríamos llamarlos. Era una especie de mentor para ellos, y ellos eran…

– Ladronzuelos -dijo Margaret-. Pero nos aseguraremos de que se llevan su recompensa a pesar de tener las manos largas.

Ruth frunció el ceño.

– ¿Ladronzuelos? ¿De qué hablas?

– Sorprendí al protegido de Guy (¿o debería seguir pensando en él como su nieto, Ruth?) robando en esta casa, ayer por la mañana, en la cocina.

– Seguramente Paul tendría hambre. A veces Valerie le da de comer. Cogería una galleta.

– ¿Y se la guardó en la mochila? ¿Y me echó a su perro encima cuando intenté ver qué había cogido? Adelante, Ruth, deja que se lleve la plata, o una de las antigüedades de Guy, o alguna joya, o lo que fuera que cogió. Salió corriendo cuando nos vio a Adrián y a mí, y si tú no crees que sea culpable de nada, podrías preguntarle por qué agarró la mochila y se enfrentó a nosotros cuando intentamos arrebatársela.

– No te creo -dijo Ruth-. Paul no nos robaría nada.

– ¿Ah, no? Entonces sugiero que le pidamos a la policía que registre su mochila.

Margaret fue a la mesita de noche y descolgó el teléfono. Lo sostuvo provocadoramente hacia su cuñada.

– ¿Llamo yo, o lo harás tú, Ruth? Si el chico es inocente, no tiene nada que temer.


El banco de Guy Brouard estaba en Le Pollet, una prolongación de High Street paralela a la parte baja del muelle norte. Era una vía relativamente corta en la que prácticamente no daba el sol, pero que estaba flanqueada por edificios que tenían casi trescientos años de antigüedad. Era un recordatorio de la naturaleza cambiante de las ciudades de todo el mundo: una magnífica mansión antigua del siglo XVIII -de granito labrado y esquinas muy marcadas- había sido transformada durante el siglo XX en un hotel, mientras que, en las inmediaciones, un par de casas de piedra del siglo XIX eran ahora tiendas de ropa. Los escaparates de cristal en las fachadas eduardianas de las tiendas situadas tan cerca de la mansión hablaban de la vida comercial que había florecido en esta zona en la época anterior a la primera guerra mundial, mientras que, detrás, se alzaba imponente el edificio absolutamente moderno de una institución financiera londinense.

El banco que buscaban Le Gallez y Saint James estaba al final de Le Pollet, no muy lejos de una parada de taxis que daba paso al muelle. Se dirigieron allí acompañados del sargento Marsh del Departamento de Fraudes, un hombre más bien joven con patillas de boca de hacha anticuadas.

– Todo esto es un poco exagerado, ¿no cree, señor? -le comentó Marsh.

Le Gallez contestó mordazmente:

– Dick, quiero darles una razón para que colaboren desde el principio. Así ahorramos tiempo.

– Diría que una llamada del SIF habría servido, señor -señaló Marsh.

– Tengo por costumbre cubrirme, chico. Y no soy un hombre que se olvide de sus costumbres. Los de Inteligencia Financiera tal vez les aflojarían la lengua, pero una visita de Fraudes… les aflojará los intestinos.

El sargento Marsh sonrió y puso los ojos en blanco.

– Vosotros los de Homicidios no os divertís lo suficiente -dijo.

– Nos divertimos cuando podemos, Dick. -Le Gallez abrió la pesada puerta de cristal del banco y condujo a Saint James adentro.

El director era un hombre llamado Robilliard, y resultó que ya conocía bastante a Le Gallez. Cuando entraron en su despacho, el hombre se levantó de su silla.

– Louis, ¿cómo estás? -dijo, y extendió la mano al inspector en jefe. Prosiguió diciendo-: Te hemos echado de menos en el fútbol. ¿Cómo va el tobillo?

– Recuperado.

– Pues te esperamos en el campo el fin de semana. A ese cuerpo no le vendría mal un poco de ejercicio.

– Los cruasanes por la mañana me están matando -reconoció Le Gallez.

Robilliard se rio.

– Sólo los gordos mueren jóvenes.

Le Gallez le presentó a sus acompañantes y añadió:

– Hemos venido a charlar sobre Guy Brouard.

– Ah.

– Vosotros llevabais sus asuntos bancarios, ¿verdad?

– Y también los de su hermana. ¿Hay algún problema con sus cuentas?

– Eso parece, David. Lo siento. -Le Gallez pasó a explicarle lo que sabían: la desinversión de una cartera de acciones y bonos importante seguida de una serie de reintegros de su cuenta bancaria, realizados durante un período de tiempo relativamente corto. En última instancia, parecía que su cuenta había quedado sustancialmente reducida. Ahora el hombre estaba muerto, como seguramente ya sabría Robilliard si había estado al tanto las últimas semanas, y como su muerte era un homicidio…-. Tenemos que echar un vistazo a todo -concluyó Le Gallez.

Robilliard parecía pensativo.

– Por supuesto que sí -dijo-. Pero para poder utilizar cualquier dato del banco como prueba, necesitarás una orden del juez. Imagino que ya lo sabes.

– Lo sé -dijo Le Gallez-. Pero lo único que queremos de momento es información: adonde fue ese dinero, por ejemplo, y cómo fue a parar ahí.

Robilliard consideró su petición. Los otros esperaron. Antes, Le Gallez le había explicado a Saint James que una llamada del Servicio de Inteligencia Financiera bastaría para obtener información general del banco, pero que él prefería el contacto personal. No sólo sería más eficaz, le dijo, sino también más rápido. Las instituciones financieras estaban obligadas por ley a revelar las transacciones sospechosas al FIS cuando el FIS se lo solicitaba. Pero no tenían que ponerse de inmediato precisamente. Había miles de formas de retrasarlo. Por este motivo, había requerido la asistencia del Departamento de Fraudes en la persona del sargento Marsh. Hacía ya demasiados días que Guy Brouard había muerto para tener que esperar con impaciencia mientras el banco mareaba la perdiz con algo que la ley le exigía con bastante claridad que hiciera.

– Siempre que entiendas la situación respecto a las pruebas… -dijo al fin Robilliard.

Le Gallez se dio unos golpecitos en la sien.

– Lo tengo todo aquí, David. Danos lo que puedas.

El director procedió a hacerlo personalmente mientras los dejaba disfrutando de las vistas del puerto y del muelle de Saint Julián que se abrían ante la ventana.

– Con un buen telescopio, se puede ver Francia desde aquí -comentó Le Gallez.

A lo que Marsh respondió:

– Pero ¿quién querría verla? -Y los dos hombres se rieron como dos vecinos cuya hospitalidad hacia los turistas se había agotado tiempo atrás.

Cuando Robilliard regresó unos cinco minutos después, traía unos listados de ordenador. Señaló una pequeña mesa de reuniones, a la que se sentaron. Colocó el listado sobre la mesa, delante de él.

– Guy Brouard tenía una cuenta importante -dijo-; no tanto como la de su hermana, pero importante al fin y al cabo. Ha habido pequeños movimientos de ingresos y reintegros en la de ella durante los últimos meses; pero teniendo en cuenta quién era el señor Brouard (el alcance del negocio de Chateaux Brouard cuando lo dirigía él), no existía ningún motivo real para pensar en movimientos sospechosos.

– Mensaje recibido -dijo Le Gallez. Y luego preguntó a Marsh-: ¿Lo tienes, Dick?

– De momento, estamos colaborando -reconoció Marsh.

Saint James admiró el juego provinciano que tenía lugar entre los dos hombres. Imaginaba cuánto podían complicarse los trámites si las partes comenzaban a exigir consejo legal, órdenes del jefe de la judicatura o un mandamiento judicial del SIF. Esperó a que se produjeran más avances entre ellos, y éstos fueron inmediatos.

– Ha realizado una serie de transacciones a Londres -les contó Robilliard-, todas al mismo banco, a la misma cuenta. Empiezan -consultó el listado- hace poco más de ocho meses. Prosiguieron a lo largo de la primavera y del verano en cantidades cada vez mayores y culminan en una última transferencia el 1 de octubre. La transferencia inicial es de cinco mil libras. La última es de doscientas cincuenta mil libras.

– ¿Doscientas cincuenta mil libras? ¿Todo a la misma cuenta cada vez? -dijo Le Gallez-. Dios santo, David. ¿Quién vigila el negocio?

Robilliard se ruborizó levemente.

– Ya os lo he dicho. Los Brouard son titulares de cuentas importantes. Él dirigía un negocio con propiedades en todo el mundo.

– Estaba retirado, maldita sea.

– Así es. Pero, verás, si las transferencias las hubiera hecho alguien que no conociéramos tan bien, si fueran ingresos y reintegros realizados por un ciudadano extranjero, por ejemplo, habrían saltado todas las alarmas de inmediato. Sin embargo, no había nada que sugiriera una irregularidad. Sigue sin haber nada que lo sugiera. -Arrancó un post-it de la parte superior del listado y prosiguió diciendo-: El nombre de la cuenta receptora es International Access. Tiene una dirección en Bracknell. Imagino que será una empresa nueva en la que Brouard estaba inviniendo. Si lo investigáis, apuesto a que es exactamente lo que descubriréis.

– Lo que a ti te gustaría que descubriéramos -dijo el inspector Le Gallez.

– Es lo único que sé -replicó Robilliard.

Le Gallez no aflojó.

– ¿Lo único que sabes, o lo único que quieres decirnos, David?

A esta pregunta, Robilliard dio una palmada en el listado y dijo:

– Mira, Louis, no hay nada que me diga que esto no es lo que parece.

Le Gallez cogió el papel.

– De acuerdo. Ya lo veremos.

Fuera, los tres hombres se detuvieron delante de una panadería, donde Le Gallez miró con nostalgia unos cruasanes de chocolate en el escaparate.

– Hay que investigarlo, señor -dijo el sargento Marsh-; pero como Brouard está muerto, no sé si habrá alguien en Londres que pierda el culo por llegar al fondo de este asunto.

– Podría tratarse de una transacción legal -señaló Saint James-. Tengo entendido que el hijo, Adrián Brouard, vive en Inglaterra. Y también tenía otros hijos. Cabe la posibilidad de que alguno de ellos sea el propietario de International Access y que Brouard estuviera haciendo lo que pudiera para apoyarla.

– Capital de inversión -dijo el sargento Marsh-. Tenemos que enviar a alguien a Londres para que trate con el banco de allí. Llamaré a la ASF y daré las instrucciones, pero yo diría que van a pedir una orden judicial. El banco, quiero decir. Si llamáis a Scotland Yard…

– Tengo a alguien en Londres -le interrumpió Saint James-: alguien en Scotland Yard. Tal vez pueda ayudarnos. Le llamaré. Pero mientras tanto… -Pensó en todo lo que había averiguado durante los últimos días. Siguió los posibles rastros que había ido dejando cada información-. Deje que me ocupe de la vertiente londinense del caso -le dijo a Le Gallez-. Después de eso, diría que ha llegado el momento de hablar con franqueza con Adrián Brouard.

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