Capítulo 10

Saint James se encontró de nuevo con Deborah cuando su mujer salía de debajo de los castaños que flanqueaban el sendero de entrada a la casa. Rápidamente, ella le relató su encuentro en el jardín japonés, indicándole dónde estaba señalando al sureste y los árboles espesos. Parecía haber olvidado su enfado anterior, lo cual agradeció, y aquello le recordó una vez más las palabras que había utilizado su suegro para describir a Deborah cuando Saint James -en un acto divertido y, esperó, de formalidad antigua y entrañable- le pidió su mano.

– Debs es pelirroja, así que no te hagas ilusiones, hijo -había dicho Joseph Cotter-. Te echará broncas como no has visto nunca en tu vida, pero al menos se le pasará en un abrir y cerrar de ojos.

Simón descubrió que Deborah había hecho un buen trabajo con el chico. A pesar de su reticencia, su carácter compasivo le daba una habilidad con las personas que a él siempre le había faltado. Era algo que favorecía a la profesión que había elegido, pues la gente estaba más dispuesta a posar para que le sacaran fotografías si sabía que la persona que estaba detrás de la cámara compartía una humanidad común con ella. Y el éxito de Deborah con Stephen Abbott subrayaba el hecho de que, en esta situación, iban a necesitar algo más que técnica y habilidad en el laboratorio.

– Así que esa otra mujer que se adelantó para coger la pala -concluyó Deborah-, la del sombrero enorme, al parecer era la novia actual, no un familiar. Aunque parece que esperaba llegar a formar parte de la familia.

– ”Ya has visto lo que ha hecho” -murmuró Saint James-. ¿Qué opinas tú de esa frase, cariño?

– Lo que ha hecho para resultar atractiva, supongo -dijo Deborah-. Me he fijado en que… Bueno, era difícil no fijarse, ¿no? Y por aquí no se ven muchas, no como en Estados Unidos, donde los pechos grandes parecen ser una especie de… fijación nacional, supongo.

– ¿No interpretas que haya hecho otra cosa? -preguntó Saint James-. ¿Como eliminar a su amante cuando se fue con otra mujer?

– ¿Por qué haría eso si esperaba casarse con él?

– Tal vez necesitara deshacerse de él.

– ¿Por qué?

– Obsesión, celos, ira que sólo puede sofocarse de un modo, o quizá algo más simple. Quizá la recordaba en el testamento y necesitaba eliminarle antes de que Brouard tuviera oportunidad de cambiarlo a favor de otra persona.

– Pero eso no soluciona el problema que ya tenemos -observó Deborah-. ¿Cómo pudo una mujer, cualquier mujer, meter una piedra en la garganta de Guy Brouard, Simón?

– Volveremos al beso del inspector en jefe Le Gallez -dijo Saint James-, por muy improbable que sea. “Le había perdido.” ¿Hay otra mujer?

– China no -afirmó Deborah.

Saint James captó la determinación de su mujer.

– Estás bastante segura, entonces.

– Me contó que acaba de romper con Matt. Le ha querido durante años, desde los diecisiete. No entiendo cómo podría tener una relación con otro hombre después de eso.

Saint James sabía que aquello los llevaba a un terreno delicado, un terreno que ocupaban la propia Deborah y también China River. No habían pasado tantos años desde que Deborah le había dejado y encontrado otro amante. Que nunca hubieran hablado de lo deprisa que había iniciado su relación con Tommy Lynley no significaba que no se debiera a la pena y la creciente vulnerabilidad que había sentido.

– Pero ahora sería más vulnerable que nunca, ¿verdad? -dijo Simón-. ¿No es posible que necesitara tener un lío para reafirmarse, algo que Brouard se tomara más en serio que ella?

– Ella no es así.

– Pero supongamos…

– Vale. Supongámoslo. Pero ella no lo mató, Simón. Tienes que reconocer que necesitaría tener un móvil.

Estaba de acuerdo. Pero también creía que una idea preconcebida de inocencia era igual de peligrosa que una idea preconcebida de culpabilidad. Así que cuando le contó lo que le había dicho Ruth Brouard, concluyó prudentemente:

– Buscó a China por el resto de la casa. No la encontró en ningún sitio.

– Eso es lo que dice Ruth Brouard -señaló Deborah, razonablemente-. Podría mentir.

– En efecto, podría mentir. Los River no eran los únicos invitados en la casa. Adrián Brouard también estaba.

– ¿Tenía motivos para matar a su padre?

– Es algo que no podemos descartar.

– Ruth Brouard es pariente consanguínea suya -dijo Deborah-. Y dada su historia (sus padres, el Holocausto), yo diría que es probable que hiciera todo lo posible para proteger a un familiar, ¿ no te parece?

– Sí.

Iban caminando por el sendero en dirección a la carretera, y Saint James la condujo a través de los árboles hacia el camino que Ruth Brouard le había dicho que llevaba a la bahía donde su hermano nadaba todos los días. Pasaron por delante de la casita de piedra que había visto antes, y observó que dos de las ventanas de la vivienda daban al sendero. Le habían informado de que era donde vivían los encargados, y los Duffy, concluyó Saint James, podían tener algo que añadir a la historia que ya le había contado Ruth Brouard.

El sendero se volvía más frío y húmedo a medida que se adentraba entre los árboles. La fecundidad natural de la tierra o la determinación del hombre habían creado un follaje impresionante que ocultaba el camino al resto de la finca. Junto al sendero, florecían los rododendros. Entre ellos, media docena de distintas variedades de heléchos desplegaban sus hojas. El suelo estaba esponjoso por las hojas descompuestas caídas en otoño y, arriba, las ramas desnudas de los castaños en invierno hablaban del túnel verde que creaban en verano. El silencio era absoluto, salvo por el sonido de sus pisadas.

Sin embargo, el silencio no duró. Cuando Saint James tendió la mano a su mujer para ayudarla a saltar un charco, un perrito desaliñado salió de entre los arbustos, ladrándoles.

– ¡Dios santo! -Deborah se llevó un susto y luego se rio-. Oh, qué guapo es, ¿verdad? Ven, perrito. No te haremos daño.

Le extendió la mano. Al hacerlo, un chico con una chaqueta roja salió corriendo por donde había aparecido el perro y cogió al animal en brazos.

– Lo siento -dijo Saint James con una sonrisa-. Parece que hemos asustado a tu perro.

El chico no dijo nada. Miró a Deborah y luego a Saint James mientras el perro seguía ladrando protectoramente.

– La señora Brouard nos ha dicho que por aquí se llegaba a la bahía -dijo Saint James-. ¿Hemos cogido el desvío que no era?

El chico siguió sin decir nada. Tenía un aspecto desarreglado, el pelo graso pegado al cuero cabelludo y la cara sucia. Las manos que sostenían al perro estaban mugrientas, y los pantalones negros que llevaba tenían grasa incrustada en una rodilla. Retrocedió varios pasos.

– No te habremos asustado a ti también, ¿verdad? -le preguntó Deborah-. Pensábamos que no habría…

Su voz se apagó cuando el chico se dio la vuelta y se marchó por donde había venido. Llevaba una mochila andrajosa en la espalda, que rebotaba como un saco de patatas.

– ¿Quién diablos…? -murmuró Deborah.

Saint James también se lo preguntaba.

– Habrá que investigarlo.

Llegaron a la carretera tras cruzar una verja en el muro a cierta distancia del sendero. Allí vieron que los coches del entierro se habían ido, por lo que el camino estaba despejado y encontraron fácilmente la bajada a la bahía, a unos cien metros de la entrada a la finca Brouard.

Esta pendiente estaba entre un sendero y una vereda -más ancha que el primero, pero demasiado estrecha para tomarla por la segunda- y serpenteaba sobre sí misma numerosas veces mientras descendía vertiginosamente hacia el agua. La flanqueaban paredes de roca y bosque, además de un riachuelo que chapoteaba por las piedras desiguales de la base do la pared. Aquí no había ni casas ni cabañas, sólo un hotel cerrado, por ser temporada baja, rodeado de árboles y enclavado en una depresión de la ladera, y con los postigos cerrados en rodas las ventanas.

Abajo, a lo lejos, se veía el canal de la Mancha, moteado por los pocos rayos de sol que eran capaces de atravesar el denso manto de nubes. Acompañando a aquella vista, llegaban los gritos de las gaviotas. Planeaban entre los afloramientos de granito de la cima de los acantilados, que penetraban en la bahía y le daban su forma de herradura. Aquí, los tojos y las uvas de gato crecían en tranquila abundancia, y allí donde la tierra era más honda, matorrales enredados de ramas huesudas marcaban los lugares donde en primavera florecerían los endrinos y las zarzas.

Al pie de la carretera, un pequeño aparcamiento dibujaba una huella en el paisaje. No había ningún coche, ni tampoco parecía probable que fuera a haberlo en esta época del año. Era el lugar perfecto para darse un baño privado o para cualquier actividad que requiriera ausencia de testigos.

Un rompeolas tallado en piedra protegía el aparcamiento de la erosión de la marea, y a un lado del mismo una pasarela bajaba hasta el agua. Algas muertas y semimuertas la cubrían densamente, justo el tipo de vegetación que en otra época del año estaría infestada de moscas y mosquitos. Sin embargo, nada se movía o arrastraba en ella en pleno diciembre, y Saint James y Deborah pudieron cruzarla y acceder a la playa. El agua chocaba en ella rítmicamente, marcando un pulso suave contra la arena gruesa y las piedras.

– No hay viento -observó Saint James mientras contemplaba la entrada de la bahía a cierta distancia de donde se encontraban-. Por eso es un buen lugar para nadar.

– Pero hace un frío horrible -dijo Deborah-. No entiendo cómo podía bañarse en diciembre. Es increíble, ¿no te parece?

– Hay personas a quienes les gustan los extremos -dijo Saint James-. Echemos un vistazo.

– ¿Qué buscamos exactamente?

– Algo que se le haya escapado a la policía.

Les resultó bastante fácil encontrar el lugar exacto del asesinato: las señales de una escena del crimen seguían allí en la forma de una cinta amarilla de la policía, dos botes de carretes del fotógrafo de la policía y una gota de yeso blanco que se había derramado cuando sacaron el molde de una pisada. Saint James y Deborah partieron de este punto y empezaron a trabajar codo con codo ampliando cada vez más la circunferencia a su alrededor.

El proceso era lento. Con los ojos clavados en el suelo, giraban sobre sus talones, levantando las piedras más grandes que encontraban, apartando con cuidado las algas, tamizando la arena con los dedos. Se pasaron una hora así, examinando la pequeña playa, y encontraron la tapa de un tarro de papilla para bebés, un lazo descolorido, una botella vacía de Evian y setenta y ocho peniques en monedas.

Cuando llegaron al rompeolas, Saint James sugirió que comenzaran por extremos opuestos y trabajaran acercándose el uno al otro. Cuando se encontraran, dijo, seguirían avanzando; de este modo los dos habrían inspeccionado por separado todo el largo de la pared.

Tenían que ir con cuidado, porque aquí las piedras eran más pesadas y abundaban las grietas en las que podían caer cosas. Pero aunque los dos caminaron a paso de tortuga, se encontraron en el centro con las manos vacías.

– Esto no es muy esperanzador -señaló Deborah.

– No -reconoció Saint James-. Pero siempre ha sido sólo una posibilidad. -Se apoyó un momento en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada puesta en el canal. Pensó en las mentiras, las que se cuentan y las que se creen. A veces, lo sabía, la gente que las contaba y la que se las creía era la misma. Si uno contaba algo el tiempo suficiente, acababa creyéndoselo.

– Estás preocupado, ¿verdad? -dijo Deborah-. Si no encontramos nada…

Simón la rodeó con el brazo y le dio un beso en la sien.

– Sigamos mirando -le dijo, pero no comentó nada de lo que parecía una obviedad: encontrar algo podría ser más condenatorio incluso que tener la desgracia de no encontrar nada en absoluto.

Continuaron como cangrejos recorriendo la pared, Saint James ligeramente más impedido por el aparato ortopédico de la pierna, lo que a él le dificultaba más que a su mujer avanzar por las piedras más grandes. Tal vez fue ésa la razón por la que, unos quince minutos después de comenzar la parte final de la búsqueda, fue Deborah quien soltó el grito de júbilo, que señalaba el descubrimiento de algo que hasta entonces había pasado desapercibido.

– ¡Aquí! -gritó-. Simón, ven a ver.

Saint James se dio la vuelta y vio que su mujer había llegado al final del rompeolas, donde la pasarela descendía hasta el agua. Estaba señalando la esquina donde se unían el rompiente y la pasarela y, cuando Saint James avanzó en su dirección, ella se agachó para mirar mejor lo que había encontrado.

– ¿Qué es? -preguntó al llegar a su lado.

– Algo metálico -dijo ella-. No he querido cogerlo.

– ¿Está muy profundo? -preguntó Saint James.

– A menos de treinta centímetros, diría yo -contestó-. Si quieres que lo…

– Toma. -Y le dio un pañuelo.

Para alcanzar el objeto, tuvo que meter la pierna en una abertura irregular, y lo hizo con entusiasmo. Se agachó lo suficiente para coger y rescatar lo que había visto desde arriba.

Resultó ser un anillo. Deborah lo sacó y lo dejó protegido por el pañuelo en la palma de la mano de Saint James para que lo inspeccionara.

Parecía de bronce y, por el tamaño, de hombre. Y por el tamaño del adorno también parecía de hombre. Tenía una calavera y dos huesos cruzados. Encima de la calavera estaban los números 39/40 y, debajo, cuatro palabras grabadas en alemán. Saint James entrecerró los ojos para distinguirlas: “Die Festung im Westen”.

– Algo de la guerra -murmuró Deborah mientras lo examinaba ella misma-. Pero no puede llevar aquí todos estos años.

– No. Por el estado en el que está, no parece.

– ¿Entonces…?

Saint James lo envolvió en el pañuelo, pero dejó el anillo en la mano de Deborah.

– Tienen que examinarlo -dijo-. Le Gallez querrá sacarle huellas. No habrá demasiado, pero incluso una huella parcial podría ayudar.

– ¿Cómo pueden no haberlo visto? -preguntó Deborah, y Saint James vio que no esperaba ninguna respuesta.

Aun así, dijo:

– Hasta la fecha, al inspector en jefe Le Gallez le basta con el testimonio de una anciana que no llevaba puestas las gafas. Creo que es seguro concluir que no está buscando tan detenidamente como podría pruebas que pudieran refutar lo que le ha dicho Ruth Brouard.

Deborah examinó el pequeño bulto blanco en su mano y luego miró a su marido.

– Esto podría ser una prueba -dijo-, junto con el cabello que encontraron, la pisada que tienen y los testigos que podrían estar mintiendo sobre lo que vieron. Esto podría cambiarlo todo, ¿verdad, Simón?

– Así es -dijo.


Margaret Chamberlain se felicitó por haber insistido en que se leyera el testamento justo después de la recepción del funeral.

– Llama al abogado, Ruth -le había dicho antes-. Dile que venga después del entierro.

Y cuando Ruth le dijo que el abogado de Guy iba a estar presente de todas formas -otro colega aburrido del hombre a quien tendrían que buscar asiento en el funeral-, pensó que era perfecto. Así tenía que ser. Por si su cuñada intentaba frustrar sus planes, Margaret había arrinconado al hombre mientras se metía un sandwich de cangrejo en la boca. La señora Brouard, le informó, quería que se leyera el testamento inmediatamente después de que el último de los asistentes se fuera de la recepción. Había traído el papeleo, ¿verdad? ¿Sí? Bien. ¿Y supondría algún problema repasar los detalles en cuanto tuvieran la intimidad para hacerlo? ¿No? Bien.

Así que ahora estaban todos reunidos. Pero Margaret no estaba contenta con los integrantes del grupo.

Evidentemente Ruth había echo algo más que llamar al abogado porque Margaret le había insistido. También se había asegurado de que una colección ominosa de individuos estuviera presente para escuchar las observaciones del hombre. Aquello sólo podía significar una cosa: que Ruth conocía los detalles del testamento y que éstos favorecían también a personas que no eran miembros de la familia. ¿Por qué si no se le había ocurrido invitar a unas personas prácticamente desconocidas para que acompañaran a la familia en una ocasión tan especial? E independientemente del cariño con el que Ruth los saludaba y acomodaba en el salón, eran desconocidos, que se definían -según el modo de pensar de Margaret- como gente que no estaba emparentada por sangre ni por matrimonio con el fallecido.

Anaïs Abbott y su hija estaban allí, la primera tan maquillada como el día anterior y la segunda igual de desgarbada y con los hombros igual de caídos. Lo único distinto en ellas era la ropa. Anaïs se las había ingeniado para embutirse en un traje negro cuya falda se curvaba alrededor de su pequeño trasero como el papel de celofán en un melón, mientras que Jemima se había puesto una torera que vestía con la misma gracia que un basurero llevaría un frac. Al parecer, el hijo hosco había desaparecido porque, mientras la gente se reunía en el salón de arriba, debajo de otra más de las aburridas representaciones bordadas de Ruth sobre la vida de un desplazado -al parecer, ésta tenía que ver con criarse en un orfanato…, como si ella hubiera sido el único niño que había tenido que pasar por aquello tras la guerra-, Anaïs no dejó de retorcerse las manos y de decirle a todo aquel que quisiera escucharla que “Stephen se ha marchado… Está desconsolado…”, y entonces volvían a llenársele los ojos de lágrimas en un despliegue irritante de eterna devoción por el fallecido.

Junto con los Abbott, estaban presentes los Duffy. Kevin -gerente de la finca, jardinero, encargado del mantenimiento de Le Reposoir y, al parecer, de lo que Guy necesitara en cada momento- estaba separado de todos junto a una ventana, donde observaba los jardines, cumpliendo con lo que evidentemente era su política de no hacer más que gruñirle a todo el mundo. Su mujer Valerie estaba sentada sola con las manos juntas sobre el regazo. Miraba alternativamente a su marido, a Ruth y al abogado mientras éste abría su maletín. En todo caso, parecía absolutamente desconcertada de estar incluida en esa ceremonia.

Y luego estaba Frank. A Margaret se lo habían presentado después del entierro. Frank Ouseley, le habían dicho, eterno soltero y gran amigo de Guy. Prácticamente su alma gemela, a decir verdad. Habían descubierto una pasión mutua por las cosas relacionadas con la guerra y gracias a ello habían establecido un vínculo afectivo, lo cual bastaba para que Margaret observara al hombre con recelo. Había sabido que él era quien estaba detrás del absurdo proyecto del museo. Él era la razón de que los millones de Guy, sabía Dios cuántos, tomaran una dirección que no era la de su hijo. A Margaret el hombre le pareció especialmente repugnante con un traje de tweed que le sentaba mal y fundas en los dientes frontales. También era rollizo, lo cual era otro punto en su contra. Las barrigas significaban glotonería, lo que significaba codicia.

Y en esos momentos estaba hablando con Adrián, que obviamente no tenía el sentido común de reconocer a un adversario cuando lo tenía delante respirando el mismo aire. Si las cosas se desarrollaban como Margaret comenzaba a temer en los siguientes treinta minutos más o menos, era muy posible que ella y su hijo tuvieran un desacuerdo legal con ese hombre regordete. Como mínimo, Adrián podría tener la sensatez de darse cuenta y guardar las distancias.

Margaret suspiró. Observó a su hijo y advirtió por primera vez lo mucho que se parecía a su padre. También vio que Adrián se esforzaba mucho por minimizar ese parecido: se rapaba el pelo para que los rizos de Guy no aparecieran, vestía mal y lucía un afeitado apurado para evitar la barba pulcramente recortada de Guy. Pero no podía hacer nada con los ojos, que eran igualitos a los de su padre: ojos seductores, los llamaban, sensuales y de párpados caídos. Y no podía hacer nada con su piel, más morena que la del inglés medio.

Se acercó a donde estaba su hijo, junto a la chimenea con el amigo de su padre. Entrelazó el brazo en el de él.

– Ven a sentarte conmigo, cariño -le dijo a Adrián-. ¿Puedo robárselo, señor Ouseley?

No hizo falta que Frank Ouseley respondiera porque Ruth había cerrado la puerta del salón, lo que indicaba que todas las partes relevantes estaban presentes. Margaret condujo a Adrián a un sofá que formaba parte de un grupo de asientos próximo a la mesa en la que el abogado de Guy -un hombre larguirucho llamado Dominic Forrest- había colocado sus papeles.

A Margaret no se le pasó por alto que todo el mundo intentaba fingir no estar a la expectativa. También su hijo, a quien había tenido que convencer para que asistiera a la reunión. Estaba sentado de cualquier manera, con el semblante inexpresivo y el cuerpo en una posición que declaraba lo poco que le importaba escuchar lo que su padre había previsto hacer con su dinero.

A Margaret le daba igual aquella actitud porque a ella sí le importaba. Así que cuando Dominic Forrest se puso las gafas de media luna y se aclaró la garganta, le dedicó toda su atención. El hombre se había asegurado de que Margaret supiera que aquella lectura formal del testamento era sumamente irregular. Era mucho mejor que los beneficiarios conocieran su herencia en un entorno privado que les permitiera asimilar la información y formular las preguntas que pudieran tener sin que se revelara lo delicado de su situación a individuos que no tenían ningún interés en su bienestar personal.

Margaret sabía que la traducción de aquella jerga legal era que el señor Forrest habría preferido reunirse con cada beneficiario por separado para cobrarle a cada uno individualmente. Qué repugnante.

Ruth estaba sentada al borde de un sillón Reina Ana cerca de Valerie. Kevin Duffy permaneció junto a la ventana, y Frank, junto a la chimenea. Anaïs Abbott y su hija se sentaron en un confidente mientras una se retorcía las manos y la otra intentaba colocar sus piernas de jirafa en algún lugar donde no molestaran demasiado.

El señor Forrest tomó asiento y sacudió los papeles con un movimiento de muñeca. La última voluntad y testamento del señor Brouard, comenzó, estaba escrito, firmado y atestiguado el dos de octubre del presente año. Era un documento sencillo.

A Margaret no le gustaba demasiado cómo se estaban desarrollando las cosas. Se armó de valor para escuchar unas noticias que, potencialmente, eran menos que buenas. Al final, resultó que había sido una actitud sensata por su parte, porque el señor Forrest enseguida reveló que toda la fortuna de Guy consistía en una única cuenta corriente y una cartera de valores. La cuenta y la cartera, conforme a las leyes de sucesión de los estados de Guernsey -significara lo que significase eso-, iban a dividirse en dos partes. La primera, una vez más conforme a las leyes de sucesión de los estados de Guernsey, iba a repartirse en partes iguales entre los tres hijos de Guy. En cuanto a la segunda parte, una mitad iría a parar a Paul Fielder y la otra, a Cynthia Moullin.

De Ruth, querida hermana y compañera durante toda la vida del fallecido, no se hacía mención alguna. Pero teniendo en cuenta las propiedades de Guy en Inglaterra, Francia, España y las Seychelles, teniendo en cuenta sus sociedades internacionales, acciones, bonos, obras de arte -por no mencionar la propia Le Reposoir-, a los cuales no se hacía referencia alguna en el testamento, no resultaba difícil ver de qué manera Guy Brouard había dejado claros sus sentimientos por sus hijos mientras se ocupaba simultáneamente de su hermana. Santo cielo, pensó Margaret débilmente. Debía de haberle dejado todo en vida a Ruth.

La conclusión de la lectura del señor Forrest fue recibida con un silencio que al principio fue de asombro y que sólo Margaret transformó lentamente en ira. Lo primero que pensó fue que Ruth había orquestado todo aquello para humillarla. Ella nunca le había caído bien a Ruth. Nunca, nunca, nunca, nunca le había caído bien. Y durante los años en que Margaret había mantenido a su hijo alejado de Guy, no cabía duda de que Ruth había desarrollado verdadero odio por ella. Qué auténtico placer le proporcionaría este momento en el que presenciaba cómo Margaret Chamberlain se llevaba su merecido: no sólo había recibido un duro golpe al saber que el patrimonio de Guy no era el que parecía, sino que también había visto que su hijo recibía una parte menor de ese patrimonio que dos absolutos desconocidos llamados Fielder y Moullin.

Margaret se giró hacia su cuñada, dispuesta a batallar. Pero vio en el rostro de Ruth una verdad que no quería creer. Estaba tan pálida que tenía los labios blancos, su expresión ilustraba mejor que nada que el testamento de su hermano no era el que había esperado. Pero había más información que ésa contenida en la expresión de Ruth y en su invitación a los demás a escuchar la lectura del testamento. En efecto, esos dos hechos llevaron a Margaret a una conclusión ineluctable: Ruth no sólo conocía la existencia de un testamento anterior, sino que también conocía el contenido del mismo.

¿Por qué si no invitar a la amante más reciente de Guy? ¿Y a Frank Ouseley? ¿Y a los Duffy? Sólo podía haber una razón: Ruth los había invitado de buena fe porque en su momento Guy les había dejado un legado.

Un legado, pensó Margaret. El legado de Adrián. El legado de su hijo. Al darse cuenta de lo que había ocurrido en realidad, le pareció que un fino velo rojo le tapaba la vista. Que su hijo Adrián no recibiera lo que le correspondía… Que fuera eliminado, de hecho, del testamento de su padre, pese a los tejemanejes increíbles de Guy para que pareciera que no… Que lo colocaran en la posición humillante de recibir menos que dos personas -Fielder y Moullin, fueran quienes fuesen- que aparentemente no tenían ninguna relación con Guy… Que, obviamente, la gran mayoría de las posesiones de su padre ya se hubieran repartido… Que, por lo tanto, no recibiera literalmente nada del hombre que le había dado la vida y luego lo había abandonado sin luchar y luego, al parecer, no había sentido nada por ese abandono y luego había sellado el rechazo que implicaba ese abandono tirándose a la novia de su hijo cuando la novia estaba a punto -sí, a punto- de adoptar el compromiso que hubiera cambiado su vida para siempre y lo hubiera convertido en una persona completa al fin… Era inconcebible. El acto en sí mismo era inmoral. Y alguien iba a pagar por ello.

Margaret no sabía cómo ni quién. Pero estaba decidida a poner las cosas en orden.

Eso significaba, primero, quitar el dinero a los dos completos desconocidos a quienes su ex marido había dejado su herencia. ¿Y quiénes eran? ¿Dónde estaban? Y lo más importante, ¿qué relación tenían con Guy?

Había dos personas que, evidentemente, conocían la respuesta a estas preguntas. Dominic Forrest era una de ellas; el abogado estaba guardando sus papeles en el maletín y comentando no sé qué sobre peritos contables y extractos bancarios y corredores de bolsa y cosas por el estilo. Y la otra era Ruth; la hermana se había acercado a Anaïs Abbott y le murmuraba algo al oído. Margaret sabía que era improbable que Forrest soltara más información de la que les había dado durante la lectura del testamento. Pero Ruth, como cuñada suya y -lo que era crucial- tía de Adrián, que había sido utilizado miserablemente por su padre… Sí, Ruth se mostraría comunicativa con los hechos cuando la abordara correctamente.

Margaret se dio cuenta de que, a su lado, Adrián estaba temblando, y volvió en sí bruscamente. Había estado tan absorta en sus pensamientos sobre qué iba a hacer ahora, que ni siquiera había considerado el impacto que aquel momento estaría teniendo seguramente en su hijo. Dios sabía que la relación de Adrián con su padre había sido difícil, puesto que Guy prefirió descaradamente coleccionar relaciones sexuales antes que crear un vínculo estrecho con su hijo mayor. Pero que lo trataran así era cruel, mucho más cruel que tener una vida sin influencia paterna. Y ahora sufría por ello.

Así que se volvió hacia él, dispuesta a decirle que aquello no era el final de nada, dispuesta a señalar que había vías legales, recursos, formas de arreglar o manipular o amenazar, pero en cualquier caso, formas de conseguir lo que uno quería, así que no tenía que preocuparse ni tenía que creer que los términos del testamento de su progenitor significaban más que un momento de locura de su padre inspirado por Dios sabía qué… Estaba dispuesta a decírselo, dispuesta a pasarle el brazo alrededor del hombro, dispuesta a levantarle el ánimo y traspasarle su fuerza. Pero vio que nada de eso sería necesario.

Adrián no lloraba. Ni siquiera estaba ensimismado.

El hijo de Margaret se reía en silencio.


Valerie Duffy había vivido la lectura del testamento con preocupación por más de un motivo, y la conclusión del acto sólo mitigó una de sus preocupaciones. Le angustiaba perder su casa y su sustento, algo que había temido que sucediera tras la muerte de Guy Brouard. Pero el hecho de que en el testamento no se mencionara Le Reposoir sugería que ya se había tratado el tema de la finca en otro momento, y Valerie tenía bastante claro a quién se había asignado ahora su cuidado y titularidad. Eso significaba que ella y Kevin no se quedarían en la calle sin trabajo inmediatamente, lo cual era un alivio enorme.

Sin embargo, el resto de las preocupaciones de Valerie persistieron. Estaban relacionadas con la taciturnidad natural de Kevin, que, por lo general, no la inquietaba, pero que ahora la tenía desconcertada.

Ella y su marido cruzaron los jardines de Le Reposoir, dejando la mansión tras ellos, en dirección a su casa. Valerie había visto la variedad de reacciones en los rostros de las personas reunidas en el salón y leído en cada uno de ellos sus esperanzas truncadas. Anaïs Abbott confiaba en la exhumación económica de la tumba que se había cavado ella misma al intentar conservar a su hombre. Frank Ouseley preveía un legado suficientemente cuantioso para construir un monumento a su padre. Margaret Chamberlain esperaba que su hijo recibiera suficiente dinero para que se marchara para siempre de su casa. ¿Y Kevin…? Bueno, era evidente que Kevin estaba pensando en muchas cosas, la mayoría de las cuales no tenían nada que ver con testamentos ni legados, así que había entrado en el salón sin la desventaja de un lienzo lleno en el que había pintado sus aspiraciones.

Lo miró, sólo una ojeada rápida mientras caminaba a su lado. Sabía que a su marido no le parecería natural que no hiciera ningún comentario, pero Valerie quería ser prudente respecto a cuanto decía. Había cosas de las que uno no soportaba hablar.

– ¿Crees que tendríamos que llamar a Henry, entonces? -le preguntó por fin a su marido.

Kevin se aflojó la corbata y se desabrochó el botón de arriba de la camisa. No estaba acostumbrado al tipo de ropa que la mayoría de los hombres lleva con comodidad.

– Supongo que lo sabrá pronto. Seguro que a la hora de cenar media isla ya se habrá enterado.

Valerie esperó a que siguiera hablando, pero no dijo nada más. Quería sentirse aliviada, pero el que no la mirara le decía que tenía la cabeza en otra parte.

– Pero me pregunto cómo reaccionará -dijo Valerie.

– ¿En serio, cariño? -le preguntó Kevin.

Lo dijo en voz baja, así que Valerie apenas le oyó, pero le bastó el tono para estremecerse.

– ¿Por qué me preguntas eso, Kev? -dijo con la esperanza de que se viera obligado a hablar.

– Lo que la gente dice que hará y lo que acaba haciendo en realidad a veces son cosas distintas, ¿verdad? -Kevin la miró.

El estremecimiento de Valerie se convirtió en un escalofrío permanente. Notó que le subía por las piernas y le atravesaba el estómago, donde se enroscó como un gato pelado y se acomodó allí, pidiéndole que hiciera algo al respecto. Esperó a que su marido introdujera el tema obvio en que seguramente estarían pensando todos los presentes en el salón o del que estarían hablando con otra persona. Como no lo hizo, dijo:

– Henry estaba en el funeral, Kev. ¿Has hablado con él? También ha venido al entierro, y a la recepción. ¿Le has visto? Supongo que eso significa que él y el señor Brouard fueron amigos hasta el final. Lo cual es bueno, creo. Porque sería terrible que el señor Brouard hubiera muerto enfadado con alguien, y en particular con Henry. Henry no querría que una fisura en su amistad atormentara su conciencia, ¿verdad?

– No -dijo Kevin-. Una conciencia atormentada es algo repugnante. No te deja dormir por las noches. Hace que te resulte difícil pensar en otra cosa que no sea lo que hiciste para tener mala conciencia. -Dejó de caminar, y Valerie también se detuvo. Se quedaron parados en el césped. Sopló una ráfaga de viento repentina procedente del canal que llevaba consigo el aire salado y también el recuerdo de lo que había sucedido en la bahía.

– ¿Tú crees, Val -dijo Kevin después de treinta segundos eternos en los que Valerie no contestó a su comentario-, que a Henry le va a sorprender el testamento?

Ella apartó la mirada, sabiendo que los ojos de Kevin seguían clavados en ella y que intentaba hacerla hablar. Normalmente su marido podía sonsacarle lo que fuera, porque a pesar de los veintisiete años que llevaban casados, le quería igual que el primer día, cuando desnudó su cuerpo deseoso y amó ese cuerpo con el suyo. Conocía el valor verdadero que suponía tener este tipo de celebración con un hombre, y el miedo a perderlo la empujaba a hablar y pedir perdón a Kevin por lo que había hecho, a pesar de haber prometido no hacerlo nunca por el infierno que desataría si lo hacía.

Pero la fuerza de la mirada de Kevin sobre ella no bastó. La llevó al borde, pero no pudo lanzarla a la destrucción. Se quedó callada, lo cual le obligó a continuar.

– No veo por qué no iba a sorprenderle, ¿tú sí? Todo esto es tan raro, que pide a gritos preguntas y respuestas. Y si no pregunta él… -Kevin miró en dirección al estanque de los patos, donde el pequeño cementerio albergaba los cuerpos rotos de aquellos pájaros inocentes-. Para un hombre hay demasiadas cosas que significan poder y, cuando le arrebatan ese poder, no lo lleva bien. Porque no puede reírse como si no le importara, ¿comprendes? No puede decir: “Bueno, no significaba tanto, ¿verdad?”. No si un hombre sabe cuál es su poder. Y tampoco si lo ha perdido.

Valerie hizo que Kevin siguiera caminando, resuelta a no dejarse atrapar por la mirada de su marido, clavada en una cajita como una mariposa cazada, con la etiqueta “mujer rechazada” debajo.

– ¿Crees que es eso lo que pasó, Kev? ¿Que alguien perdió su poder? ¿Crees que se trata de eso?

– No lo sé -contestó él-. ¿Y tú?

Una mujer tímida habría dicho: “¿Por qué debería…?”, pero el último atributo que poseía Valerie era ser tímida. Sabía exactamente por qué su marido le hacía esa pregunta y sabía adonde los conduciría si le contestaba directamente: a examinar las promesas hechas y discutir las explicaciones planteadas.

Pero más allá de las cosas que Valerie no quería tratar en ninguna conversación con su marido, estaban sus propios sentimientos, que ahora también debía tener en cuenta. Porque no era fácil vivir sabiendo que seguramente eras responsable de la muerte de un buen hombre. Seguir con tu vida cotidiana con eso en la cabeza ya era complicado. Tener que enfrentarse a que alguien más aparte de ti conociera tu responsabilidad convertía el peso en insufrible. Así que no podía hacerse nada salvo eludir el tema y no hablar claro. A Valerie le parecía que cualquier movimiento que hiciera supondría una pérdida, un corto viaje en el largo camino de los pactos rotos y las responsabilidades no asumidas.

Deseaba más que nada en el mundo poder dar marcha atrás en el tiempo. Pero no podía hacerlo. Así que siguió caminando con decisión hacia la casa, donde al menos los dos tenían trabajo que hacer, algo para alejar la mente del abismo que crecía rápidamente entre ellos.

– ¿Has visto a ese hombre hablando con la señora Brouard -le preguntó Valerie a su marido-, el hombre de la pierna mala? Ha subido con él arriba. Nunca lo había visto por aquí, así que me preguntaba… ¿Podría ser su médico? No se encuentra bien. Ya lo sabes, ¿verdad, Kev? Ha intentado ocultarlo, pero ahora está peor. Ojalá hablara de ello. Así podría ayudarla más. Entiendo que no dijera una palabra mientras él estaba vivo; no querría preocuparle, ¿no? Pero ahora que no está… Podríamos hacer mucho por ella, tú y yo, Kev. Si nos dejara.

Salieron del césped y cruzaron una sección del sendero que rodeaba su casa. Se acercaron a la puerta, con Valerie delante. Habría entrado directamente y colgado el abrigo y empezado con su trabajo, pero la siguiente frase de Kevin se lo impidió.

– ¿Cuándo vas a dejar de mentirme, Val?

Las palabras encerraban justo el tipo de pregunta que tendría que haber respondido en alguna otra ocasión. Implicaban tantas cosas sobre la naturaleza cambiante de su relación, que en cualquier otra circunstancia el único modo de refutar esa deducción habría sido darle a su marido lo que le pedía. Pero en la situación actual, Valerie no tuvo que hacerlo porque, mientras Kevin hablaba, el mismo hombre al que se había referido hacía un momento apareció por entre los arbustos que marcaban el camino a la bahía.

Lo acompañaba una mujer pelirroja. Los dos vieron a los Duffy y, tras intercambiar unas palabras rápidas entre ellos, se acercaron inmediatamente. El hombre dijo que se llamaba Simón Saint James y presentó a la mujer, que era su esposa, Deborah. Habían venido de Londres para asistir al funeral, les explicó, y preguntó a los Duffy si podía hablar con ellos.


El más reciente de los analgésicos -al que su oncólogo había llamado “la última cosa” que iban a probar- ya no tenía el poder de mitigar el dolor brutal que Ruth sentía en los huesos. Había llegado el momento en que, obviamente, había que pasar a las grandes dosis de morfina, pero se trataba del momento físico. El momento mental, definido por el instante en que admitiera la derrota de sus esfuerzos por controlar el modo en que acabaría su vida, aún no había llegado. Hasta que lo hiciera, Ruth estaba decidida a seguir adelante como si la enfermedad no estuviera destrozándole el cuerpo como un ejército de vikingos invasores que había perdido a su líder.

Se había despertado aquella mañana con una agonía intensa que no disminuyó a lo largo del día. A primera hora, había estado tan concentrada en llevar a cabo las obligaciones para con su hermano, su familia, sus amigos y la comunidad, que pudo olvidar el dominio que ejercía el dolor en la mayor parte de su cuerpo. Pero a medida que la gente se despedía, cada vez le resultó más difícil no hacer caso a aquello que intentaba llamar su atención de una forma tan vehemente. La lectura del testamento había ofrecido a Ruth una distracción momentánea de la enfermedad. Lo que siguió a la lectura del testamento continuó proporcionándosela.

Afortunada y sorprendentemente, el intercambio de palabras que mantuvo con Margaret fue breve.

– Me ocuparé del resto de este lío después -afirmó su cuñada, con la expresión de una mujer en presencia de carne rancia, su cuerpo tenso por la rabia-. Por ahora, quiero saber quién diablos son.

Ruth sabía que se refería a los dos beneficiarios del testamento de Guy que no eran sus hijos. Le dio a Margaret la información que quería y observó cómo se marchaba rápidamente de la estancia para iniciar una batalla que Ruth sabía muy bien que iba a ser de lo más incierta.

Aquello dejó a Ruth con los demás. Sorprendentemente, Frank Ouseley estaba tranquilo. Cuando se acercó a él para ofrecerle una explicación nerviosa y decirle que seguro que podrían hacer algo porque Guy había expresado con claridad sus sentimientos respecto al museo de la guerra, Frank contestó:

– No te preocupes, Ruth. -Y se despidió de ella sin el más mínimo rencor. Pero estaría decepcionado, teniendo en cuenta el tiempo y el esfuerzo que él y Guy habían dedicado al proyecto de la isla, así que antes de que se marchara, Ruth le dijo que no pensara que la situación era desesperada, que ella estaba convencida de que algo podría hacerse para que sus sueños pudieran cumplirse. Guy sabía lo mucho que significaba el proyecto para Frank y sin duda tenía pensado… Pero no pudo decir más. No podía traicionar a su hermano ni sus deseos porque aún no comprendía lo que había hecho o por qué lo había hecho.

Frank tomó su mano en las suyas y le dijo:

– Ya habrá tiempo para pensar en todo esto más tarde. No te preocupes por eso ahora.

Luego se marchó, dejándola que se ocupara de Anais.

“Estado de choque” era la expresión que le vino a la mente a Ruth cuando por fin se quedó a solas con la novia de su hermano. Anaïs estaba paralizada en el mismo confidente que había ocupado durante la lectura del testamento que había hecho Dominic Forrest; no había cambiado de posición y la única diferencia era que ahora estaba sentada allí sola. La pobre Jemima estaba tan impaciente por marcharse, que cuando Ruth murmuró: “Quizá encuentres a Stephen por los jardines, cielo…”, uno de sus grandes pies quedó atrapado en el borde de una otomana y casi tropezó con una mesa pequeña debido a las prisas por irse. Era una actitud comprensible. Jemima conocía bastante bien a su madre y seguramente preveía lo que se le iba a pedir en forma de devoción filial durante las próximas semanas. Anaïs necesitaría una confidente y un chivo expiatorio. El tiempo diría qué papel iba a jugar su larguirucha hija.

Así que ahora Ruth y Anaïs estaban solas y Anaïs tiraba del borde de un pequeño cojín del confidente. Ruth no sabía qué decirle. Su hermano había sido un hombre bueno y generoso a pesar de sus debilidades y anteriormente había recordado a Anaïs Abbott y sus hijos en su testamento de un modo que habría aliviado su angustia con creces. En efecto, así se había comportado Guy con sus mujeres. Cada vez que tenía una novia nueva durante un período superior a tres meses, cambiaba su testamento para reflejar hasta qué punto él y ella estaban entregados el uno al otro. Ruth lo sabía porque Guy siempre había sentido la necesidad de compartir con ella el contenido de su testamento. A excepción de este último y más reciente documento, Ruth los había leído en presencia de Guy y de su abogado, porque Guy siempre había querido asegurarse de que Ruth comprendía cómo quería que se repartiera su dinero.

El último testamento que Ruth había leído había sido redactado unos seis meses después de que su hermano iniciara su relación con Anaïs Abbott, poco después de que regresaran de Cerdeña, donde al parecer habían hecho poco más aparte de explorar todas las variantes de lo que un hombre y una mujer podían hacerse el uno al otro con sus respectivos cuerpos. Guy había regresado de ese viaje con la mirada vidriosa y le había dicho: “Es la definitiva, Ruth”, y esta creencia optimista había quedado reflejada en su testamento. Esa era la razón por la que Ruth le había pedido a Anaïs que estuviera presente, y por la expresión de su rostro vio que Anaïs creía que Ruth lo había hecho por maldad.

Ruth no sabía qué sería peor ahora mismo: permitir que Anaïs creyera que abrigaba tal deseo de herirla que permitiría que se truncaran todas sus esperanzas en público, o decirle que había un testamento anterior en el que las cuatrocientas mil libras que le dejaba Guy habrían sido la respuesta a su dilema actual. Tendría que ser la primera alternativa, decidió Ruth. Porque aunque no quería ser la destinataria de la antipatía de nadie, decirle a Anaïs que existía un testamento anterior probablemente supondría tener que hablar de por qué Guy lo había cambiado.

Ruth se sentó en el confidente.

– Anaïs, lo lamento muchísimo -dijo-. No sé qué más decir.

Anaïs volvió la cabeza como si recuperara lentamente la conciencia.

– Si quería dejar su dinero a unos adolescentes -dijo-, ¿por qué no a los míos: Jemima, Stephen? ¿Acaso solamente pretendía…? -Apretó el cojín contra su estómago-. ¿Por qué me ha hecho esto, Ruth?

Ruth no sabía qué explicación dar. Anaïs ya estaba bastante destrozada en este momento. Parecía inhumano destrozarla aún más.

– Creo que tenía que ver con el hecho de que Guy hubiera perdido a sus propios hijos, cielo. Por culpa de sus madres. Por los divorcios. Creo que veía a estos otros chicos como una forma de volver a ser padre cuando ya no podía ser un padre para los suyos.

– ¿Y los míos no eran suficiente para él? -preguntó Anaïs-. ¿Mi Jemima? ¿Mi Stephen? ¿Eran menos importantes? Es tan incoherente que esos dos chicos prácticamente desconocidos…

– Para Guy no lo eran -la corrigió Ruth-. Conocía a Paul Fielder y a Cynthia Moullin desde hacía años. -”Más años que a ti, más años que a tus hijos, quiso añadir”, pero no lo hizo porque necesitaba que esta conversación terminara antes de que se adentraran en un terreno que no pudiera cubrir. Dijo-: Ya conoces el AAPG, Anaïs. Ya sabes lo implicado que estaba Guy en su papel de mentor.

– Y se introdujeron en su vida, ¿verdad? Siempre con la esperanza… Se introdujeron en ella, vinieron aquí y echaron un buen vistazo y vieron que si jugaban bien sus cartas, tendrían la posibilidad de que les dejara algo. Eso es. Es lo que pasó. Eso es. -Tiró el cojín a un lado.

Ruth escuchó y observó. Le maravilló la capacidad de Anaïs para autoengañarse. Estuvo tentada de decir: “¿Y no es lo mismo que pretendías tú, querida? ¿Acaso te ataste a un hombre casi veinticinco años mayor que tú por devoción ciega? Me parece que no, Anaïs”. Pero en lugar de eso, dijo:

– Creo que confiaba en que Jemima y Stephen tendrían una buena vida bajo tu protección. Pero los otros dos… No tenían las mismas ventajas con las que tus hijos han sido bendecidos. Quería ayudarlos.

– ¿Y yo? ¿Qué tenía pensado para mí?

“Ah -pensó Ruth-. Ahora hemos llegado a la verdadera cuestión.” Pero no estaba dispuesta a responder a la pregunta de Anaïs.

– Lo siento muchísimo, querida -fue lo único que dijo.

A lo que Anaïs respondió:

– Oh, sí, imagino que sí. -Miró a su alrededor como si se hubiera despertado del todo, asimilando el entorno como si lo viera por primera vez. Recogió sus pertenencias y se levantó.

Se dirigió hacia la puerta. Pero allí se detuvo y se dio la vuelta hacia Ruth-. Me hizo promesas -dijo-. Me dijo cosas, Ruth. ¿Me mintió?

Ruth respondió lo único que consideraba seguro contestarle a la otra mujer:

– Me consta que mi hermano nunca mentía.

Y nunca lo había hecho, ni una sola vez, a ella no. “Sois forte -le había dicho-. Ne crains rien. Je reviendrai te chercher, petite soeur.” Y había hecho honor a esa promesa: volvió a buscarla al orfanato, donde la había enviado un país atribulado para el que dos niños refugiados de Francia significaban sólo dos bocas más que alimentar, dos hogares más que encontrar, dos futuros más que dependían de que aparecieran unos padres agradecidos que fueran a buscarlos. Cuando esos padres no vinieron y el mundo entero conoció la gran barbaridad de lo que había ocurrido en los campos, Guy había aparecido. Había jurado vehementemente, superando su propio terror, que cela n'a d'importance, d'ailleurs rien n'a d'importance para mitigar el miedo de su hermana. Se había pasado la vida demostrando que podían sobrevivir sin padres -incluso sin amigos si era necesario- en una tierra que no habían reclamado para sí, sino que les habían impuesto. Por tanto, Ruth nunca vio ni nunca había visto a su hermano como un mentiroso, a pesar de saber que tuvo que serlo, que tuvo que crear una red virtual de engaños para traicionar a dos esposas y a un montón de amantes mientras pasaba de una mujer a otra.

Cuando Anaïs se marchó, Ruth reflexionó sobre el tema. Lo ponderó a la luz de las actividades de Guy en los últimos meses. Se dio cuenta de que si le había mentido aunque fuera por omisión -como había sucedido con el nuevo testamento del que desconocía su existencia-, también podía haberle mentido respecto a otras cosas.

Se levantó y fue al estudio de Guy.

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