Capítulo 15

Paul Fielder normalmente se levantaba con su despertador, una lata vieja y rota a la que daba cuerda religiosamente todas las noches y programaba con cuidado, siempre consciente de que alguno de sus hermanos menores podía haberlo toqueteado en algún momento del día. Pero la mañana siguiente fue el teléfono lo que le despertó, seguido del sonido de unos pies subiendo las escaleras. Reconoció los pasos fuertes y cerró los ojos con fuerza por si Billy entraba en el cuarto. Por qué su hermano estaba levantado tan temprano era un misterio para Paul, a menos que no se hubiera acostado la noche pasada. No sería extraño. A veces Billy se quedaba viendo la tele hasta que no había nada más por ver y luego se quedaba sentado en el salón fumando, poniendo discos en el viejo equipo de música de sus padres. Los ponía muy alto, pero nadie le decía que bajara el volumen para que el resto de la familia pudiera dormir. Los días en que alguien le decía algo a Billy que pudiera hacerle explotar hacía tiempo que habían pasado.

La puerta de su cuarto se abrió de golpe, y Paul mantuvo los ojos bien cerrados. En la pequeña habitación situada enfrente de su cama, su hermano menor gritó sobresaltado y, por un momento, Paul sintió el vergonzoso alivio de quien cree que va a eludir la tortura en favor de otra víctima. Pero sólo resultó ser un grito de sorpresa por el ruido repentino, porque inmediatamente después de que la puerta se abriera bruscamente, Paul notó una palmada en el hombro.

– Eh, estúpido -dijo la voz de Billy-. ¿Crees que no sé que estás fingiendo? Levántate. Vas a tener visita.

Paul siguió tercamente con los ojos cerrados, lo que podía o no haber impulsado a Billy a agarrarle del pelo y levantarle la cabeza. Le echó a Paul el aliento fétido de la mañana en la cara y dijo:

– ¿Quieres una mamadita, capullo? ¿Te ayudaría a levantarte? Te gusta más si es un tío, ¿verdad? -Sacudió la cabeza de Paul y luego la soltó en la almohada-. Qué lerdo eres, sí. Apuesto a que la tienes dura y no sabes dónde meterla. Vamos a ver.

Paul notó las manos de su hermano en las mantas y reaccionó. La verdad era que sí la tenía dura. Siempre la tenía así por la mañana y, por conversaciones que había escuchado en la clase de educación física en el colegio, creía que era normal, lo que había supuesto un gran alivio para él, porque había comenzado a preguntarse qué significaba que se despertara diariamente con el miembro erecto.

Soltó un grito similar al de su hermano pequeño y agarró con fuerza la manta. Cuando se hizo evidente que Billy iba a salirse con la suya, saltó de la cama y salió corriendo al baño. Cerró la puerta de golpe y corrió el pestillo. Billy aporreó la madera.

– Ahora se la está pelando -dijo riéndose-. Pero no es tan divertido sin ayuda, ¿no? Una de esas pajitas mutuas que tanto te gustan.

Paul abrió el grifo de la bañera y tiró la cadena del inodoro. Cualquier cosa para neutralizar a su hermano.

Por encima del torrente de agua, oyó otras voces gritando detrás de la puerta, seguidas de la risa enloquecida de Billy, seguida de unos golpes en la puerta más suaves pero insistentes. Paul cerró el grifo y se quedó junto a la bañera. Oyó la voz de su padre.

– Abre, Paulie. Tenemos que hablar.

Cuando Paul abrió la puerta, vio a su padre allí, vestido para salir a trabajar con la cuadrilla de las obras. Llevaba unos vaqueros azules mugrientos y las botas sucias y una camisa de franela gruesa que apestaba a sudor fuerte. Tendría que llevar puesta la ropa de carnicero, pensó Paul, y la tristeza que le provocaba aquello era como un nudo en la garganta. Tendría que llevar la elegante chaqueta blanca y el distinguido delantal blanco encima de unos pantalones que estaban todos los días limpios. Tendría que ir a trabajar a donde había trabajado desde que Paul tenía memoria. Tendría que estar listo para colocar la carne en su tenderete al fondo del mercado, donde ahora no trabajaba nadie porque todo lo que en su día estaba allí había muerto como al final sucedía con todo.

Paul quería cerrarle la puerta en las narices a su padre: a la ropa sucia que nunca debería haber llevado, a su cara que nunca debería haber dejado sin afeitar. Pero antes de que tuviera la oportunidad de hacerlo, su madre también había aparecido en el umbral, llevando consigo el aroma a beicon frito, parte del desayuno que insistía en que su padre tomara todos los días para coger fuerzas.

– Vístete, Paulie -dijo desde detrás del hombro de su marido-. Va a venir a verte un abogado.

– ¿Sabes de qué va todo esto, Paul? -le preguntó su padre.

Paul negó con la cabeza. ¿Un abogado? ¿A verle? Le extrañó y pensó que era un error.

– ¿Has estado yendo al colegio como deberías? -dijo su padre.

Paul asintió, sin arrepentirse de mentir. Había estado yendo al colegio como él creía que debía, cuando otras cosas no interferían. Cosas como el señor Guy y lo que había sucedido. Lo que provocó que el dolor volviera deprisa.

Su madre pareció notarlo. Metió la mano en el bolsillo de su bata de cuadros y sacó un clínex que dejó en la mano de Paul.

– Date prisa, cielo -murmuró, y le dijo a su marido-: Ol, ve a desayunar. Ha ido abajo -añadió mirando a Paul mientras le dejaban para que se arreglara para la visita. Como para dar una explicación innecesaria, oyó el estruendo del televisor. Billy había pasado a otro interés.

Solo, Paul hizo lo que pudo por estar presentable para reunirse con un abogado. Se lavó la cara y las axilas. Se puso la ropa que había llevado el día anterior. Se cepilló los dientes y se peinó. Se miró en el espejo y se preguntó qué significaba todo aquello: la mujer, el libro, la iglesia y los obreros. Tenía la pluma en la mano y señalaba algo: la punta al libro y las plumas al cielo. Pero ¿qué significaba? Quizá nada, si bien no lo creía.

“¿Se te da bien guardar secretos, mi príncipe?”

Fue abajo, donde su padre estaba comiendo y Billy -tras olvidar el televisor- fumando, repantigado en su silla con los pies sobre el cubo de la basura de la cocina. Tenía una taza de té junto al codo y la levantó cuando Paul entró en la habitación, saludándolo con una sonrisita.

– ¿Ha estado bien la paja, Paulie? Espero que hayas limpiado la taza del inodoro.

– Esa boca -dijo Ol Fielder a su hijo mayor.

– Uh, qué miedo -fue la respuesta de Billy.

– ¿Unos huevos, Paulie? -le preguntó su madre-. Puedo hacértelos fritos, o cocidos si quieres.

– La última comida antes de que se lo lleven -dijo Billy-. Si te haces pajas en la trena, todos querrán un poco, Paulie.

Los herreos de la menor de los Fielder en las escaleras interrumpieron su conversación. La madre de Paul dio la sartén al padre, le pidió que vigilara los huevos y fue a buscar a su única hija. Cuando ésta entró en la cocina sobre la cadera de su madre, no hubo forma de que dejara de llorar.

El timbre de la puerta sonó mientras los dos hermanos menores bajaban ruidosamente las escaleras y ocupaban su lugar en la mesa. Ol Fielder fue a abrir y, enseguida, llamó a Paul para que fuera al salón.

– Tú también, Mave -dijo a su mujer, lo que fue invitación suficiente para que Billy se uniera a ellos sin que le dijeran nada.

Paul se quedó en la puerta. No sabía mucho sobre abogados, y lo que sabía no hacía que estuviera impaciente por conocer a uno. Intervenían en juicios, y los juicios significaban gente en apuros. Y se mirara como se mirase, alguien en apuros bien podía significar Paul.

El abogado resultó ser un hombre llamado señor Forrest, que miró a Billy y a Paul con cierta confusión, preguntándose obviamente quién era quién. Billy resolvió el problema empujando a Paul hacia delante.

– Le busca a él. ¿Qué ha hecho?

Ol Fielder presentó a todo el mundo. El señor Forrest miró a su alrededor buscando un lugar donde sentarse. Mave Fielder apartó una pila de ropa limpia del sillón más grande y dijo:

– Por favor, siéntese. -Pero ella se quedó de pie. En realidad, nadie parecía saber qué hacer. Los pies cambiaban de posición, un estómago gruñó y la pequeña se retorció en los brazos de su madre.

El señor Forrest llevaba consigo un maletín, que colocó en una otomana de plástico. No se sentó porque nadie más lo hizo. Hurgó entre algunos papeles y se aclaró la garganta.

Informó a los padres y al hermano mayor de que Paul era uno de los principales beneficiarios del testamento del difunto Guy Brouard. ¿Conocían los Fielder las leyes de sucesión de Guernsey? ¿No? Bueno, entonces se las explicaría.

Paul escuchó, pero no entendió demasiado. Sólo observando las expresiones de sus padres y escuchando a Billy decir: “¿Qué? ¿Qué? ¡Mierda!”, se dio cuenta de que estaba pasando algo extraordinario. Pero no supo qué le pasaba a él hasta que su madre gritó:

– ¿Nuestro Paulie va a ser rico?

– ¡Qué puta mierda! -dijo Billy, y se volvió hacia Paul. Podría haber dicho más, pero el señor Forrest comenzó a utilizar la expresión “nuestro joven señor Paul” en referencia al beneficiario al que había ido a visitar, y aquello pareció provocar un efecto profundo en Billy, algo que le hizo apartar a Paul y salir del salón. Se marchó de la casa dando un portazo tan fuerte que pareció que la presión del aire de la estancia cambiaba.

– Es una buena noticia, sí -le dijo su padre sonriendo-. Felicidades, hijo.

– Dios mío -murmuraba su madre.

El señor Forrest estaba diciendo algo sobre contables, sobre aclarar las cantidades exactas y sobre quién recibía cuánto y cómo se determinaba. Nombró a los hijos del señor Guy y también a la hija de Henry Moullin, Cyn. Habló de cómo había repartido el señor Guy su patrimonio y por qué, y dijo que si Paul necesitaba asesoramiento en lo referente a inversiones, ahorros, seguros, préstamos y cuestiones similares, podía llamar directamente al señor Forrest, y éste estaría encantado de ayudarle en todo lo que pudiera. Sacó unas tarjetas y plantó una en la mano de Paul y otra en la mano de su padre. Les dijo que podían llamarle en cuanto organizaran las preguntas que quisieran hacerle. Porque habría preguntas, dijo sonriendo. Siempre las había en situaciones así.

Mave Fielder hizo la primera. Se lamió los labios secos, miró a su marido nerviosa y recolocó al bebé sobre su cadera.

– ¿Cuánto…? -dijo.

Tras soltar un “ah”, el señor Forrest afirmó que aún no lo sabían exactamente. Había que repasar estados de cuentas, de acciones y pagos pendientes -un perito contable estaba ya ocupándose de ello-, y cuando acabara, tendrían la cifra correcta. Pero estaba dispuesto a aventurar una respuesta… Aunque no quería que contaran con ella o hicieran algo previendo el dinero que recibirían, añadió rápidamente.

– ¿Quieres saberlo, Paulie -le preguntó su padre-, o prefieres esperar a que tengan la cantidad exacta?

– Supongo que querrá saberlo ya -dijo Mave Fielder-. Yo querría saberlo, ¿tú no, Ol?

– Que lo decida Paulie. ¿Qué dices, hijo?

Paul miró sus caras, radiantes y sonrientes. Sabía qué respuesta tenía que dar. Quería darla por lo que significaría para ellos oír una buena noticia. Así que asintió, un gesto rápido con la cabeza, un reconocimiento a un futuro que, de repente, se había expandido más allá de lo que ninguno de ellos había soñado jamás.

No podían estar absolutamente seguros hasta que se cerrara el ejercicio de contabilidad, les dijo el señor Forrest; pero como el señor Brouard era un lince para los negocios, podía decir sin temor a equivocarse que la parte del patrimonio que correspondería a Paul Fielder seguramente rondaría las setecientas mil libras.

– Santa madre de Dios -musitó Mave Fielder.

– Setecientas… -Ol Fielder meneó la cabeza con incredulidad, como si quisiera despejarse. Entonces, su cara, tan triste durante tanto tiempo debido a la tristeza de un hombre fracasado, se iluminó con una sonrisa inquebrantable-. ¿ Setecientas mil libras? ¡Setecientas…! ¡Imagínate! Paulie, hijo, imagina todo lo que podrás hacer.

Paul articuló las palabras “setecientas mil”, pero le resultaban incomprensibles. Se sentía como si estuviera pegado al suelo y bastante superado por el sentido del deber que ahora descansaba sobre él.

“Imagina todo lo que podrás hacer.”

Se acordó del señor Guy, de las palabras que le había dicho en lo alto de la mansión de Le Reposoir, mientras contemplaban los árboles desplegándose en el esplendor primaveral de abril y volviendo a la vida jardín tras jardín.

“A todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará, mi príncipe. Saberlo mantiene tu vida en equilibrio. Pero vivir conforme a ello, ésa es la verdadera prueba. ¿Podrías hacerlo, hijo, si te encontraras en esta situación? ¿Qué harías tú?”

Paul no lo sabía. No lo había sabido entonces y no lo sabía ahora. Pero tenía una ligera idea, porque el señor Guy se la había dado. No directamente, porque el señor Guy no hacía las cosas directamente, como había descubierto Paul. Pero a pesar de todo, la tenía.

Dejó a sus padres y al señor Forrest hablando de los cuándos y los maravillosos porqués de su milagrosa herencia. Regresó a su cuarto, donde, debajo de la cama, había dejado su mochila para guardarla en un lugar seguro. Se arrodilló -con el trasero subido y las manos en el suelo- para sacarla y, entonces, oyó las pezuñas de Taboo arañando el linóleo del pasillo. El perro entró resoplando y se quedó a su lado.

Aquello hizo que Paul se acordara de cerrar la puerta; por si acaso, colocó una de las dos cómodas de la habitación delante. Taboo subió a la cama de un salto, dio unas vueltas para echarse sobre el lugar que más oliera a Paul y, cuando lo encontró, se tumbó satisfecho y observó a su dueño sacar la mochila, quitar una bola de polvo y desabrochar las hebillas de plástico.

Paul se sentó junto al perro, y Taboo puso la cabeza encima de su pierna. El chico sabía que tenía que rascarle las orejas y lo hizo, pero le dedicó poco tiempo. Esa mañana tenía que preocuparse de otras cosas antes que acariciar a su mascota.

No sabía qué hacer con lo que tenía. Cuando lo desenrolló, vio que no era la clase de mapa del tesoro pirata que había imaginado; pero aun así, supo que era algún tipo de mapa porque el señor Guy no lo habría dejado allí para que él lo encontrara si hubiera sido otra cosa. Entonces, mientras estudiaba su hallazgo, había recordado que el señor Guy a menudo hablaba en clave: un pato rechazado por el grupo representaba a Paul y a sus compañeros de colegio, o un coche que emitía columnas de gases negros representaba un cuerpo totalmente corrompido por la mala alimentación, el tabaco y el sedentarismo. El señor Guy se expresaba así porque no le gustaba sermonear a nadie. Sin embargo, lo que Paul no había previsto era que el señor Guy también enfocara una conversación útil a través de mensajes que había escondido.

La mujer que tenía delante sujetaba una pluma. ¿Era una pluma? Lo parecía. Tenía un libro abierto sobre la falda. Detrás de ella, se alzaba un edificio alto y enorme, y debajo, los obreros trabajaban en su construcción. A Paul le pareció una iglesia.

Y ella parecía… No sabía decir. Abatida, tal vez. Infinitamente triste. Estaba escribiendo en el libro como si documentara… ¿Qué? ¿Sus pensamientos? ¿El trabajo? ¿Lo que pasaba detrás de ella? ¿Qué pasaba? Se construía un edificio. Una mujer con un libro y una pluma y un edificio en construcción, todo ello configuraba un último mensaje del señor Guy a Paul.

“Sabes muchas cosas que crees que no sabes, hijo. Puedes hacer lo que quieras.”

Pero ¿qué había que hacer con esto? Los únicos edificios asociados con el señor Guy que Paul conocía eran sus hoteles, su casa de Le Reposoir y el museo que él y el señor Ouseley querían construir. Las únicas mujeres asociadas con el señor Guy que Paul conocía eran Anaïs Abbott y la hermana del señor Guy. Parecía improbable que el mensaje que el señor Guy quería mandar a Paul estuviera relacionado con Anaïs Abbott.

Y parecía aún más improbable que el señor Guy le transmitiera un mensaje sobre alguno de sus hoteles o incluso sobre su casa. Por lo que la esencia del mensaje tenía que ser la hermana de Guy y el museo del señor Ouseley. Ese era el significado del mensaje.

Tal vez el libro que la mujer tenía en el regazo era un informe que escribía sobre la construcción del museo. Y el hecho de que el señor Guy hubiera dejado este mensaje para que Paul lo encontrara -cuando claramente podría habérselo dejado a cualquier otra persona- encerraba las instrucciones del señor Guy para el futuro. Y la herencia que el señor Guy había dejado a Paul encajaba con el mensaje que había recibido: Ruth Brouard seguiría adelante con el proyecto, pero Paul era quien poseía el dinero para construirlo.

Tenía que ser eso. Paul lo sabía. Pero había más, lo sentía. Y el señor Guy le había hablado en más de una ocasión sobre sentimientos.

“Confía en tu interior, hijo mío. Ahí está la verdad.”

Paul vio, con una oleada de satisfacción, que “interior” significaba algo más que dentro del corazón y del alma. También significaba dentro del dolmen. Tenía que confiar en lo que había encontrado en el interior de la cámara oscura. Bueno, pues eso haría.

Abrazó a Taboo y sintió como si se quitara un enorme peso de encima. Había deambulado en la oscuridad desde que se enteró de la muerte del señor Guy. Ahora tenía una luz. Más que esto, en realidad. Tenía mucho más. Ahora sabía qué camino seguir.


Ruth no necesitaba escuchar el veredicto del oncólogo. Lo vio en su cara, en particular en su frente, que estaba incluso más arrugada de lo normal. Comprendió que estaba eludiendo los sentimientos que siempre acompañaban al fracaso inminente. Se preguntó cómo sería elegir ganarse la vida siendo testigo del fallecimiento de infinidad de pacientes. Al fin y al cabo, se suponía que los médicos tenían que curar y, luego, celebrar la victoria en la batalla contra las dolencias, los accidentes, las enfermedades. Pero los médicos que trataban el cáncer iban a la guerra con armas que a menudo eran insuficientes para combatir a un enemigo que no conocía restricciones y no entendía de reglas. Ruth pensó que el cáncer era como un terrorista. No había señales sutiles, únicamente devastación instantánea. La palabra sola bastaba para destruir.

– Ya hemos sacado el máximo a lo que estamos utilizando -dijo el médico-. Pero llega un momento en que es necesario un analgésico opiáceo más fuerte. Creo que sabe que hemos llegado a ese momento, Ruth. La hidromorfona ya no basta. No podemos aumentar la dosis. Tenemos que cambiar.

– Querría otra alternativa. -Ruth sabía que su voz era débil y odiaba lo que aquello revelaba sobre su mal. Se suponía que tenía que ser capaz de esconderse del dolor, y si no podía hacerlo, se suponía que tenía que esconder el dolor al mundo.

Se obligó a sonreír-. No sería tan malo sentir sólo los pinchazos. Habría un descanso entre uno y otro, ya me entiende. Tendría el recuerdo de qué sentía… durante esas pausas breves…, qué sentía antes.

– Otra sesión de quimio, entonces.

Ruth se mantuvo firme.

– Eso no.

– Entonces hay que pasar a la morfina. Es la única solución. -Se quedó mirándola desde el otro lado de la mesa, y pareció que el velo en los ojos que había estado protegiéndole caía un instante. Era como si el hombre estuviera desnudo ante ella, una criatura que sentía el dolor de demasiadas personas-. ¿De qué tiene miedo, exactamente? -Su voz era amable-. ¿De la quimio? ¿De los efectos secundarios?

Ella negó con la cabeza.

– ¿De la morfina, entonces? ¿La idea de la adicción? ¿Heroinómanos, fumaderos de opio, adictos dando cabezadas en los callejones?

De nuevo, Ruth negó con la cabeza.

– Entonces, ¿ del hecho de que la morfina sea lo último y lo que eso significa?

– No, en absoluto. Sé que me estoy muriendo. Eso no me da miedo. -Ver a Maman y a papá después de tanto tiempo, ver a Guy y poder decirle que lo sentía… ¿Por qué iba a darle miedo eso?, pensó Ruth. No obstante, quería tener el control y sabía cómo funcionaba la morfina: al final te arrebataba todo lo que tú mismo intentabas valerosamente liberar en un suspiro.

– Pero no es necesario morir con este sufrimiento, Ruth. La morfina…

– Quiero irme sabiendo que me voy -dijo Ruth-. No quiero ser un cadáver que respira en una cama.

– Ah. -El médico puso las manos encima de la mesa, las cruzó cuidadosamente y la luz se reflejó en su alianza-. Se ha hecho una imagen de la morfina, ¿verdad? La paciente comatosa y la familia reunida en torno a su cama observándola en su estado de máxima indefensión. Yace inmóvil y ni siquiera está consciente, es incapaz de comunicarse, piense en lo que piense.

Ruth sintió la llamada de las lágrimas, pero no contestó a ella. Como temía echarse a llorar, simplemente asintió con la cabeza.

– Es una imagen muy antigua -le dijo el médico-. Naturalmente, podemos convertirla en una imagen actual si es lo que quiere el paciente: una caída en el coma cuidadosamente orquestada, la muerte esperando al final del descenso. O bien podemos controlar la dosis para aliviar el dolor y que el paciente siga alerta.

– Pero si el dolor es demasiado intenso, la dosis tiene que ser la adecuada. Y sé lo que hace la morfina. No puede fingir que no debilita.

– Si tiene algún problema, si está demasiado soñolienta, lo equilibraremos con otra cosa: metilfenidato, un estimulante.

– Más pastillas. -La amargura que Ruth oyó en su voz igualaba al dolor que sentía en los huesos.

– ¿Qué alternativa hay aparte de lo que ya tiene, Ruth?

Ésa era la pregunta, y no tenía una respuesta fácil que pudiera aceptar de buen grado. Estaba morir por su propia mano, someterse a la tortura como un mártir cristiano o tomar morfina. Tendría que decidir.

Pensó en ello mientras tomaba un café en el Admiral de Saumarez Inn. Situado a sólo unos pasos de Berthelot Street, tenían la chimenea encendida, y Ruth encontró una mesa minúscula cerca que estaba vacía. Se sentó despacio en una silla y pidió el café. Se lo bebió lentamente, degustando su sabor amargo mientras contemplaba las llamas lamer ávidamente los troncos.

Ruth pensó cansinamente que no tendría que estar en semejante situación. De niña, pensaba que un día se casaría y formaría una familia, igual que otras niñas. Como mujer que había cumplido los treinta y luego los cuarenta sin que eso pasara, pensó que podría serle útil a su hermano, quien lo había sido todo para ella a lo largo de toda su vida. No estaba hecha para otras ocupaciones, se dijo. Viviría para Guy.

Pero con el paso del tiempo, vivir para Guy la puso cara a cara con la forma de vivir de Guy, y le había resultado una situación difícil de aceptar. Al final lo había conseguido, diciéndose que su hermano sólo reaccionaba a la pérdida prematura que había tenido que sufrir y a las responsabilidades infinitas que aquella pérdida había supuesto para él. Ella había sido una de esas responsabilidades, y él la había asumido con entusiasmo. Ruth le debía mucho, así que hizo la vista gorda hasta que sintió que no podía seguir haciéndolo.

Se preguntó por qué la gente reaccionaba como lo hacía a las dificultades con las que se topaba en la infancia. El reto de una persona se convertía en la excusa de otra; pero en cualquier caso, la infancia seguía siendo la razón que se escondía detrás de sus actos. Hacía tiempo que había comprendido este precepto sencillo cuando analizaba la vida de su hermano: sus ganas de triunfar y demostrar su valía estaban determinadas por la persecución y la pérdida prematuras; su forma de ir tras las mujeres incansable e interminablemente sólo era el reflejo de un niño privado del amor de su madre; su fracaso como padre solamente era el indicio de una relación paternal acabada antes de que pudiera florecer. Ruth sabía todo eso. Había reflexionado sobre ello. Pero en sus reflexiones, jamás había considerado cómo funcionaban los preceptos que gobernaban el papel de la infancia en las vidas de otras personas que no fueran Guy.

En la suya propia, por ejemplo: toda una existencia dominada por el miedo. La gente decía que volverían y nunca lo hicieron; ése era el telón de fondo frente al que había representado su papel en el drama en que se había convertido su vida. Sin embargo, no se podía funcionar en un clima de tanta inquietud, así que se buscaban formas para fingir que el miedo no existía. Un hombre podía marcharse, así que había que atarse al hombre que no pudiera hacerlo. Un niño podía crecer, cambiar y abandonar el nido, así que había que evitar esa posibilidad de la forma más sencilla: no teniendo hijos. El futuro podía traer retos que te adentraran en lo desconocido, así que había que vivir en el pasado: hacer de la vida un homenaje al pasado, convertirse en documentalista del pasado, celebrarlo, inmortalizarlo. En este sentido, vivir al margen del miedo tan sólo era, al fin y al cabo, otra forma de vivir al margen de la vida.

¿Tan malo era eso, sin embargo? Ruth creía que no, en especial cuando contemplaba adonde la habían llevado sus intentos de vivir dentro de la vida.

– Quiero saber qué piensas hacer -le había dicho Margaret aquella mañana-. A Adrián le han arrebatado lo que le correspondía (desde más de un frente, y lo sabes), y quiero saber qué piensas hacer. No me importa cómo se las arregló, sinceramente, qué tipo de argucia legal utilizó. Me da igual. Sólo quiero saber cómo piensas arreglarlo, no si piensas arreglarlo; Ruth, sino cómo. Porque sabes adonde conducirá todo esto si no haces algo.

– Guy quería…

– Me importa un pimiento lo que creas que quería Guy, porque yo sé lo que quería: lo que siempre quiso. -Margaret avanzó hacia el tocador, donde estaba sentada Ruth, intentando dar un color artificial a su rostro-. Podría ser su hija, Ruth. Es incluso más joven que sus propias hijas, si me apuras. Alguien que ni remotamente estaba a su alcance: eso es lo que buscaba esta vez. Y tú lo sabes, ¿verdad?

A Ruth le tembló tanto la mano que no pudo girar el tubo del pintalabios para que subiera la barra. Margaret lo vio y se agarró a eso, interpretándolo como la respuesta que Ruth no pensaba ofrecerle abiertamente.

– Dios mío, tú lo sabías. -Margaret tenía la voz ronca-. Sabías que pretendía seducirla y no hiciste nada por evitarlo. En tu opinión, siempre en tu opinión, el pequeño Guy no podía equivocarse, independientemente de a quién hiciera daño.

“Ruth, yo lo deseo. Ella también lo desea.”

– ¿Qué importaba, al fin y al cabo, que simplemente fuera la última de una larguísima lista de mujeres que tenía que conseguir? ¿Qué importaba que, al conseguirla, llevara a cabo una traición de la que nadie se recuperaría? Siempre podía fingir que les estaba haciendo una especie de favor caballeroso. Ampliar su mundo, tomarlas bajo su protección, salvarlas de una mala situación, y las dos sabemos qué situación era ésa. Pero en realidad lo que siempre hizo fue alegrarse la vida de la forma más sencilla que encontró. Tú lo sabías. Lo viste. Dejaste que pasara, como si no tuvieras ninguna responsabilidad con nadie aparte de contigo misma.

Ruth bajó la mano. Le temblaba tanto que ya no podía utilizarla. Guy se había equivocado. Lo reconocía. Pero no era su intención. No lo había planeado de antemano… Ni siquiera había pensado en… No. No era esa clase de monstruo. Ella estaba allí un día, y a Guy se le abrió el cielo como le pasaba siempre que, de repente, se fijaba en alguien y, también de repente, sentía el deseo y pensaba que tenía que ser suya, porque “Es la definitiva, Ruth”. Y siempre era “la definitiva” para Guy, ésa era su forma de justificar todo lo que hacía. Así que Margaret tenía razón. Ruth había visto el peligro.

– ¿Mirabas? -le preguntó Margaret. Había estado observando a Ruth desde detrás, su reflejo en el espejo, pero ahora se puso a su lado para que Ruth tuviera que mirarla y, por si no lo hacía, Margaret le cogió el pintalabios de la mano-. ¿Era eso? ¿Tú participabas? Dejaste de estar en un segundo plano, la pequeña admiradora de Guy con sus bordados, y esta vez pasaste a ser una participante activa en la obra. ¿O quizá eras una mirona, un Polonio detrás del tapiz?

– ¡No! -gritó Ruth.

– Oh. Entonces sólo eras alguien que no se implicaba, hiciera lo que hiciese él.

– Eso no es cierto. -Tenía que soportar demasiado: el dolor físico, la pena profunda por la muerte de su hermano, ser testigo de sueños truncados, querer a demasiada gente enfrentada entre sí, ver la rueda de la pasión equivocada de Guy girando a unas revoluciones que no cambiaron nunca, ni siquiera al final, ni siquiera después de decir por última vez: “Es la definitiva de verdad, Ruth”. Porque no lo había sido, pero él tuvo que decirse que sí lo era, ya que si no lo hubiera hecho, habría tenido que enfrentarse a quién era él en realidad: un viejo que había tratado de recuperarse, sin conseguirlo, de toda una vida de dolor que nunca se había permitido sentir. No había ningún lujo en la frase “Prends soin de ta petite soeur”, la orden que se convirtió en el lema de un escudo familiar que solamente existía en la cabeza de su hermano. Así pues, ¿cómo podía pedirle cuentas? ¿Qué exigencias podía plantearle, qué amenazas?

Ninguna. Sólo podía intentar hacerle entrar en razón. Cuando la razón fracasó, porque estaba condenada al fracaso desde el momento en que volvió a decir: “Es la definitiva”, como si no hubiera hecho esa declaración miles de veces antes, Ruth supo que tendría que tomar otro camino para detenerle.

Sería un camino nuevo, que representaría un territorio aterrador e inexplorado para ella. Pero tenía que hacerlo.

Así que Margaret estaba equivocada, al menos en eso. No había interpretado el papel de Polonio, merodeando y escuchando, viendo que sus sospechas se confirmaban y, al mismo tiempo, obteniendo una satisfacción indirecta de algo que ella nunca tuvo. Lo supo. Intentó que su hermano entrara en razón. Cuando aquello no funcionó, actuó.

¿Y ahora…? Tenía que contemplar las consecuencias de lo que había hecho.

Ruth sabía que tenía que encontrar alguna forma de reparar aquello. Margaret querría que creyera que una indemnización adecuada era rescatar la herencia que le correspondía a Adrián del atolladero legal que Guy había creado para impedir que el joven la recibiera. Pero eso era porque Margaret quería una solución rápida a un problema que llevaba años gestándose. Como si una inyección de dinero en las venas de Adrián fuera la respuesta a lo que le afligía desde hacía tiempo, pensó Ruth.

En el Admiral de Saumarez Inn, Ruth se acabó el café y dejó el dinero en la mesa. Se puso el abrigo con cierta dificultad y, torpemente, se abrochó los botones y colocó la bufanda. Fuera lloviznaba, pero un rayo de sol en la dirección de Francia prometía una mejora en el tiempo a medida que transcurriera el día. Ruth esperaba que así fuera. Había ido a la ciudad y no había cogido paraguas.

Tuvo que subir la cuesta de Berthelot Street, y le costó trabajo. Se preguntó cuánto tiempo aguantaría y cuántos meses o incluso semanas le quedaban antes de verse postrada en la cama esperando la cuenta atrás definitiva. No mucho, confiaba.

Cerca del final de la subida, New Street giraba a la derecha en dirección al Tribunal de Justicia. Dominic Forrest tenía su despacho en esa zona.

Ruth entró y vio que el abogado acababa de regresar de algunas visitas. Podría atenderla si no le importaba esperar unos quince minutos. Tenía que devolver dos llamadas sumamente importantes. ¿Quería un café?

Ruth declinó el ofrecimiento. No se sentó porque no estaba segura de si podría volver a levantarse sin ayuda. Así que cogió una ejemplar de Country Life que encontró y miró las fotos sin verlas realmente.

El señor Forrest fue a buscarla al cabo de los quince minutos prometidos. Estaba serio cuando pronunció su nombre, y Ruth se preguntó si había estado observándola desde la puerta y evaluando cuánto tiempo más sería capaz de aguantar. A Ruth le parecía que una gran parte del mundo que la rodeaba la observaba ahora de esta manera. Cuanto más hacía por aparentar normalidad y fingir que la enfermedad no la afectaba, más personas parecían mirarla como si esperaran a que la mentira saliera a la luz.

Ruth tomó asiento en el despacho de Forrest, pues sabía lo extraño que sería que se quedara de pie durante toda la reunión. El abogado le preguntó si le importaba que él tomara un café… Llevaba horas despierto, porque había comenzado el día temprano y sentía que ya necesitaba una inyección de cafeína. ¿Quería al menos un trozo de gaché?

Ruth dijo que no, que no quería nada, porque acababa de tomarse un café en el Admiral de Saumarez. Sin embargo, esperó a que el señor Forrest se terminara la infusión y la rebanada de pan típico de la isla antes de anunciar la razón de su visita.

Le transmitió al abogado su confusión respecto al testamento de Guy. Había atestiguado sus testamentos anteriores, como bien sabía el señor Forrest, y había sido una sorpresa escuchar los cambios que había realizado en los legados: nada para Anaïs Abbott y sus hijos, el museo de la guerra olvidado, los Duffy ignorados. Y ver que había dejado menos dinero a sus propios hijos que a sus dos…, no encontraba la palabra y se decidió por “protegidos locales”…, era una situación de lo más desconcertante.

Dominic Forrest asintió con solemnidad. El se había preguntado qué sucedía cuando le pidieron que leyera el testamento delante de personas que no eran beneficiarías del mismo, admitió. Aquello era irregular -bueno, leer un testamento en una reunión así hoy en día era un poco irregular, ¿verdad?-, pero había pensado que tal vez Ruth quería rodearse de amigos y seres queridos en un momento difícil. Ahora veía que la propia Ruth desconocía el contenido del último testamento de su hermano, lo cual explicaba muchas cosas acerca de la singularidad de llevar a cabo una lectura formal.

– Sí que me extrañó que usted no viniera el día que firmó los documentos. Hasta entonces siempre le había acompañado. Pensé que tal vez no se encontrara bien, pero no le pregunté. Porque… -El abogado se encogió de hombros. Parecía comprensivo e incómodo a la vez. Ruth comprendió que él también lo sabía. Así que seguramente Guy también lo sabía. Pero como la mayoría de la gente, no sabía qué decir. “Lamento que se esté muriendo” parecía demasiado vulgar.

– Pero, verá, siempre me lo había comentado -dijo Ruth-, en todos los testamentos, todas las veces. Intento comprender por qué mantuvo en secreto esta versión final.

– Tal vez creía que se disgustaría -dijo Forrest-. Tal vez sabía que no estaría de acuerdo con los cambios en los legados, con sacar parte del dinero fuera de la familia.

– No. No puede ser por eso -dijo Ruth-. En los otros testamentos la situación era la misma.

– Pero no en un cincuenta-cincuenta. Y en las versiones anteriores sus hijos heredaban más que los otros beneficiarios. Tal vez Guy pensó que usted se molestaría. Sabía que entendería qué significaban los términos de su testamento en cuanto los escuchara.

– Habría protestado, sí -reconoció Ruth-. Pero eso no habría cambiado las cosas. Guy nunca tuvo en cuenta mis protestas.

– Sí, pero eso era antes de… -Forrest hizo un pequeño gesto con las manos. Ruth interpretó que se refería al cáncer.

Sí. Si Guy sabía que ella se estaba muriendo, tenía sentido. Escucharía los deseos de una hermana a quien le quedaba poco tiempo en este mundo. Incluso Guy haría eso. Y escucharla habría significado dejar a sus tres hijos un legado como mínimo igual -si no superior- al de los dos adolescentes isleños, que era precisamente lo que Guy no quería hacer. Sus hijas hacía tiempo que no querían saber nada de él; su hijo había sido una eterna decepción. Quería acordarse de las personas que habían correspondido a su amor de la forma como él había decidido que había que corresponder al amor. Así que había colaborado con las leyes de sucesión y dejado a sus hijos el cincuenta por ciento que les correspondía, permitiéndose hacer lo que quisiera con el resto.

Pero no decírselo… Ruth se sentía como si estuviera perdida en el espacio, pero se trataba de un espacio azotado por tormentas en el que ya no había nada a lo que agarrarse. Porque había cosas que Guy, su hermano, su pilar, no le había contado. En menos de veinticuatro horas había descubierto un viaje a California que no le había mencionado y una artimaña deliberada para imponer un castigo a los jóvenes que le habían decepcionado y dar una recompensa a los que no.

– Tenía muy claro este testamento final -dijo el señor Forrest, como para tranquilizarla-. Y la forma como se redactó habría dejado a sus hijos una cantidad de dinero considerable, independientemente de lo que recibieran los otros beneficiarios. Empezó con dos millones de libras hace casi diez años, como recordará. Invertidos de manera inteligente, podrían haberse convertido en una fortuna suficientemente importante para contentar a todo el mundo, aunque sólo recibieran una parte.

Más allá del conocimiento desgarrador de lo que su hermano había hecho para herir a tantas personas, Ruth oyó los “habría” y “podría” en los comentarios del señor Forrest. De repente, el abogado parecía estar muy lejos de ella; el espacio al que la habían lanzado la separaba cada vez más del resto de la humanidad.

– ¿Hay algo más que tenga que saber, señor Forrest?

Dominic Forrest pareció considerar la pregunta.

– ¿Que tenga que saber? Yo no diría que tenga que saberlo. Pero, por otro lado, pensando en los hijos de Guy y en cómo van a reaccionar… Creo que es prudente estar preparados.

– ¿Para qué?

El abogado cogió un papel que estaba junto al teléfono en la mesa.

– He recibido un mensaje del perito contable. ¿Recuerda las llamadas que tenía que hacer? Una era a él.

– ¿Y? -Ruth vio la indecisión del abogado en el modo como Forrest miró el papel, el mismo tipo de indecisión que su médico empleaba cuando reunía fuerzas para comunicarle malas noticias. Por lo tanto, sabía que tenía que prepararse, aunque aquello no le quitó las ganas de salir corriendo de allí.

– Ruth, queda muy poco dinero: poco menos de doscientas cincuenta mil libras. Es una cantidad considerable según los parámetros normales, sí. Pero teniendo en cuenta que comenzó con dos millones… Guy era un lince para los negocios, no había nadie más astuto que él. Sabía cuándo, dónde y cómo invertir. En sus cuentas tendría que haber muchísimo más de lo que hay.

– ¿Qué ha pasado…?

– ¿…con el resto del dinero? -Forrest acabó la frase-. No lo sé. Cuando el perito contable me entregó su informe, le dije que tenía que haber algún error. Está investigándolo, pero me ha dicho que, según él, es un tema sencillo.

– ¿Qué significa eso?

– Al parecer, hace diez meses Guy vendió una parte significativa de su cartera de valores: más de tres millones y medio de libras en ese momento.

– ¿Los ingresó en un banco? ¿Con sus ahorros, quizá?

– Ahí no están.

– ¿Compró algo?

– No consta.

– ¿Entonces?

– No lo sé. Acabo de enterarme hace diez minutos de que el dinero había desaparecido, y lo único que puedo decirle es lo que queda: un cuarto de millón de libras.

– Pero, como abogado suyo, usted tiene que saber…

– Ruth, acabo de pasar parte de la mañana haciendo saber a sus beneficiarios que cada uno iba a heredar una cantidad que rondaba las setecientas mil libras, tal vez más. Créame, no sabía que el dinero había desaparecido.

– ¿Ha podido robarlo alguien?

– No sé cómo.

– ¿Alguien ha podido malversarlo en el banco o en la agencia de valores?

– De nuevo, ¿cómo?

– ¿Pudo regalarlo?

– Pudo, sí. Ahora mismo el contable está buscando el rastro documental. Lo lógico es que la fortuna haya ido a parar a su hijo. Pero ¿de momento? -Se encogió de hombros-. No lo sabemos.

– Si Guy le dio a Adrián el dinero -dijo Ruth, más a sí misma que al abogado-, lo mantuvo en secreto. Los dos lo mantuvieron en secreto. Y su madre no lo sabe. Margaret, su madre -esto sí se lo dijo al abogado-, no lo sabe.

– Hasta que descubramos más, sólo podemos suponer que todo el mundo recibirá un legado mucho menor de lo previsible -dijo el señor Forrest-. Y debería prepararse para ser el blanco de bastante animadversión.

– Menor. Sí. No había pensado en eso.

– Pues empiece a pensarlo -le dijo el señor Forrest-. Tal como están las cosas ahora, los hijos de Guy van a heredar menos de sesenta mil libras cada uno, los otros dos recibirán alrededor de ochenta y siete mil libras y usted posee un patrimonio y unas pertenencias que valen millones. Cuando todo esto se aclare, recibirá usted una presión enorme para arreglar las cosas a ojos de los demás. Hasta que lo solucionemos todo, le sugiero que se mantenga firme en cuanto a los deseos de Guy respecto al patrimonio.

– Puede que queden más cosas por saber -murmuró Ruth.

Forrest dejó las notas del perito contable sobre la mesa.

– Créame, seguro que quedan más cosas por saber -reconoció.

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