Con el auricular pegado a la oreja, Valerie Duffy oía que el teléfono sonaba y sonaba.
– Contesta, contesta, contesta -susurró, pero los tonos siguieron. Aunque no quería colgar, al final se obligó a hacerlo. Un momento después, logró convencerse de que se había confundido de número al marcar, así que lo intentó de nuevo. La llamada se cursó; comenzaron a sonar los tonos. El resultado fue el mismo.
Fuera, veía a la policía llevando a cabo el registro. Habían sido tenaces pero meticulosos en la mansión y ahora habían pasado a los edificios anexos y los jardines. Valerie creía que pronto decidirían registrar también su casa. Formaba parte de Le Reposoir, y sus órdenes eran -según el sargento al mando- llevar a cabo un registro meticuloso y minucioso de las instalaciones, señora.
No quería plantearse qué estaban buscando, pero se hacía una idea. Un policía había bajado las escaleras con las medicinas de Ruth metidas en una bolsa y, sólo después de recalcar lo imprescindibles que eran los medicamentos para el bienestar de Ruth, Valerie había podido convencer al policía de que no se llevara de la casa todas y cada una de las pastillas. No iban a necesitarlas todas, ¿no? La señora Brouard tenía un dolor terrible, y sin sus medicinas…
– ¿Dolor? -la había interrumpido el policía-. Entonces, ¿aquí dentro hay analgésicos? -Y sacudió la bolsa para enfatizar la pregunta, como si hiciera falta.
Bueno, por supuesto. No tenían más que leer las etiquetas y fijarse en las palabras “para el dolor”, que sin duda habrían visto al coger los medicamentos del botiquín.
“Seguimos instrucciones, señora” fueron las palabras que utilizó el policía para responderle. Por esta declaración, Valerie supuso que tenían que llevarse todos los medicamentos que encontraran, independientemente de para qué sirvieran.
Le pidió si podían dejar la mayor parte de las pastillas allí.
– Cojan una muestra de cada frasco y dejen el resto -sugirió-. Seguro que pueden hacerlo por la señora Brouard. Lo pasará muy mal sin ellas.
El policía accedió, pero no se quedó satisfecho. Mientras Valerie se alejaba para volver a su trabajo en la cocina, sintió los ojos del policía en su espalda y supo que se había convertido en el blanco de sus sospechas. Por este motivo no quiso hacer la llamada desde la mansión. Se dirigió a su casa, y en lugar de telefonear desde la cocina, donde no habría visto lo que sucedía en los jardines de Le Reposoir, llamó desde el dormitorio de arriba. Se sentó en el lado de la cama de Kevin, más cerca de la ventana, y por eso, mientras observaba a la policía dispersarse y dirigirse hacia los jardines y los edificios de la propiedad, percibió el olor de Kev en una camisa de trabajo que había dejado colgada en el brazo de una silla.
“Contesta -pensó-. Contesta. Contesta.” Los tonos seguían.
Valerie dio la espalda a la ventana y se encorvó sobre el teléfono, concentrándose para enviar la fuerza de su voluntad a través del aparato. Si dejaba que la llamada se prolongara el tiempo suficiente, seguro que el irritante sonido forzaría una respuesta.
A Kevin no iba a gustarle aquello. Diría: “¿Por qué lo haces, Val?”. Y ella no sería capaz de darle una respuesta directa y sincera, porque había demasiadas cosas en juego para ser directa y sincera acerca de nada.
“Contesta, contesta, contesta”, pensó.
Kevin se había marchado bastante temprano. El tiempo estaba cada día peor, le había dicho, y tenía que ocuparse de esas filtraciones en las ventanas delanteras de la casa de Mary Beth. Con la orientación que tenía -pues daba directamente a Portelet Bay-, cuando llegaran las lluvias, iba a encontrarse con un gran problema entre manos. Las ventanas de abajo afectaban al salón y el agua destrozaría la moqueta, por no hablar del moho que saldría, y Val sabía que las dos niñas de Mary Beth eran alérgicas a la humedad. Arriba, aún era peor, porque las ventanas correspondían a las habitaciones de las niñas. No podía permitir que sus sobrinas estuvieran durmiendo en su cama mientras la lluvia se filtraba y se deslizaba por el papel de la pared. Como cuñado, tenía responsabilidades y no le gustaba descuidarlas.
Así que se había marchado a ocuparse de las ventanas de su cuñada. La pobre y desvalida Mary Beth Duffy pensó Valerie, empujada a la viudedad prematura por un defecto en el corazón que había matado a su marido cuando iba de un taxi a la puerta de un hotel en Kuwait. Todo acabó para Corey en menos de un minuto. Kev compartía ese defecto en el corazón con su gemelo, pero ninguno de los dos lo supo hasta que Corey murió en esa calle, bajo ese sol infinito, en ese calor de Kuwait. Por lo tanto, Kevin debía su vida a la muerte de Corey. Un defecto congénito en un gemelo sugería la posibilidad de que el otro también tuviera ese defecto. Ahora Kevin llevaba magia en el pecho, un aparato que habría salvado a Corey si alguien hubiera sospechado que le pasaba algo a su corazón.
Valerie sabía que, por todo lo sucedido, su marido se sentía doblemente responsable de la mujer y las hijas de su hermano. Si bien intentaba recordar que Kevin sólo cumplía con un sentido de la obligación que ni siquiera existiría si Corey no hubiera muerto, no pudo evitar mirar el reloj de la mesita de noche y preguntarse cuánto se tardaba realmente en sellar cuatro o cinco ventanas.
Las niñas -las dos sobrinas de Kev- estarían en el colegio, y Mary Beth estaría agradecida. Su gratitud, combinada con el dolor, podía convertirse en un cóctel explosivo.
“Hazme olvidar, Kev. Ayúdame a olvidar.”
El teléfono seguía llamando, llamando, llamando. Valerie escuchó, con la cabeza agachada. Se presionó los ojos con los dedos.
Sabía muy bien cómo funcionaba la seducción. Lo había visto con sus propios ojos. Con miradas de reojo y de complicidad, un hombre y una mujer creaban una historia del mundo. Se definía a partir de momentos de contacto casual para los que existía una explicación: unos dedos que se tocan cuando se pasa un plato; una mano en un brazo que simplemente enfatiza un comentario gracioso. Después de eso, un rubor en la tez presagiaba un deseo en la mirada. Al final, llegaban las razones para rondar, ver al amado, ser visto y deseado.
Se preguntó cómo habían llegado todos a esa situación y adonde conduciría todo eso si nadie hablaba.
Nunca había sido capaz de mentir de manera convincente. Si le hacían una pregunta, tenía que ignorarla, alejarse, fingir que no entendía, o responder la verdad. Mirar a alguien a los ojos y engañarle deliberadamente no estaba entre sus escasas dotes interpretativas. Cuando le preguntaban: “¿Qué sabes sobre esto, Val?”, sus únicas opciones eran salir corriendo o hablar.
Estaba absolutamente convencida de lo que había visto desde la ventana la mañana que había muerto Guy Brouard. Seguía estándolo, incluso ahora. Estuvo segura entonces porque parecía encajar con cómo vivía Guy Brouard: se dirigió temprano a la bahía donde todos los días recreaba un baño que para él no suponía tanto un ejercicio como una reafirmación de una destreza y virilidad que finalmente el tiempo estaba arrebatándole y, luego, unos momentos después, apareció la figura que le seguía. Ahora Valerie estaba segura de quién era esa figura porque había visto cómo se comportaba Guy Brouard con la americana -encantador y encantado de ese modo suyo tan particular, mitad cortesía de la vieja escuela, mitad familiaridad de la nueva- y sabía cómo podía hacer que se sintiera una mujer y qué podía provocar en ella.
Pero ¿matar? Ése era el problema. Podía creer que China River le siguiera hasta la bahía, seguramente para una cita que habían concertado previamente. También podía creer que antes de esa mañana hubiera pasado mucho entre ellos, si no todo y luego algo más. Pero no podía creer que la americana hubiera matado a Guy Brouard. Matar a un hombre -y en especial matarle como le habían matado a él- no era propio de una mujer. Las mujeres mataban a sus rivales por el cariño de un hombre; no mataban al hombre.
Teniendo esto presente, era razonable pensar que era la propia China River la que había estado en peligro. A Anaïs Abbott no le habría gustado nada ver que su amante dirigía su atención hacia alguien que no era ella. Valerie se preguntó si existían otras personas que los habían visto a los dos -a China River y a Guy Brouard- y habían creído que la rápida comprensión surgida entre ellos era el nacimiento de una relación. No se trataba sólo de una desconocida que había ido a pasar unos días a Le Reposoir y que luego se iría, sino de una amenaza para los planes de futuro de alguien, planes que parecían, hasta la llegada de China River a Guernsey estar a punto de cristalizar. Pero si así era, ¿por qué matar a Guy Brouard?
“Contesta, contesta”, dijo Valerie al teléfono.
Y entonces oyó:
– Val, ¿qué hace aquí la policía?
Se le cayó el auricular en la falda. Se dio la vuelta y encontró a Kevin de pie en la puerta de su habitación. La camisa medio desabotonada sugería que tenía pensado cambiarse de ropa. Dedicó un momento fugaz a preguntarse por qué -”¿Llevas su olor encima, Kev?”-, pero entonces vio que elegía del armario algo más grueso para el frío: un jersey gordo de lana con el que poder trabajar a la intemperie.
Kevin miró el teléfono en su regazo, luego a ella. Débilmente, el auricular emitía el sonido de la llamada continuada al otro lado del hilo telefónico. Valerie lo cogió y lo colgó en la horquilla. Fue consciente de algo que antes no había advertido: un dolor punzante en las articulaciones de las manos. Movió los dedos, pero se estremeció al sentir el dolor sordo. Le extrañó no haberlo notado antes.
– Te duele, ¿verdad? -dijo Kevin.
– Viene y va.
– Estabas llamando al médico, ¿no?
– Como si eso fuera a cambiar algo. “No tiene nada”, no deja de repetir. “No tiene artritis, señora Duffy.” Y esas pastillas… Imagino que sólo son azúcar, Kev. Me sigue la corriente. Pero el dolor es real. Hay días que ni siquiera puedo mover los dedos.
– ¿Otro médico, entonces?
– Me resulta tan difícil encontrar a alguien en quien confiar. -Qué cierto era aquello, pensó. ¿Al lado de quién había aprendido a sospechar y dudar?
– Me refería al teléfono -dijo Kevin mientras se pasaba el jersey de lana por la cabeza-. ¿Vas a probar con otro médico? Si te está doliendo más, tienes que hacer algo.
– Oh. -Valerie miró el teléfono en la mesita de noche para evitar la mirada de su marido-. Sí. Sí. Intentaba… No he podido hablar con él. -Esbozó una sonrisa-. No sé adonde vamos a ir a parar; los médicos no cogen el teléfono, ni siquiera en su consulta. -Se dio una palmada en los muslos en un gesto terminante y se levantó de la cama-. Iré a por las pastillas. Si está todo en mi cabeza como cree el médico, tal vez logren engañar a mi cuerpo para que se lo crea.
Tomar las pastillas le dio tiempo para reponerse. Las cogió del baño y las bajó a la cocina para poder tomarlas como siempre tomaba los medicamentos: con zumo de naranja. Kevin no notaría nada fuera de lo normal.
Cuando su marido bajó las escaleras y se reunió con ella, Valerie estaba esperándole.
– ¿Todo bien con Mary Beth? -le dijo alegremente-. ¿Le has arreglado las ventanas?
– Está preocupada porque se acerca la Navidad. La primera sin Corey.
– Es duro. Va a echarle de menos durante mucho, mucho tiempo. Como yo te he echado de menos a ti, Kev. -Valerie sacó un paño nuevo de un cajón y se puso a limpiar las encimeras. No les hacía falta, pero quería hacer algo para evitar que brotara la verdad. Mantenerse ocupada garantizaba que su voz, su cuerpo y sus expresiones no la traicionaran y eso era lo que quería: el consuelo de saber que estaba a salvo, que sus sentimientos estaban protegidos-. También será complicado verte, supongo. Te mira y ve a Corey.
Kevin no contestó. Se vio obligada a mirarle.
– Son las niñas las que le preocupan -dijo él-. Le piden a Papá Noel que les traiga de vuelta a su padre. A Mary Beth le preocupa qué pasará cuando eso no ocurra.
Valerie frotó la encimera, donde un cazo demasiado caliente había quemado la vieja superficie y dejado una mancha negra. Pero frotar no mitigaría el problema. Era demasiado antiguo y tendría que haberse ocupado de él en su momento.
– ;Qué hace aquí la policía, Val? -repitió Kevin.
– Un registro.
– ¿Qué buscan?
– No lo dicen.
– ¿Tiene que ver con…?
– Sí. ¿Con qué si no? Se han llevado las pastillas de Ruth…
– No pensarán que Ruth…
– No. No lo sé. No creo. -Valerie dejó de frotar y dobló el paño. La mancha seguía allí, sin cambios.
– No es normal que estés aquí a esta hora -dijo Kevin-. ¿No hay trabajo en la casa grande? ¿No tienes que preparar las comidas?
– Tenía que quitarme de en medio -dijo, refiriéndose al registro.
– ¿Te lo han pedido?
– Es lo que me ha parecido.
– Si han registrado allí, también registrarán aquí. -Kevin miró hacia la ventana como si pudiera ver la mansión desde la cocina, pero no podía-. Me pregunto qué buscarán.
– No lo sé -volvió a decirle ella, pero notó un nudo en la garganta.
En la parte delantera de la casa, un perro comenzó a ladrar. El ladrido se transformó en un aullido. Alguien gritó. Valerie y su marido fueron al salón, donde las ventanas daban a un césped y, más allá, al tramo del sendero que rodeaba la escultura de bronce de los nadadores y los delfines. Allí, vieron que Paul Fielder y Taboo estaban teniendo un roce con la policía local, encarnada en la persona de un único agente, acorralado contra un árbol mientras el perro le mordía los pantalones. Paul dejó caer su bicicleta y comenzó a tirar del animal para apartarlo. El agente avanzó, con la cara roja y la voz alta.
– Será mejor que salga a ver -dijo Valerie-. No quiero que nuestro Paul acabe metido en un lío.
Cogió el abrigo, que había dejado en el respaldo de un sillón cuando había entrado en la casa, y se dirigió hacia la puerta.
Kevin no dijo nada hasta que Valerie tuvo la mano en el pomo, momento en el que sólo pronunció su nombre.
Ella se giró para mirarlo: las facciones duras, las manos curtidas, los ojos impenetrables. Cuando habló, Valerie escuchó su pregunta, pero no pudo responder:
– ¿Hay algo que quieras decirme? -le preguntó. Ella le sonrió alegremente y negó con la cabeza.
Deborah estaba sentada bajo el cielo plateado no muy lejos de la estatua imponente de Victor Hugo, cuya capa y bufanda de granito ondeaban eternamente al viento que soplaba desde su Francia natal. Estaba sola en la pendiente suave de Candie Gardens, tras subir la colina de Ann's Place directamente después de marcharse del hotel. Había dormido mal; era demasiado consciente de la proximidad del cuerpo de su marido y estaba decidida a no rodar inconscientemente hacia él durante la noche. Ese estado de ánimo no atraía a Morfeo: se levantó antes de que amaneciera y salió a dar un paseo.
Después de su encuentro tormentoso con Simón la noche anterior, había regresado al hotel. Pero allí se sintió como una niña acosada por la culpa. Furiosa consigo misma por permitir que el más mínimo remordimiento se colara en su conciencia cuando sabía que no había hecho nada malo, se marchó enseguida y no volvió hasta pasada la medianoche, cuando estaba razonablemente segura de que Simón estaría dormido.
Había ido a ver a China.
– Simón está imposible-le dijo.
– ¿No es ésa la definición de hombre? -China hizo entrar a Deborah y cocinaron pasta, China en los fogones y Deborah apoyada en el fregadero-. Cuéntamelo todo -dijo China afablemente-. Tu tía está aquí para curarte las heridas.
– Es por ese estúpido anillo -dijo Deborah-. Se ha puesto como loco con él. -Le contó toda la historia mientras China vertía un tarro de salsa de tomate en la sartén y comenzaba a remover-. Ni que hubiera cometido un crimen.
– Igualmente fue una estupidez -dijo China cuando Deborah acabó-. Comprar el anillo, quiero decir. Fue algo impulsivo -ladeó la cabeza en dirección a Deborah-, el tipo de cosa que tú no harías nunca.
– Parece que Simón cree que traer el anillo aquí fue bastante impulsivo.
– ¿Sí? -China miró un momento la pasta cociéndose antes de contestar con total naturalidad-: Bueno. Entonces ya entiendo por qué no se muere por conocerme precisamente.
– No es eso -protestó Deborah rápidamente-. No debes… Le conocerás. Tiene muchas ganas… Ha oído hablar mucho de ti todos estos años.
– ¿Sí? -China alzó la vista de la pasta para mirar a Deborah sin alterarse. Ella sintió que empezaba a sudar bajo su mirada-. No pasa nada -dijo China-. Seguiste con tu vida. No tiene nada de malo. Los tres años de California no fueron tu mejor época. Entiendo por qué no querías recordarlos si podías evitarlo. Y mantener el contacto… Habría sido una forma de recordar, ¿no? Bueno, eso pasa a veces con las amistades. Las personas son amigas durante un tiempo y luego se distancian. Las cosas cambian. Las necesidades cambian. La gente sigue adelante. Así funciona. Pero te he echado de menos.
– Tendríamos que haber seguido en contacto -dijo Deborah.
– Es difícil si alguien no escribe, o llama, o lo que sea. -China le lanzó una sonrisa. Pero era triste, y Deborah lo notó.
– Lo siento, China. No sé por qué no escribí. Quise hacerlo, pero empezó a pasar el tiempo y luego… Tendría que haber escrito, enviado un correo electrónico o hecho una llamada.
– Señales de humo.
– Lo que fuera. Debiste de sentirte… No lo sé. Seguramente pensaste que me había olvidado de ti. Pero no. ¿Cómo podía olvidarme de ti después de todo lo que pasó?
– Me llegó la participación de boda. -”Pero no la invitación” quedó por decir.
Sin embargo, Deborah lo oyó. Buscó una manera de explicarse.
– Supongo que pensé que te parecería extraño, después de lo de Tommy. De repente, después de todo lo que había pasado, me caso con otro. Supongo que no sabía cómo explicártelo.
– ¿Creías que tenías que hacerlo? ¿Por qué?
– Porque parecía… -Deborah buscaba una palabra para describir cómo había pasado de Tommy Lynley a Simón a alguien que no conocía toda su historia de amor con Simón y su distanciamiento de él. Mientras estaba en Estados Unidos, había sido un episodio demasiado doloroso para hablar de él con nadie. Y entonces apareció Tommy, que ocupó un vacío que ni siquiera él sabía que existía en ese momento. Era todo demasiado complicado. Tal vez por eso había mantenido a China como parte de una experiencia americana que incluía a Tommy y, por lo tanto, cuando acabó su historia con él, tuvo que relegarla al pasado-. Nunca te hablé mucho de Simón, ¿verdad? -dijo.
– Nunca mencionaste su nombre. Mirabas mucho el correo y parecías un perrito cuando sonaba el teléfono. Cuando la carta y la llamada que esperabas no llegaban, desaparecías un par de horas. Imaginé que había alguien en tu país a quien intentabas olvidar, pero no quise preguntar. Imaginé que me lo contarías cuando estuvieras preparada. No lo hiciste nunca. -China vació la pasta hervida en un escurridor. Se apartó del fregadero, con el vapor elevándose detrás de ella-. Podríamos haberlo compartido -le dijo-. Siento que no confiaras lo suficiente en mí.
– Eso no es así. Piensa en todo lo que pasó, en todo lo que demuestra que confiaba en ti plenamente.
– El aborto, sí. Pero fue algo físico. La parte emocional no se la confiaste nunca a nadie. Ni siquiera cuando te casaste con Simón. Ni siquiera ahora, cuando te has peleado con él. Las amigas están para compartir, Debs. No son sólo algo práctico, como un clínex cuando necesitas sonarte.
– ¿Eso crees que fuiste para mí, China, lo que eres para mí ahora?
China se encogió de hombros.
– Supongo que no estoy segura.
Ahora, en Candie Gardens, Deborah pensó en la noche con China. Cherokee no había hecho acto de presencia mientras ella estuvo allí -”Ha dicho que iba a ver una peli, pero seguramente estará en un bar engatusando a alguna mujer”-, así que no había ninguna distracción y ninguna forma de evitar revisar qué había pasado con su amistad.
En Guernsey se daba una inversión extraña de papeles, y aquello creaba incertidumbre entre ellas. China, que siempre fue la cuidadora en su relación, preocupándose a todas horas por una extranjera que había llegado a California herida por un amor no reconocido, se veía obligada por las presentes circunstancias a suplicar y depender de la atención de los demás.
Deborah, que siempre fue la receptora de la ayuda de China, había asumido la responsabilidad del samaritano. Esta alteración en la forma de interactuar la una con la otra las ponía en una situación incómoda, mucho peor de lo que sería si entre ellas sólo existiera el dolor causado por los años de incomunicación. Así que ninguna de las dos sabía muy bien qué hacer o decir. Pero, en el fondo, creía Deborah, las dos sentían lo mismo, independientemente de lo difícil que le resultara expresarlo: a las dos les preocupaba el bienestar de la otra y las dos se mostraban un poco a la defensiva respecto a ellas mismas. Estaban buscando la forma de tratarse, una forma de avanzar en su relación que, a la vez, era una forma de alejarse del pasado.
Deborah se levantó del banco cuando el sol blanquecino alcanzó el sendero de hormigón que conducía a la verja del jardín. Siguió este camino entre el césped y los arbustos y bordeó un estanque donde nadaban peces de colores, miniaturas delicadas de los peces del jardín japonés de Le Reposoir.
En la calle, el tráfico matutino aumentaba y los transeúntes se apresuraban hacia el centro de la ciudad. La mayoría cruzaba la carretera hacia Ann's Place. Deborah los siguió por la curva suave que llegaba al hotel.
Allí vio que Cherokee estaba apoyado en el muro bajo que cercaba el jardín hundido. Comía algo envuelto en una servilleta de papel y bebía una taza de algo caliente. Mantuvo su atención fija todo el tiempo en la fachada del hotel.
Deborah se acercó a él. Tan concentrado estaba observando el edificio del otro lado de la calle, que no la vio y se sobresaltó cuando ella pronunció su nombre. Entonces sonrió.
– Funciona -dijo-. Te estaba mandando un mensaje telepático para que salieras.
– Por lo general, el teléfono funciona mejor -contestó-. ¿Qué comes?
– Un cruasán de chocolate. ¿Quieres? -Se lo tendió.
Deborah le cogió la mano para que no se moviera.
– Está recién hecho. Qué rico. -Dio un bocado.
Cherokee le alargó la taza, de la que salía el aroma del café caliente. Dio un sorbo. Cherokee sonrió.
– Perfecto.
– ¿Qué?
– Lo que acaba de pasar.
– ¿Qué acaba de pasar?
– Nos hemos casado. En algunas de las tribus más primitivas del Amazonas, acabarías de convertirte en mi mujer.
– ¿Qué supondría eso?
– Vente al Amazonas conmigo y descúbrelo. -Dio un mordisco al cruasán y la miró atentamente-. No sé qué me pasó entonces. Nunca me di cuenta de lo atractiva que eres. Sería porque estabas ocupada.
– Sigo estando ocupada -observó Deborah.
– Las mujeres casadas no cuentan.
– ¿Por qué?
– Es bastante complicado de explicar.
Deborah se apoyó también en el muro, le quitó el café y se permitió beber otro sorbo.
– Inténtalo.
– Son cosas de chicos, reglas bastante básicas. Puedes acercarte a una mujer si está soltera o casada. Si está soltera, porque está disponible y, seamos claros, por lo general buscará a alguien que se sienta atraído físicamente por ella, así que aceptará el acercamiento. Si está casada, porque seguramente su marido ha pasado de ella demasiadas veces y, si no es así, te lo hará saber enseguida para que no pierdas el tiempo. Pero la mujer que está con un tío pero no está casada es totalmente inalcanzable. Es inmune a tus acercamientos y, si lo intentas, acabarás teniendo noticias de su chico.
– Habla lo voz de la experiencia -apuntó Deborah.
Cherokee esbozó una sonrisa extraña.
– Tu hermana cree que anoche saliste a engatusar a alguna mujer.
– Me dijo que te habías pasado. Me pregunté por qué.
– Anoche las cosas estaban un poco delicadas aquí.
– Lo que te hace disponible para un acercamiento. Una situación delicada es muy buena para un acercamiento. Coge más cruasán. Toma más café.
– ¿Para sellar nuestro matrimonio amazónico?
– ¿Lo ves? Ya empiezas a pensar como una sudamericana.
Se rieron amigablemente.
– Tendrías que haber venido más al condado de Orange. Habría estado bien.
– ¿Y así podrías haberme engatusado a mí?
– No. Eso lo estoy haciendo ahora.
Deborah se rio. Le tomaba el pelo, por supuesto. No la deseaba más de lo que deseaba a su propia hermana. Pero tenía que reconocer que ese coqueteo entre ellos, esa carga hombre-mujer, era agradable. Se preguntó cuánto tiempo hacía que había desaparecido de su matrimonio. Se preguntó si había desaparecido. Simplemente se lo preguntó.
– Quería que me aconsejaras -dijo Cherokee-. No he podido dormir una mierda esta noche intentando decidir qué debo hacer.
– ¿Acerca de qué?
– De llamar a mamá. China no quiere meterla en esto. No quiere que sepa nada. Pero yo creo que está en su derecho. Es nuestra madre. China dice que aquí no hará nada, y es verdad. Pero podría estar aquí, ¿no? La cuestión es que estaba pensando en llamarla. ¿Tú qué opinas?
Deborah lo pensó. En el mejor de los casos, la relación de China con su madre había sido como una tregua armada entre dos ejércitos enzarzados en una lucha sangrienta. En el peor, había sido una batalla campal. La aversión de China por su madre tenía sus raíces en una infancia de privación, la cual era fruto de la dedicación apasionada de Andromeda River a los temas sociales y medioambientales que habían provocado que desatendiera los temas sociales y medioambientales que afectaban directamente a sus propios hijos. En consecuencia, disponía de muy poco tiempo para Cherokee y China, quienes habían pasado sus años de formación en moteles de paredes finas donde el único lujo era una máquina de hielo junto al despacho del propietario. Desde que Deborah conocía a China, su amiga había acumulado un depósito profundo de ira contra su madre por las condiciones en las que había criado a sus hijos mientras no dejaba de agitar pancartas de protesta en favor de los animales en peligro, las plantas en peligro y los niños en peligro por condiciones no muy distintas a las que tenían que soportar sus dos hijos.
– Quizá deberías esperar unos días -sugirió Deborah-. China está muy nerviosa… ¿Quién no lo estaría? Si no quiere que esté aquí, tal vez sería mejor respetar sus deseos, al menos por ahora.
– Crees que se va a poner peor, ¿verdad?
Deborah suspiró.
– Está el tema del anillo. Ojalá no lo hubiera comprado.
– Yo siento lo mismo.
– Cherokee, ¿qué pasó entre ella y Matt Whitecomb?
Cherokee miró hacia el hotel y pareció examinar las ventanas del primer piso, donde las cortinas aún estaban corridas.
– La relación no iba a ningún lado. Ella era incapaz de verlo. Tenían lo que tenían, que no era mucho, y ella quería que fuera a más. Así es como se obligó a verlo.
– ¿Después de trece años no era mucho? -preguntó Deborah-. ¿Cómo puede ser?
– Puede ser porque los hombres somos unos cabrones. -Cherokee apuró el café y siguió hablando-. Será mejor que vuelva con ella, ¿vale?
– Claro.
– ¿Y tú y yo, Debs? Tenemos que esforzarnos más para sacarla de este lío. Lo sabes, ¿verdad? -Alargó la mano hacia ella y, por un momento, pareció que quería acariciarle el pelo o la cara. Pero dejó caer la mano sobre su hombro y lo apretó. Entonces se marchó en dirección a Clifton Street, a cierta distancia del Tribunal de Justicia, donde China sería juzgada si no hacían algo pronto para evitarlo.
Deborah regresó a la habitación del hotel. Allí descubrió que Simón estaba llevando a cabo uno de sus rituales matutinos. Sin embargo, por lo general, ella o su padre le ayudaban, y ponerse los electrodos él solo era delicado. Aun así, parecía haber conseguido colocárselos con bastante precisión. Estaba tumbado en la cama con el Guardian del día anterior y leía la primera plana mientras la electricidad estimulaba los músculos inútiles de su pierna para evitar que se atrofiaran.
Deborah sabía que era su principal vanidad. Pero también representaba las últimas muestras de esperanza de que algún día se descubriría algo que le permitiría volver a caminar con normalidad. Cuando llegara ese día, quería que su pierna fuera capaz de hacerlo.
Sentía mucha lástima por Simón cuando le sorprendía en un momento así. Sin embargo, él lo sabía y, como no soportaba dar pena a nadie, Deborah siempre se esforzaba en fingir que aquella actividad era tan normal como verle lavándose los dientes.
– Cuando me he despertado y he visto que no estabas -dijo Simón-, lo he pasado mal. He pensado que no habías vuelto en toda la noche.
Deborah se quitó el abrigo y fue hacia el hervidor eléctrico, lo llenó de agua y lo conectó. Puso dos bolsitas en la tetera.
– Estaba furiosa contigo, pero no tanto como para dormir en la calle.
– Ni por un momento he pensado que hayas dormido en la calle, precisamente.
Deborah giró la cabeza para mirarle, pero Simón estaba estudiando una página interior del periódico.
– Hablamos de los viejos tiempos. Cuando volví, ya estabas dormido. Y luego no podía dormir. Ha sido una de esas noches en que no paras de dar vueltas y vueltas en la cama. Me he levantado temprano y he salido a dar un paseo.
– ¿Hace buen día?
– Hace frío y está gris. Podríamos estar en Londres perfectamente.
– Diciembre -dijo él.
– Sí -contestó ella. Por dentro, sin embargo, estaba gritando: “¿Por qué diablos hablamos del tiempo? ¿Así acaban todos los matrimonios?”.
Como si le leyera el pensamiento y quisiera demostrarle que se equivocaba, Simón dijo:
– Al parecer el anillo es suyo, Deborah. No había ningún otro entre sus cosas en la sala de pruebas de la comisaría. No pueden estar seguros, por supuesto, hasta que…
– ¿Están sus huellas en el anillo?
– Aún no lo sé.
– Entonces…
– Habrá que esperar a ver.
– Crees que es culpable, ¿verdad? -Deborah percibió el resentimiento en su voz y, aunque intentó parecer como él (ser racional, reflexiva, centrarse en los hechos y no dejarse influir por sus sentimientos), no lo logró-. Nos estás ayudando muchísimo.
– Deborah -dijo Simón en voz baja-, ven aquí. Siéntate en la cama.
– Dios mío, no soporto que me hables así.
– Estás enfadada por lo de ayer. Mi forma de hablarte fue… Sé que fue equivocada, dura, cruel. Lo reconozco y te pido disculpas. ¿Podemos olvidarlo? Porque me gustaría contarte lo que he averiguado. Quería contártelo anoche. Te lo habría contado. Pero era una situación difícil. Me porté fatal y tú tenías derecho a largarte.
Era la primera vez que Simón reconocía haber dado un paso en falso en su matrimonio. Deborah se dio cuenta y se acercó a la cama, donde los músculos de las piernas de su marido vibraban por efecto de la actividad eléctrica. Se sentó en el borde del colchón.
– Puede que el anillo sea suyo, pero eso no significa que China estuviera allí, Simón.
– Estoy de acuerdo. -Pasó a explicarle en qué había empleado el tiempo desde que se separaron en el jardín hundido.
La diferencia horaria entre Guernsey y California había posibilitado contactar con el abogado que había contratado a Cherokee River para que llevara los planos arquitectónicos al otro lado del océano. William Kiefer comenzó su conversación citando la confidencialidad entre abogado y cliente, pero se mostró dispuesto a colaborar en cuanto supo que el cliente en cuestión había sido asesinado en una playa de Guernsey.
Kiefer explicó a Simón que Guy Brouard lo había contratado para poner en marcha una serie de tareas bastante insólitas. Quería que localizara a alguien de absoluta confianza que estuviera dispuesto a llevar unos planos arquitectónicos importantes del condado de Orange a Guernsey.
Al principio, le dijo Kiefer a Simón, el encargo le pareció una idiotez, aunque no pronunció esa palabra en concreto durante la breve reunión que tuvo con el señor Brouard. ¿Por qué no utilizar una de las empresas de mensajería convencionales que se encargaban de hacer exactamente lo que Brouard quería y con un coste mínimo: FedEx, DHL, incluso UPS? Pero resultó que el señor Brouard era una mezcla enigmática de autoridad, excentricidad y paranoia. Tenía el dinero para hacer las cosas a su manera, le dijo a Kiefer, y su manera era asegurarse de conseguir lo que quería cuando lo quería. Llevaría él mismo los planos, pero sólo había ido al condado de Orange para ocuparse de dar las instrucciones para que se trazaran. No podía quedarse hasta que estuvieran listos.
Quería a una persona responsable para el encargo, dijo. Estaba dispuesto a pagar lo que hiciera falta para conseguirla. No confiaba en un hombre solo para el trabajo -al parecer, explicó Kiefer, Brouard tenía un hijo que era un fracasado, por lo que creía que ningún joven merecía la confianza de nadie- y no quería que una mujer viajara sola a Europa porque no le gustaba la idea de que una mujer viajara sola y no quería sentirse responsable si le pasaba algo. Así de anticuado era. Por lo tanto, acordaron que serían un hombre y una mujer juntos. Buscarían a una pareja casada de cualquier edad que cumpliera los requisitos.
Brouard, dijo Kiefer, era lo bastante excéntrico para ofrecer cinco mil dólares por el trabajo. Y era lo bastante tacaño para ofrecer sólo billetes en clase turista. Como la pareja en cuestión tendría que marcharse en cuanto los planos estuvieran listos, le pareció que la mejor fuente de potenciales mensajeros era la Universidad de California. Así que Kiefer puso allí el anuncio para el trabajo y esperó a ver qué pasaba.
Mientras tanto, Brouard le pagó sus honorarios y añadió los cinco mil dólares que se prometerían al mensajero. Ninguno de los dos cheques fue devuelto, y como Kiefer pensaba que la situación era extraña, se aseguró de que no era nada ilegal comprobando que el arquitecto era un arquitecto y no un fabricante de armas, un vendedor de plutonio, un traficante de drogas o un proveedor de productos químicos para una guerra biológica.
Porque, obviamente, continuó diciendo Kiefer, ninguno de ellos iba a enviar nada a través de un servicio de mensajería legal.
Pero el arquitecto resultó ser un hombre llamado Jim Ward, que incluso había ido al instituto con Kiefer y que le confirmó toda la historia: estaba recopilando un conjunto de planos arquitectónicos y alzados para el señor Guy Brouard, Le Reposoir, Saint Martin, isla de Guernsey. Brouard quería los planos y los alzados lo antes posible.
Así que Kiefer puso en marcha los mecanismos para cumplir con su parte. Se presentaron un montón de personas para el trabajo, y de entre ellas eligió a un hombre llamado Cherokee River. Era mayor que los demás, le explicó Kiefer, y estaba casado.
– Fundamentalmente -concluyó Simón-, William Kiefer me confirmó la historia de los River hasta la última coma, signo de interrogación y punto final. Era una forma extraña de hacer las cosas, pero tengo la impresión de que a Brouard le gustaba hacer las cosas de forma extraña. Desconcertar a la gente le daba el control. Es algo importante para los ricos. En general, así es como se hicieron ricos, para empezar.
– ¿Sabe la policía todo esto?
Simón negó con la cabeza.
– Pero Le Gallez tiene todos los papeles. Supongo que está a un paso de averiguarlo.
– Entonces, ¿la dejará libre?
– ¿Porque la historia que ha contado China cuadra? -Simón alargó la mano hacia la caja de los electrodos. Apagó el aparato y comenzó a quitarse los cables-. No lo creo, Deborah, a menos que encuentre algo que señale claramente a otra persona. -Cogió las muletas del suelo y se levantó de la cama.
– ¿Y hay algo que señale a otra persona?
En lugar de contestar, Simón se tomó su tiempo para colocarse el aparato ortopédico en la pierna, que estaba junto al sillón de debajo de la ventana. A Deborah le pareció que esa mañana los ajustes eran innumerables y que pasó un eternidad antes de que estuviera vestido, de pie y dispuesto a continuar la conversación.
– Pareces preocupada -dijo entonces.
– China se pregunta por qué no has… Bueno, da la impresión de que no quieres conocerla. Cree que tienes un motivo para guardar las distancias. ¿Lo tienes?
– A primera vista, tiene lógica que la eligieran a ella para tenderle una trampa y endilgarle el crimen: al parecer, ella y Brouard pasaron tiempo a solas; parece bastante fácil que alguien pudiera coger su capa, y cualquiera que tuviera acceso a su habitación también lo tendría a su pelo y a sus zapatos. Pero un asesinato premeditado requiere un móvil. Y se mire por donde se mire, ella no tenía móvil.
– Aun así, puede que la policía crea…
– No. Saben que no tiene móvil. Eso nos facilita las cosas.
– ¿Para encontrar a alguien que lo tuviera?
– Sí. ¿Por qué alguien planea un asesinato? Por venganza, celos, chantaje o ganancia material. Yo diría que tenemos que dirigir nuestras energías hacia ahí.
– Pero el anillo… Simón, ¿y si finalmente se confirma que es de China?
– Hay que trabajar deprisa.