Capítulo 6

Paul Fielder se dirigió a su lugar especial cuando huyó de Valerie Duffy. Dejó las herramientas donde estaban. Sabía que hacía mal porque el señor Guy le había explicado que al menos una parte del trabajo bien hecho era el cuidado y mantenimiento de las herramientas del obrero, pero se dijo que volvería más tarde cuando Valerie no le viera. Se escabulliría por detrás de la casa, hacia la parte que quedaba más alejada de la cocina, y recogería las herramientas y las devolvería a los establos. Si se sentía seguro, tal vez incluso se pondría a trabajar entonces en los refugios. Y comprobaría el cementerio de patos y se aseguraría de que las pequeñas parcelas siguieran marcadas con los círculos de piedras y conchas. Sin embargo, sabía que tenía que hacer todo eso antes de que Kevin Duffy se topara con las herramientas. A Kevin no le gustaría encontrarlas entre los brotes húmedos de hierbajos, juncos y hierba que rodeaban el estanque.

Así que Paul no huyó muy lejos de Valerie. Sólo rodeó la parte delantera de la casa y se adentró en el bosque que quedaba al este del sendero de entrada. Allí recorrió el camino lleno de baches y cubierto de hojas bajo los árboles y flanqueado de rododendros y heléchos, y lo siguió hasta que llegó a la segunda bifurcación a la derecha. Allí soltó la vieja bici junto al tronco de un sicómoro musgoso, parte de un árbol que había caído en su día por una tormenta y que se había convertido en el hogar hueco de criaturas salvajes. A partir de aquel punto, el camino era demasiado agreste para avanzar en bici, así que se ajustó con mayor firmeza la mochila al hombro y partió a pie con Taboo trotando a su lado, contento de emprender una aventura matutina en lugar de tener que esperar pacientemente como solía hacer, atado al menhir prehistórico de detrás del muro del patio del colegio, con un cuenco de agua a su lado y un puñado de galletas, a que Paul saliera a recogerle al final del día.

El destino de Paul era uno de los secretos que había compartido con el señor Guy.

– Creo que ya nos conocemos lo suficiente para algo especial -le había dicho el señor Guy la primera vez que le enseño a Paul el lugar-. Si quieres, si crees que estás preparado, tengo un modo de sellar nuestra amistad, mi príncipe.

Así había llamado a Paul, “mi príncipe”. Al principio no, por supuesto, sino más tarde, cuando llegaron a conocerse mejor, cuando pareció que compartían una especie de afinidad poco común. No era que se parecieran ni que Paul hubiera creído jamás que podían parecerse. Pero entre ellos había existido compañerismo, y la primera vez que el señor Guy le había llamado “mi príncipe”, Paul tuvo la seguridad de que el anciano también sentía ese compañerismo.

Así que había asentido con la cabeza. Estaba bastante preparado para sellar su amistad con aquel hombre importante que había entrado en su vida. No estaba del todo seguro de qué significaba sellar una amistad, pero su corazón saltaba de alegría cuando estaba con el señor Guy y, sin duda, las palabras del señor Guy indicaban que su corazón también saltaba de alegría. Así que significara lo que significase, sería bueno. Paul lo sabía.

El lugar de los espíritus era como llamaba el señor Guy al lugar especial. Era una cúpula de tierra como un cuenco vertical sobre el suelo, cubierta de densa hierba y con un sendero allanado alrededor.

El lugar de los espíritus estaba después del bosque, tras un muro de mampostería, parte de una pradera donde en su día pastaban, las dóciles vacas de Guernsey. Estaba cubierto de hierbajos, y lo estaban invadiendo rápidamente las zarzas y los heléchos porque el señor Guy no tenía vacas que se comieran la maleza y los invernaderos que habrían podido sustituir al ganado se habían desmantelado cuando el señor Guy compró la propiedad.

Paul saltó el muro y cayó en el sendero. Taboo le siguió. El camino pasaba por entre los heléchos hasta el propio túmulo, y allí se dirigieron por otro sendero que serpenteaba hacia el suroeste. El señor Guy le había contado que el sol habría brillado con fuerza e intensidad para los pueblos antiguos que habían utilizado aquel lugar.

A medio camino, en la circunferencia que rodeaba el túmulo, había una puerta de madera mucho más reciente que la propia cúpula. Colgaba de unas jambas de piedra debajo de un dintel también de piedra y estaba cerrada con un candado de combinación atravesado en una aldabilla.

– Tardé meses en encontrar el modo de entrar -le había dicho el señor Guy-. Sabía lo que era. Era fácil saberlo. ¿Qué otra razón explicaría la presencia de un túmulo de tierra en medio de una pradera? Pero ¿encontrar la entrada…? Fue endemoniadamente difícil, Paul. Había detritos apilados (zarzas, arbustos, de todo), y estas piedras de la entrada estaban llenas de maleza. Incluso cuando localicé las primeras debajo de la tierra y distinguí entre la entrada y las piedras de apoyo dentro del túmulo… Meses, mi príncipe. Tardé meses. Pero mereció la pena, creo. Acabé encontrando un lugar especial y créeme, Paul, todo hombre necesita un lugar especial.

Que el señor Guy estuviera dispuesto a compartir su lugar especial había hecho que Paul pestañeara sorprendido. Había notado que una gran oleada de felicidad le bloqueaba la garganta. Había sonreído como un imbécil, como un payaso. Pero el señor Guy había sabido qué significaba aquello. Había dicho:

– Noventa y tres veintisiete quince. ¿Lo recordarás? Así se entra. Sólo le doy la combinación a los amigos especiales, Paul.

Paul había grabado religiosamente esos números en su memoria y ahora los utilizó. Se guardó el candado en el bolsillo y abrió la puerta empujándola. Estaba a poco más de un metro del suelo, así que se quitó la mochila de la espalda y se la colocó en el pecho para tener más espacio. Se agachó para cruzar el dintel y entró gateando.

Taboo pasó delante de él, pero se detuvo, olisqueó el aire y gruñó. El interior estaba oscuro -iluminado sólo desde la puerta por el haz de luz débil de diciembre que no penetraba demasiado en la penumbra-, y aunque el lugar especial había estado cerrado a cal y canto, Paul dudó cuando pareció que el perro no estaba seguro de entrar. Sabía que había espíritus en la isla: fantasmas de los muertos, duendes de las brujas y hadas que vivían en setos y arroyos. Así que aunque no tenía miedo de que hubiera un humano dentro del túmulo, podía haber algo más.

Taboo, sin embargo, no tuvo inconveniente en encontrar algo del mundo de los espíritus. Se aventuró a entrar, olisqueando las piedras que formaban el suelo, y desapareció en el hueco interior, lanzándose de allí al centro de la propia estructura, donde la parte alta del túmulo permitía que un hombre se irguiera. Al fin regresó a donde estaba Paul, dubitativo nada más cruzar la puerta. Meneó el rabo.

Paul se agachó y presionó la mejilla contra el pelo hirsuto del perro. Taboo le lamió la mejilla y se inclinó sobre las patas delanteras. Retrocedió tres pasos y aulló, lo que significaba que creía que habían ido allí a jugar; pero Paul le rascó las orejas, cerró con cuidado la puerta y la oscuridad de aquel lugar tranquilo los sepultó.

Lo conocía suficientemente bien para saberse el camino; con una mano sujetaba la mochila sobre el pecho y con la otra repasaba la pared húmeda de piedra mientras avanzaba despacio hasta el centro. Éste, le había dicho el señor Guy, era un lugar muy importante, una cripta desde donde los hombres prehistóricos enviaban a sus muertos en su último viaje. Se llamaba dolmen e incluso tenía un altar -aunque a Paul le parecía más una piedra vieja y desgastada, elevada sólo unos centímetros del suelo- y una cámara secundaria donde se realizaban los ritos religiosos, ritos sobre los que sólo se podía especular.

Paul había escuchado, mirado y temblado de frío la primera vez que había entrado en el lugar especial. Y cuando el señor Guy había encendido las velas que guardaba en un hueco poco profundo a un lado del altar, había visto a Paul temblando y había hecho algo para remediarlo.

Lo había llevado a la cámara secundaria, que tenía forma de dos palmas juntas y a la que se accedía pasando por detrás de una piedra vertical que parecía una estatua en una iglesia y cuya superficie estaba grabada. En esta cámara secundaria el señor Guy tenía un catre de tijera. Había mantas y una almohada. Había velas. Había una pequeña caja de madera.

El señor Guy había dicho:

– A veces vengo aquí a pensar, a estar solo para meditar. ¿Tú meditas, Paul? ¿Sabes lo que es descansar la mente? ¿Ponerla en blanco? ¿Sólo tú y Dios y el orden de la vida? ¿Eh? ¿No? Bueno, quizá podamos trabajar en eso, tú y yo, practicar un poco. Toma. Coge esta manta. Te enseñaré el lugar.

Lugares secretos, había pensado Paul. Lugares especiales para compartir con amigos especiales. O lugares donde uno podía estar solo, cuando uno necesitaba estar solo, como ahora.

Sin embargo, Paul nunca había estado allí solo. Hoy era su primera vez.

Avanzó sigilosamente y con cuidado hacia el centro del dolmen y caminó a tientas hasta la piedra del altar. A oscuras, pasó las manos por la superficie plana hasta el hueco de la base, donde estaban las velas. Además de las velas, dentro de este hueco había una lata de Pastillas de Menta Curiosamente Fuertes y, dentro de ésta, estaban las cerillas, resguardadas de la humedad. Paul las buscó y las sacó. Dejó la mochila en el suelo y encendió la primera de las velas, fijándola con cera en la piedra del altar.

Con un poco de luz, sintió menos ansiedad por estar solo en este lugar húmedo y oscuro. Miró las paredes de granito viejas a su alrededor, el techo curvado, el suelo lleno de agujeros.

– Es increíble que los hombres antiguos pudieran construir una estructura como ésta -había dicho el señor Guy-. Nos creemos mejores que los hombres de la Edad de Piedra, Paul, con nuestros móviles, nuestros ordenadores, y cosas por el estilo. Información instantánea que acompaña al resto de cosas instantáneas que tenemos. Pero mira esto, mi príncipe, mira este lugar. ¿Qué hemos construido nosotros en los últimos cien años que podamos afirmar que seguirá en pie dentro de cien mil años más? Nada de nada. Mira, Paul, mira esta piedra…

Y lo había hecho, con la cálida mano del señor Guy sobre su hombro mientras los dedos de su otra mano recorrían las marcas que mano tras mano tras mano antes que él habían grabado en la piedra que montaba guardia en la segunda cámara, donde el señor Guy tenía el catre de tijera y las mantas. Paul se dirigió allí ahora, a ese segundo hueco, con la mochila en la mano. Pasó detrás de la piedra centinela después de encender otra vela y con Taboo pegado a sus talones. Dejó la mochila en el suelo y la vela sobre la caja de madera donde la cera derretida marcaba el lugar de docenas de velas colocadas anteriormente. Cogió una de las mantas del catre para Taboo, la dobló en un cuadrado del tamaño del perro y la puso sobre el frío suelo de piedra. Taboo saltó encima agradecido y dio tres vueltas para hacerla suya antes de tumbarse con un suspiro. Descansó la cabeza sobre las patas y clavó los ojos amorosamente en Paul.

“Ese perro cree que quiero hacerte daño, mi príncipe.”

Pero no. Así era Taboo. Sabía el papel importante que jugaba en la vida de su dueño -único amigo, único compañero hasta que apareció el señor Guy-, y como conocía su papel, le gustaba que Paul supiera que sabía cuál era su papel. No podía decírselo, así que le observaba: todos sus movimientos, en todo momento, todos los días.

Así miraba también Paul al señor Guy cuando estaban juntos. Y a diferencia de otras personas en la vida de Paul, el señor Guy nunca se había molestado porque lo mirara fijamente.

– Te parece interesante, ¿verdad? -le preguntaba si se afeitaba cuando estaban juntos. Y nunca se burlaba de que el propio Paul, pese a su edad, aún no se afeitara-. ¿Cuánto debería cortármelo? -le preguntaba cuando Paul lo acompañaba al barbero en Saint Peter Port-. Ten cuidado con esas tijeras, Hal. Como puedes ver, mi hombre observa tus movimientos. -Y le guiñaba un ojo a Paul y hacía la señal que significaba “Amigos hasta la muerte”: los dedos de la mano derecha cruzados sobre la palma de la mano izquierda.

Y la muerte había llegado.

Paul notó que se le llenaban los ojos de lágrimas y las dejó brotar. No estaba en casa. No estaba en el colegio. Aquí era seguro echarlo de menos. Así que lloró tanto como quiso, hasta que le dolió el estómago y se le irritaron los párpados. Y a la luz de la vela, Taboo le observó fielmente, con total aceptación y un amor perfecto.

Agotado al fin de llorar, Paul se dio cuenta de que tenía que recordar las cosas buenas que le había reportado conocer al señor Guy: todo lo que había aprendido en su compañía, todo lo que había llegado a valorar y todo lo que le había animado a creer.

– Estamos aquí para algo más importante que simplemente pasar por la vida -le había dicho su amigo en más de una ocasión-. Estamos aquí para aclarar el pasado y compartir el futuro.

Una forma de aclarar el pasado iba a ser el museo. Para este fin, habían pasado largas horas en compañía del señor Ouseley y su padre. Gracias a ellos y al señor Guy, Paul había aprendido la importancia de los objetos que en su día habría tirado descuidadamente: la extraña hebilla encontrada en los jardines de Fort Doyle, oculta entre los hierbajos y enterrada durante décadas hasta que una tormenta batió la tierra de un roca; el farol inútil en un mercadillo ambulante; la medalla oxidada; los botones; el plato sucio.

– Esta isla es un verdadero cementerio -le había dicho el señor Guy-. Vamos a hacer algunos trabajos de exhumación. ¿Te gustaría participar?

La respuesta era fácil. Quería participar en todo aquello en lo que participaba el señor Guy.

Así que se involucró en el trabajo del museo con el señor Guy y el señor Ouseley. Fuera a donde fuera en la isla, tenía los ojos bien abiertos por si veía algo con lo que contribuir a la enorme colección.

Al final había encontrado algo. Había ido en la bici hacia el suroeste hasta La Congrelle, donde los nazis habían construido una de sus torres de vigilancia más feas: una erupción futurista de hormigón con rendijas para las armas antiaéreas que derribarían cualquier aparato que se acercara a la orilla. Sin embargo, no había ido en busca de nada relacionado con los cinco años de ocupación alemana, sino a echar un vistazo al último coche que se había despeñado por el acantilado.

La Congrelle era uno de los pocos acantilados de la isla a cuya cima se podía acceder en coche. A otros acantilados había que llegar a pie tras aparcar el coche a una distancia segura, pero en La Congrelle se podía conducir hasta el mismo borde. Era un buen lugar para suicidarse si uno deseaba que pensaran que había sido un accidente, porque al final de la carretera que iba de la Rué de la Trigale al canal, sólo había que girar a la derecha y acelerar los últimos cincuenta metros, atravesar los tojos bajos y cruzar la hierba al borde del acantilado. Una última pisada al acelerador a medida que la tierra desaparecía delante del capó y el coche saltaría y se precipitaría contra las rocas, y daría vueltas de campana hasta que lo detuviera una barrera irregular de granito, chocara contra el agua o se incendiara.

El coche en cuestión que Paul fue a ver había encontrado su final de esta última manera. No quedaba más que metal retorcido y un asiento ennegrecido, un hallazgo un poco decepcionante tras el largo trayecto en bici bajo el viento. Si hubiera habido algo más, quizá Paul habría iniciado el peligroso descenso para investigar. Como no era el caso, exploró la zona de la torre de vigilancia.

Vio que había habido un derrumbamiento de rocas, reciente por el aspecto de las piedras y los destrozos en el terreno del que se habían desprendido. En las piedras recién desnudadas no había ni las armerías ni las collejas que crecían en todos los acantilados. Y en las rocas que habían caído al agua no había guano, aunque los otros trozos más viejos de gneis estaban llenos.

Estar en aquel lugar era sumamente peligroso, y como isleño que había nacido y crecido allí, Paul lo sabía. Pero había aprendido del señor Guy que cuando la tierra se abría al hombre, a menudo revelaba secretos. Por esta razón, buscó por los alrededores.

Dejó a Taboo en la cima del acantilado y emprendió el camino por el corte profundo que había dejado el desprendimiento. Procuró agarrarse bien a una pieza fija de granito siempre que se le movían los pies, y de esta manera atravesó la fachada del acantilado, descendiendo como un cangrejo que busca una grieta en la que ocultarse.

Fue a medio camino donde lo encontró, tan incrustado por medio siglo de tierra, barro seco y guijarros que al principio creyó que no era más que una piedra elíptica. Pero cuando lo desprendió con el pie, vio el destello de lo que parecía un metal curvado que surgía del interior del propio objeto. Así que lo cogió.

No pudo examinarlo allí, en la pared del acantilado, así que lo subió a la cima sujetándolo entre la barbilla y el pecho. Allí, mientras Taboo olisqueaba el objeto entusiasmado, utilizó una navaja y, luego, los dedos para descubrir lo que la tierra había mantenido oculto durante tantos años.

¿Quién sabía cómo había acabado allí? Los nazis no se habían molestado en llevarse sus trastos cuando se dieron cuenta de que la guerra estaba perdida y que la invasión de Inglaterra no llegaría nunca. Simplemente se rindieron y, como los invasores derrotados que habían ocupado la isla antes que ellos, dejaron atrás todo aquello que consideraron inconveniente llevarse.

Al estar tan cerca de una torre de vigilancia que en su día habían ocupado soldados, no era de extrañar que sus desechos siguieran sin desenterrar. Si bien aquello no habría pertenecido a nadie, no cabía duda de que era algo que quizá los nazis habrían considerado útil si los aliados, las guerrillas o la resistencia hubieran conseguido desembarcar allí abajo.

Ahora, en la penumbra del lugar especial que él y el señor Guy habían compartido, Paul cogió la mochila. Había querido entregarle su descubrimiento al señor Ouseley en Moulin des Niaux, su primera contribución orgullosa en solitario. Pero ahora no podía hacerlo -no después de lo sucedido aquella mañana-, así que lo guardaría aquí, donde estaría a salvo.

Taboo levantó la cabeza y observó a Paul desabrochar las hebillas de la mochila. El chico metió la mano dentro y sacó la toalla vieja en la que había envuelto su tesoro. Como todos los buscadores de tesoros de la historia, abrió la toalla en la que había enrollado su descubrimiento para inspeccionarlo embelesado una última vez antes de guardarlo en un lugar seguro.

En realidad, la granada de mano seguramente no sería peligrosa, pensó Paul. El clima la habría maltratado a lo largo de los años antes de quedar enterrada en la tierra, y la anilla que en su día habría detonado el explosivo que llevaba dentro probablemente estaría oxidada y resultaría imposible moverla. Pero aun así, no era prudente llevarla consigo en la mochila. No necesitaba que ni el señor Guy ni nadie le dijeran que la prudencia sugería dejarla en un lugar donde nadie la encontrara por casualidad, sólo hasta que decidiera qué hacer con ella.

Dentro de la cámara secundaria del dolmen, donde se ocultaban ahora él y Taboo, estaba el escondite. El señor Guy también se lo había enseñado: una fisura natural entre dos de las piedras que componían la pared del dolmen. Originariamente no estaba allí, le había dicho el señor Guy. Pero el tiempo, el clima, los movimientos de tierra… Nada hecho por el hombre resiste del todo a la naturaleza.

El escondite estaba justo a un lado del catre y para los no iniciados parecía un mero hueco en las piedras y nada más. Pero si se deslizaba la mano bien adentro, se descubría un segundo hueco, más ancho, detrás de la piedra más próxima al catre: allí se encontraba el escondite donde podían guardarse los secretos y tesoros demasiado preciosos para la vista corriente.

“Enseñarte esto significa algo, Paul. Algo más importante que las palabras. Algo más importante que los pensamientos.”

Paul creía que en el escondite había suficiente espacio para la granada. Había metido la mano dentro otras veces, guiado por la mano del señor Guy y con sus palabras tranquilizadoras susurrándole al oído: “De momento no hay nada, no te tendería una fea trampa, príncipe”. Así que sabía que había sitio para dos puños cerrados, espacio más que suficiente para depositar la granada. Y la profundidad del escondite bastaba de sobra. Porque Paul no había logrado tocar el fondo por mucho que estiraba el brazo.

Apartó el catre de tijera hacia un lado y dejó la caja de madera con su vela en el suelo, en el centro de la cámara. Taboo aulló frente a esta alteración de su espacio, pero Paul le dio una palmadita en la cabeza y le tocó cariñosamente la punta del hocico. No había nada de lo que preocuparse, dijo su gesto al perro. Aquí estaban a salvo. Ahora nadie lo conocía, sólo ellos dos.

Cogiendo la granada con cuidado, se tumbó en el frío suelo de piedra y deslizó el brazo en el interior de la estrecha fisura. Se ensanchaba unos quince centímetros desde la entrada, y aunque casi no podía ver el interior del escondrijo, sabía dónde se encontraba la segunda abertura por el tacto, así que no previo ningún problema para alojar la granada.

Pero sí lo había. A menos de diez centímetros dentro de la fisura había otra cosa. Primero notó que sus nudillos chocaban con algo, algo firme, que no se movía y que resultaba totalmente inesperado.

Paul soltó un grito ahogado y retiró la mano, pero tardó sólo un momento en darse cuenta de que, fuera lo que fuera, sin duda no estaba vivo, así que no había motivo para asustarse. Dejó la granada cuidadosamente sobre el catre y acercó la vela a la entrada de la fisura.

El problema era que no podía iluminar el hueco y mirar dentro a la vez. Así que volvió a tumbarse boca abajo y deslizó la mano, luego el brazo, de nuevo en el interior del escondite.

Sus dedos lo encontraron, algo firme pero maleable. No era duro, sino suave. Tenía forma de cilindro. Lo cogió y empezó a sacarlo.

“Éste es un lugar especial, un lugar de secretos, y ahora es nuestro, tuyo y mío. ¿Sabes guardar un secreto, Paul?”

Sabía. Claro que sabía. Sabía hacerlo más que bien. Porque mientras lo atraía hacia él, Paul comprendió exactamente qué era lo que el señor Guy había ocultado dentro del dolmen.

La isla, al fin y al cabo, era un paisaje de secretos, y el propio dolmen era un lugar secreto dentro de aquel paisaje mayor de cosas enterradas, cosas calladas y recuerdos que la gente deseaba olvidar. A Paul no le extrañó que, en las profundidades de las edades de una tierra que aún podía dar medallas, sables, balas y otros objetos con más de medio siglo de antigüedad, yaciera sepultado algo mucho más valioso, algo de la época de los corsarios o incluso más antiguo, pero algo precioso. Y lo que estaba sacando de la fisura era la clave para encontrar algo enterrado hacía muchísimo tiempo.

Había encontrado un último regalo del señor Guy, ese hombre que ya le había dado tanto.


Énne rouelle dé faitot -dijo Ruth Brouard en respuesta a la pregunta de Margaret Chamberlain-. Se utiliza para los graneros, Margaret.

Margaret creyó que esta contestación era deliberadamente obtusa, muy típica de Ruth, quien nunca había llegado a caerle especialmente bien a pesar de haber tenido que vivir con la hermana de Guy durante todo el tiempo que estuvo casada con él. Ruth se había pegado demasiado a Guy, y una devoción tan grande entre hermanos era impropia. Olía a… Bueno, Margaret no quería ni pensar a qué olía. Sí, se daba cuenta de que estos hermanos en concreto -judíos como ella, pero judíos europeos durante la segunda guerra mundial, lo que les permitía en cierta medida un comportamiento extraño, eso no se lo discutía- habían perdido a toda su familia debido a la maldad implacable de los nazis y, por lo tanto, se habían visto obligados a serlo todo el uno para el otro desde muy pequeños. Pero el hecho de que en todos estos años Ruth nunca hubiera desarrollado una vida propia no sólo era cuestionable y previctoriano; era algo que, a los ojos de Margaret, la convertía en una mujer incompleta, en una especie de criatura inferior que había vivido a medias, y en la sombra, por si fuera poco.

Margaret decidió que tendría que tener paciencia.

– ¿Para los graneros? -dijo-. No acabo de entenderlo, querida. La piedra sería bastante pequeña para caberle en la boca a Guy, ¿no? -Vio que su cuñada se estremecía al oír aquella última pregunta, como si hablar de ello despertara sus fantasías más oscuras sobre cómo Guy había encontrado la muerte: retorciéndose en la playa, agarrándose en vano la garganta. Bueno, no podía remediarlo. Margaret necesitaba información e iba a obtenerla.

– ¿Qué uso tendría en un granero, Ruth?

Ruth levantó la vista de la labor con la que estaba ocupada cuando Margaret la localizó en el salón de desayuno. Era un lienzo enorme extendido sobre un marco de madera que a su vez descansaba sobre un atril ante el que estaba sentada Ruth, una figura menuda y delicada vestida con unos pantalones negros y una chaqueta negra muy amplia que en su día seguramente había pertenecido a Guy. Tenía las gafas redondas en la punta de la nariz y volvió a subírselas con su mano infantil.

– No se utiliza dentro del granero -le explicó-. Se pone en una anilla con las llaves del granero. Al menos, así se utilizaba en su día. Ahora quedan pocos graneros en Guernsey. Era para mantener a salvo los graneros de los duendes de las brujas. Protección, Margaret.

– Ah. Un amuleto, entonces.

– Sí.

– Entiendo. -Lo que pensó Margaret fue: “Qué ridículos estos isleños”. Amuletos para brujas, paparruchadas para hadas, fantasmas en las cimas de los acantilados, demonios al acecho: nunca había pensado que su ex marido fuera un hombre que se tragara esas tonterías-. ¿Te han enseñado la piedra? ¿ La reconociste? ¿Era de Guy? Sólo lo pregunto porque no me parece propio de él llevar encima amuletos o cosas por el estilo. Al menos, no del Guy que yo conocí. ¿Esperaba tener suerte en algún asunto?

“Con una mujer” fue lo que no añadió, aunque las dos sabían que la frase estaba allí. Aparte de los negocios -mundo en el que Guy Brouard había sido un rey Midas y no necesitaba suerte alguna-, el otro asunto que le había interesado era la búsqueda y conquista del sexo opuesto, algo que Margaret ignoró hasta que encontró unas bragas en el maletín de su marido, colocadas juguetonamente por la azafata de vuelo de Edimburgo a la que se follaba en secreto. Su matrimonio terminó en el instante en que Margaret encontró esas bragas en lugar del talonario que andaba buscando. Lo único que quedó durante los dos años siguientes fueron las reuniones de su abogado con el de él para negociar un trato que financiara el resto de su vida.

– El único asunto que ahora tenía entre manos era el museo de la guerra. -Ruth volvió a inclinarse sobre el marco que sujetaba la labor e introdujo la aguja expertamente por el diseño que había dibujado en ella-. Y para eso no llevaba amuleto. No le hacía falta, en realidad. Todo iba viento en popa, que yo sepa. -Volvió a alzar la mirada, con la aguja preparada para otra inmersión-. ¿Te habló del museo, Margaret? ¿Te lo ha contado Adrián?

Margaret no quería tocar el tema de Adrián con su cuñada ni con nadie, así que dijo:

– Sí. Sí. El museo. Por supuesto. Ya lo sabía.

Ruth sonrió, por dentro y afectuosamente al parecer.

– Estaba orgullosísimo de ser capaz de hacer algo por la isla, algo que perdurara, algo bueno y significativo.

A diferencia de su vida, pensó Margaret. Ella no estaba allí para escuchar elogios a Guy Brouard, patrón de todo y de todos. Sólo estaba allí para asegurarse de que, con su muerte, Guy Brouard se había erigido además en patrón de su único hijo varón.

– ¿Qué pasará ahora con sus planes? -preguntó.

– Supongo que todo depende del testamento -contestó Ruth. Parecía hablar con cautela. Demasiada cautela, pensó Margaret-. El testamento de Guy, quiero decir. Bueno, claro, ¿de quién si no? En realidad, todavía no me he reunido con su abogado.

– ¿Por qué no, querida? -preguntó Margaret.

– Supongo que porque hablar de su testamento hace que todo esto sea real, permanente. Lo estoy evitando.

– ¿Preferirías que hablara yo con su abogado…? Si hay que arreglar papeles, estaré encantada de ocuparme, querida.

– Gracias, Margaret. Eres muy amable por ofrecerte, pero debo ocuparme yo. Debo… y lo haré. Pronto. Cuando… Cuando sienta que es el momento adecuado de hacerlo.

– Sí -murmuró Margaret-. Por supuesto. -Observó que su cuñada pasaba la aguja por el lienzo y la fijaba en su sitio, lo que indicaba que ponía fin a su labor de momento. Intentó parecer la empatia personificada, pero por dentro se moría de impaciencia por saber cómo habría repartido exactamente su ex marido su inmensa fortuna. En concreto, quería saber de qué forma se había acordado de Adrián. Porque aunque en vida se negó a dar a su hijo el dinero que necesitaba para su nuevo negocio, no cabía duda de que la muerte de Guy reportaría unos beneficios a Adrián que no había conseguido en su vida. Y eso volvería a juntar a Carmel Fitzgerald y a Adrián, ¿verdad? Así que por fin vería a Adrián casado: un hombre normal que llevaba una vida normal sin más incidentes peculiares de los que preocuparse.

Ruth se había acercado a un pequeño escritorio, de donde cogió un marco de fotos delicado. Cubría la mitad de un relicario, que miró con nostalgia. Margaret vio que era ese tedioso regalo de despedida que Maman les había dado en el muelle. “Je vais conserver l'autre moitié, mes chéris. Nous le reconstituerons lorsque nous nous retrouverons.”

“Sí, sí -quería decir Margaret-. Ya sé que la echas de menos, maldita sea, pero tenemos asuntos entre manos.”

– Pero cuanto antes mejor, querida -dijo Margaret con delicadeza-. Deberías hablar con él. Es bastante importante.

Ruth dejó el marco, pero siguió mirándolo.

– Las cosas no van a cambiar hablando con nadie -dijo.

– Pero las aclarará.

– Si hay que aclarar algo.

– Necesitas saber cómo quería… Bueno, cuál era su voluntad. Tienes que saberlo. Con un patrimonio tan grande como el suyo, mujer prevenida vale por dos, Ruth. No me cabe la menor duda de que su abogado estará de acuerdo conmigo. ¿Te ha llamado el abogado, por cierto? Al fin y al cabo, él debe saber…

– Oh, sí. Lo sabe.

“¿Y bien?”, pensó Margaret. Pero dijo con dulzura:

– Entiendo. Sí. Bueno, todo a su tiempo, querida. Cuando te sientas preparada.

Que sería pronto, esperaba Margaret. No quería tener que quedarse en aquella isla infernal más tiempo del estrictamente necesario.

Ruth Brouard sabía una cosa sobre su cuñada. La presencia de Margaret en Le Reposoir no tenía nada que ver con su matrimonio fracasado con Guy ni con ninguna pena o arrepentimiento que pudiera sentir por cómo se habían separado ella y Guy, ni siquiera con el respeto que creyera apropiado mostrar ante este terrible fallecimiento. En efecto, el que aún no hubiera mostrado la más mínima curiosidad por quién había asesinado al hermano de Ruth indicaba dónde residía su verdadera pasión. En su mente, Guy tenía un dineral y ella pretendía llevarse su parte. Si no para ella, para Adrián.

“Zorra vengativa” la llamaba Guy. “Tiene un montón de médicos dispuestos a testificar que el chico es demasiado inestable para estar en otro lugar que no sea con su maldita madre, Ruth. Pero es ella la que está echando a perder al pobre chico. La última vez que lo vi, tenía urticaria. Urticaria. A su edad. Dios santo, está loca.”

Así había sido año tras año, con visitas en vacaciones interrumpidas o canceladas hasta que la única posibilidad que le quedó a Guy para ver a su hijo fue hacerlo ante la presencia vigilante de su ex mujer. “Monta guardia, maldita sea -se indignaba Guy-. Seguramente porque sabe que si no lo hiciera, le diría que se despegara de las faldas de su madre… utilizando un hacha si es necesario. A ese chico no le pasa nada que no puedan arreglar unos años en un colegio decente. Y no me refiero a uno de esos lugares con duchas frías por la mañana y azotes en el trasero. Hablo de un colegio moderno donde aprendería a ser autosuficiente, algo que no va a aprender mientras siga pegado a su lado como una lapa.”

Pero Guy no lo consiguió. El resultado fue el pobre Adrián tal como era ahora, con treinta y siete años y ni un solo talento o cualidad que pudieran definirlo. A menos que una sucesión ininterrumpida de fracasos en todo, desde deportes de equipo a relaciones con mujeres, pudiera considerarse un talento. Esos fracasos también podían atribuirse a la relación de Adrián con su madre. No hacía falta ser psicólogo para llegar a esta conclusión. Pero Margaret nunca lo vería así, para no tener que asumir ninguna clase de responsabilidad en los constantes problemas de su hijo. Dios santo, nunca lo reconocería

Así era Margaret. Era de esas mujeres que decían: “No es culpa mía, arréglatelas tú sólito”. Si no podías arreglártelas tú sólito, mejor cortabas toda relación.

Pobre querido Adrián, tener una madre como ella. Al fin y al cabo, que tuviera buenas intenciones no servía de nada, teniendo en cuenta el daño que acababa haciendo por el camino.

Ruth la observó, mientras Margaret fingía inspeccionar el único recuerdo que tenía de su madre, ese medio relicario roto para siempre. Era una mujer corpulenta, rubia, con el pelo bien recogido y llevaba unas gafas de sol en la cabeza… ¿en el gris mes de diciembre? ¡Qué insólito, ciertamente! Ruth no podía concebir que su hermano hubiera estado casado con aquella mujer, pero nunca había podido hacerlo. Nunca había logrado resignarse a la imagen de Margaret y Guy juntos como marido y mujer, no por el sexo que, naturalmente, formaba parte de la naturaleza humana y podía, en consecuencia, adaptarse a cualquier tipo de extraña pareja, sino por la parte emocional, la parte de compromiso, la parte que ella imaginaba -al no haber tenido nunca el privilegio de experimentarla- que era el terreno fértil en el que uno plantaba la semilla de la familia y el futuro.

Tal como se desarrollaron las cosas entre su hermano y Margaret, Ruth había acertado bastante al suponer que eran totalmente incompatibles. Si no hubieran tenido al pobre Adrián en un extraño momento de optimismo, seguramente habrían seguido caminos distintos tras poner fin a su matrimonio, la una agradecida por el dinero que había logrado excavar de las ruinas de su relación y el otro encantado de verla marchar con el dinero siempre que eso significara librarse de uno de sus peores errores. Pero como Adrián era una parte de la ecuación, Margaret no había caído en el olvido. Porque Guy quería a su hijo -aunque le frustrara-, y la existencia de Adrián convertía la de Margaret en un hecho inmutable. Hasta que uno de los dos muriera: Guy o la propia Margaret.

Pero ése era precisamente el tema en el que Ruth no quería pensar y del que no soportaba hablar, aunque sabía que no podría evitarlo indefinidamente.

Como si le leyera la mente, Margaret dejó el relicario sobre la mesa y dijo:

– Ruth, querida, no he podido sacarle ni diez palabras a Adrián sobre lo sucedido. No quiero ser morbosa, pero me gustaría entenderlo. El Guy que yo conocí no tuvo enemigos en su vida. Bueno, estaban sus mujeres, claro, y a las mujeres no nos gusta que nos dejen. Pero aunque hubiera hecho lo de siempre…

– Margaret, por favor -dijo Ruth.

– Espera -se apresuró a decir Margaret-. No podemos fingir, querida. No es el momento. Las dos sabemos cómo era. Pero lo que estoy diciendo es que una mujer, aunque la dejen, una mujer rara vez…, como venganza… Ya sabes qué quiero decir. Entonces, ¿quién…? A menos que esta vez fuera una mujer casada, ¿y el marido se enterara…? Aunque normalmente Guy evitaba a las casadas. -Margaret jugueteaba con uno de los tres pesados collares de oro que llevaba puestos, el que tenía un colgante. Era una perla, deforme y gigantesca, una excrecencia blanquecina que caía entre sus pechos como un pegote de puré de patatas petrificado.

– No tenía… -Ruth se preguntó por qué dolía tanto decirlo. Conocía a su hermano. Sabía cómo era: la suma de muchas partes buenas y sólo una oscura, dañina, peligrosa-. No tenía ninguna aventura. No había dejado a nadie.

– ¿Acaso no han detenido a una mujer, querida?

– Sí.

– ¿Y no estaban ella y Guy…?

– Por supuesto que no. Sólo llevaba aquí unos días. No tenía nada que ver con… nada.

Margaret ladeó la cabeza, y Ruth vio lo que estaba pensando. A Guy Brouard le bastaban unas pocas horas para conseguir sus propósitos cuando se trataba de sexo. Margaret estaba a punto de indagar en el tema. La expresión astuta en su rostro bastaba para transmitir que buscaba hacerlo de una forma que no sugiriera curiosidad morbosa ni la creencia de que su marido mujeriego al fin había recibido su merecido, sino compasión por el hecho de que Ruth hubiera perdido a su hermano, al que quería más que a su propia vida. Pero Ruth se salvó de tener que mantener esa conversación. Alguien llamó a la puerta abierta del salón de mañana con indecisión, y una voz temblorosa dijo:

– ¿Ruthie? Yo… ¿Molesto…?

Ruth y Margaret se volvieron y vieron a una tercera mujer en la puerta y, detrás de ella, a una adolescente desgarbada y alta que aún no estaba acostumbrada a su estatura.

– Anaïs -dijo Ruth-. No te he oído entrar.

– Hemos utilizado nuestra llave. -Anaïs la mostró en la palma de su mano, una sencilla declaración del lugar que ocupaba en la vida de Guy-. Esperaba que fuera… Oh, Ruth, no puedo creer… Aún… No puedo… -Rompió a llorar.

La chica situada detrás de ella apartó la mirada nerviosa, frotándose las manos en las perneras del pantalón. Ruth cruzó la sala y abrazó a Anaïs Abbott.

– Puedes utilizar la llave cuando quieras. Es lo que habría querido Guy.

Mientras Anais lloraba sobre su hombro, Ruth extendió la mano a la hija de quince años de la mujer. Jemima sonrió fugazmente -ella y Ruth siempre se habían llevado bien-, pero no se acercó, sino que miró detrás de Ruth a Margaret y luego a su madre.

– Mamá -dijo en voz baja, pero angustiada. A Jemima nunca le habían gustado este tipo de manifestaciones. Desde que Ruth la conocía, se había avergonzado en más de una ocasión de la tendencia de Anaïs a la exhibición pública de sus sentimientos.

Margaret carraspeó significativamente. Anaïs se separó de los brazos de Ruth y sacó un paquete de pañuelos del bolsillo de la chaqueta de su traje pantalón. Iba vestida de negro de los pies a la cabeza; un casquete cubría su pelo rubio rojizo que cuidaba con esmero.

Ruth hizo las presentaciones. Era una situación incómoda: ex mujer, amante actual, hija de amante actual. Anaïs y Margaret intercambiaron unos saludos educados y se estudiaron mutuamente de inmediato.

No podían ser más distintas. A Guy le gustaban las rubias -siempre le habían gustado-, pero aparte de eso, las dos mujeres no compartían más similitudes, salvo quizá su pasado, porque a decir verdad, a Guy también le habían gustado siempre las mujeres normales. Y no importaba qué educación hubieran recibido, cómo vistieran o se comportaran o hubieran aprendido a pronunciar las palabras. De vez en cuando Anaïs aún tenía algo de barrio obrero, y la madre de Margaret, mujer de la limpieza, aparecía en su hija cuando ella menos quería que se conociera esa parte de su historia.

Aparte de eso, sin embargo, eran el día y la noche. Margaret era alta, imponente, autoritaria y se arreglaba demasiado; Anaïs era menudita, delgada hasta el punto de maltratarse físicamente para seguir los cánones odiosos de la actualidad -al margen de los pechos patentemente artificiales y demasiado voluptuosos-, pero siempre vestía como una mujer que nunca se había puesto un solo complemento sin la aprobación de su espejo.

Margaret, naturalmente, no había ido hasta Guernsey para conocer, menos aún consolar o entretener, a una de las muchas amantes de su ex marido. Así que después de murmurar un digno aunque tremendamente falso “Encantada de conocerte”, le dijo a Ruth:

– Hablaremos más tarde, cielo. -Y abrazó a su cuñada, le dio dos besos en las mejillas y dijo-: Querida Ruth -como si quisiera que Anaïs Abbott supiera con este gesto inusitado y ligeramente inquietante que una de ellas ocupaba un lugar en esta familia y la otra no. Luego se fue, dejando tras de sí el rastro de Chanel N.° 5. Era demasiado temprano para llevar ese perfume, pensó Ruth. Pero Margaret no sería consciente de ello.

– Tendría que haber estado con él -dijo Anaïs en voz muy baja en cuanto la puerta se cerró detrás de Margaret-. Quería estar con él, Ruthie. Desde que pasó todo esto, no hago más que pensar que si hubiera pasado la noche aquí, habría bajado a la bahía por la mañana. A verlo, simplemente. Porque verlo era una alegría. Y… Oh, Dios mío, Dios mío, ¿por qué ha tenido que pasar esto?

“A mí” fue lo que no añadió. Pero Ruth no era estúpida. No había pasado toda la vida observando la manera como su hermano había iniciado, llevado y acabado sus enredos con las mujeres para no saber en qué punto se encontraba el eterno juego de seducción, desilusión y abandono que jugaba. Guy estaba a punto de romper con Anaïs Abbott cuando murió. Si Anaïs no lo sabía directamente, era probable que lo notara de algún modo.

– Ven -le dijo Ruth-. Sentémonos. ¿Le pido a Valerie un café? Jemima, ¿quieres algo, cielo?

– ¿Tienes algo para Biscuit? Está ahí fuera. Se ha quedado sin comida esta mañana y…

– Pato, cielo -la interrumpió su madre. La reprobación estaba más que clara al llamar a Jemima por el apodo de su infancia. Esas dos palabras decían todo lo que Anaïs callaba: las niñas pequeñas se preocupan por sus perros; las chicas se preocupan por los chicos-. El perro sobrevivirá. De hecho, habría sobrevivido la mar de bien si lo hubiéramos dejado en casa, que es donde debería estar. Ya te lo he dicho. No podemos esperar que Ruth…

– Lo siento. -Pareció que Jemima había hablado más enérgicamente de lo que pensaba que debía hacerlo delante de Ruth, porque agachó la cabeza de inmediato y empezó a toquetear con una mano la costura de sus elegantes pantalones de lana. La pobre no iba vestida como una adolescente normal. Se había encargado de ello un curso de verano en una escuela de modelos de Londres en combinación con la observancia de su madre; por no mencionar la intrusión de ésta en el armario de la niña. Iba vestida como una modelo del Vogue. Pero a pesar del tiempo dedicado a aprender a maquillarse, peinarse y desfilar por la pasarela, en realidad seguía siendo la desgarbada Jemima, Pato para su familia y patosa a los ojos del mundo por el mismo tipo de torpeza que sentiría un pato si lo soltaran en un entorno donde le impidieran nadar en el agua.

Ruth se compadeció de la chica.

– ¿Ese perrito tan dulce? -dijo-. Seguramente estará muy triste ahí fuera sin ti, Jemima. ¿Quieres entrarlo?

– Qué tontería -dijo Anaïs-. Está bien. Puede que esté sordo, pero tiene la vista y el olfato perfectamente. Sabe muy bien dónde está. Déjalo fuera.

– Sí. Claro. Pero ¿tal vez querría un poco de ternera picada? Y hay pastel de carne que sobró del almuerzo de ayer. Jemima, baja a la cocina y pídele a Valerie un poco de pastel. Puedes calentarlo en el microondas, si quieres.

Jemima alzó la cabeza, y su expresión reconfortó a Ruth más de lo que esperaba.

– ¿No pasa nada si…? -dijo la niña mirando a su madre.

Anaïs era lo suficientemente lista para saber cuándo ceder a un viento más fuerte del que ella misma podía levantar.

– Ruthie, qué buena eres. No queremos ocasionarte la más mínima molestia.

– Y no lo hacéis -dijo Ruth-. Anda, ve, Jemima. Déjanos charlar un rato a las chicas mayores.

Ruth no pretendía que la expresión “chicas mayores” resultara ofensiva; pero al marcharse Jemima, vio que sí lo había resultado. Con la edad que estaba dispuesta a anunciar -cuarenta y seis-, Anaïs podía ser hija de Ruth, en realidad. Sin duda lo parecía. Y se esforzaba al máximo para parecerlo. Porque sabía mejor que la mayoría de las mujeres que los hombres mayores se sentían atraídos por la juventud y la belleza femeninas del mismo modo que la juventud y la belleza femeninas se sentían atraídas por la fuente que proporcionaba los medios para mantenerlas. En cualquier caso, la edad no importaba. El aspecto y los recursos lo eran todo. Hablar de la edad, sin embargo, había sido una especie de metedura de pata. Pero Ruth no hizo nada para suavizar la incorrección. Estaba llorando la muerte de su hermano, por el amor de Dios. Podían disculparla.

Anaïs se acercó al marco de la labor. Examinó el diseño del último panel.

– ¿Qué número es éste?

– El quince, creo.

– ¿Y cuántos te quedan aún?

– Los necesarios para contar toda la historia.

– ¿Entera? ¿Incluso que Guy… al final? -Anaïs tenía los ojos rojos, pero no lloró más. Pareció utilizar su propia pregunta para introducir el motivo de su visita a Le Reposoir-. Ahora todo ha cambiado, Ruth. Estoy preocupada por ti. ¿Estás bien atendida?

Por un momento, Ruth pensó que se refería al cáncer y a cómo iba a enfrentarse a su muerte inminente.

– Creo que seré capaz de sobrellevarlo -dijo, pero la respuesta de Anaïs la sacó del error de pensar que la mujer había ido a ofrecerle protección, cuidados o simplemente apoyo durante los meses venideros.

– ¿Has leído el testamento, Ruthie? -dijo Anaïs. Y como si en el fondo supiera realmente lo vulgar que era aquella pregunta, añadió-: ¿Has podido asegurarte de que vas a estar bien atendida?

Ruth le contó a la amante de su hermano lo que le había contado a la ex mujer de su hermano. Se las arregló para transmitir la información con dignidad, pese a lo que quería decir sobre quién debería interesarse por el reparto de la fortuna de Guy y quién no.

– Ah. -La voz de Anaïs reflejaba su decepción. Que no hubiera una lectura del testamento sugería que no tendría la seguridad de cuándo, cómo o si iba a ser capaz de pagar los miles de tipos de formas que había elegido para conservarse joven desde que había conocido a Guy. También significaba que seguramente los lobos estarían diez pasos más cerca de la puerta de la impresionante casa que ocupaban ella y su hija al norte de la isla cerca de la bahía de Le Grand Havre. Ruth siempre había sospechado que Anaïs Abbott vivía por encima de sus posibilidades, fuera viuda de un financiero o no; y en cualquier caso, ¿quién sabía qué significaba eso: “Mi marido era financiero”, en estos días en que las acciones no valían nada una semana después de comprarlas y los mercados mundiales se asentaban en arenas movedizas? Naturalmente, podía ser un mago de las finanzas que multiplicaba el dinero de los demás como panes ante los pobres, o un corredor de Bolsa capaz de convertir cinco libras en cinco millones con el tiempo, la fe y los recursos suficientes. Pero, por otro lado, podía ser simplemente un empleado de Barclays cuyo seguro de vida había permitido a su apenada viuda moverse en círculos más elevados que aquellos en los que había nacido y entrado por matrimonio. Fuera lo que fuese, acceder a esos círculos y moverse en ellos requería dinero contante y sonante: para la casa, la ropa, el coche, las vacaciones…, por no mencionar esos pequeños imprevistos como la comida. Así que era razonable pensar que seguramente en estos momentos Anaïs Abbott se encontrara en una situación desesperada. Había realizado una inversión considerable en su relación con Guy. Para que esa inversión generara dividendos, se suponía que Guy tenía que vivir y estar dispuesto a casarse.

Aunque Ruth sintiera cierta aversión por Anaïs Abbott debido al plan maestro que creía que siempre había seguido, sabía que tenía que excusar como mínimo parte de sus maquinaciones. Porque Guy sí que le había inducido a creer en la posibilidad de una unión entre ellos, una unión legal, cogidos de la mano delante de un cura o unos minutos sonriendo y sonrojándose en Le Greffe. Era razonable que Anaïs hiciera ciertas suposiciones porque Guy había sido generoso. Ruth sabía que había sido él quien había mandado a Jemima a Londres y albergaba pocas dudas respecto a que también fuera la razón -económica o no- de que los pechos de Anaïs sobresalieran como dos firmes melones franceses perfectamente simétricos de un tórax demasiado pequeño para acomodarlos de manera natural. Pero ¿estaba todo pagado, o había facturas pendientes? Ésa era la cuestión. En un momento, Ruth tuvo la respuesta.

– Le echo de menos, Ruth -dijo Anaïs-. Era… Tú sabes que le quería, ¿verdad? Tú sabes cuánto le quería, ¿verdad?

Ruth asintió con la cabeza. El cáncer que se alimentaba de su columna vertebral comenzaba a exigir su atención. Asentir con la cabeza era lo único que podía hacer cuando aparecía el dolor e intentaba dominarlo.

– Él lo era todo para mí, Ruth. Mi pilar. Mi centro. -Anaïs agachó la cabeza. Unos rizos suaves escaparon de su casquete, y se posaron en su nuca como la caricia de un hombre-. Tenía una forma de enfrentarse a las cosas… Las sugerencias que hacía… Las cosas que hacía… ¿Sabías que fue idea suya que Jemima fuera a Londres al curso de modelo? Para que ganara seguridad en sí misma, decía. Era muy propio de Guy tan lleno de generosidad y amor.

Ruth volvió a asentir, atrapada por la garra del cáncer. Apretó los labios y reprimió un gruñido.

– No había nada que no hiciera por nosotros -dijo Anaïs-. El coche… Su mantenimiento… La piscina… Ahí estaba, ayudando, dando. Qué hombre tan maravilloso. Nunca conoceré a nadie tan… Se portó tan bien conmigo. ¿Y ahora sin él…? Siento que lo he perdido todo. ¿Te dijo que este año pagó los uniformes del colegio? Sé que no. No lo haría porque en eso consistía parte de su bondad, en proteger el orgullo de las personas a las que ayudaba. Incluso… Ruth, este hombre bueno, querido, incluso me daba una asignación mensual. “Significas más para mí de lo que nunca creía que significaría nadie, y quiero que tengas más de lo que puedas darte tú misma.” Se lo agradecí, Ruth, una y otra vez. Pero nunca llegué a agradecérselo bastante. Aun así, quería que supieras algunas de las cosas buenas que hizo, todo lo bueno que hizo por mí, para ayudarme, Ruth.

Sólo podría haber hecho más ostensible su petición garabateándola en la alfombra Wilton. Ruth se preguntó qué cotas de mal gusto iba a alcanzar su hermano con sus supuestas dolencias.

– Gracias por tu elegía, Anaïs -decidió decirle a la mujer-. Saber que sabías que era la bondad personificada… -”Y lo era, lo era”, gritó el corazón de Ruth-. Es un acto de bondad que hayas venido a decírmelo. Te estoy tremendamente agradecida. Eres muy buena.

Anaïs abrió la boca para hablar. Incluso tomó aire antes de darse cuenta, al parecer, de que no había nada más que decir. No podía pedirle dinero directamente en este momento sin parecer avariciosa y grosera. Aunque no le importara demasiado, seguramente no estaría dispuesta a dejar de fingir tan pronto que era una viuda independiente para quien era más importante tener una relación sólida que aquello que la financiaba. Llevaba fingiendo demasiado tiempo.

Así que mientras seguían sentadas en el salón de mañana, Anais Abbott no dijo nada más y Ruth tampoco. Al fin y al cabo, ¿qué más podían decirse en realidad?

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