Carl estaba bastante satisfecho. Los obreros habían trabajado duro toda la mañana en el cuarto del sótano. Él se quedó en el pasillo haciendo café sobre una mesa con ruedas, mientras se sucedían los cigarrillos que salían de su paquete. El suelo del llamado despacho del Departamento Q estaba cubierto por una alfombra, los cubos de pintura y todo lo demás había desaparecido en unos enormes sacos de plástico, la puerta estaba en su sitio, habían instalado una pantalla plana de televisión, una pizarra blanca y un tablón de anuncios, y la estantería estaba ocupada por su viejo material de consulta legal, que algunos habían creído que podrían llevarse. En el bolsillo del pantalón tenía la llave de un Peugeot 607 azul marino que acababa de ser reemplazado por el Servicio de Información de la Policía, que no quería que los coches de los guardaespaldas que acompañaban a los vehículos de la Casa Real tuvieran la pintura rayada. Sólo había rodado cuarenta y cinco mil kilómetros y pertenecía exclusivamente al Departamento Q. Iba a ser sin duda el orgullo del aparcamiento de Magnolievangen. A sólo veinte metros de la ventana de su dormitorio.
Le habían prometido conseguirle un ayudante dentro de un par de días, y Carl hizo que vaciaran el cuartito que había frente al suyo en el pasillo del sótano. Un cuarto que se había utilizado para almacenar las viseras y los cascos desechados después de la batalla de la Casa de la Juventud, pero que ahora contaba con mesa, silla y armario para las escobas, así como con todos los tubos fluorescentes que Carl había hecho sacar de su despacho. Marcus Jacobsen cumplió la palabra dada a Carl y puso a su disposición a un asistente de limpieza y hombre para todo, pero a cambio exigió que se ocupara de la limpieza del resto de la sección de calderas. Más adelante Carl tendría ocasión de cambiar eso, y seguramente también Marcus Jacobsen contaba con ello. Todo aquello no era más que un juego para decidir y organizar qué había que hacer, y sobre todo cuándo. Al fin y al cabo era él quien estaba en la oscuridad del sótano, los demás estaban arriba, con vistas al Tívoli. Toma y daca, así se lograba el equilibrio.
Aquel día a la una de la tarde llegaron finalmente dos secretarias de la Administración con los expedientes. Dijeron que eran los documentos principales, y que si le hacía falta material más detallado tendría que solicitarlo por su mediación. Así que al menos tenía alguien con quien mantener el diálogo con su antiguo departamento. Al menos con una de ellas, Lis, una mujer rubia y cariñosa con atractivas paletas ligeramente cruzadas, intercambiaría con sumo gusto mucho más que ideas.
Les pidió que dejaran un montón a cada lado del escritorio.
– ¿Veo en tu mirada un guiño coqueto casual, o siempre estás tan guapísima? -piropeó a la rubia.
La morena dirigió a su compañera una mirada capaz de hacer sentirse tonto al mismísimo Einstein. Probablemente hacía mucho tiempo que no oía un comentario así.
– Carl, amigo mío -replicó como siempre Lis, la rubia-. Mis guiños son para mi marido y mis hijos. ¿Cuándo vas a enterarte?
– Me enteraré el día en que se vaya la luz y las tinieblas eternas nos absorban a mí y a todo el mundo -respondió él. No se había quedado corto.
La morena ya había hecho una seña con la cabeza a su compañera y expresó entre dientes su indignación antes de volverse hacia la escalera.
Estuvo un par de horas sin mirar los casos. Pero se puso a contar las carpetas, que también era trabajo, a fin de cuentas. Había por lo menos cuarenta, pero no abrió ninguna. Queda tiempo suficiente, por lo menos veinte años hasta la jubilación, pensó, mientras jugaba unos solitarios. Cuando ganara el siguiente vería si echaba una ojeada al montón de la derecha.
Después de hacer por lo menos veinte solitarios sonó el móvil. Carl miró la pantalla y no reconoció el número. 3545 y algo más. Era un número de Copenhague.
– ¿Sí…? -respondió, esperando oír la voz exaltada de Vigga. Siempre encontraba alguna alma caritativa que le prestaba el teléfono. «¡Cómprate un móvil, mamá!», le decía siempre Jesper. «Es una putada tener que llamar a tu vecino para hablar contigo».
– Buenos días -saludó una voz que no era la de Vigga en absoluto-. Le habla Birte Martinsen, soy la psicóloga de la Clínica para Lesiones de Médula. Esta mañana Hardy Henningsen ha intentado beber el vaso de agua que le había dado una enfermera con un tubo que llevaba directo a los pulmones. Está bien, pero muy deprimido, y ha preguntado por usted. ¿Podría acercarse un rato? Creo que le haría bien a Hardy.
Le permitieron estar a solas con Hardy, aunque era evidente que la psicóloga se habría quedado con gusto a escuchar.
– ¿Te has cansado de todo, viejo? -le preguntó, tomando la mano de Hardy. Había algo de vida en ella. Ya lo había notado antes. Los extremos de sus dedos índice y anular se doblaron como queriendo tirar de Carl.
– ¿Sí, Hardy…? -dijo, bajando la cabeza hasta la de su compañero.
– Mátame, Carl -susurró.
Carl levantó la cabeza y lo miró directamente a los ojos. Aquel gigante tenía los ojos más azules del mundo, y ahora estaban llenos de pena, duda y profunda súplica.
– Hostias, Hardy -murmuró-. No puedo. Vas a ponerte bien. Volverás a estar como antes. Tienes un chaval que quiere que su padre vuelva a casa, ¿no es así, Hardy?
– Tiene veinte años, ya se las arreglará -replicó Hardy.
No había cambiado. Tenía la mente clara. Lo decía en serio.
– No puedo hacerlo, Hardy, tienes que aguantar. Te pondrás bien.
– Estoy paralítico y seguiré estándolo. Me han comunicado la sentencia hoy. No hay posibilidad de cura, maldita sea.
– Me imagino que Hardy Henningsen le ha pedido que lo ayudara a quitarse la vida -comenzó la psicóloga, invitándolo a la confidencia. Su mirada profesional no exigía respuesta. Estaba segura de ello, lo había vivido antes.
– ¡No! No me lo ha pedido.
– ¡Vaya! Habría jurado que sí.
– ¿Hardy? Qué va, era otra cosa.
– Le agradecería que me contara qué le ha dicho.
– Podría hacerlo -Carl puso los labios en punta y miró hacia Havnevej. No se veía a nadie. Raro de cojones.
– Pero ¿no lo hará?
– Se ruborizaría si lo oyera. No puedo decir una cosa así a una señora.
– Podría intentarlo.
– No creo.