Capítulo 18

2003

Al rato Merete ya se había acostumbrado a la presión. Le zumbaron un poco los oídos algunos días, y después la molestia desapareció. No, lo peor no era la presión.

Era la luz que parpadeaba sobre ella.

La luz eterna era mil veces peor que la oscuridad eterna. La luz desnudaba la miseria de su vida. Un espacio blanco glacial. Paredes grisáceas, esquinas desnudas. Cubos grises, comida incolora. La luz le revelaba fealdad y frío. La luz le revelaba que no podía atravesar aquel espacio acorazado. Que la compuerta incrustada, su único contacto con la vida, era una vía de escape imposible. Que aquel infierno de cemento iba a ser su tumba. Ahora no podía cerrar los ojos y evadirse cuando le apetecía. La luz penetraba, incluso con los ojos cerrados. Sólo cuando el cansancio la vencía totalmente podía dejar aquello atrás y dormir.

Y el tiempo se hacía eterno.


Todos los días, cuando terminaba la comida y se chupaba los dedos para limpiarlos, miraba fijamente ante sí y hacía un repaso del día. «Hoy es 27 de julio de 2002. Tengo treinta y dos años y veintiún días. Llevo encerrada aquí ciento cuarenta y siete días. Me llamo Merete Lynggaard y estoy bien. Mi hermano se llama Uffe y nació el 10 de mayo de 1973», solía empezar diciendo. A veces nombraba también a sus padres, y a veces también a otros. Todos los días se acordaba de hacerlo. Eso y un montón de otras cosas. Pensar en el aire límpido, en el olor de otras personas, en el ladrido de un perro. Pensamientos que podían llevar a otros pensamientos que la ayudaban a evadirse del frío espacio.

Algún día se volvería loca, ya lo sabía. Sería la manera de eludir las ideas tristes que giraban en su mente. Y se resistía con fuerza. No estaba en absoluto preparada.

Por eso se mantenía alejada de los ojos de buey de dos metros de altura que solía palpar a oscuras los primeros días. Estaban a la altura de la cabeza y nada del otro lado atravesaba el cristal de espejo. Cuando al cabo de unos días sus ojos se acostumbraron a la luz, se levantó con mucho cuidado, por temor a que la cogiera desprevenida su propia imagen del espejo. Y finalmente, levantando la mirada poco a poco, se enfrentó a sí misma, y el espectáculo le causó un profundo dolor en el alma. La recorrieron varios escalofríos. Tuvo que cerrar los ojos un momento por lo violento de la impresión. No era porque tuviera mal aspecto, cosa que ya esperaba, no, no era por eso. Tenía el pelo enmarañado y grasiento, y la piel demacrada, pero no era por eso.

Era porque frente a ella había una persona que estaba perdida. Una persona condenada a morir. Una extraña completamente sola en el mundo.

– Eres Merete -dijo en voz alta, y se vio a sí misma pronunciando las palabras. Después añadió-: Soy yo quien está ahí.

Pero deseaba que no fuera verdad. Se sentía separada de su cuerpo, y aun así era ella quien estaba allí. Era como para volverse loca.

Después se apartó de los ojos de buey y se puso en cuclillas. Trató de cantar un poco, pero oía su voz como algo procedente de otra persona. Entonces adoptó una postura fetal y se puso a rezar a Dios. Y cuando terminó volvió a rezar. Rezó hasta que su alma se elevó por encima de aquel trance demencial y entró en otro mundo. Se refugió en sueños y recuerdos, y se prometió no volver a ponerse delante de aquel espejo para observarse.


Con el paso del tiempo aprendió a entender las señales del cuerpo. Cuándo podía decir el estómago que la comida llegaba tarde. Cuándo variaba ligeramente la presión, y cuándo dormía mejor.

Los intervalos para el intercambio de los cubos eran muy regulares. Había intentado contar los segundos que transcurrían desde el momento en que el estómago le decía que era la hora hasta que llegaban los cubos. Podía haber como mucho una variación de media hora en la hora de comer. O sea que tenía una referencia temporal a la que atenerse, bajo el supuesto de que siguieran dándole de comer una vez al día.

Aquella información era a la vez un consuelo y una maldición. Un consuelo, porque así podía seguir mentalmente las costumbres y los ritmos del entorno. Y una maldición, precisamente porque podía hacerlo. Fuera había verano, otoño, invierno, y allí dentro no había nada. Se imaginaba la lluvia de verano que la empapaba, limpiándola de infamia y mal olor. Veía las brasas de las hogueras de San Juan y el árbol de Navidad en todo su esplendor. No había día sin cambios. Conocía las fechas y sabía lo que podían significar. Fuera, en el mundo.

Y, sentada en el suelo desnudo, dirigía sus pensamientos hacia la vida del exterior. No era fácil. A veces estaba a punto de escapársele de las manos, pero se agarraba fuerte. Cada día tenía su significado.

El día que Uffe cumplió veintinueve años y medio se apoyó en la pared fría y se imaginó que acariciaba el pelo de su hermano mientras le deseaba un cumpleaños feliz. Mentalmente le haría un bizcocho y se lo enviaría. Había que comprar antes todos los ingredientes. Se pondría el abrigo para hacer frente a las tormentas de otoño. Y haría compras donde quisiera. En la planta del sótano de Magasin, dedicada a alimentos selectos. Y compraría lo que le apeteciera. Aquel día Uffe iba a tener lo mejor de lo mejor.


Y Merete contaba los días mientras se preguntaba qué intenciones tendrían sus secuestradores y quiénes serían. A veces era como si una leve sombra se deslizara por uno de los cristales de espejo, y Merete se estremecía. Cubría su cuerpo mientras se lavaba. Solía ponerse de espaldas cuando estaba desnuda. Colocaba el cubo-retrete entre los cristales para que no la vieran sentarse encima.

Porque estaban allí. No tendría ningún sentido si no estuvieran. Antes solía hablarles, pero ya no lo hacía tan a menudo. De todas formas no respondían.

Les pidió unas compresas, pero no se las dieron. Y en el punto álgido de las menstruaciones no le llegaba el papel higiénico y tenía que dejar de cambiarse.

También pidió que la dejaran tener un cepillo de dientes, pero tampoco se lo dieron, y eso le preocupaba. A falta de cepillo, se masajeaba las encías con el dedo índice y trataba de limpiar los espacios entre los dientes insuflando aire a presión en los intersticios, pero no era muy efectivo.

Y cuando echaba el aliento a la palma de la mano, se daba cuenta de que era cada vez más maloliente.

Un día sacó una pieza de la capucha de su plumífero. Era una varilla de plástico que tenía la rigidez, pero no el grosor, para poder funcionar como mondadientes. Entonces intentó partir un pedazo, y cuando lo consiguió se puso a limar la varilla más corta con sus paletas. Cuidado, no vaya a quedarse atascado el plástico, porque nunca podrás sacarlo, se advirtió a sí misma, y dejó que pasara el tiempo.

Cuando por primera vez en un año escarbó en todos los intersticios entre los dientes, sintió un gran alivio. Aquella varilla iba a ser de pronto su más preciado tesoro. Tenía que cuidarla bien, así como el resto de la pieza de plástico.


La voz le habló un poco antes de lo que había calculado. El día que cumplió treinta y tres años despertó con una sensación en el estómago que le decía que aún podía ser de noche. Y estuvo mirando fijamente a los cristales reflectantes tal vez durante horas mientras trataba de adivinar qué iba a pasar. Llevaba una eternidad pensando preguntas y respuestas. Nombres, sucesos y razones giraban en su cabeza, y todavía seguía sin saber más que el año anterior. Podría ser cuestión de dinero. Tal vez tuviera que ver con Internet. Tal vez fuera un experimento. Un experimento de una persona demente para probar cuánto pueden aguantar el organismo y la psique humanos.

Pero no tenía la menor intención de sucumbir ante tal experimento. Ni hablar.

Cuando llegó la voz no estaba preparada. Su estómago todavía no había protestado de hambre. Se asustó, pero esta vez fue más por la tensión provocada que por la conmoción producida por el silencio roto de golpe.

– Felicidades, Merete -dijo la voz de mujer-. Felicidades por tus treinta y tres años. Ya vemos que estás bien. Este año has sido una buena chica porque luce un sol radiante [2]

¡El sol! Prefería no saber nada de eso.

– ¿Has pensado en la pregunta? ¿Por qué te hemos enjaulado como un animal? ¿Por qué tienes que sufrir esto? ¿Has llegado ya a una respuesta, o tenemos que volver a castigarte, Merete? ¿Qué quieres? ¿Un regalo de cumpleaños o un castigo?

– ¡Dadme alguna pista! -gritó.

– No has entendido nada del juego, Merete. Tiene que salir de ti. Vamos a meterte los cubos, y mientras tanto piensa por qué estás aquí. Por cierto, también te hemos puesto un pequeño regalo que esperamos que puedas usar. No tienes mucho tiempo para responder.

Fue la primera vez que oyó claramente a la persona que había tras la voz. No era ninguna joven, en absoluto. Su dicción delataba una buena educación escolar recibida muchos años antes.

– Esto no es ningún juego -protestó-. Me habéis secuestrado y encerrado. ¿Qué queréis? ¿Queréis dinero? No sé cómo puedo ayudaros a sacar dinero de la fundación estando encerrada. ¿No lo entendéis?

– Escucha, cariño -replicó la mujer-. Si hubiera sido por dinero, las cosas habrían ido de otra manera, ¿no crees?

Después se oyó el silbido de la compuerta y entró el primer cubo. Lo atrajo hacia sí, estrujándose el cerebro en busca de qué decir para ganar tiempo.

– No he hecho nada malo en mi vida, no lo merezco, ¿lo entendéis?

Volvió a oírse el silbido, y el segundo cubo llegó a la compuerta.

– Te acercas al meollo de la cuestión, tontita. Sí, desde luego que lo mereces.

Merete quiso protestar, pero la mujer la detuvo.

– No digas más, no te estás haciendo ningún favor a ti misma. Pero mira en el cubo. Espero que estés contenta con tu regalo.

Merete levantó con cuidado la tapa, como si dentro hubiera una cobra con la capucha desplegada y la glándula del veneno llena a rebosar, dispuesta a asestar un mordisco. Pero lo que vio era peor aún.

Era una linterna.

– Buenas noches, Merete, que duermas bien. Vamos a darte otra atmósfera más de presión. Veremos si te ayuda a recuperar la memoria.

Primero percibió el silbido de la compuerta y el olor del entorno. Perfume y recuerdos del sol.

Después volvió la oscuridad.

Загрузка...