A las tres de la mañana, todavía de noche, Carl abrió los ojos. Guardaba un vago recuerdo de camisas rojas a cuadros y pistolas clavadoras, y una sensación nítida de que una de las camisas de Sorø tenía exactamente el mismo dibujo. Carl tenía el pulso acelerado y el humor por los suelos, no se encontraba bien. Era una cuestión sobre la que no se tomaba la molestia de pensar, pero ¿quién podía frenar la pesadilla y evitar que las sábanas se empaparan?
Y ahora Pelle Hyttested, aquel periodista despreciable, ¿iba a entrometerse también? Uno de los titulares del siguiente Gossip, ¿iba a tratar realmente de un policía que estaba en un apuro?
Puta mierda. De sólo pensarlo se le contraía el diafragma y se le quedaba como una coraza para el resto de la noche.
– Pareces cansado -observó el jefe de Homicidios.
Carl le quitó importancia con un movimiento de la mano.
– ¿Le has dicho a Bak que venga?
– Vendrá dentro de cinco minutos -confirmó Marcus, inclinándose hacia delante-. Me he dado cuenta de que no te has apuntado para el cursillo. El plazo vence, ya lo sabes.
– Pues tendrá que ser la próxima vez, ¿no?
– Ya sabes que todo está dentro de un plan, ¿verdad, Carl? Cuando tu departamento haya logrado resultados, va a ser natural que te ayuden tus antiguos compañeros. Pero de nada sirve que no tengas a tus espaldas la autoridad que te da el cargo de comisario, ¿no? De hecho, no tienes elección, Carl: tienes que acudir al cursillo.
– No voy a ser mejor investigador por estar en el banco de la escuela afilando lapiceros.
– Eres jefe de un nuevo departamento, y el cargo está incluido en el equipaje. O vas al cursillo o tendrás que buscarte otro lugar para investigar.
Carl miró fijamente la Torre Dorada del Tívoli que tenía delante, donde dos trabajadores hacían tareas de limpieza de cara a la nueva temporada. Cuatro o cinco viajes arriba y abajo en aquel instrumento de tortura y Marcus Jacobsen le imploraría perdón.
– Lo pensaré, señor inspector.
El ambiente se había enfriado un tanto cuando Bak entró con la chaqueta de cuero negra echada cuidadosamente sobre los hombros.
Carl no esperó a que el jefe de Homicidios empezara con sus maniobras preliminares.
– ¡Joder, Bak! Menuda chapuza hicisteis en el caso Lynggaard. Estabais rodeados de indicios que sugerían que había algo que no encajaba. ¿Tenía toda la brigada la enfermedad del sueño, o qué?
Los ojos de Bak eran puro acero cuando sus miradas se cruzaron, forzadas, pero qué cono, no iba a librarse.
– Quiero saber si te has guardado algo más del caso -continuó-. ¿Hay alguien o algo que haya frenado vuestra extraordinaria investigación, Borge?
El jefe de Homicidios estuvo pensando en ponerse las gafas para poder esconderse tras ellas, pero el rostro cabreado de Bak exigía una intervención.
– Si dejamos de lado un par de las últimas observaciones que ha hecho Carl con su peculiar estilo -declaró, enseñando a Carl un par de cejas arqueadas-, comprendo a Carl, porque acaba de comprobar que el difunto Daniel Hale no era la persona que Merete Lynggaard conoció en el Parlamento. Cosa que debería haber quedado patente en la primera investigación, hay que admitirlo.
Un par de pliegues aparecieron en los hombros de la chaqueta de cuero de Bak, pero fue lo único que desveló la tensión que le había provocado aquella información.
Carl no soltó su presa.
– Pero eso no es todo, Borge. ¿Sabíais, por ejemplo, que Daniel Hale era gay, y que además estaba de viaje en el período en que se supone que había mantenido contacto con Merete Lynggaard? Deberíais haberos tomado la molestia de enseñar una fotografía de Hale a Søs Norup, la secretaria de Merete Lynggaard, o al jefe de la delegación, Bille Antvorskov. Si lo hubierais hecho, enseguida os habríais dado cuenta de que algo no encajaba.
Bak se sentó lentamente. Era evidente que le estaba dando vueltas a la cuestión. Claro que había habido montones de casos desde entonces, y la presión del trabajo en el departamento siempre había sido acojonante, pero aun así Bak tuvo que rendirse ante la evidencia.
– ¿Sigues creyendo que podemos excluir por completo la posibilidad del crimen? -continuó Carl, y se volvió hacia su jefe-. ¿Tú qué dices, Marcus?
– Supongo que investigarás las circunstancias de la muerte de Daniel Hale, Carl.
– Estamos en ello.
Después se volvió hacia Bak.
– En Hornbæk, en la Clínica para Lesiones de Médula, está ingresado un viejo compañero avispado que sabe pensar -añadió, arrojando las fotografías sobre la mesa delante de su jefe-. Si no hubiera sido por Hardy, no me habría puesto en contacto con un fotógrafo que se llama Jonas Hess y no estaría en posesión de un par de fotos que demuestran, por una parte, que Merete Lynggaard se llevó a casa el maletín aquel día; por otra aparece una secretaria lesbiana que muestra gran interés por su jefa, y finalmente un tipo con el que Merete Lynggaard cruzó unas palabras en la escalinata del Parlamento un par de días antes de desaparecer. Encuentro que en apariencia la afectó.
Señaló la fotografía del rostro de la mujer y su mirada evasiva.
– El tipo sólo aparece de espaldas, pero si comparamos el pelo, la postura y la altura, de hecho se parece bastante a Daniel Hale, aunque no es él.
Llegado a ese punto, puso una de las fotografías de Hale del folleto de Interlab junto a las otras.
– Y ahora te pregunto, Børge Bak: ¿no crees que es bastante extraño que el maletín desapareciera entre Christiansborg y Stevns? Porque no lo encontrasteis, ¿verdad? ¿Y no te parece también extraño que Daniel Hale muriera al día siguiente de la desaparición de Lynggaard?
Bak se encogió de hombros. Por supuesto que lo pensaba, lo que pasa es que el idiota de él no quería admitirlo.
– Los maletines desaparecen -repuso-. Pudo dejarlo olvidado en alguna gasolinera, en cualquier sitio. Buscamos en su casa y en el coche del transbordador. Hicimos lo que pudimos.
– Oye, a propósito. Dices que lo olvidó en una gasolinera, pero ¿es posible? Por lo que veo en su extracto de cuentas, aquel día no dio ningún rodeo para volver a casa. No hicisteis un trabajo muy concienzudo, ¿verdad, Bak?
En aquel momento, el aludido parecía a punto de explotar.
– Te digo que buscamos a fondo ese maletín.
– Creo que tanto Bak como yo somos conscientes de que nos queda trabajo por hacer -medió el jefe.
Nos queda, dijo. ¿Ahora iban a meterse todos en el caso?
Carl apartó la mirada de su jefe. No, por supuesto que Marcus Jacobsen no sugería nada con aquella formulación. Porque no iba a llegarle ninguna ayuda desde arriba. Carl sabía perfectamente cómo funcionaban las cosas en aquella casa.
– Vuelvo a preguntarte, Bak: ¿estás seguro de que no nos dejamos nada? No incluíste a Hale en tu informe, y tampoco ponía nada acerca de las observaciones de Karen Mortensen sobre Uffe Lynggaard. ¿Falta algo más, Bak? ¿Puedes decírmelo? Me hace falta apoyo, ¿comprendes?
Bak se quedó mirando con atención el suelo mientras se frotaba la nariz. Dentro de poco la otra mano alisaría el mechón de pelo que le cubría la calva. Podría haber saltado y montado un numerito por las insinuaciones y acusaciones, habría sido comprensible, pero en resumidas cuentas era un Investigador con mayúscula, y en aquel momento estaba en otro mundo.
El jefe dirigió a Carl una mirada que decía «tómatelo con calma», y éste se calló. Estaba de acuerdo con el jefe de Homicidios. Había que dar a Bak algo de tiempo.
Estuvieron así un rato, hasta que Bak se tocó otra vez el pelo con la mano.
– Las huellas de los frenos -dijo-. Me refiero a las huellas de los frenos en el accidente de Daniel Hale.
– ¿Qué pasa con ellas?
Bak levantó la vista.
– Como pone en el informe, no había ninguna huella en la calzada, ni de un vehículo ni del otro. Lo que digo: ni rastro de huellas. Hale se descuidó e invadió la calzada contraria. ¡Bum! -exclamó, dando una fuerte palmada-. Nadie acertó a reaccionar hasta que el choque fue una realidad, eso fue lo que supusimos.
– Sí, lo pone en el atestado de Tráfico. ¿Por qué lo mencionas?
– Porque casualmente pasé por allí varias semanas después y recordé lo ocurrido, así que paré.
– Ya.
– Como estaba escrito, no había ninguna huella de frenazos, pero no cabía duda de lo que había ocurrido allí. Ni siquiera habían retirado el árbol tronchado y medio quemado, ni reparado la pared, y todavía se veían las huellas del otro coche en el descampado.
– ¿Pero…? Habrá un pero, ¿verdad?
Bak asintió en silencio.
– Pero después encontré unas huellas de frenazo veinticinco metros más allá, camino de Tåstrup. Estaban bastante borradas ya, y eran muy cortas, de medio metro o algo así. Entonces pensé: ¿Y si esas huellas fueran del mismo accidente?
Carl trataba de seguirlo. Pero, para su irritación, su jefe se le adelantó.
– ¿Huellas de un frenazo para esquivar? -preguntó.
– Podrían serlo, sí -convino Bak, asintiendo con la cabeza.
– ¿Quieres decir que Hale estuvo a punto de chocar contra algo que no sabemos qué era, pero que después frenó y dio un volantazo? -continuó Marcus.
– Sí.
– Entonces la calzada contraria, ¿no habría estado libre?
Marcus Jacobsen movió la cabeza arriba y abajo. Parecía posible.
Entonces Carl levantó el dedo.
– El informe dice que el choque se produjo en la calzada contraria. Creo que estás sugiriendo que no tuvo por qué ser así. ¿Quieres decir que pudo ocurrir en medio de la carretera, y que allí quien venía en sentido contrario no pudo hacer nada? ¿Es eso lo que dices?
Bak inspiró profundamente.
– Lo pensé por un momento, pero después lo olvidé. Claro que ahora veo que podría ser una posibilidad. Que algo o alguien sale a la calzada, que Hale lo esquiva y que alguien que viene a toda velocidad en sentido contrario lo embiste aproximadamente en la mediana. Puede que de forma premeditada. Sí, tal vez habría podido encontrar huellas de aceleración en la calzada contraria si hubiera retrocedido cien metros. Puede que el que venía en sentido contrario acelerase para embestirlo perfectamente cuando Hale dio un volantazo en la parte central para evitar atropellar a alguien o algo.
– Y si se trataba de una persona que salió a la calzada, y si esa persona y quien embistió a Hale estaban confabuladas, ya no estamos ante un accidente: es un asesinato. Y en ese caso habría sospechas fundadas de que la desaparición de Merete Lynggaard no es más que un eslabón del mismo crimen -concluyó Marcus Jacobsen, anotando algo en su cuaderno.
– Sí, tal vez -admitió Bak torciendo el gesto. No lo estaba pasando nada bien. Carl se levantó.
– No hubo testigos, o sea que no podemos saber más. Estamos buscando al chófer del otro vehículo.
Se volvió hacia Bak, que casi había desaparecido en su funda de cuero.
– También yo pensaba en algo como lo que has dicho, Bak, así que has de saber que pese a todo has sido de ayuda. No olvides decirme si recuerdas algo más, ¿vale?
Bak asintió en silencio. Su mirada era grave. Aquello no tenía que ver con su prestigio personal, sino con un trabajo profesional que había que terminar debidamente. Había que reconocérselo al hombre.
Casi daban ganas de darle una palmada amistosa en el hombro.
– Traigo noticias buenas y noticias malas de Stevns, Carl -comenzó Assad. Carl suspiró.
– Me importa un huevo el orden, Assad. Desembucha.
Assad se sentó en el borde de su escritorio. A ese paso, iba a sentársele en el regazo.
– Vale, empieza con las malas -sugirió. Si tenía por norma introducir sus malas noticias con una sonrisa como aquella, iba a troncharse de risa cuando llegara a las buenas.
– El que embistió a Daniel Hale también ha muerto -declaró, expectante ante la reacción de Carl-. Ha llamado Lis para decirlo. Lo tengo escrito aquí.
Señaló una serie de caracteres árabes que igualmente podían significar que pasado mañana iba a nevar en Lofoten.
Carl no fue capaz de reaccionar. Aquello era típico e irritante. Pues claro que el hombre había muerto, ¿qué esperaba? ¿Que estuviera vivito y coleando y les confesara de inmediato que se había hecho pasar por Hale, que había asesinado a Lynggaard y después había matado a Hale? ¡Absurdo!
– Lis dice que era un paleto y un cafre. Dice que había estado en la cárcel varias veces por conducción temeraria. ¿Sabes qué quería decir con paleto y cafre?
Carl asintió en silencio, cansado.
– Bien -dijo Assad, y siguió leyendo sus jeroglíficos. En algún momento tendría que sugerirle que escribiera en danés. Después continuó-. Vivía en Skaevinge, en el norte de Selandia. Lo encontraron muerto, o sea, en la cama, con vómito en los pulmones y una tasa de alcohol en la sangre de por lo menos diez gramos por litro. También había tomado pastillas.
– Vaya. ¿Cuándo ocurrió eso?
– Al poco del accidente. En el informe se sugiere que las cosas se le empezaron a torcer después del accidente.
– ¿Quieres decir que se ahogó en alcohol a causa del accidente?
– Sí. A causa del estrés posdramático.
– Se dice postraumático, Assad.
Carl tamborileó con los dedos sobre el borde de la mesa y cerró los ojos. Tal vez hubiera tres personas en la carretera cuando ocurrió el choque, y entonces probablemente sería homicidio. Y si había sido homicidio, entonces el paleto de Skaevinge tenía motivos de verdad para ahogarse en alcohol. Pero ¿dónde estaba la tercera persona que en apariencia se puso ante el coche de Hale, si es que había alguien? ¿También se había suicidado?
– ¿Cómo se llamaba?
– Dennis. Dennis Knudsen. Tenía veintisiete años cuando murió.
– ¿Tienes la dirección donde vivía Dennis Knudsen? ¿Tenía allegados? ¿Familia?
– Sí. Vivía con sus padres -respondió Assad, sonriendo-. En Damasco hay muchos de esa edad que siguen con sus padres.
Carl arqueó las cejas. No iba a tolerar a Assad más comentarios sobre Oriente Próximo.
– Has dicho que tenías también una buena noticia.
En efecto, el rostro de Assad estaba a punto de reventar. De orgullo, seguramente.
– Toma -dijo, dándole una bolsa de plástico negro que tenía a sus pies.
– Bueno. ¿Y qué hay aquí dentro, Assad? ¿Veinte kilos de semillas de sésamo?
Carl se levantó y metió la mano, y enseguida notó el asa. Sensaciones precisas le provocaron un escalofrío, y sacó el objeto.
Se trataba, efectivamente, de un maletín gastado. Igual que el de la foto de Jonas Hess, tenía un gran rasguño, y no sólo en la parte frontal, también detrás.
– ¡Ostras, Assad! -exclamó, sentándose con lentitud-. La agenda ¿está dentro?
Notó un hormigueo en el brazo cuando Assad asintió con la cabeza. Se sentía en posesión del Santo Grial.
Miró el maletín. Tranquilo, Carl, se dijo, soltando los cierres y levantando la tapa. Todo estaba allí. Su agenda forrada de cuero marrón. Material de escritorio, su móvil Siemens con su correspondiente cargador plano, notas escritas a mano en un papel cuadriculado, un par de bolígrafos y un paquete de clínex. Desde luego, era el Santo Grial.
– ¿Cómo…? -preguntó, sin más. Y estuvo pensando si no deberían analizarlo antes los de la Policía Científica.
La voz de Assad sonó desde muy lejos.
– Primero he estado con Helle Andersen, que no estaba en casa, pero la ha llamado su marido. Estaba acostado, se quejaba de dolor de espalda. Y al llegar ella le he enseñado la foto de Daniel Hale, pero no recordaba haberlo visto nunca.
Carl se quedó mirando la bolsa y su contenido. Paciencia, pensó. En algún momento volvería al maletín.
– ¿Estaba Uffe presente cuando el hombre entregó la carta? ¿Te has acordado de preguntárselo? -trató de allanarle el camino.
Assad asintió con la cabeza.
– Sí, dice que Uffe estuvo todo el tiempo a su lado. Debía de estar muy interesado. Solía estarlo siempre que llamaban a la puerta.
– ¿Y le ha parecido que el hombre que llamó a la puerta se parecía a Hale?
Assad arrugó un poco la nariz. Una reproducción perfecta.
– No mucho, sólo un poco. El que entregó la carta igual era más joven, algo más moreno y algo más masculino. Por la barbilla y los ojos y tal; pero no ha podido decir más.
– Y entonces le has preguntado por el maletín, ¿verdad?
La sonrisa de antes volvió al rostro de Assad.
– Sí. La asistenta no sabía dónde estaba. Lo recordaba bien, pero no sabía si Merete Lynggaard lo llevó a casa la última noche. Al fin y al cabo, ella no estaba aquella tarde, ¿no?
– Assad, al grano. ¿Dónde lo has encontrado?
– Junto a la caldera de la calefacción, en la recocina de los anticuarios.
– ¿Has estado en la casa de Magleby donde los anticuarios?
Assad asintió en silencio.
– Helle Andersen me ha dicho que Merete Lynggaard hacía las cosas exactamente igual todos los días. Se había dado cuenta con el paso de los años. Siempre igual. Los zapatos los dejaba en la recocina, pero antes miraba siempre por la ventana. O sea, a Uffe. Todos los días se desvestía y metía la ropa junto a la lavadora. No porque estuviera sucia, sino porque la dejaba allí, sin más. Y después se ponía siempre la bata. Y ella y su hermano veían siempre el mismo vídeo, entonces.
– ¿Y qué hay del maletín?
– Bueno, la asistenta no sabía nada de él, Carl. Nunca veía dónde lo ponía Merete, pero pensaba, o sea, que lo dejaría en la entrada o en la recocina.
– ¿Cómo coño has podido encontrarlo en la recocina, junto a la caldera de la calefacción, cuando no lo encontraron entre todos los de la Brigada Móvil? ¿No estaba a la vista? ¿Por qué seguía estando allí? Me da la sensación de que los anticuarios son muy meticulosos con la limpieza. ¿Qué método has seguido?
– Los anticuarios me han dejado a mis anchas, y entonces he repetido mentalmente los movimientos.
Golpeó la cabeza levemente con los nudillos.
– Me he quitado los zapatos y he dejado el abrigo en el colgador de la recocina. Bueno, he hecho el ademán, porque ya no hay colgador. Pero entonces he pensado que tal vez llevaba algo en las manos. Papeles en una y el maletín en la otra. Y se me ha ocurrido que no podría quitarse el abrigo sin antes dejar lo que llevaba en las manos.
– Y la caldera ¿era lo más cercano?
– Sí, Carl, estaba justo al lado.
– ¿Por qué no llevó después el maletín a la sala o a su despacho?
– Enseguida llego a eso, espera un poco. He mirado en la caldera, pero el maletín no estaba allí. Tampoco contaba con eso. Pero ¿sabes qué he visto entonces, Carl?
Carl se quedó mirándolo con atención. Tendría que decírselo.
– He visto que entre la caldera y el techo había por lo menos un metro de aire.
– Extraordinario -sentenció Carl con voz apagada.
– Y he pensado que no dejaría el maletín echado sobre la caldera sucia, porque había sido de su padre y lo cuidaba.
– No te sigo.
– No lo dejó echado, Carl, lo colocó encima de la caldera. Igual que se deja de pie en el suelo. Había sitio de sobra.
– Es decir, que lo puso de pie sobre la caldera, y después se cayó detrás.
La sonrisa de Assad fue suficiente respuesta.
– El rasguño del otro lado es nuevo, mira.
Carl cerró el maletín y le dio la vuelta. A él no le pareció tan nuevo.
– Le he quitado el polvo porque estaba muy sucio, o sea que puede que el rasguño esté más oscuro. Pero cuando lo he encontrado era reciente. De verdad, Carl.
– No me jodas, Assad, ¿has limpiado el maletín? ¿Has manipulado su contenido?
Assad seguía asintiendo con la cabeza, pero con menos entusiasmo.
– Assad -dijo Carl tras inspirar profundamente, para no decirlo con demasiada dureza-. La próxima vez que encuentres algo que es importante para algún caso, deja las pezuñas en paz, ¿vale?
– ¿Pezuñas?
– Las manos, joder. Puedes echar a perder huellas importantes cuando haces eso, ¿comprendes?
Assad asintió en silencio. Sin ningún entusiasmo ya.
– Pero lo he limpiado con la manga de la camisa, sin dejar huellas.
– Vale. Buena idea, Assad. Así que, ¿crees que el segundo rasguño se ha hecho del mismo modo?
Volvió a voltear el maletín. Los dos rasguños eran parecidísimos, por lo que el viejo rasguño no era del accidente de coche de 1986.
– Sí. Creo que no era la primera vez que se caía detrás de la caldera. Lo encontré aprisionado entre los tubos tras la caldera. He tenido que tirar de él para poder sacarlo. Estoy seguro de que a Merete también le pasó eso.
– ¿Y por qué no se ha caído hacia atrás más que esas dos veces?
– Se caería más veces, porque había mucha corriente al abrir la puerta de la recocina; lo que pasa es que no caería hasta el suelo.
– Vuelvo a mi pregunta anterior. ¿Por qué no lo metió en casa?
– Cuando estaba en casa querría paz. No querría oír el móvil, Carl -repuso Assad, arqueando las cejas y dejando los ojos redondos como canicas-. ¿No crees?
Carl miró en el maletín. Merete Lynggaard había llevado el maletín a casa, era bastante lógico. Contenía su agenda y tal vez apuntes que en ciertas situaciones podían ser de utilidad. Pero generalmente solía llevar a casa muchos papeles para repasar, o sea, que nunca le faltaba trabajo. Tenía un teléfono fijo, pero sólo unos pocos elegidos lo conocían. El móvil era para un círculo más grande, era el número que aparecía en su tarjeta de visita.
– ¿Y no crees que se oiría el móvil en la sala si estaba dentro del maletín, en la recocina?
– No way.
Carl no tenía ni idea de que Assad supiera inglés.
– Vaya, dos hombres de palique, ¿eh? -se oyó una voz clara tras ellos.
Ninguno de los dos había oído entrar a Lis, de la Brigada de Homicidios.
– Tengo un par de cosas más para vosotros. Han llegado del distrito del suroeste de Jutlandia -aclaró, propagando por la estancia un aroma comparable a las barras de incienso de Assad, pero con un efecto del todo diferente-. Sienten el retraso, pero alguien estaba enfermo.
Tendió las carpetas a un Assad espléndidamente predispuesto y dirigió a Carl una mirada capaz de resucitar a un muerto.
Carl miró los labios húmedos de Lis y trató de recordar cuánto tiempo llevaba sin tener relaciones íntimas con el sexo opuesto, y vio ante sí con la mayor nitidez el piso de color rosa de una mujer divorciada. Tenía espigas de lavanda en un cuenco de agua, velas encendidas y un paño de color rojo sangre sobre la lámpara de la mesilla de noche, pero no recordaba el rostro de la mujer.
– ¿Qué le has dicho a Bak, Carl? -preguntó Lis.
Carl emergió de su telón de fondo erótico y miró al fondo de los ojos azul claro, que se habían oscurecido un poco.
– ¿A Bak? ¿Qué pasa, anda gimoteando, o qué?
– No, se ha ido a casa. Pero sus compañeros han dicho que tenía la cara blanca después de haber estado contigo en el despacho del jefe.
Puso a cargar el móvil de Merete Lynggaard y confió en que la batería no estuviera completamente agotada. Los voluntariosos dedos de Assad -con manga de camisa o sin ella- habían hurgado en todo el maletín, así que descartó un análisis de la Policía Científica. El daño ya estaba hecho.
Sólo había escritas tres hojas del bloc, el resto estaba en blanco. Las notas se referían más que nada a la organización municipal de asistencia a domicilio y a las condiciones del servicio. Muy decepcionante y con toda seguridad muy característico de la realidad que había abandonado Merete Lynggaard.
Después metió la mano en un bolsillo lateral dado de sí y sacó tres o cuatro papeles arrugados. El primer papel era una factura de una chaqueta Jack & Jones del 3 de abril de 2001, mientras que el resto eran unos folios doblados como un acordeón, como los que habría en el fondo de la mochila de cualquier escolar. Escritos a lápiz, totalmente ilegibles y, por supuesto, sin fecha.
Dirigió el flexo hacia el primero de ellos y lo alisó un poco. Sólo nueve palabras. «¿Podemos hablar después de mi iniciativa de reforma fiscal?», ponía, firmado con las iniciales TB. Había muchas posibilidades, pero Tage Baggesen era de las más plausibles, ¿no? Al menos es lo que decidió creer.
Sonrió. Ja, qué buena. O sea que Tage Baggesen quería hablar con Merete Lynggaard, ¿eh? Y parece que no le valió de gran cosa.
Alisó el siguiente folio y lo leyó con rapidez, y la sensación corporal fue totalmente distinta. El tono era bastante diferente, personal, Baggesen estaba apurado. El texto decía:
«No sé qué va a ocurrir si lo haces público, Merete. Te ruego que no lo hagas. TB».
Después tomó el último papel. El texto estaba casi borrado, como si lo hubieran sacado del maletín una y otra vez. Le dio varias vueltas y leyó el texto palabra por palabra.
«Creía que nos entendíamos, Merete. Todo esto me afecta profundamente. Te lo ruego, por favor, una vez más: no dejes que se haga público. Estoy deshaciéndome de todo».
Esta vez no estaba firmado con iniciales, pero no cabía duda, la letra era la misma.
Descolgó el receptor y marcó el número de Kurt Hansen.
Respondió una secretaria de las oficinas de la Derecha. Estuvo amable, pero le dijo que lo sentía, que Kurt Hansen estaba ocupado en aquel momento. ¿Quería esperar? La reunión iba a terminar dentro de un par de minutos.
Carl observó los folios que tenía ante sí mientras sujetaba el receptor junto al oído. Llevaban en el maletín desde marzo de 2002 y con toda probabilidad desde un año antes. Puede que fuera una tontería, puede que no. Puede que Merete Lynggaard los guardara precisamente porque podrían revelarse importantes en algún momento, y puede que no.
Después de una breve conversación en segundo plano oyó un clic, y luego la voz característica de Kurt Hansen.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Carl? -preguntó el parlamentario sin más preámbulos.
– ¿Dónde puedo averiguar cuándo presentó Tage Baggesen una proposición de ley para una reforma fiscal?
– ¿Para qué coño quieres esa información? -se interesó Kurt Hansen, riéndose-. No hay cosa menos interesante que lo que los Radicales de Centro opinan sobre cuestiones fiscales.
– Necesito una fecha más precisa, Kurt.
– Pues va a ser difícil. Tage Baggesen presenta una proposición de ley cada dos por tres -repuso, riendo-. No, bromas aparte: Tage Baggesen lleva por lo menos cinco años de portavoz en la Comisión de Tráfico. No sé por qué dejó la delegación de la Comisión de Fiscalidad, pero espera un poco.
Tapó el receptor con la mano mientras seguía el murmullo de fondo.
– Creemos que fue a principios de 2001, con el Gobierno anterior. Entonces tenía más libertad para ese tipo de travesuras. Apostamos por marzo-abril de 2001.
Carl asintió con la cabeza, satisfecho.
– Vale, Kurt. Casa perfectamente con mis datos. Gracias, chaval. Oye, ¿puedes ponerme desde ahí con Tage Baggesen?
Se oyeron un par de tonos y después habló con una secretaria que le dijo que Tage Baggesen estaba en el extranjero, en un viaje de trabajo a Hungría, Suiza y Alemania para estudiar sus redes de cercanías. Volvería al despacho el lunes.
¿Viaje de trabajo? ¿Red de trenes de cercanías? Que se lo contaran a su abuela. A eso Carl lo llamaba vacaciones. Ni más ni menos.
– Necesito su número de móvil. ¿Tendría la amabilidad de proporcionármelo?
– Me temo que no me está permitido.
– Oiga, no está hablando con un campesino de Fionia. Puedo conseguir ese número en cuatro minutos si hace falta. Pero Tage Baggesen no se pondría precisamente contento si supiera que en su oficina no me han facilitado el trabajo, ¿verdad?
A pesar de las interferencias, era evidente que la voz de Tage Baggesen no traslucía gran entusiasmo, la verdad.
– Tengo unos papeles aquí que me gustaría que me explicara un poco -comenzó Carl con voz melosa. Ya había visto cómo era capaz de reaccionar aquel tipo-. Nada especial, es por ir ordenando las cosas.
– ¿De qué se trata? -replicó con una voz estridente que distaba leguas del tono empleado en su conversación de tres días antes.
Carl leyó los folios uno a uno. Cuando llegó al último, fue como si Baggesen hubiera dejado de respirar al otro lado de la línea.
– ¿Tage Baggesen? -preguntó-. ¿Oiga…?
Se oyó el tono continuo.
Espero que no se eche al río, pensó Carl, intentando recordar qué río pasaba por Budapest mientras despegaba la hoja de sospechosos de la pizarra blanca y añadía las iniciales de Tage Baggesen al punto tres: «Compañeros de Christiansborg».
Acababa de colgar cuando sonó el teléfono de la mesa.
– Soy Beate Lunderskov -se presentó una mujer. Carl no tenía ni idea de quién era-. Hemos analizado el viejo disco duro de Merete Lynggaard, y me temo que está definitivamente borrado.
Entonces se dio cuenta. Era una de las secretarias de las oficinas de los Demócratas.
– Creía que conservabais los discos duros porque queríais guardar la información -repuso.
– Así es, pero parece ser que nadie informó de ello a la secretaria de Merete, Søs Norup.
– ¿Es decir…?
– Que fue ella quien lo borró. Lo escribió con buena letra en la parte trasera. «Formateado el 20/3 de 2002, Søs Norup», pone. Lo tengo en la mano.
– Es casi tres semanas después de que desapareciera.
– Sí, algo así.
Maldito Børge Bak y sus compinches. ¿Había una sola cosa en aquella investigación que hubieran hecho con fundamento?
– Pero podemos enviarlo a que lo analicen más a fondo. Hay gente especializada en rescatar datos borrados… Vaya, me parece que ya está hecho. Un momento -añadió. Se oyó al fondo que revolvía algo y volvió con voz satisfecha-. Sí, aquí está el justificante. Intentaron recuperar los datos en la empresa Down Under a principios de abril de 2002. Hay una explicación más detallada de por qué no fue posible. ¿Se la leo?
– No hace falta -respondió Carl-. Seguro que Søs Norup sabía cómo hacerlo a conciencia.
– Seguro -convino la secretaria-. Era muy minuciosa.
Carl le dio las gracias y colgó.
Se quedó un rato mirando fijamente el teléfono antes de encender un cigarrillo; después cogió de la mesa la agenda gastada de Merete Lynggaard y la abrió con una sensación parecida a la veneración. Le ocurría cada vez que lograba acercarse a los últimos días de algún muerto.
Igual que en los apuntes, la letra de la agenda era bastante incomprensible y llevaba la marca de las prisas. Letras mayúsculas con trazos descuidados. Las enes y las ges sin terminar, palabras superpuestas. Empezó con la reunión con las empresas que realizaban investigaciones con placenta, el 20 de febrero de 2002. Algo más abajo ponía: Bankeråt a las 18.30. Nada más.
En los días siguientes apenas había una línea sin llenar, una agenda apretadísima, había que reconocerlo, pero ninguna observación de carácter privado.
A medida que se acercaba al último día en que trabajó Merete Lynggaard, una sensación de desesperación empezó a adueñarse de él. No había absolutamente nada que le sirviera. Entonces giró la última hoja. «Viernes, 1.3.2002», ponía. Dos reuniones de comisión y una reunión de grupo parlamentario, eso era todo. El resto lo había ocultado el pasado.
Apartó la agenda y miró al interior del maletín vacío. ¿Había estado realmente cinco años detrás de la caldera para nada? Después volvió a coger la agenda y examinó el resto. Merete Lynggaard sólo usaba las hojas de la agenda y el listado de teléfonos del final.
Empezó con los teléfonos desde el principio. Podía haber ido directamente a la D o la H, pero quería mantener la decepción a raya. Entre las letras A, B y C reconocía el noventa por ciento de los nombres. No había gran parecido con su lista de teléfonos, donde dominaban nombres como Jesper, Vigga y un mar de gente de Ronneparken. Era fácil deducir que Merete Lynggaard no tenía muchos amigos íntimos. Bueno, con toda probabilidad ni uno. Una mujer guapa que tenía un hermano con una lesión cerebral y, aparte de eso, trabajo y más trabajo, no había más. Llegó a la D y supo que el número de teléfono de Daniel Hale no iba a estar allí. Merete Lynggaard no escribía sus contactos por el nombre, como Vigga, la gente era diferente. Claro que ¿quién coño iba a buscar al primer ministro sueco en la G de Göran? Aparte de Vigga, claro.
Entonces ocurrió. En el momento en que empezó a hojear la H, supo que el caso daría un vuelco. Se había hablado de accidente, se había hablado de suicidio, y al final hubo que empezar de cero. Durante la investigación hubo indicios que sugerían que el caso Lynggaard no era sencillo, pero aquella página lo proclamaba a gritos. En todas las páginas de la agenda había notas escritas con rapidez. Letras y números que su hijo postizo era capaz de escribir con mejor caligrafía, que ya es decir. La caligrafía de la mujer no era agradable a la vista, nada que ver con lo que se esperaría del sentido del orden de aquella auténtica cometa política. Pero Merete Lynggaard nunca se había arrepentido de lo que había escrito. No había tachados ni correcciones en ninguna parte. Sabía lo que escribía cada vez que lo hacía. Todo bien sopesado, infalible. Con la excepción de la letra H de su lista de teléfonos. Allí había algo diferente. Carl no podía saber con seguridad que tuviese que ver con el nombre de Daniel Hale, pero en lo más profundo de su ser, allí donde busca el policía sus últimos recursos, supo que había dado en el blanco. Merete había tachado un nombre con un grueso trazo de bolígrafo. No se apreciaba, pero allí había estado escrito el nombre de Daniel Hale y su número de teléfono. Lo sabía.
Sonrió. O sea que iba a necesitar a la Policía Científica, después de todo. Ya podían hacer su trabajo como es debido y a toda pastilla.
– ¡Assad! -gritó-. Ven aquí.
Oyó un alboroto en el pasillo, y después Assad apareció en el hueco de la puerta con un cubo de agua y guantes de plástico verdes.
– Tengo trabajo para ti. Quiero que los peritos intenten descubrir este número -ordenó, señalando las líneas tachadas-. Lis te dirá cómo es el procedimiento. Diles que corre prisa.
Llamó con cuidado a la puerta de Jesper y naturalmente no obtuvo respuesta. Como de costumbre, no está, razonó, pensando en los ciento doce decibelios que solían retumbar en el interior. Pero Carl se equivocaba, como se demostró cuando abrió la puerta.
La chica, cuyos pechos Jesper acariciaba tras la blusa, dio un chillido que le llegó hasta la médula, y la mirada fulminante de Jesper subrayó la gravedad de la situación.
– Perdón -se disculpó Carl de mala gana, mientras las manos de Jesper salían de la postura comprometida y las mejillas de la chica se ponían tan rojas como el fondo del póster de Che Guevara que había en la pared de atrás. Carl la conocía. Tendría a lo sumo catorce años, pero aparentaba veinte y vivía en la urbanización. Su madre probablemente sería parecida a su edad, pero con los años se habría dado cuenta con amargura de que no siempre es una ventaja aparentar más edad de la que tienes.
– Joder, Carl, ¿de qué vas? -gritó Jesper, saltando del sofá-cama.
Carl volvió a excusarse y dijo que había llamado a la puerta, mientras el abismo generacional atravesaba la casa.
– Seguid con lo… vuestro. Sólo quería preguntarte una cosa, Jesper. ¿Sabes dónde están tus viejos juguetes de Playmobil?
Su hijo postizo le dirigió una mirada asesina. Carl se dio cuenta de que era una pregunta inoportuna a más no poder.
Saludó con aire de disculpa a la chica.
– Sí, es que tengo que usarlos para una investigación, por extraño que parezca -repuso, y al volver la mirada hacia Jesper notó que se le clavaban los puñales por todas partes-. ¿Aún guardas las figuras de plástico, Jesper? Te las compraría a gusto.
– Vete a tomar por culo, Carl. Pregúntale a Morten. A lo mejor puedes comprarle alguna, pero ya puedes ir sacando el talonario.
Carl arrugó el entrecejo. ¿Qué tenía que ver el talonario con aquello?
La última vez que Carl llamó a la puerta de Morten Holland debió de ser año y medio antes. Aunque su inquilino se desplazaba por la planta baja como si fuera uno más de la familia, su vida en el sótano siempre había sido sagrada. Además -y aquello era importante- contribuía de lo lindo con el alquiler, y Carl no tenía ganas de saber de Morten y sus costumbres nada que pudiera hacer tambalear su estatus. Por eso lo dejaba en paz.
Pero su inquietud estaba de más, porque en el cuarto de Morten todo era sobriedad, y aparte de los enormes pósteres con un par de tíos como armarios y tías con enormes delanteras, podría haber sido cualquier piso municipal para ancianos.
Preguntado sobre la suerte que habían corrido las figuras Playmobil de Jesper, Morten lo llevó a la sauna, que tenían incorporada todas las casas de Rønneholtparken y que ahora en el noventa y nueve por ciento de los casos se habían desmontado o bien se usaban para almacenar todo tipo de cachivaches.
– Adelante, mira aquí -dijo, abriendo con orgullo la puerta de la sauna para mostrar un espacio lleno hasta arriba de estanterías rebosantes de todo tipo de juguetes que los mercadillos no lograban vender hacía sólo unos pocos años. Figuras de huevos Kinder, figuras de La guerra de las galaxias, figuras de Tortugas Ninja y figuras de Playmobil. La mitad del plástico que había en la casa estaba en aquellos estantes. Después tomó con orgullo dos figuritas con casco-. Mira, éstas son dos de las figuras originales de la serie, de la Feria del Juguete de Nüremberg de 1974. El número 3219 con azada y el 3220 con la porra del agente de tráfico intacta. Qué locura, ¿no?
Carl asintió en silencio. No podría haber encontrado una palabra mejor.
– Sólo me falta el 3218 para completar los oficios. Jesper me pasó las cajas 3201 y 3203. Mira, ¿a que están perfectas? Cualquiera diría que Jesper no las había usado nunca.
Carl sacudió la cabeza. Había sido dinero echado por la borda, o como se diga; era evidente.
– Y me las vendió por un par de miles. Fue muy amable por su parte.
Carl miró fijamente las estanterías. Si de él dependiera, les habría dicho un par de cosas a Morten y a Jesper acerca de cuando cobraba dos coronas a la hora por esparcir estiércol y la salchicha de los puestos ambulantes había subido a una corona y ochenta céntimos.
– ¿Podrías prestarme un par de figuras hasta mañana? A ser posible, ésas -le pidió, señalando a una pequeña familia con perro y todo.
Morten Holland lo miró como si estuviera mal de la cabeza.
– ¿Estás majara, Carl? Eso es la caja 3965 del año 2000. Tengo toda la caja, con casa, balcón y toda la pesca -repuso, señalando la estantería superior.
Era verdad. Allí estaba la casa de plástico, reluciente.
– ¿No tienes alguna otra cosa que puedas prestarme? ¿Hasta mañana por la noche?
El rostro de Morten adquirió una expresión extrañamente perdida.
Con toda seguridad no habría sido muy diferente si Carl le hubiera preguntado si no le importaba que le diera un patadón en la entrepierna.