Mirar a los ojos a Daniel, el hombre hacia quien se había sentido tan atraída, no fue la mayor conmoción para ella. Tampoco que Daniel y Lasse fueran la misma persona, aunque hizo que las piernas le flaqueasen. No, saber quién era él en realidad fue lo peor que le pudo suceder. Aquello sencillamente la dejó agotada. Sólo le quedaba la pesada culpa que la había abrumado durante toda su vida adulta.
No fueron exactamente sus ojos los que reconoció Merete, sino más bien el dolor que encerraban. El dolor, la desesperación y el odio que en una fracción de segundo se adueñaron de la vida de aquel hombre. O, mejor dicho, de aquel chico, ahora ya lo sabía.
Porque Lasse apenas tenía catorce años cuando un límpido y helado día de invierno vio desde la ventanilla del coche de sus padres a una niña ansiosa por vivir e irreflexiva en otro automóvil haciendo rabiar a su hermano pequeño en el asiento trasero con tal ahínco que desvió la atención de su padre. Le robó los milisegundos necesarios para que su padre mantuviera el control, y las manos al volante. Los valiosos milisegundos de atención que podrían haber salvado la vida de cinco personas y evitado que otras tres quedasen impedidas. Sólo el chico -Lasse- y Merete salieron del accidente sanos y salvos, y precisamente por eso eran ellos dos quienes debían liquidar las cuentas.
Merete lo comprendió. Y se entregó a su destino.
Durante los meses siguientes, el hombre por quien se sintió atraída bajo el nombre de Daniel y a quien ahora detestaba como Lasse entraba todos los días a la antesala y se quedaba mirándola por los ojos de buey. Algunas veces se quedaba mirándola sin más, como si fuera una amazona enjaulada que pronto iba a librar una desigual lucha a muerte contra un grupo de cobras hambrientas, y otros días le hablaba. Raras veces preguntaba algo, no le hacía falta. Era como si supiera lo que iba a contestar.
– Cuando me miraste a los ojos desde vuestro coche en el momento en que tu padre estaba adelantándonos, pensé que eras la chica más guapa que había visto en toda mi vida -le confesó un día-. Y cuando al segundo siguiente me sonreiste sin prestar atención al jaleo que estabas montando, supe ya que te odiaba. Eso sucedió en el segundo anterior a que rodáramos y mi hermana pequeña, sentada junto a mí, se desnucara contra mi hombro. Oí crujir los huesos, ¿te das cuenta?
La miró detenidamente para hacer que bajara la vista, pero Merete no quiso. Sentía vergüenza, pero nada más. El odio era correspondido.
Después Lasse le contó su historia sobre los instantes que lo cambiaron todo. Sobre cómo su madre trató de dar a luz a los mellizos entre los restos del coche, y cómo su padre, a quien quería y veneraba, lo miró con cariño mientras moría con la boca abierta. Sobre las llamas que lamieron la pierna de su madre, atrapada bajo el asiento. Sobre su querida hermana pequeña, tan dulce y divertida, que yacía aplastada bajo él, y sobre el segundo de los mellizos en nacer, que yacía desvalido con el cordón umbilical alrededor del cuello, y el otro, en la ventanilla, gritando mientras las llamas se le acercaban.
Era algo espantoso de oír. Merete recordó con total claridad el grito desesperado, y el relato que hizo Lasse no hizo sino abrumarla de culpa.
– Mi madre no puede andar, está impedida desde el accidente. Mi hermano nunca fue a la escuela, nunca aprendió como los demás niños. Aquel día todos perdimos la vida por tu culpa. ¿Qué crees que se siente cuando tienes un día padre, una encantadora hermana pequeña y la perspectiva de tener dos hermanitos, y de pronto te quedas sin nada? Mi madre tenía una mente muy delicada, pero aun así a veces era capaz de reír despreocupada antes de que tú entraras en nuestra vida, y lo perdió todo. ¡Todo!
La mujer había entrado en la estancia y parecía visiblemente afectada por el relato. Puede que llorase, Merete no podía decirlo con seguridad.
– ¿Cómo crees que me sentí los primeros meses, totalmente solo en una familia adoptiva donde me pegaban a todas horas? A mí, que nunca había recibido otra cosa que amor y seguridad. No había momento en que no deseara con toda mi alma devolver los golpes a aquel cerdo que quería que lo llamase papá, y todas las veces te veía ante mí, Merete. Tú y tus bonitos ojos irresponsables, que borraron todo lo que yo amaba.
Hizo un descanso que fue tan largo que las palabras que siguieron sonaron terriblemente claras.
– Oooh, Merete, me prometí a mí mismo vengarme de ti y de todos los demás. Costara lo que costase. ¿Y sabes qué? Hoy estoy contento. Mi venganza os ha llegado a todos los cerdos que nos robasteis la vida. Has de saber que también estuve pensando en matar a tu hermano. Pero un día, mientras os vigilaba, vi cómo absorbía toda tu atención. Cuánta culpa había en tu mirada cuando estabas con él. Cómo te cortó las alas. ¿Iba a quitarte ese peso de encima matándolo también a él? Además, ¿no era acaso otra de tus víctimas? Así que lo dejé vivir. Pero a mi padre adoptivo no, y a ti tampoco, Merete, a ti tampoco.
Ingresó en el orfanato la primera vez que intentó matar a su padre adoptivo. La familia no contó a las autoridades lo que había hecho, ni que la profunda herida de la frente del padre adoptivo era consecuencia del golpe que le había asestado con una pala. Dijeron que el chico estaba mal de la cabeza y que no podían responsabilizarse de él. Así podrían conseguir otro chico al que explotar.
Pero la bestia oculta en Lasse había despertado. En adelante nadie más iba a controlarlo ni a dirigir su vida.
Después pasaron cinco años, dos meses y trece días hasta que se resolvió el caso de indemnización y su madre se sintió con fuerzas para dejar que un Lasse casi adulto regresara a casa con ella y el hermano ligeramente disminuido. Sí, uno de los mellizos estaba tan achicharrado que no pudo salvarse, pero el otro sobrevivió, pese al cordón umbilical enroscado al cuello.
Mientras la madre estaba en el hospital y en la casa de reposo, el pequeño mellizo fue acogido en otra familia, pero lo recuperó antes de que cumpliera tres años. Tenía cicatrices en el rostro y en el pecho debido a las llamas, y le resultaba difícil moverse debido a la falta de oxígeno, pero al cabo de un par de años se había convertido en el consuelo de su madre, que hacía acopio de fuerzas para que también Lasse pudiera volver a casa. Les dieron millón y medio de coronas de indemnización por sus vidas destrozadas. Millón y medio por la pérdida de su padre, por la pérdida de su floreciente negocio, que nadie pudo continuar, por la pérdida de una hermana pequeña y el pequeño mellizo, y a eso había que añadir la invalidez de su madre y la pérdida de bienestar de toda la familia. Un esmirriado millón y medio. Cuando Merete no ocupara ya su atención diaria, la venganza se extendería también a la gente de la compañía de seguros y a los abogados que los desposeyeron de la indemnización a la que tenían derecho. Lasse se lo prometió a su madre.
Merete tenía mucho por lo que pagar.
El tiempo estaba a punto de agotarse, Merete lo sabía, y el miedo y el alivio crecían a la par en su interior. Casi cinco años en un cautiverio tan repulsivo eran algo agotador, había que acabar con aquello. Claro que sí.
Cuando llegó la Nochevieja de 2006 la celda llevaba mucho tiempo a seis atmósferas de presión, y todos excepto uno de los tubos fluorescentes parpadeaban sin cesar. Acompañado de su madre y su hermano, Lasse, vestido de fiesta, entró en la estancia al otro lado de los cristales de espejo a desearle un feliz Año Nuevo, y añadió que iba a ser el último Año Nuevo que iba a conocer.
– Pensándolo bien, sabemos bien el día de tu muerte, ¿verdad, Merete? Es muy lógico. Si sumas los años, meses y días que me obligaron a estar separado de mi familia a la fecha en que te atrapé como la bestia que eres, entonces sabrás cuándo vas a morir. Tienes que sufrir en soledad exactamente el mismo tiempo que tuve que sufrir yo, pero no más. Calcúlalo, Merete. Cuando llegue la hora abriremos la compuerta. Te va a doler, pero seguro que todo pasa muy rápido. El nitrógeno se ha acumulado en tu tejido adiposo, Merete. Estás muy delgada, sin duda, pero no olvides que tienes bolsas de aire por todo el cuerpo. Cuando tus huesos se ensanchen y asomen destrozándolo todo a su paso, cuando la presión bajo tus empastes haga que te exploten en la boca, cuando sientas cómo los dolores atraviesan chirriantes las articulaciones de tus hombros y caderas, entonces sabrás que ha llegado tu hora. Calcúlalo. Cinco años, dos meses y trece días a partir del 2 de marzo de 2002, y sabrás la inscripción de tu lápida. Puedes esperar que los trombos de los pulmones y del cerebro te paralicen, o que te revienten los pulmones y te dejen inconsciente o muerta lo antes posible, pero no cuentes con ello. Además, ¿quién dice que vaya a dejarte morir tan rápido?
De modo que iba a morir el 15 de mayo de 2007. Faltaban aún noventa y un días, porque calculaba que sería el 13 de febrero, exactamente cuarenta y cuatro días después de Año Nuevo. Desde aquella Nochevieja vivió todos los días con la conciencia de que sería ella quien pusiera fin a aquello antes de que se le adelantaran. Pero hasta entonces intentaba en la medida de lo posible mantener a distancia las ideas tristes y concentrarse en sus mejores recuerdos.
Así se preparaba mentalmente para decir adiós al mundo, y muchas veces ponía las tenazas a la altura de los ojos y miraba sus afiladas mordazas, o cogía la varilla de plástico más larga y pensaba partirla en dos pedazos para después afilarlos contra el piso de hormigón. Una de aquellas herramientas haría el trabajo. Se tumbaría en el rincón, bajo los cristales de espejo, y se pincharía las venas. Menos mal que se distinguían bien, de lo flacos que tenía los brazos.
Con esa idea se había sosegado hasta justo aquel día. Después de recibir la comida por la compuerta, volvió a oír las voces de Lasse y de su madre al otro lado. Ambos parecían irritados, la disputa cobraba vida propia.
El cabrón y la bruja no son siempre uña y carne, pensó, animada.
– ¿Tampoco tú puedes gobernar a tu mamá, pequeño Lasse? -gritó. Por supuesto que sabía que esa clase de temeridad acarrearía represalias, conocía bien a la bruja del otro lado.
Pero, aunque conocía a la bruja, no la conocía lo suficiente, como iba a verse. Había entrado en sus cálculos estar sin comer un par de días, pero de ninguna manera que fueran a despojarla del derecho a quitarse la vida.
– Cuidado, Lasse -masculló la madre entre dientes-. Va a dividirnos, si puede. Y te engañará, dalo por sentado. Cuidado con ella. Tiene unas tenazas ahí dentro, y podría usarlas contra sí misma si fuera necesario. ¿Quieres que sea ella quien ría la última? ¿Es eso lo que quieres, Lasse?
Hubo una pausa de un par de segundos, y después cayó sobre ella la espada de Damocles.
– Ya has oído lo que ha dicho mi madre, ¿verdad, Merete? -sonó la fría voz por los altavoces. ¿Para qué responder?
– En adelante te apartarás de los cristales. Tengo que poder verte todo el tiempo, ¿entiendes? Lleva el cubo-retrete hasta la pared del fondo. ¡Ya! Si tratas de alguna manera de matarte de hambre o esconderte o mutilarte, cuenta con que voy a descomprimir la cámara sin darte tiempo a reaccionar. Si te pinchas en alguna parte, la sangre va a salir de tus venas a toda presión. Sentirás que tus entrañas revientan antes de flotar inconsciente, eso te lo prometo. Voy a instalar cámaras, y a partir de hoy vamos a vigilarte las veinticuatro horas del día. Dirigiremos un par de focos hacia los cristales y los pondremos a máxima potencia. Puedo descomprimir la cámara con un mando a distancia, te lo digo para que lo sepas. Así que puedes aceptar la guillotina ahora o puedes aceptarla más tarde. Pero ¿quién sabe, Merete? Puede que nos muramos todos mañana. Puede que nos envenenemos con el delicioso salmón de esta noche. Nunca se sabe. O sea que aguanta. Puede que un buen día aparezca un príncipe a lomos de un caballo blanco y te lleve consigo. Mientras hay vida hay esperanza, ¿verdad que sí? De modo que aguanta, Merete. Pero atente a las reglas.
Merete alzó la mirada hacia una de las ventanas. Tras el cristal divisó vagamente la silueta de Lasse. Un ángel de la muerte gris, eso es lo que era. Flotando en la vida, ahí fuera, cavilando en la oscuridad de su mente enferma, que ojalá lo torturara eternamente.
– ¿Cómo mataste a tu padre adoptivo? ¿Con la misma bestialidad? -gritó, esperando que riera, pero no que arrastrara a los otros dos a reír. O sea que estaban los tres.
– Esperé diez años, Merete. Después volví con veinte kilos más de músculo y tan poco respeto hacia él que creo que sólo con eso podía matarlo.
– Pues tampoco puede decirse que tú hayas impuesto tanto respeto -replicó Merete, riéndose de él.
Todo lo que pudiera aguarle la fiesta era digno de mención.
– Lo maté a golpes, ¿no crees que impuse respeto? No es muy refinado, que se diga, pero así estaban las cosas. Lo pulvericé poco a poco. Lo único que podía satisfacerme era emplear su propio método.
Algo se revolvió en ella. Aquel hombre estaba loco de remate.
– Eres igual que él, un animal enfermo y ridículo -susurró-. Es una pena que no te cogieran aquella vez.
– ¿Cogerme? ¿Has dicho cogerme? -repitió Lasse, y volvió a reír-. ¿Cómo iban a cogerme? Era época de cosechar y su vieja cosechadora esperaba en el campo. No fue difícil meterlo entre la maquinaria, una vez puesta en marcha. Como aquel idiota tenía muchas ideas raras, nadie se extrañó de que saliera a cosechar de noche y muriera. Y nadie lo echó de menos, créeme.
– Desde luego, eres un gran hombre, Lasse. ¿A quién más has matado? ¿Tienes más muertes en tu conciencia?
No creía que ella fuera la única, pero aun así le produjo una profunda conmoción su relato de cómo se aprovechó de la profesión de Daniel Hale para acercarse a ella, y de cómo lo suplantó y después lo asesinó. Daniel Hale no le había hecho ningún daño, pero tenía que desaparecer para que Lasse no fuera descubierto por alguna casualidad. Y lo mismo se aplicaba al ayudante de Lasse, Dennis Knudsen: también él debía morir. Sin testigos, frío como el hielo.
– Dios mío, Merete, ¿a cuántos has traído la desgracia sin querer? -susurró para sí. Después gritó hacia el cristal-. ¿Por qué no te limitaste a matarme, cerdo? Tuviste la oportunidad. Dices que nos vigilabas a Uffe y a mí. ¿Por qué no me mataste con un cuchillo cuando salía al jardín? Porque estarías también allí, ¿verdad?
Hubo una breve pausa. Después Lasse habló con lentitud, para que ella comprendiera la profundidad de su cinismo.
– Para empezar, era demasiado fácil. Tus sufrimientos debían ser visibles para nosotros durante tanto tiempo como nuestros propios sufrimientos. Además, querida Merete, quería estar cerca de ti. Quería ver tu vulnerabilidad. Quería que tu vida sufriera una conmoción. Tenías que aprender a amar a Daniel Hale, y después tenías también que aprender a temerlo. Tenías que hacer el último viaje con Uffe con la convicción de que algo sin esclarecer te aguardaba cuando volvieras a casa. Has de saber que aquello me daba una enorme satisfacción.
– ¡Estás enfermo de la cabeza!
– ¿Que estoy enfermo? Escucha, eso no es nada comparado con el día en que supe que mi madre había solicitado ayuda a la Fundación Lynggaard para poder volver a su casa cuando le dieron de alta en el hospital. Cuando rechazaron la petición basándose en que los estatutos establecían que sólo se podía atender a descendientes directos de Lotte y Alexander Lynggaard. Pidió a vuestra Fundación millonaria unos míseros cientos de miles de coronas, y dijeron que no, a pesar de que sabían de quién se trataba y qué le había ocurrido. Entonces mi madre tuvo que seguir varios años de institución en institución. ¿Entiendes ahora por qué también ella te odia tanto, puta niña mimada? -el psicópata lloró al decirlo-. Unos mierdosos cientos de miles de coronas. ¿Qué era eso para ti y para tu hermano? ¡Nada!
Merete habría podido decir que ella no supo nada, pero que la deuda estaba saldada. Saldada hacía mucho tiempo.
Aquella noche Lasse y su hermano colocaron las cámaras y encendieron los focos. Dos objetos deslumbrantes que convertían la noche en día y exhibían su celda en su enorme fealdad, cuyo alcance no había captado hasta entonces. Detalles sórdidos. Era tan espantoso enfrentarse a su propia degradación que decidió cerrar los ojos las primeras veinticuatro horas. El lugar de la ejecución estaba a la vista, pero la condenada eligió la oscuridad.
Después echaron cables sobre ambos cristales reflectantes hasta un par de fulminantes que, en caso de supuesta emergencia, podían hacer saltar los cristales, y finalmente colocaron al lado varias bombonas de oxígeno y nitrógeno, y otros «líquidos inflamables», como dijeron.
Lasse le hizo saber que todo estaba preparado. Cuando Merete muriera reventada por dentro, la pasarían por la trituradora de compost, y después harían saltar toda la instalación por los aires. El estruendo se oiría en kilómetros a la redonda. Esta vez la aseguradora pagaría. Ese tipo de accidentes fortuitos había que prepararlos debidamente, y borrar las huellas para siempre.
– No os saldréis con la vuestra -dijo Merete en voz baja mientras rumiaba su venganza.
Pasados unos días se sentó de espaldas a los cristales y empezó a arañar el hormigón del suelo con la mordaza de las tenazas. Un par de días después habría terminado, y seguramente las tenazas estarían desgastadas. Entonces tendría que usar su mondadientes para agujerearse las venas, pero daba igual. El caso es que existiera la posibilidad.
El raspado le llevó más de un par de días, más bien una semana, pero los surcos eran lo bastante profundos para sobrevivir a casi todo. Los cubrió con polvo y porquería de los rincones de la celda. Letra a letra. Cuando los peritos de la aseguradora acudieran en su momento al lugar del incendio para esclarecer las circunstancias, estaba segura de que podrían descubrir al menos un par de palabras, y después seguramente todo el mensaje, que decía:
Lasse, que es el dueño de este edificio, asesinó a su padre adoptivo, a Daniel Hale y a uno de sus amigos, y después me mató a mí.
Cuiden de mi hermano Uffe, y díganle que su hermana ha pensado en él cada día durante más de cinco años.
Merete Lynggaard, 13/2/2007, secuestrada y encerrada en este lugar olvidado de Dios desde el 2 de marzo de 2002.