Carl concertó dos citas en Christiansborg y fue recibido por una mujer larguirucha que aparentemente llevaba pisando los suelos encerados desde niña y pudo guiarlo por el dédalo de pasillos hasta el despacho del vicepresidente de los Demócratas con una familiaridad que llenaría de envidia a un caracol en su concha.
Birger Larsen era un político con experiencia que sustituyó a Merete Lynggaard en la vicepresidencia tres días después de su desaparición, y desde entonces se había caracterizado por ser el pegamento que debía mantener las dos alas del partido más o menos en contacto. La desaparición de Merete Lynggaard había dejado un gran vacío en el partido. En su momento el viejo líder señaló casi a ciegas sucesor, un globo aerostático de mujer sonriente que en primera instancia se convirtió en portavoz del partido, aunque nadie, aparte de la nombrada, quedó contento con la elección. No habían pasado ni dos segundos para cuando Carl se dio cuenta de que Birger Larsen prefería hacer carrera en una pequeña empresa de provincias que tener que trabajar a las órdenes de una candidata a primera ministra tan imbuida de sí misma como aquélla.
Ya le llegaría la hora en que no estaría en su mano tomar la decisión.
– A día de hoy sigo sin poder meterme en la cabeza que Merete se suicidara -comenzó, sirviendo a Carl una taza de café tan tibio que no importaba meter el dedo en la taza-. Creo que no he conocido a nadie en esta casa tan vital y rebosante de alegría como ella.
Se alzó de hombros.
– Pero al fin y al cabo, ¿qué sabemos de nuestros semejantes? ¿Acaso no hemos sufrido todos alguna tragedia irreparable cercana que no vimos llegar a tiempo?
Carl asintió con la cabeza.
– ¿Tenía enemigos en el Parlamento?
Birger Larsen trató de sonreír, enseñando una hilera de dientes de lo más irregulares.
– ¿Quién carajo no los tiene? Merete era la mujer más peligrosa de la casa para el futuro del Gobierno, para la influencia de Piv Vestergård, para la posibilidad de que los Radicales de Centro llegaran al cargo de primer ministro… para cualquiera que quisiera disputar el puesto que sin duda habría ocupado Merete si le hubieran dado un par de años más.
– ¿Cree que recibió amenazas de alguien aquí?
– Vamos, Mørck, los parlamentarios somos demasiado listos para ese tipo de cosas.
– ¿Quizá tuviera algunas relaciones personales que pudieron convertirse en celos o en odio? ¿Sabe algo de eso?
– Que yo sepa, Merete no estaba interesada en las relaciones personales. Para ella todo era trabajo, trabajo y trabajo. Ni tan siquiera a mí, que la conozco desde que estudiábamos Ciencias Políticas, me permitía acercarme más de lo que ella quería.
– ¿Y ella no quería?
Los dientes volvieron a asomar.
– ¿Se refiere a si la cortejaban? Sí, me vienen a la cabeza al menos cinco o diez de esta casa que gustosamente sacrificarían a sus mujeres por diez minutos a solas con Merete Lynggaard.
– ¿Tal vez usted incluido? -Carl se permitió sonreír.
– Sí, ¿y quién no? -convino, y los dientes desaparecieron-. Pero Merete y yo éramos amigos. Sabía dónde estaban mis límites.
– Pero ¿había quizá alguien que no lo sabía?
– Eso tendrá que preguntárselo a Marianne Koch.
– ¿Su antigua secretaria? -ambos hicieron un gesto afirmativo-. ¿Sabe por qué la sustituyó?
– La verdad es que no. Llevaban un par de años trabajando juntas, pero posiblemente Marianne se comportaba con demasiada camaradería para el gusto de Merete.
– ¿Dónde puedo encontrar a esa Marianne Koch hoy en día?
Un brillo jocoso apareció en los ojos de Birger Larsen.
– Supongo que en el mismo sitio en el que la ha saludado hace diez minutos.
– ¿Ahora es su secretaria? -se sorprendió Carl, apartando la taza y señalando hacia la puerta-. ¿La que está ahí fuera?
Marianne Koch era muy diferente de la mujer que lo acompañó hasta allí. Menuda y de tupido y rizado pelo negro que olía a tentaciones desde el otro lado de la mesa.
– ¿Por qué no seguiste de secretaria de Merete Lynggaard durante la última época antes de que desapareciera? -preguntó tras las frases introductorias de rigor.
La reflexión se dibujó en forma de ondas sobre las cejas vivarachas.
– Tampoco yo lo entendí. En aquel momento, al menos, no; de hecho, me enfadé bastante con ella. Pero después descubrí que tenía un hermano retrasado a quien cuidaba.
– ¿Y…?
– Bueno, yo pensaba que tenía un novio, por el secretismo que la rodeaba y por la prisa que tenía siempre por volver a casa.
Carl sonrió.
– ¿Y se lo dijiste?
– Sí, fue una tontería, ahora me doy cuenta. Pero pensaba que éramos más íntimas de lo que éramos. Siempre se aprende algo -dijo sonriendo tan irónicamente que los hoyuelos se alinearon. Si Assad la conociera se quedaría paralizado.
– ¿Había alguien en el Parlamento que quisiera llevársela al huerto?
– Ya lo creo. De vez en cuando recibía papelitos, pero sólo había uno que se diera a conocer en serio.
– ¿Puedes revelarme quién era?
La secretaria sonrió. Era capaz de desvelar cualquier cosa si estaba de humor para ello.
– Sí, era Tage Baggesen.
– El nombre me suena.
– Estoy segura de que eso lo pondría contento. Creo que ha sido portavoz de los Radicales de Centro durante mil años, por lo menos.
– ¿Esto se lo has contado a alguien?
– Sí, a la policía, pero no le prestaron demasiada atención.
– ¿Tú sí?
La mujer se encogió de hombros.
– ¿Hubo otros?
– Muchos otros, pero nada serio. Conseguía lo que buscaba cuando salía de viaje.
– ¿Me estás diciendo que era ligera de cascos?
– Bueeeno, interpretarlo así… -replicó, volviéndose y tratando de reprimir una carcajada-. No, desde luego que no lo era. Pero tampoco era ninguna monja. Lo que pasa es que no sé con quién iba al convento, no me lo dijo nunca.
– Pero ¿andaba con hombres?
– Al menos se reía cuando la prensa del corazón sugería otra cosa.
– ¿Podría pensarse que Merete Lynggaard pudiera tener razones para dejar el pasado atrás y empezar una nueva vida?
– ¿O sea, que en este momento está tostándose al sol en Bombay? -profirió Marianne Koch con expresión indignada.
– En algún lugar donde la vida fuera menos problemática, sí. ¿Podría pensarse eso?
– Es completamente absurdo. Era una mujer de lo más cumplidora. Ya sé que es precisamente ese tipo de gente la que se desploma como un castillo de naipes y un buen día desaparece, pero Merete no era así.
Calló y se quedó pensativa.
– Pero es una idea bonita -convino, sonriendo-. Que Merete aún podría estar viva.
Carl asintió en silencio. Se elaboraron montones de perfiles psicológicos de Merete Lynggaard al poco tiempo de su desaparición, y todos llegaban a la misma conclusión: Merete Lynggaard no había desaparecido voluntariamente. Hasta la prensa del corazón rechazó esa posibilidad.
– ¿Has oído hablar de un telegrama que recibió el último día que estuvo aquí, en el Parlamento? -preguntó-. ¿Un telegrama de San Valentín?
La pregunta pareció irritarla. Estaba claro que estaba dolida por no haber sido parte de la vida de Merete Lynggaard en su última etapa.
– No. La policía ya me lo preguntó, y al igual que a ellos tengo que remitirte a Søs Norup, que es quien me reemplazó.
Carl se quedó mirándola con las cejas arqueadas.
– ¿Estás amargada por ello?
– Por supuesto, ¿tú no lo estarías? Llevábamos dos años trabajando juntas sin problemas.
– Y no sabrás por un casual dónde está Søs Norup ahora, ¿verdad?
La mujer se alzó de hombros. No le interesaba lo más mínimo.
– Y a ese Tage Baggesen ¿dónde puedo encontrarlo?
Marianne Koch le hizo un plano de cómo llegar a su despacho. No parecía fácil.
Necesitó una buena media hora para encontrar a Tage Baggesen en los dominios de los Radicales de Centro, y no fue ningún viaje de placer. Le parecía un enigma cómo alguien podía trabajar en aquel ambiente de falsedad. Al menos en Jefatura sabías cómo estaban las cosas. Allí los amigos y enemigos se daban a conocer sin ningún pudor, y pese a ello todos trabajaban juntos hacia un objetivo común. En el Parlamento era justo lo contrario. Todos se codeaban como si fueran los mejores amigos, pero cada uno de ellos sólo pensaba en sí mismo a la hora de echar cuentas. Aquello tenía mucho que ver con dinero y poder, no tanto con resultados. Allí un hombre grande era el que empequeñecía a los demás. Tal vez no hubiera sido siempre así, pero ahora lo era.
Tage Baggesen, desde luego, no era ninguna excepción. Lo habían puesto allí para defender los intereses de su lejano distrito electoral y la política de tráfico de su partido, pero en cuanto lo veías te dabas cuenta del error. Ya se había asegurado una buena jubilación, y lo que ganara hasta entonces era para comprar ropa cara y hacer inversiones lucrativas. Carl miró las paredes, donde colgaban diplomas de torneos de golf junto a nítidas fotos aéreas de las casas de campo que había comprado por todo el país.
Pensó en preguntar si se había equivocado en cuanto al partido al que pertenecía Tage Baggesen, pero el hombre lo desarmó con amables palmadas en la espalda y movimientos enérgicos de las manos.
– Le sugiero que cierre la puerta -propuso Carl, señalando la zona del pasillo.
Aquello hizo que Baggesen entornara los ojos con jovialidad. Un pequeño truco que seguramente funcionaba bien en las negociaciones para la autopista de Holstebro, pero que no surtía efecto en un subcomisario que no se andaba con chorradas.
– No hace falta, no tengo nada que esconder a mis compañeros de partido -replicó, relajando la mueca.
– Hemos oído que usted mostraba un gran interés por Merete Lynggaard. Le envió, entre otras cosas, un telegrama. Más aún, un telegrama de San Valentín.
En ese momento su piel palideció un tanto, pero la sonrisa presuntuosa no se desvaneció.
– ¿Un telegrama de San Valentín? -repitió-. No lo recuerdo.
Carl movió la cabeza arriba y abajo. La mentira saltaba a la vista. Por supuesto que lo recordaba. Así que podía seguir con la ofensiva.
– Cuando le he pedido que cerrara la puerta, ha sido porque quiero preguntarle directamente si mató a Merete Lynggaard. Porque estaba muy enamorado de ella. ¿Lo rechazó, y entonces perdió el control? ¿Ocurrió así?
Durante un segundo cada célula del cráneo por lo demás tan seguro de sí mismo de Tage Baggesen sopesó si debería levantarse y cerrar la puerta de un portazo, o si la excitación iba a provocarle un ataque de apoplejía. El color de su piel se fundió de inmediato con su pelo rojo. Estaba profundamente conmocionado, totalmente desnudo. Chorreaba sudor por todos los poros de su cuerpo. Carl conocía el percal, pero aquella reacción era desde luego diferente. Si el hombre tenía algo que ver con el caso, a juzgar por aquella reacción podía ponerse ya a escribir su confesión, y si no lo tenía, no cabía duda de que algún otro problema lo agobiaba. Se quedó con la mandíbula colgando. Si Carl no andaba con cuidado, el hombre iba a callarse como un muerto. Estaba claro que Tage Baggesen no había oído nada parecido en su por otra parte ajetreada vida.
Carl trató de sonreírle. En cierto modo, aquella reacción violenta parecía también reconciliadora. Como si dentro de aquel cuerpo cebado en recepciones aún pudiera encontrarse una persona normal.
– Escuche, Tage Baggesen. Usted enviaba notas a Merete. Muchas notas. La antigua secretaria de Merete, Marianne Koch, seguía con mucho interés sus intentos, se lo aseguro.
– Aquí todos escribimos notas para todos -replicó Baggesen, tratando de arrellanarse con despreocupación en la silla, pero el respaldo estaba demasiado lejos.
– ¿Me está diciendo que las notas no eran de carácter privado?
Entonces el parlamentario levantó su corpachón y cerró silenciosamente la puerta.
– Es cierto que albergaba sentimientos intensos hacia Merete Lynggaard -admitió, poniendo una cara tan afligida que a Carl casi le dio pena-. Ha sido muy difícil superar su muerte.
– Lo comprendo, trataré de no alargarme demasiado -aseguró Carl, y a cambio recibió una sonrisa de agradecimiento. Su arrogancia había desaparecido-. Sabemos con seguridad que usted envió a Merete Lynggaard un telegrama de San Valentín en febrero de 2002. Hemos recibido hoy la confirmación de la oficina de telegramas.
El pobre parecía bastante perdido. El pasado le estaba pasando factura. Dio un suspiro.
– Yo sabía perfectamente que ella no estaba interesada en mí, por desgracia. Para entonces hacía tiempo que lo sabía.
– Y aun así ¿lo intentó?
El parlamentario asintió en silencio.
– ¿Qué ponía el telegrama? Procure decir la verdad esta vez.
El hombre dejó caer la cabeza hacia un lado.
– Pues lo de siempre. Que quería verla. No lo recuerdo con total precisión. Es verdad, en serio.
– ¿Así que la mató porque no quería saber nada de usted?
Los ojos del político se convirtieron en dos ranuras. La boca estaba contraída con fuerza. En el momento anterior a que las lágrimas empezaran a agolparse en sus ojos, Carl estaba dispuesto a detenerlo. Después Baggesen levantó la cabeza y lo miró. No como a un verdugo que le hubiera colocado el nudo corredizo en el cuello, sino como al confesor ante quien podía aligerar su conciencia.
– ¿Quién mata a quien hace que la vida merezca la pena? -preguntó.
Estuvieron un rato mirándose el uno al otro. Después Carl apartó la mirada.
– ¿Sabe si Merete Lynggaard tenía enemigos aquí dentro? No me refiero a adversarios políticos. Auténticos enemigos.
Tage Baggesen se secó los ojos.
– Aquí todos tenemos enemigos, pero no auténticos enemigos, como ha dicho usted -respondió.
– ¿Nadie que pudiera atentar contra ella?
Tage Baggesen sacudió su bien cuidada cabeza.
– Me extrañaría mucho. Todos la apreciaban, incluso sus adversarios políticos.
– No es la impresión que tengo yo. ¿Quiere decir que no se ocupaba de casos emblemáticos que pudieran crear tantos problemas para alguien que había que pararle los pies como fuera? ¿Grupos de presión que se sintieran agobiados o amenazados?
Tage Baggesen miró condescendiente a Carl.
– Pregunte a la gente de su partido. Ella y yo no sintonizábamos políticamente. Ni mucho menos, me atrevería a decir. ¿Tiene usted conocimiento de algo en particular?
– En todo el mundo a los políticos se los hace responsables de sus posturas, ¿no? Antiabortistas, fanáticos de los animales, gente con posturas antislámicas o lo contrario, cualquier cosa puede desencadenar una reacción violenta. Pregunte si no en Suecia, Holanda o Estados Unidos.
Carl hizo ademán de levantarse y notó que el alivio invadía al parlamentario, aunque sin duda no habría que darle tanta importancia. ¿Quién no querría terminar una conversación así?
– Baggesen -continuó, dándole su tarjeta de visita-, póngase en contacto conmigo si recuerda algo que yo debiera saber. Aunque no sea por mí, hágalo por usted. No creo que haya muchos aquí que sintieran lo mismo que usted por Merete Lynggaard.
Aquello afectó al hombre. Seguramente las lágrimas volverían a fluir antes de que Carl cerrara la puerta tras de sí.
Según la Oficina del Censo, la última dirección de Søs Norup era la misma que la de sus padres, en medio del elegante barrio de Frederiksberg. En la placa ponía «Mayorista Vilhelm Norup y actriz Kaja Brandt Norup».
Tocó el timbre y tras la maciza puerta de roble oyó un resonante tañido.
– Sí, ya voy -se oyó al cabo de un rato.
El hombre que abrió la puerta debía de llevar jubilado un cuarto de siglo. A juzgar por el chaleco y el pañuelo de seda que colgaba flojo de su cuello, su fortuna aún no se había agotado. Miró incómodo a Carl con unos ojos devastados por la enfermedad, como si éste fuera la dama de la guadaña.
– ¿Quién es usted? -preguntó sin preámbulos, dispuesto a darle con la puerta en las narices.
Carl se presentó, sacó del bolsillo la placa por segunda vez aquella semana y pidió permiso para entrar.
– ¿Ha pasado algo con Søs? -interrogó el hombre con tono inquisitorial.
– No lo sé. ¿Por qué había de pasar? ¿Está en casa?
– Si es a ella a quien quiere ver, ya no vive aquí.
– ¿Quién es, Vilhelm? -se oyó una débil voz al otro lado de la puerta doble de la sala.
– Nada, alguien que quiere hablar con Søs, cariño.
– Entonces tendrá que ir a otra parte -volvió a oírse.
El mayorista cogió a Carl del brazo.
– Vive en Valby. Dígale que nos gustaría que viniera a buscar sus cosas si es que piensa seguir viviendo de ese modo.
– ¿De qué modo?
El hombre no respondió. Le dio la dirección de Valhojvej y la puerta se cerró de un portazo.
En el portero automático del edificio bajo sólo aparecían tres nombres. Seguro que en otro tiempo vivieron allí seis familias con cuatro o cinco hijos cada una. Lo que antes había sido un barrio pobre era ahora respetable. En la buhardilla Søs Norup encontró a su amor, una mujer mediada la cuarentena cuyo escepticismo al ver la placa de Carl se expresó en unos labios pálidos apretados con fuerza.
Los labios de Søs Norup no tenían mucho más color. Un primer vistazo lo ayudó a comprender por qué ni la Asociación Danesa de Abogados y Economistas ni la secretaría de los Demócratas en el Parlamento se habían derrumbado cuando desapareció. Había que buscar mucho para encontrar una actitud de rechazo como la suya.
– Merete Lynggaard no era seria como jefa -fue su comentario.
– ¿No hacía su trabajo? No es lo que he oído yo.
– Me lo dejaba todo a mí.
– Yo creía que eso sería una ventaja -repuso Carl, y se quedó mirándola. Parecía ser una mujer a la que siempre habían atado corto, y no le gustaba nada. El mayorista Norup y su otrora sin duda famosa esposa le habían enseñado lo que era obedecer ciegamente. Una educación dura para una hija única que tenía a sus padres en un pedestal. Seguro que había llegado al punto de aborrecerlos y quererlos al mismo tiempo. Aborrecía lo que representaban y los quería por la misma razón. Si le preguntaran a Carl, ésa era la razón de que hubiera pasado su vida adulta alternando entre la casa de sus padres y otros domicilios.
Carl miró a la amiga, que llevaba una ropa holgada y un cigarrillo humeante en la comisura de los labios y se aseguraba de que Carl no molestara a nadie. Seguro que daría a Søs Norup un sólido asidero en su vida futura. No cabía la menor duda.
– He oído que Merete Lynggaard estaba muy contenta contigo.
– Vaya.
– Quería hacerte unas preguntas sobre tu vida privada. En tu opinión, ¿podría ser que Merete Lynggaard estuviera embarazada cuando desapareció?
Søs Norup arrugó la nariz y echó la cabeza atrás.
– ¿Embarazada? -lo dijo como si la palabra perteneciera a la misma categoría que infección, lepra y peste bubónica-. No, estoy segura de que no.
Miró a su compañera con los ojos vueltos hacia el cielo.
– ¿Y cómo puedes saberlo?
– ¿Usted qué cree? Si ella controlara las cosas tan bien como todos pensaban, no habría tenido que pedirme compresas prestadas cada vez que tenía la regla.
– ¿Me estás diciendo que tuvo la regla justo antes de desaparecer?
– Sí, la semana anterior. La teníamos a la vez durante el tiempo en que estuve allí.
Carl asintió en silencio. La secretaria debía de saberlo.
– ¿Sabes si tenía algún novio?
– Me han preguntado lo mismo cientos de veces ya.
– Refréscame la memoria.
Søs Norup cogió un cigarrillo y le dio golpecitos contra la mesa.
– Todos los hombres se quedaban mirándola, como si quisieran cepillársela al instante. ¿Cómo voy a saber si alguno de ellos estaba liado con ella?
– En el informe pone que recibió un telegrama de San Valentín. ¿Sabías que era de Tage Baggesen?
La chica encendió el cigarrillo y desapareció en una neblina azulada.
– En absoluto.
– ¿Y no sabes si había algo entre ellos?
– ¿Si había algo entre ellos? Han pasado cinco años, no lo olvide -repuso, echándole el humo a la cara, cosa que fue recibida con una sonrisa irónica por su compañera.
Carl retiró un poco la cabeza.
– Escucha. Voy a abrirme dentro de cuatro minutos. Pero mientras tanto, hagamos como que queremos ayudarnos mutuamente, ¿vale? -dijo mirando a los ojos a Søs Norup, que aún trataba de ocultar su amargura tras una mirada hostil-. Voy a llamarte Søs, ¿vale? Normalmente me dirijo por su nombre de pila a las personas con quienes comparto cigarrillos.
Søs reposó en el regazo la mano que sujetaba el cigarrillo.
– O sea, que voy a preguntarte, Søs. ¿Sabes de algún incidente justo antes de la desaparición de Merete Lynggaard que nosotros debiéramos saber? Voy a enumerar unos cuantos, puedes pararme cuando quieras -declaró con un movimiento de cabeza que no fue correspondido-. ¿Conversaciones por teléfono de carácter privado? ¿Post-it depositados en su mesa? ¿Gente que la abordara sin fines profesionales? ¿Cajas de bombones, flores, nuevas sortijas en su mano? ¿Se ruborizaba cuando se quedaba mirando ante sí? ¿Sucedió algo con su concentración los últimos días?
Miró a la zombi que tenía delante. Sus labios incoloros no se habían movido ni un milímetro. Otro callejón sin salida.
– ¿Cambió su comportamiento, volvía antes a casa, desaparecía del salón de plenos para llamar por el móvil en los pasillos? ¿Llegaba más tarde por la mañana?
Volvió a mirarla asintiendo enfáticamente con la cabeza, como si aquello pudiera despertarla de entre los muertos.
Søs dio otra calada al cigarrillo y aplastó la colilla en el cenicero.
– ¿Ha terminado? -preguntó.
Carl suspiró. ¡Se acabó! Qué otra cosa podía esperarse de aquella mema.
– Sí, he terminado.
– Bien -repuso Søs y levantó la cabeza. Por un instante pareció ser una mujer con cierta dignidad-. Ya le conté a la policía lo del telegrama, y que iba a cenar con alguien en el Café Bankeråt. La vi escribiéndolo en su agenda. No sé con quién iba a cenar, pero desde luego sus mejillas se ruborizaron.
– ¿Quién podía ser?
Ella se alzó de hombros.
– ¿Tage Baggesen? -sugirió Carl.
– Sí, cualquiera. Conocía a mucha gente en Christiansborg. Había también un hombre de una delegación que parecía interesado. Muchos lo estaban.
– ¿De una delegación? ¿Cuándo fue eso?
– No mucho antes de que desapareciera.
– ¿Recuerdas cómo se llamaba?
– ¿Después de cinco años? No, desde luego que no.
– ¿Qué delegación era?
Ella lo miró cabreada.
– Tenía que ver con investigaciones sobre defensa inmunológica. Pero antes me ha interrumpido -replicó Søs-. Sí, Merete Lynggaard recibía también flores. No cabía duda de que tenía una relación personal con alguien. No sé en qué consistía exactamente, pero todo eso ya se lo he dicho a la policía.
Carl se rascó la nuca. ¿Dónde constaba aquello?
– ¿A quién se lo dijiste, si puede saberse?
– No lo recuerdo.
– No sería a Børge Bak, de la Brigada Móvil, ¿verdad?
La mujer lo señaló con el índice. El dedo decía: bingo.
El jodido de Bak. ¿Haría siempre un descarte así de la información cuando escribía un informe?
Miró a la compañera de celda que había elegido Søs Norup. No prodigaba las sonrisas, no. En aquel momento sólo esperaba a que él desapareciera.
Carl saludó con la cabeza a Søs Norup y se levantó. Entre los miradores había colgados varios retratos diminutos en color, así como un par de fotografías grandes en blanco y negro de sus padres tomadas en tiempos mejores. Seguramente serían guapos en aquella época, pero con las rayas y los tachones que Søs había hecho en todos los rostros de las fotos era difícil de apreciar. Carl se inclinó hacia los minúsculos marcos de foto y reconoció una de las muchas imágenes de prensa de Merete Lynggaard por su ropa y su postura. También ella había perdido la mayor parte de la cara en una trama de rayas. O sea que Søs Norup coleccionaba imágenes de personas odiadas. Quizá consiguiera también él un lugar allí, siempre que se esmerase.
Børge Bak estaba por una vez solo en su despacho. Su chaqueta de cuero estaba arrugadísima ya. Señal indiscutible de que trabajaba aplicadamente día y noche.
– ¿No te tengo dicho que no entres sin llamar, Carl? -protestó, golpeando la mesa con el bloc de notas y dirigiéndole una mirada furiosa.
– La has cagado, Borge -repuso Carl.
Fuera por el uso del nombre de pila o por la acusación, la reacción fue evidente. De repente, todas las arrugas de la frente de Bak se pusieron verticales.
– Merete Lynggaard recibió unas flores un par de días antes de su muerte, cosa que por lo que he oído nunca ocurría.
– ¿Y qué? -la mirada de Bak no podía ser más condescendiente.
– Buscamos a alguien que puede haber cometido un asesinato, ¿no te has dado cuenta? Un amante podría ser un sospechoso razonable.
– Se investigó todo.
– Pero en el informe no está todo.
Bak alzó los hombros forzadamente.
– Relájate, Carl. No eres el más indicado para hablar del trabajo de otros. Los demás nos rompemos los cuernos currando mientras tú calientas una silla. ¿Crees que no lo sé? Escribo en los informes lo que me parece importante, y ya está -replicó, arrojando el cuaderno sobre la mesa.
– No escribiste que una asistenta social llamada Karin Mortensen observó a Uffe Lynggaard entretenido en un juego que sugería que recordaba el accidente. Tal vez pueda recordar también algo del día en que Merete Lynggaard desapareció, pero todo parece indicar que no seguisteis esa pista.
– Karen Mortensen. Se llamaba Karen, Carl. No hay más que oírte. No vas a darme tú lecciones de minuciosidad.
– Entonces, ¿te das cuenta de lo que podría significar esa información de Karen Mortensen?
– Calla, hombre. Lo comprobamos, ¿vale? Uffe no recordaba ni hostias. Estaba de la olla.
– Merete Lynggaard conoció a un hombre pocos días antes de morir. Vino con una delegación que investigaba las relaciones de defensa inmunitaria. Tampoco escribiste nada de eso en el informe.
– No, pero lo investigamos.
– Ya sabes que la abordó un hombre, y que había buena química entre ellos. Al menos es lo que dice que te ha contado la secretaria Søs Norup.
– Sí, cojones. Por supuesto que lo sé.
– ¿Y por qué no está en el informe?
– Pues no lo sé. Seguramente porque resultó que el hombre estaba muerto.
– ¿Muerto?
– Sí, achicharrado en un accidente de coche al día siguiente de la desaparición de Merete. Se llamaba Daniel Hale -declaró con aplomo, para que Carl reparase en su buena memoria.
– ¿Daniel Hale? -repitió. Parece que con el paso del tiempo Søs Norup lo había olvidado.
– Sí, un tío que participó en las investigaciones con placenta para las que la delegación buscaba financiación. Tenía un laboratorio en Slangerup -repuso Bak con gran seguridad en sí mismo. Aquella parte del caso la controlaba bien.
– Si murió al día siguiente, bien podría tener relación con la desaparición.
– No creo. Llegó de Londres la tarde en que ella se ahogó.
– ¿Estaba enamorado de ella? Søs Norup sugiere que bien podría ser el caso.
– Si es así, una pena para él. Ella no le correspondía.
– ¿Estás seguro, Borge? -insistió. Era evidente que a Bak le dolía oír su nombre de pila. De forma que esa cuestión estaba resuelta: en adelante iba a oírlo sin parar-. Ese Daniel Hale ¿no podría ser el que cenó con ella en el Bankeråt?
– Escucha, Carl. Hay una mujer en el caso del ciclista asesinado que ha hablado con nosotros y estamos haciendo pesquisas. En este momento tengo un curro de cojones. Esto que me dices ¿no puede esperar? Daniel Hale está muerto, y punto. No estaba en el país cuando Merete Lynggaard murió. Ella se ahogó y Hale no tuvo nada que ver con ello, ¿vale?
– ¿Investigasteis a ver si Hale era la persona con quien cenó en el Bankeråt un par de días antes? En el informe tampoco pone nada de eso.
– ¡Oye! Al final de la investigación se decidió que había sido un accidente. Además, en el grupo éramos veinte hombres. Pregunta a otros. Y ahora lárgate, Carl.