Iba a ser un viernes muy atareado: Assad tenía una reunión por la mañana en el Servicio de Extranjería, que era como había rebautizado el Gobierno al antiguo mecanismo de control, la Dirección de Extranjería, a fin de disfrazar la realidad, y mientras tanto a Carl no iba a faltarle trabajo.
La noche anterior había sacado furtivamente a la pequeña familia de Playmobil de la cámara del tesoro de Morten Holland mientras su dueño trabajaba en la tienda de vídeos, y en aquel momento en que se adentraba en el páramo de Selandia del norte las figuras descansaban en el asiento del copiloto con su mirada fija, de reproche.
La casa de Skaevinge donde encontraron al conductor del accidente, Dennis Knudsen, ahogado en su propio vómito no era, al igual que el resto de las casas del barrio, ninguna maravilla, pero dentro de su estilo chapucero presentaba cierta armonía con sus terrazas, piedras de hormigón aligerado y placas de uralita gastadas que, en cuanto a la elección de material y durabilidad, casaban perfectamente con las ventanas deslucidas, que pedían a gritos una renovación.
Carl esperaba que le abriera la puerta un fornido trabajador de la construcción o su equivalente femenino, pero en su lugar apareció una mujer a finales de la treintena de aspecto tan impreciso y delicado que era imposible saber si frecuentaba los pasillos de la alta dirección o se dedicaba al servicio de acompañamiento en bares de hoteles caros.
Sí, podía entrar, y no, por desgracia sus padres habían muerto.
Se presentó como Camilla y lo condujo a una sala en la que la mayor parte del escenario se componía de platos conmemorativos, minúsculas estanterías y alfombras de pelo largo.
– ¿Qué edad tenían tus padres cuando murieron? -preguntó, tratando de no prestar atención a la fealdad del resto de la casa.
La mujer entendió lo que estaba pensando. Todo lo que había dentro de la casa pertenecía a otra época.
– Mi madre heredó la casa de mi abuela, y la mayoría de las cosas eran de la abuela -explicó. Seguro que su casa no tenía aquel aspecto-. Después la heredé yo, y acabo de divorciarme, así que tengo que ponerla a punto, si consigo encontrar quien me lo haga. Vamos, que me encuentra de pura casualidad.
Del mueble más fino de la sala, un secreter de nogal chapado, cogió una foto enmarcada en la que aparecía toda la familia: Camilla, Dennis y los padres. Sería de por lo menos diez años antes, y los padres resplandecían como dos soles ante el arreglo floral de sus bodas de plata. «Enhorabuena por los 25 años, Grete y Henning», ponía. Camilla llevaba unos vaqueros ajustados que apenas dejaban nada a la fantasía, y Dennis vestía un chaleco de cuero y una gorra de béisbol donde ponía Castrol Oil. Es decir, que, en suma, había banderas, sonrisas y felicidad en Skaevinge.
Sobre la repisa de la chimenea había un par de fotografías más. Preguntó por los que aparecían en ellas, y a juzgar por las respuestas de la mujer la familia no había tenido mucha vida social.
– A Denis le encantaba todo lo que corriera rápido -declaró Camilla, y lo arrastró a lo que en otra época había sido el cuarto de Dennis Knudsen.
Las lámparas de lava y los enormes altavoces eran de esperar, pero aparte de eso la estancia contrastaba con el resto de la casa. Allí los muebles eran de colores claros y casaban bien. El armario era nuevo y estaba lleno de ropa bonita suspendida de las perchas. De la pared colgaban incontables diplomas enmarcados, y encima, sobre la estantería de abedul, estaban todas las copas que había ganado Dennis a lo largo de los años. Carl hizo un cálculo aproximado. Habría cien o más, era bastante impresionante.
– Sí -continuó la mujer-. Dennis ganaba en todo en lo que participaba. Competiciones de velocidad con motos, carreras de coches preparados, de tractores, rallies y todo tipo de carreras de motor. Tenía un talento nato. Era bueno en casi todo lo que le interesaba, también escribiendo, haciendo cuentas y todo eso. Fue muy triste que muriera.
Movió la cabeza arriba y abajo, con la mirada desenfocada.
– Su muerte destrozó a papá y mamá. Era un buen hijo y un buen hermano pequeño, ya lo creo.
Carl le dirigió una mirada comprensiva, aunque no comprendía gran cosa. ¿Sería realmente el mismo Dennis Knudsen del que le había hablado Lis a Assad?
– Me alegro de que se hayan ocupado del caso -añadió la mujer-, pero habría preferido que lo hicieran en vida de papá y mamá.
Carl la miró y trató de penetrar en lo que escondían sus palabras.
– ¿A qué caso te refieres? ¿Al del accidente de coche?
La mujer asintió en silencio.
– Sí, a eso y a la muerte de Dennis poco tiempo después. Dennis era capaz de agarrarse una buena borrachera, pero antes nunca había tomado drogas, ya se lo dijimos entonces a la policía. De hecho, era bastante impensable. Había trabajado con jóvenes y les recomendaba que no tomaran drogas, pero a la policía no pareció importarle. Se limitaron a mirar su ficha y cuántas multas tenía por exceso de velocidad. Por eso, ya lo habían condenado de antemano cuando encontraron esas repugnantes pastillas de éxtasis en su bolsa de deportes -dijo. Sus ojos se achicaron-. Pero era imposible, porque Dennis no tocaba esas cosas. Porque no podía reaccionar con rapidez cuando conducía. Odiaba esa basura.
– Puede que lo atrajera el dinero fácil y quisiera venderlo. Puede que quisiera probar un poco. ¡Si supieras lo que vemos en Jefatura…!
Al oír aquello las arrugas de la boca de la mujer se pronunciaron.
– Alguien lo engatusó, y ya sé quién. También lo dije entonces.
Carl sacó su cuaderno.
– ¿Ah, sí? -dijo. El sabueso que llevaba dentro levantó la cabeza y olfateó contra el viento. Percibió algo inesperado. Y se puso alerta-. ¿Quién fue?
La mujer se acercó a una pared cuyo papel pintado era sin duda el original de cuando construyeron la casa a principios de los sesenta, y descolgó una fotografía de un clavo. Su padre le hizo una parecida a Carl cuando ganó una copa de natación en Bronderslev. El documento mostraba a un padre orgulloso de lo mucho que había aprendido su hijo. Carl calculó que Dennis tendría en la foto diez o doce años a lo sumo; estaba elegante con su traje de piloto de kart y orgullosísimo del pequeño casco plateado que llevaba en la mano.
– Ese de ahí -señaló Camilla, señalando a un chico rubio que había detrás, con el brazo echado sobre los hombros de Dennis-. Lo llamaban Átomos, no sé por qué. Se conocieron en una pista de carreras. Dennis se pirraba por Átomos, y Átomos era un cabrón.
– ¿Siguieron manteniendo contacto después?
– No lo sé con seguridad. Creo que se separaron cuando Dennis tenía dieciséis o diecisiete años, pero sé que el último año se habían visto, porque mamá siempre se quejaba.
– ¿Y por qué crees que ese Átomos pudo tener que ver con la muerte de tu hermano?
La mujer miró la fotografía con ojos melancólicos.
– Era un grandísimo hijo de puta que tenía el alma podrida.
– Vaya expresión más extraña. ¿Qué quieres decir con eso?
– Que estaba mal de la cabeza. Dennis decía que decir eso era una tontería, pero era verdad.
– Entonces, ¿por qué era tu hermano tan amigo suyo?
– Porque Átomos era siempre el que lo animaba a conducir. Además, era un par de años mayor. Dennis lo admiraba.
– Tu hermano murió ahogado en su propio vómito. Había tomado cinco pastillas y tenía una tasa de alcohol de 4,1 gramos por litro. No sé cuánto pesaba, pero de todas formas había empinado el codo de lo lindo. ¿Sabes si había alguna razón para que bebiera? Lo de beber ¿era algo reciente? ¿Se quedó muy deprimido después del accidente?
La mujer lo miró con ojos tristes.
– Mis padres decían que el accidente lo afectó mucho. Dennis era fantástico al volante. Era el primer accidente en el que se vio envuelto en su vida, y además murió una persona.
– Según mis informaciones, Dennis estuvo dos veces en la cárcel por conducción temeraria, o sea que tampoco sería tan fantástico.
– ¡Ja! -repuso ella, mirándolo con desdén-. Nunca conducía temerariamente. Cuando conducía a tope por la autopista siempre sabía cuánta calzada quedaba libre. Lo último que quería era poner en peligro la vida y la seguridad de los demás.
¿Cuántos delincuentes se habrían ahorrado si las familias hubieran estado atentas a tiempo? ¿Cuántos idiotas se aferraban a los lazos de sangre? Carl lo había oído miles de veces. Mi hermano, mi hijo, mi marido es inocente.
– Tienes a tu hermano en un pedestal; ¿no es algo ingenuo por tu parte?
La mujer lo asió por la muñeca y acercó tanto su cara a la de él que Carl notó el flequillo de ella contra la nariz.
– Si eres tan inútil en la entrepierna como lo eres en tu investigación, ya puedes marcharte -masculló entre dientes.
Su protesta fue sorprendentemente violenta y provocadora. Así que no debía de frecuentar tanto los pasillos de la alta dirección, pensó Carl retirando la cabeza.
– Mi hermano era legal, ¿lo pillas? -continuó-. Y si quieres seguir adelante con lo que llevas entre manos, te recomiendo que no olvides ese dato.
Después le dio un golpecito en la entrepierna y retrocedió. Se produjo una enorme transformación. Su voz fue de nuevo suave y volvió a inspirar confianza, a ser abierta. Joder, qué profesión le había tocado.
Frunció el entrecejo y avanzó un paso hacia ella.
– Como vuelvas a tocarme la campanilla, te pincho esas bombas de silicona y declaro que ha ocurrido porque te resististe a la detención después de amenazarme con una de las horripilantes copas de tu hermano. Cuando las esposas se cierren en torno a tus muñecas, mientras esperes al médico mirando fijamente a una pared blanca en la comisaría de Hillerod, soñarás con no haberlo hecho. ¿Seguimos adelante o tienes algo que añadir sobre mis partes nobles?
Ella permanecía impasible. Ni siquiera sonrió.
– Sólo digo que mi hermano era legal, más vale que me crea.
Carl se resignó. Aquella mujer no era fácil de impresionar.
– De acuerdo. Pero ¿cómo voy a encontrar a ese Átomos? -preguntó, retrocediendo un paso y alejándose de la camaleona-. ¿De verdad que no recuerdas nada más de él?
– Oiga, era cinco años más joven que yo. En aquella época no me interesaba lo más mínimo.
Carl sonrió con ironía. Cómo cambiaban los intereses con los años.
– ¿Algún rasgo especial? ¿Cicatrices, pelo, dientes? ¿No lo conocía nadie más del pueblo?
– No creo. Llegó de un orfanato de Tisvildeleje.
Después se quedó ensimismada.
– ¿Sabe qué? Creo que el sitio se llamaba Godhavn -añadió, cogiendo la foto enmarcada y ofreciéndosela-. Si promete devolvérmela, puede enseñársela a los que trabajan en el orfanato. Quizá puedan responder a sus preguntas.
El coche estaba aparcado junto a un cruce bajo un sol de justicia, y Carl se puso a reflexionar. Podía ir hacia el norte, a Tisvildeleje, y hablar con la gente de un orfanato para ver si alguien recordaba a un niño al que llamaban Átomos veinte años atrás. O si no podía ir hacia el sur, a Egely, a jugar al pasado con Uffe. Y finalmente podía aparcar el buga al borde de la carretera, poner su actividad mental en punto muerto y echar un par de horas de siesta. Sobre todo lo último era de lo más tentador.
Por otra parte, por desgracia sabía que si no devolvía los muñecos de Playmobil a la estantería de Morten Holland a tiempo, había un riesgo real de perder a su inquilino, y por tanto una parte importante de sus ingresos.
De modo que soltó el freno de mano y torció a la izquierda, hacia el sur.
En Egely era la hora del almuerzo y el aroma a tomillo y salsa de tomate se extendía por el paisaje cuando aparcó el coche. Encontró al encargado sentado junto a una mesa larga de teca en la terraza de su oficina. Igual que la última vez, estaba impecable. Llevaba un sombrero en la cabeza y la servilleta al cuello, y daba cuidadosos bocados a la lasaña que había en un lado del plato. No era de los que vivían para los placeres mundanos. No podía decirse lo mismo de sus colaboradores de la administración y de un par de enfermeras que a diez metros de allí atacaban sus platos repletos en medio de un parloteo incesante.
Lo vieron torcer la esquina y de pronto se hizo el silencio. Se oyó con claridad el volar de los pajarillos retozando entre los matorrales y el tintineo de platos procedente del comedor.
– Buen provecho -comenzó Carl, sentándose junto a la mesa del encargado sin esperar a que lo invitara-. He venido para preguntarle si sabía usted que una vez Uffe Lynggaard, mientras jugaba, había revivido el accidente que lo dejó lisiado. Una asistenta social de Stevns, Karen Mortensen, reparó en ello poco antes de la muerte de Merete Lynggaard. ¿Lo sabía usted?
El encargado asintió con la cabeza lentamente y tomó otro bocado. Carl miró al plato. Por lo visto había que esperar a que terminara su almuerzo antes de que el rey incuestionable de Egely se dignara dirigir la palabra a un miembro de la plebe.
– ¿Consta en el historial de Uffe? -siguió preguntando Carl.
El responsable volvió a asentir en silencio mientras seguía masticando con lentitud.
– ¿Ha vuelto a suceder alguna vez?
El hombre se encogió de hombros.
– ¿Ha sucedido o no ha sucedido?
Entonces sacudió la cabeza.
– Quisiera estar a solas con Uffe. Sólo diez o quince minutos. ¿Es posible?
La pregunta quedó sin respuesta.
Entonces Carl esperó a que el encargado terminara su plato, se limpiara los labios con la servilleta de tela y se pasara la lengua por los dientes. Un trago de agua helada, y levantó la vista.
– No, no puede estar a solas con Uffe -fue la contestación.
– ¿Puede saberse por qué?
El hombre lo miró con desdén.
– Su profesión está bastante alejada de la nuestra, ¿verdad? -repuso, y continuó sin esperar respuesta-. No podemos arriesgarnos a que provoque una regresión en el progreso de Uffe Lynggaard, ésa es la razón.
– ¿Está haciendo algún progreso? No lo sabía.
Notó que una sombra caía sobre la mesa y se volvió hacia la enfermera jefe, que lo saludó amablemente con la cabeza y enseguida suscitó el recuerdo de un trato mejor que el dispensado por el encargado.
– Ya me ocuparé yo -sugirió, mirando con firmeza a su jefe-. De todas formas, tengo que ir de paseo con Uffe. Puedo acompañar a la puerta al señor Mørck.
Era la primera vez que caminaba junto a Uffe Lynggaard, y Uffe era alto. Sus extremidades eran largas y delgadas y tenía un porte que dejaba entrever que siempre estaba inclinado sobre la mesa.
La enfermera lo llevaba de la mano, pero no parecía ser del agrado del joven. Cuando llegaron a la espesura frente al fiordo él soltó la mano y se sentó en la hierba.
– Le gusta mirar a los cormoranes, ¿verdad, Uffe? -le preguntó la enfermera, señalando la colonia de aves prehistóricas posada en grupos de árboles medio marchitos y cubiertos de guano.
– Tengo algo que me gustaría enseñarle a Uffe -dijo Carl.
La enfermera observó con atención las cuatro figuras de Playmobil y su coche correspondiente, que Carl sacó con cuidado de la bolsa de plástico. Era espabilada, Carl ya se dio cuenta la primera vez, pero quizá no tan dispuesta a cooperar como había esperado.
Después se llevó la mano a su insignia de enfermera, probablemente para dar más peso a sus palabras.
– Ya conozco el incidente que describió Karen Mortensen. Creo que no es una buena idea volver a recrearlo.
– ¿Por qué no?
– Usted quiere que reviva el accidente cuando mire a las figuras, ¿verdad? ¿Cree que eso abrirá en él alguna compuerta?
– Sí.
La mujer asintió con la cabeza.
– Me lo imaginaba. Pero, francamente, no sé -dudó, e hizo ademán de levantarse, pero vaciló.
Carl posó la mano con cuidado en el hombro de Uffe y se puso en cuclillas junto a él. Sus ojos brillaban dichosos ante el reflejo de las olas del fiordo, y Carl lo comprendía. Quién no querría desaparecer en aquella tarde de marzo, nítida y azul como nunca.
Entonces colocó el coche de Playmobil sobre la hierba ante Uffe y fue colocando las figuras en los asientos, una a una. Papá y mamá en los delanteros, y el hijo y la hija en el trasero.
La enfermera seguía todos sus movimientos. Puede que tuviera que volver otro día a repetir el experimento, pero ahora al menos quería tratar de convencerla de que no iba a abusar de su confianza. De que la consideraba una aliada.
– Brrrr -imitó en voz baja el sonido del motor, y condujo el coche sobre la hierba delante de Uffe, para gran trastorno de un par de abejas que bailaban entre las flores.
Carl sonrió a Uffe y aplanó el rastro del coche. Era evidente que era lo que más interesaba a Uffe. La hierba aplastada que volvía a enderezarse.
– Vamos a dar un paseo en coche con Merete, papá y mamá, Uffe. Mira, estamos todos. ¡Mira cómo atravesamos el bosque! ¡Qué bien lo estamos pasando!
Dirigió la mirada hacia la mujer vestida de blanco. Estaba tensa, y en las arrugas de su boca se dibujaban sombras de duda. No tenía que dejarse llevar por el entusiasmo. Si gritaba, ella se asustaría. Estaba mucho más metida en el juego que Uffe, que simplemente estaba sentado bizqueando al sol, dejando que el entorno cuidara de sí mismo.
– Cuidado, papá -advirtió Carl con voz de mujer-. Está resbaladizo, puedes derrapar.
Después volvió a empujar el coche.
– Cuidado con el otro coche, está derrapando también. ¡Socorro, chocamos contra él!
Reprodujo el ruido del frenazo y del metal arañando la calzada. Uffe estaba siguiendo el juego. Entonces Carl volcó el coche y las figuras cayeron al suelo.
– ¡Cuidado, Merete! ¡Cuidado, Uffe! -gritó con voz clara, y la enfermera se inclinó sobre él y le puso una mano en el hombro.
– Creo que no… -dijo, sacudiendo la cabeza. Iba a coger a Uffe y hacerlo levantar.
– ¡Pam! -exclamó Carl, dejando que el coche rodara sobre la hierba.
Pero Uffe no reaccionó.
– Creo que está en otro mundo -comentó Carl, indicando con un movimiento de la mano que la representación había concluido. Después continuó-. Tengo una fotografía que me gustaría que viera Uffe, ¿algún problema? Después os dejaré en paz.
– ¿Una foto? -se sorprendió la mujer, mientras Carl sacaba todas las fotografías de su bolsa de plástico. Después colocó las fotos que había pedido prestadas a la hermana de Dennis Knudsen sobre la hierba, mientras ponía frente a los ojos de Uffe el folleto de la empresa de Daniel Hale.
Era evidente que Uffe sentía curiosidad. Igual que un mono en una jaula que tras observar miles de muecas en la gente veía por fin algo nuevo.
– ¿Lo conoces, Uffe? -preguntó, mirándolo a la cara con atención.
La menor contracción podría ser la única señal que recibiera. Si existía una vía de entrada en la torpe mente de Uffe, Carl tenía que esforzarse por encontrarla.
– ¿Estuvo en vuestra casa de Magleby, Uffe? ¿Estuvo allí este hombre entregándoos una carta a ti y a Helle? ¿Lo recuerdas? -insistió, señalando los ojos cristalinos y el pelo rubio de Hale-. ¿Fue él?
Uffe miraba al vacío. Después su mirada descendió un poco hasta tropezar con las fotografías que había sobre la hierba.
Carl siguió su mirada y advirtió que las pupilas de Uffe se contraían de pronto a la vez que despegaba los labios. La reacción fue más que evidente. Tan real y visible como si se le hubiera caído un yunque a los pies.
– ¿Y éste de aquí? ¿Lo has visto antes, Uffe? -añadió sacando rápidamente la foto de Dennis Knudsen de las bodas de plata de sus padres y poniéndola frente a Uffe-. ¿Lo conoces?
Notó que la enfermera se levantaba tras él, pero no le importó. Quería volver a ver las pupilas de Uffe contrayéndose. Era como estar con una llave y saber que encajaba en algún sitio, sin saber dónde.
Pero Uffe alzó la vista, impasible, con la mirada desenfocada.
– Será mejor que lo deje -intervino la enfermera mientras asía con cuidado el hombro de Uffe. A Carl le habrían hecho falta quizá veinte segundos más. Tal vez habría llegado hasta él si hubieran estado solos.
– ¿Ha visto su reacción? -preguntó.
La mujer sacudió la cabeza. Mierda puta.
Carl dejó la foto enmarcada en el suelo, junto a la otra que le habían prestado en Skaevinge.
Entonces Uffe se estremeció. Primero el tronco, donde el pecho se hundió, y después el brazo derecho, que formó un ángulo recto ante el diafragma.
La enfermera trató de sosegarlo, pero Uffe no le hizo caso. Entonces empezó a respirar a espasmos cortos y superficiales. Tanto la enfermera como Carl lo oyeron, y ella se puso a protestar en voz alta. Pero Carl y Uffe estaban unidos en aquel momento. Uffe en su mundo, entrando en el de Carl. Este vio que los ojos de Uffe se agrandaban lentamente. Como el obturador de una cámara antigua, se abrían y absorbían cuanto los rodeaba.
Uffe volvió a bajar la vista, y esta vez Carl la siguió hacia la hierba. Uffe estaba realmente presente.
– O sea que, ¿lo conoces? -insistió Carl, poniendo otra vez la foto de Dennis Knudsen de las bodas de oro de sus padres ante Uffe, pero éste la empujó a un lado como un niño descontento y empezó a emitir unos ruidos que no sonaban como el gimoteo normal de un niño, sino más bien como un asmático a quien le costara respirar. La respiración se hizo casi jadeante, y la enfermera gritó a Carl que se marchara.
Carl volvió a seguir la mirada de Uffe, y esta vez no hubo ninguna duda. Estaba dirigida hacia la otra foto que había llevado Carl. La foto de Dennis Knudsen y su amigo Átomos, que estaba detrás, apoyado en el hombro de Dennis.
– ¿Está mejor si va vestido así? -dijo, apuntando al joven Dennis con traje de piloto de kart.
Pero Uffe miraba al chico que había tras Dennis. Carl nunca había visto los ojos de una persona tan fijos en algo. Era como si el muchacho de la foto se hubiera adueñado de su ser, como si los ojos de una foto vieja quemaran a Uffe como el fuego, a la vez que le insuflaban vida.
De pronto se puso a gritar. Gritó tanto que la enfermera apartó a Carl y acercó a Uffe hacia sí. Gritó tanto que en los edificios de Egely empezaron también a gritar.
Gritó tanto que los cormoranes alzaron el vuelo de los árboles y dejaron el paisaje yermo.