El mismo día
La cola de la autopista E-20 era mucho más larga de lo habitual. Aunque la sirena estaba volviendo loco a Carl dentro del coche, la gente de los demás coches no la oía. Estaban a sus cosas, con la radio del coche a tope, deseando estar muy lejos de allí.
Assad golpeó el salpicadero, cabreado, y los últimos kilómetros hasta la siguiente salida circularon en su mayor parte por el arcén, mientras los coches que los precedían tenían que retirarse para dejarlos pasar.
Cuando finalmente se detuvieron ante la granja, Assad señaló al otro lado de la carretera.
– Ese coche ¿estaba ahí antes? -preguntó.
Carl divisó el coche tras haber recorrido el sendero de gravilla con la mirada hasta llegar a tierra de nadie. Estaba oculto tras unos arbustos unos cien metros más allá. Probablemente la parte delantera del capó de un 4x4 gris metálico.
– No estoy seguro -respondió Carl, tratando en vano de no hacer caso al móvil del bolsillo interior.
Lo sacó de un tirón y miró el número. Era de Jefatura.
– Mørck al aparato -dijo, mirando hacia la granja. Todo estaba como antes. No había señales de pánico o fuga.
Era Lis y parecía satisfecha de sí misma.
– Ya funciona, Carl. Todos los registros han vuelto a funcionar. La señora del Ministerio del Interior ha encontrado el modo de contrarrestar el desbarajuste que ha provocado, y la señora Sørensen ya ha probado con todas las combinaciones posibles del número de registro civil de Lars Henrik Jensen, tal como le pidió Assad. Ha sido un trabajo duro, creo que le debéis un gran ramo de flores, pero ha encontrado al hombre. Efectivamente, tal como suponía Assad, habían cambiado dos de las cifras de su número. Está registrado en Strøhusvej, en Greve -dijo, y le dio el número.
Carl miró las cifras forjadas a mano de la fachada de la granja. En efecto, era el mismo número.
– Muchas gracias, Lis -repuso, tratando de parecer entusiasmado-. Da las gracias a la señora Sørensen. Ha hecho un buen trabajo.
– Pero hay más, Carl.
Carl aspiró profundamente y vio que la mirada sombría de Assad examinaba con detalle la zona que tenían enfrente. Carl lo notaba también. Había algo realmente extraño en la forma en que se había instalado aquella gente. No era nada normal.
– Lars Henrik Jensen no tiene antecedentes penales y es camarero jefe de profesión -siguió parloteando Lis en segundo plano-. Trabaja para la naviera Merconi y navega sobre todo por el Báltico. Acabo de hablar con su empresa, y Lars Henrik Jensen es el responsable del servicio decatering de la mayoría de sus barcos. Dicen que es un buen profesional. Por cierto, todos lo llaman Lasse.
Carl desvió la mirada del patio de la granja que tenía enfrente.
– ¿Tienes el número de su móvil?
– Sólo el de un fijo -contestó Lis. Le dio el número, pero Carl no lo escribió. ¿Para qué iba a servirles? ¿Para llamar y decir que iban a entrar dentro de dos minutos?
– ¿No tiene móvil?
– En esa dirección sólo aparece un tal Hans Jensen.
Vale. Así se llamaba el joven flaco. Escribió su número y volvió a darle las gracias.
– ¿Qué era? -preguntó Assad.
Carl se encogió de hombros y sacó de la guantera el permiso de circulación del coche.
– Nada que no supiéramos ya. ¿Qué…? ¿Nos ponemos en marcha?
El joven flaco abrió la puerta en cuanto llamaron. No dijo nada, sino que los dejó pasar sin más, casi como si los esperasen.
Por lo visto pretendían aparecer como si él y la mujer hubieran estado comiendo con la mayor calma en una mesa con mantel floreado, diez metros más allá. Con toda probabilidad unos raviolis de lata que acababan de abrir. Si los tocaba, seguro que estarían fríos. A él no lo engañaban con gestos para la galería.
– Traemos una orden de registro -comenzó, sacando el permiso de circulación del coche y extendiéndolo ante ellos un breve instante.
El joven se estremeció al verlo.
– ¿Podemos mirar un poco? -preguntó Carl, señalando a Assad los monitores con un gesto de la mano.
– Esa pregunta está de sobra -replicó la mujer. Tenía un vaso de agua en la mano y parecía exhausta. La rebeldía de su mirada se había esfumado, pero no parecía tener miedo alguno; sencillamente, se había resignado.
– Esos monitores ¿para qué los utilizan? -interrogó Carl después de que Assad hubiera registrado el cuarto de baño. Señaló la luz verde que brillaba tras la tela.
– Ah, eso es algo que ha puesto Hans -contestó la mujer-. Vivimos en el campo y se oyen muchas cosas. Decidimos instalar unas cámaras para poder vigilar la zona que rodea la casa.
Carl vio que Assad retiraba la tela y meneaba la cabeza.
– Ninguna tiene imagen, Carl -hizo saber.
– Hans, ¿puedo preguntarte por qué están encendidos los monitores si no están conectados a ninguna parte?
El chico miró a su madre.
– Están siempre encendidos -respondió ella, como si la aclaración fuera necesaria-. La corriente viene de la caja de la acometida.
– De la caja de la acometida, ¡vaya! ¿Y dónde está?
– No lo sé. Eso lo sabe Lasse -repuso la mujer, dirigiéndole una mirada triunfal. El callejón sin salida ya estaba dispuesto. Carl estaba en medio de él, mirando las altas paredes. Eso creía ella.
– En la naviera nos han dicho que en este momento Lasse no está navegando. ¿Dónde está?
La madre sonrió ligeramente.
– Cuando Lasse no está navegando suele tener líos de faldas. No es algo de lo que le hable a su madre, y así tiene que ser.
Su sonrisa se amplió. Los dientes amarillos estaban preparados para morderlo.
– Vamos, Assad -lo llamó Carl-. Aquí no hay nada más que hacer. Vamos a ver los otros edificios.
Su mirada se cruzó brevemente con la de ella al salir por la puerta. La mujer había extendido ya la mano hacia el paquete de cigarrillos que había en la mesa. La sonrisa había desaparecido. Señal de que iban por buen camino.
– Ahora vamos a fijarnos bien en lo que ocurre a nuestro alrededor, Assad. Empezaremos por este edificio -dijo, señalando el que sobresalía por encima de los demás.
– Quédate aquí y vigila por si ocurre algo en los demás edificios, ¿vale?
Assad asintió en silencio.
Cuando Carl se volvió, detrás de él sonó un clic suave pero característico. Se giró hacia Assad y vio que sostenía en la mano una brillante navaja de muelles con una hoja de diez centímetros. Bien utilizada, ponía al contrario en un serio aprieto, y mal utilizada ponía a todos en un aprieto.
– ¿Qué coño haces, Assad? ¿De dónde has sacado eso?
Assad se encogió de hombros.
– Ha sido por arte de magia, Carl. Lo haré desaparecer igual, o sea, te lo prometo.
– No vas a hacer nada.
La sensación de Carl de no haber conocido nada parecido a Assad se estaba afianzando de manera permanente, por lo visto. ¿Un arma completamente ilegal? ¿Cómo diablos se le había ocurrido algo tan demencial?
– Estamos aquí de servicio, Assad, ¿me sigues? Esa navaja no encaja, dámela.
El gesto experimentado con que Assad cerró la navaja en un santiamén era realmente preocupante.
Carl la sopesó en la mano antes de meterla en el bolsillo de la chaqueta bajo la mirada desaprobadora de Assad. Hasta su viejo machete de boy scout pesaba menos.
La espaciosa nave estaba construida sobre un piso de hormigón en el que las heladas y el agua habían abierto grietas. Los agujeros donde debería haber habido ventanas estaban ennegrecidos y los marcos podridos, y las vigas que sujetaban el techo estaban también marcadas por la intemperie. Era un espacio enorme y, aparte de algunos trastos y quince o veinte cubos iguales que los que había visto fuera, estaba totalmente vacío.
Dio una patada a uno de los cubos, que giró como un trompo y difundió hacia él un hedor de podredumbre. Cuando se detuvo, había dibujado alrededor un círculo de fango. Observó el fango. ¿Eran restos de papel higiénico? Sacudió la cabeza. Los cubos habían estado expuestos a la intemperie y a la lluvia. Cualquier cosa tendría ese aspecto y olor si pasaba el tiempo suficiente.
Miró el fondo del cubo e identificó el distintivo de la naviera Merconi estampado en el plástico. Seguramente serían los utilizados para llevar la comida sobrante de los barcos a casa.
Agarró una sólida placa de hierro del montón de trastos, salió y se dirigió con Assad al más lejano de los edificios escalonados.
– Quédate aquí -ordenó, y examinó el candado cuya única llave tenía Lasse, por lo que decían-. Ven a buscarme si observas algo raro.
A continuación metió el hierro plano bajo el herraje del candado. En el viejo coche patrulla solían tener una caja de herramientas con las que podían abrir un candado así de un voleo. Pero ahora tendría que aguantarse y trabajar duro.
Trajinó durante medio minuto, hasta que Assad se volvió hacia él y le quitó discretamente el hierro de la mano.
Dejemos al chaval, pensó Carl.
Pasado un segundo el candado cayó a la gravilla a sus pies.
Un par de instantes después entró en el edificio con tanta atención como sensación interna de derrota.
La estancia era parecida a la vivienda de la madre, pero en lugar de muebles había en medio de la nave una serie de bombonas de soldadura de diversos colores, y también unos cien metros de estanterías metálicas vacías. En el rincón más alejado había apiladas un montón de placas de metal inoxidable junto a una puerta. No había gran cosa más. Observó más detenidamente la puerta. Era imposible que diera al exterior, se habría dado cuenta.
Avanzó y asió la manilla de latón brillante; la puerta estaba cerrada con llave. Miró la cerradura; también allí se veían marcas brillantes debidas al uso reciente.
– ¡Assad, ven aquí! ¡Trae el hierro! -gritó.
– ¿No has dicho, entonces, que tenía que quedarme fuera? -preguntó Assad cuando se presentó ante él.
Carl señaló la puerta.
– Veamos lo que sabes hacer.
Se encontraron con una habitación con fuerte olor a perfume. Cama, mesa, ordenador, espejo de cuerpo entero, moqueta roja, un armario abierto con trajes y dos o tres uniformes, un lavabo con repisa de cristal y numerosas lociones para el afeitado. La cama estaba hecha, los papeles estaban bien ordenados en un montón, nada apuntaba a una persona desequilibrada.
– ¿Por qué crees que tenía la puerta cerrada con llave, Carl? -preguntó Assad mientras levantaba la carpeta de la mesa y miraba debajo. Después se arrodilló y miró bajo la cama.
Carl inspeccionó el resto. Assad tenía razón. Aparentemente no había nada que ocultar. Entonces, ¿por qué cerrar con llave?
– Aquí pasa algo, Carl. Si no, o sea, no habría una cerradura.
Carl asintió con la cabeza y se sumergió en el armario ropero. Volvió a sentir el intenso perfume. Estaba como pegado a la ropa. Golpeó la pared trasera, pero no descubrió nada especial. Mientras tanto Assad había levantado la alfombra y comprobado que no ocultaba ninguna trampilla.
Escudriñaron techo y paredes, y ambos repararon a la vez en el espejo. Estaba tan solitario. La pared en que se apoyaba era blanca y mate.
Carl golpeó la pared con los nudillos. Parecía maciza.
A lo mejor se desengancha, pensó, y asió el espejo, pero estaba bien sujeto. Assad puso la mejilla junto a la pared y miró tras el espejo.
– Creo que cuelga de un gancho al otro lado. Aquí hay una especie de cerradura.
Metió el dedo tras el espejo y corrió con sumo cuidado el pestillo de la cerradura. Después agarró el borde y tiró de él. Toda la estancia pasó como en una panorámica por el espejo cuando éste se deslizó a un lado para desvelar un agujero de la altura de un hombre, profundo y oscuro, abierto en la pared.
La próxima vez que estemos en el frente iré preparado, pensó Carl, y su mirada interior vio la linterna sobre los montones de papel tras el cajón de su escritorio. Metió la mano y buscó a tientas un interruptor y pensó con añoranza en su pistola. Por un momento notó presión en el pecho.
Aspiró profundamente y escuchó. No, joder, no podía haber alguien allí. ¿Cómo iba a poder encerrarse con llave teniendo un candado en la puerta exterior? ¿Podría imaginarse que el hermano o la madre de Lasse Jensen se encargara de encerrarlo en su escondite en caso de que la policía volviera a husmear?
Encontró el interruptor algo más allá y lo accionó, dispuesto a saltar a un lado si hubiera alguien esperándolos. Durante un segundo el escenario que tenían ante sí parpadeó mientras se encendían los tubos fluorescentes.
Todo quedó claro.
Habían dado con la persona adecuada. No cabía la menor duda.
Carl notó que Assad se deslizaba en la habitación tras él, y se acercó a los tablones de anuncios y las gastadas mesas metálicas que había junto a la pared. Se quedó observando varias fotografías de Merete Lynggaard de todas clases. Desde su primera intervención en el atril de oradores hasta su idilio doméstico sobre el césped moteado de hojas de su casa. Momentos de despreocupación captados por alguien que la quería mal.
Dejó caer la mirada sobre una de las mesas de acero y finalmente comprendió de qué forma tan sistemática había avanzado aquel Lasse, alias Lars Henrik Jensen, hacia su objetivo.
En el primer montón estaban todos los papeles de Godhavn. Levantó un papel del montón y vio los expedientes originales de Lars Henrik Jensen. Los que habían desaparecido unos años antes. En algunos de los folios había hecho unos torpes intentos de corregir los números de registro civil. Después había cogido maña y en el folio superior le salió perfecto. Efectivamente, Lasse había manipulado el resto de los papeles de Godhavn, y con eso había ganado tiempo.
Assad señaló el siguiente montón. Era correspondencia entre Lasse y Daniel Hale. Al parecer, Interlab no había recibido aún la totalidad del precio de los edificios que el padre de Lasse había comprado muchos años antes. A principios de 2002 Daniel Hale envió un fax en el que notificaba que iba a interponer una demanda judicial. La suma exigida eran dos millones de coronas. Daniel Hale se arrastró a sí mismo hasta el abismo, pero ¿cómo iba a conocer la fuerza de voluntad de su adversario? Tal vez fuera aquella exigencia la que provocó toda la reacción en cadena en aquel preciso momento.
Carl tomó el papel de encima. Era la copia de un fax que Lasse Jensen había enviado el mismo día en que Hale fue asesinado. Era una notificación y un contrato sin firmar: «Ya tengo el dinero. Podemos firmar y cerrar el trato en mi casa hoy. Mi abogado traerá los papeles necesarios. Envío adjunto el borrador de contrato. Añade tus comentarios o correcciones y trae los papeles contigo», ponía. Sí, todo estaba pensado. Si los papeles no ardían en el incendio, ya se encargaría Lasse de que desaparecieran antes de que llegara la policía y los equipos de salvamento. Carl apuntó la fecha y la hora de la cita. Todo coincidía a la perfección. Hale fue atraído hacia lo que sería su muerte. Dennis Knudsen lo esperaba en la carretera de Kappelev con el pie en el acelerador.
– Y mira, Carl -le mostró Assad, tomando el primer folio del siguiente montón. Era un recorte del diario regional de Frederiksborg, que informaba de la muerte de Dennis Knudsen en la parte inferior de una página. «Muerto de una sobredosis», decía escuetamente.
Otro más para las estadísticas.
Carl examinó las siguientes hojas del montón. No cabía duda de que Lars Henrik Jensen había ofrecido mucho dinero a Dennis Knudsen por provocar el accidente. Tampoco había duda de que fue el hermano de Lasse, Hans, quien salió a la carretera delante del coche de Daniel Hale y lo obligó a invadir la calzada contraria. Todo como estaba convenido, excepto que Lasse nunca pagó a Dennis lo que le había prometido, y Dennis se enfadó.
Una carta de Dennis Knudsen, sorprendentemente bien escrita, daba a Lasse el ultimátum: o pagaba las trescientas mil coronas o Dennis lo machacaría en alguna carretera un día que Lasse nunca sabría cuándo llegaría.
Carl pensó en la hermana de Dennis. Desde luego, el hermanito pequeño por quien guardaba duelo se las traía.
Miró los tablones de anuncios y tuvo una visión general de los estragos causados por el tiempo en la vida de Lasse Jensen. El accidente de coche, el rechazo de la compañía de seguros. Un rechazo a la solicitud de ayuda que enviaron a la Fundación Lynggaard. Los motivos iban juntándose y se veían con más claridad que antes.
– ¿Crees que se ha vuelto loco de la cabeza por todo eso? -preguntó Assad, extendiéndole un objeto.
Carl frunció las cejas.
– No quiero ni pensarlo, Assad.
Examinó el objeto que le había pasado Assad. Era un pequeño móvil Nokia compacto. Rojo, nuevo y deslumbrante. Detrás estaba escrito «Sanne Jonsson» con pequeñas mayúsculas torcidas y un corazoncito encima. ¿Qué diría la chica cuando supiera que aún existía?
– Tenemos todo aquí -le dijo a Assad, señalando con la cabeza las fotos de la madre de Lasse en la cama del hospital, llorando. Fotografías de los edificios de Godhavn y de un hombre, bajo el cual estaba escrito con trazo grueso «Padre adoptivo Satanás». Viejísimos recortes de periódico que elogiaban HJ Industries y también al padre de Lasse Jensen por el extraordinario trabajo pionero llevado a cabo en la industria danesa de precisión. Había por lo menos diez fotos detalladas del transbordador de Schleswig-Holstein, con horarios, mediciones de distancias y el número de escalones hasta la cubierta de coches. Había también un esquema horario a dos columnas. Una para Lasse, una para su hermano. Así que habían sido dos los autores.
– ¿Qué significa eso? -quiso saber Assad, señalando los números.
Carl no estaba seguro.
– Podría significar que la secuestraron y la mataron en otro lugar. Me temo que podría ser la explicación de todo.
– Y eso, ¿qué significa, entonces? -continuó Assad, señalando la última mesa metálica, donde había varios cuadernos de anillas y una serie de planos técnicos en sección.
Carl tomó el primer cuaderno de anillas. Estaba dividido con separadores de plástico de colores, y en la primera sección ponía «Manual de submarinismo. Escuela de Armas de la Marina de Guerra, agosto de 1985». Hojeó el cuaderno y leyó los titulares: fisiología del buceador, esquemas de válvulas, tablas de descompresión superficial, tablas de tratamiento de oxígeno, Ley de Boyle, Ley de Dalton.
Un auténtico galimatías.
– Un camarero jefe ¿tiene que saber de submarinismo, Carl? -preguntó Assad.
Carl sacudió la cabeza.
– Puede que no sea más que un hobby.
Hojeó en el montón de papeles y encontró un borrador de manual escrito pulcramente con letra cursiva: «Instrucciones para pruebas de presión de contenedores, por Henrik Jensen, HJ Industries, 10/11/1986».
– ¿Puedes leer esto, Carl? -se sorprendió Assad con los ojos pegados al texto. Estaba claro que él no era capaz.
En la primera página había varios diagramas y esquemas de la disposición de las tuberías. Al parecer, se trataba de instrucciones para efectuar cambios en unas instalaciones existentes, probablemente lo que HJ Industries recibió de Interlab al comprar los edificios. Repasó lo mejor que pudo la hoja escrita a mano, y se fijó en las palabras «cámara de descompresión» y «encerrar».
Levantó la cabeza y vio un primer plano de Merete Lynggaard, fijado en el tablón de anuncios encima del montón de papeles. Las palabras «cámara de descompresión» volvieron a resonar en su cabeza.
Sintió un escalofrío al pensarlo. ¿Sería posible? La idea era demasiado espantosa y le provocó un sudor repentino.
– ¿Qué ocurre, Carl? -quiso saber Assad.
– Sal fuera a vigilar el patio. Ahora mismo, Assad.
Su compañero iba a repetir la pregunta cuando Carl se volvió una vez más hacia la última pila de papeles.
– Venga, Assad, y anda con cuidado. Llévate esto -dijo, dándole el hierro con el que habían roto el candado.
Hojeó los papeles rápidamente. Había muchos cálculos matemáticos, la mayoría escritos con letra de Henrik Jensen, aunque también con otras. Pero no había nada que se pareciese a lo que buscaba.
Una vez más observó la foto muy bien enfocada de Merete Lynggaard. Probablemente estaba hecha desde muy cerca, pero no debía de haberse dado cuenta, porque tenía la mirada desviada hacia un lado. Sus ojos tenían una expresión singular. Algo pizpireto y vivaracho que de alguna forma se transmitía al observador. Carl estaba seguro de que Lasse Jensen no la había colgado por eso. Más bien al contrario. Había muchos agujeros en el borde de la foto. Seguramente la habían quitado y puesto muchas veces.
Retiró uno a uno los cuatro alfileres que la sujetaban al tablón, tomó la fotografía en sus manos y le dio la vuelta. Lo que estaba escrito en el reverso era obra de un loco. Lo leyó varias veces.
«Esos ojos repugnantes saldrán de sus órbitas. Tu ridícula sonrisa se ahogará en sangre. Tu pelo se ajará y tu cerebro se desintegrará. Tus dientes se pudrirán. Nadie te recordará más que por lo que eres: una furcia, una zorra, una cabrona, una puta asesina. Como tal has de morir, Merete Lynggaard».
Y debajo, añadido en mayúsculas:
6/7/2002: 2 ATMÓSFERAS
6/7/2003: 3 ATMÓSFERAS
6/7/2004: 4 ATMÓSFERAS
6/7/2005: 5 ATMÓSFERAS
6/7/2006: 6 ATMÓSFERAS
15/5/2007: 1 ATMÓSFERA
Carl miró por encima del hombro. Era como si las paredes se contrajeran a su alrededor. Se llevó la mano a la frente y se quedó pensando muy concentrado. La tenían ellos, de eso estaba seguro. Ella estaba cerca. Allí ponía que iban a matarla dentro de cinco semanas, el 15 de mayo, pero era probable que la hubieran matado ya. Le dio la impresión de que él y Assad lo habían provocado. Y había ocurrido allí cerca. Con toda seguridad.
¿Qué hago? ¿Quién sabe algo?, pensó, rebuscando en su memoria.
Cogió su móvil y tecleó el número de Kurt Hansen, su viejo compañero que había terminado en el Parlamento con el Partido de la Derecha.
Removió inquieto los pies mientras sonaban los tonos. El tiempo estaba riéndose de ellos, lo percibió con total claridad.
Un segundo antes de apagar el teléfono, la voz característica de Kurt Hansen se anunció con un carraspeo.
Carl le pidió que estuviera callado, simplemente que escuchara y pensara con rapidez. Nada de preguntas, sólo respuestas.
– ¿Que qué pasa si se somete a una persona a una presión de seis atmósferas durante cinco años y después se baja a una de repente? -preguntó Kurt-. Vaya pregunta más extraña. Una situación así es muy poco probable, ¿no?
– Tú responde. Eres el único que conozco que sabe algo de esas cosas. No conozco a nadie más que tenga un certificado de buceador profesional. Dime qué ocurre en ese caso.
– Pues que te mueres.
– Ya, pero ¿en cuánto tiempo?
– No tengo ni idea, pero desde luego no es nada agradable.
– ¿Por qué?
– Porque revientas por dentro. Los alvéolos hacen reventar los pulmones. El nitrógeno de los huesos desgarra el tejido, los órganos, todo el cuerpo se dilata, porque hay aire por todo el cuerpo. Trombosis, hemorragia cerebral, hemorragias generalizadas, incluso…
Carl lo interrumpió.
– ¿Quién puede ayudar en esa situación?
Kurt Hansen volvió a carraspear. Tal vez no lo supiera.
– ¿Es una situación real, Carl? -añadió después.
– Me temo que sí.
– Entonces llama a Holmen. Tienen una cámara de descompresión móvil. Una Duocom de Dräger -dijo. Le dio el número de teléfono y Carl le dio las gracias.
Fue cuestión de un momento poner en antecedentes de la situación a la gente de la Marina de Guerra.
– Daos prisa, es muy importante -suplicó Carl-. Tenéis que traer taladros y cosas así. No sé qué obstáculos vais a encontrar. Y avisad a Jefatura. Necesito refuerzos.
– Creo que me hago cargo de la situación -lo tranquilizó la voz.