Si sólo te guiabas por el olfato y el oído, era difícil distinguir entre el sótano de Jefatura y las bulliciosas callejuelas de El Cairo cuando el lunes por la mañana Carl acudió al trabajo. El venerable edificio jamás había atufado en tal medida a comida y especias exóticas, y aquellas paredes jamás de los jamases habían oído tan extrañas melodías. Una del personal administrativo, que acababa de bajar a los archivos, miró furiosa a Carl cuando pasó junto a él con una pila de expedientes. Su mirada decía que dentro de diez minutos todo el edificio sabría que había un descontrol absoluto en el sótano.
La explicación la encontró en el minúsculo despacho de Assad, donde un mar de pequeños buñuelos y pedazos de papel de aluminio con ajo picado, unas cositas verdes y arroz amarillo adornaban los platos de su escritorio. No era extraño que provocara algún que otro arqueo de cejas.
– ¿Qué es esto, Assad? -gritó, apagando los sones orientales procedentes del radiocasete, pero Assad se limitó a sonreír. Estaba claro que no se daba cuenta de la brecha cultural que estaba abriéndose en la profundidad de los sólidos cimientos de Jefatura.
Carl se dejó caer pesadamente en su silla frente a su ayudante.
– Huele muy bien, Assad, pero esto es la Jefatura de Policía. No un puesto de comida libanesa de Vanlose.
– Toma, Carl, y enhorabuena, señor comisario, podría decirse -lo felicitó su asistente, ofreciéndole un triángulo de algo que parecía hojaldre-. Los ha hecho mi mujer. Mis hijas han recortado el papel.
Carl siguió el movimiento de su brazo mostrando el local y reparó en el brillante papel de seda de colores que adornaba las estanterías y las lámparas del techo.
No era una situación nada fácil.
– Ayer también le llevé algo a Hardy, o sea. Ya le he leído casi todos los informes, Carl.
– No me digas -repuso, imaginándose a las enfermeras alimentando a Hardy con pinchos morunos-. ¿Fuiste a saludarlo en tu día libre?
– Está pensando en el caso, Carl. Es un tío majo.
Carl asintió con la cabeza y tomó un bocado. Mañana mismo tenía que ir a la clínica.
– Te he puesto sobre el escritorio los papeles del accidente de coche. Si quieres, o sea, puedo hablar un poco de lo que he leído.
Carl volvió a asentir. De seguir así, aquel tipo iba a escribir también el informe antes de que terminaran con el caso.
En otros lugares del país el día de Nochebuena de 1986 hizo hasta seis grados sobre cero, pero en Selandia no tuvieron tanta suerte, y el tráfico se cobró la vida de diez personas. Cinco de ellas en Tibirke, al atravesar un bosque por una carretera secundaria, y dos de ellas eran los padres de Merete y Uffe Lynggaard.
Acababan de adelantar a un Ford Sierra en un tramo de la carretera donde el viento había depositado una capa de cristales de hielo, y el coche derrapó. Nadie fue declarado responsable y nadie pidió indemnizaciones. Fue un simple accidente, aunque el desenlace fue cualquier cosa menos simple.
El coche al que adelantaban golpeó un árbol y aún seguía ardiendo cuando llegaron los bomberos, mientras que el coche de los padres de Merete se quedó panza arriba a cincuenta metros de allí. La madre de Merete salió despedida por el parabrisas y yacía entre la maleza, desnucada. Su padre no tuvo tanta fortuna. Tardó diez minutos en morir con la mitad del bloque del motor incrustado en el vientre y el pecho atravesado por la punta de una rama de abeto. Se pensaba que Uffe había estado consciente todo el tiempo, porque cuando los sacaron empleando un cortafrío él siguió el espectáculo con ojos abiertos y asustados. Nunca soltó la mano de su hermana, tampoco cuando la arrastraron a la calzada para suministrarle los primeros auxilios. No la soltó ni un momento.
El atestado policial fue bastante breve y simple, no así las informaciones de prensa: el material era demasiado bueno.
En el otro coche murieron en el acto una niña y el padre. Las circunstancias fueron trágicas, pues solamente el hijo mayor salió más o menos ileso. La madre estaba a punto de dar a luz, y se dirigían al hospital. Mientras los bomberos trataban de controlar el fuego bajo el capó, la madre alumbró mellizos, con la cabeza apoyada en el cadáver de su marido y las piernas retorcidas bajo el asiento. A pesar de los denodados esfuerzos por cortar a tiempo el cordón umbilical, uno de los recién nacidos falleció, y los periódicos tuvieron una primera plana potente para el segundo día de Navidad.
Assad le mostró tanto los diarios locales como los periódicos nacionales, todos se habían dado cuenta del valor de la noticia. Las imágenes eran espantosas. El coche empotrado en el árbol y la calzada desgarrada, la madre parturienta camino de la ambulancia con un chico a su lado, llorando, Merete Lynggaard en medio de la calzada en una camilla con una mascarilla de oxígeno en la cabeza y Uffe, sentado sobre la fina capa de nieve, con ojos asustados y agarrado con fuerza de la mano de su hermana mayor inconsciente.
– Toma -dijo Assad, sacando dos páginas de la revista Gossip de la carpeta que había ido a buscar al escritorio de Carl-. Lis ha comprobado que los periódicos también usaron varias de estas imágenes cuando Merete Lynggaard entró en el Parlamento.
En suma, que el fotógrafo que casualmente se encontraba en el bosquecillo de Tibirke aquella tarde sacó sus buenas perras de una exposición de unas pocas centésimas de segundo. Fue también él quien inmortalizó el entierro de los padres de Merete, y esta vez en color. Nítidas fotos de prensa, bien encuadradas, de la joven Merete Lynggaard asiendo de la mano a su hermano petrificado mientras depositaban las urnas con las cenizas en el Cementerio del Oeste. Para el otro sepelio no hubo imágenes. Transcurrió en el más profundo silencio.
– ¿Qué cojones pasa aquí? -bramó una voz-. ¿Sois vosotros la causa de que arriba huela como en navidades?
Era Sigurd Harms, uno de los agentes del primer piso. Se quedó mirando asombrado a la orgía de colores que colgaba de las lámparas.
– Toma, Sigurd olfato-fino -le ofreció Carl, pasándole uno de los rollos de hojaldre más picantes-. Ya verás en Semana Santa. Pensamos encender varillas de incienso.
Había llegado un recado de arriba diciendo que el jefe de Homicidios quería ver a Carl en su despacho antes del almuerzo, y Marcus Jacobsen tenía un aspecto sombrío y concentrado en la lectura de los informes que tenía delante cuando pidió a Carl que se sentara.
Carl iba a pedir perdón en nombre de Assad. Decir que la fritanga del sótano ya había terminado, que controlaba la situación. Pero antes de llegar a decirlo entraron dos de los nuevos investigadores y se colocaron junto a la pared.
Les dedicó una sonrisa irónica. No creía que hubieran entrado para detenerlo a causa de un par de samosas, o como se llamaran aquellos chismes de hojaldre picantes. Cuando Lars Bjørn y el subcomisario Terje Ploug, que había asumido el caso de la pistola clavadora, irrumpieron en la estancia, el jefe de Homicidios cerró la carpeta y se dirigió directamente a Carl.
– Te he hecho subir porque esta mañana se han producido dos asesinatos más -dijo-. Han encontrado a dos jóvenes asesinados en un taller mecánico de las afueras de Sorø.
Sorø, pensó Carl. No era su jurisdicción.
– Han encontrado a ambos con un clavo de noventa milímetros de una pistola clavadora Paslode en el cráneo. Te suena, ¿verdad?
Carl volvió la cabeza hacia la ventana y fijó la mirada en una bandada de pájaros migratorios que volaban hacia los edificios de enfrente. En aquel momento su jefe lo miraba intensamente, se daba cuenta, pero así no iba a conseguir nada de él. Lo sucedido la víspera en Sorø no tenía por qué guardar relación con el asunto de Amager. Hoy en día hasta en las series de la tele se usaban pistolas clavadoras como arma asesina.
– Sigue tú, Terje -oyó decir a Marcus Jacobsen muy lejos.
– Bueno, estamos bastante seguros de que son las mismas personas que asesinaron a Georg Madsen en el barracón de Amager.
– ¿Y por qué estáis tan seguros? -preguntó Carl girando la cabeza hacia él.
– Georg Madsen era tío de uno de los asesinados en Sorø.
Carl volvió a mirar a las aves de paso.
– Una de las personas que, según todo parece indicar, estaba en el lugar de los hechos en el momento de los asesinatos ha hecho una descripción. Por eso el inspector Stoltz y los chicos de Sorø piden que vayas allí hoy, para poder comparar esa descripción con la tuya.
– Pero si no vi nada. Estaba inconsciente.
Terje Ploug dirigió a Carl una mirada que a éste no le gustó. Si alguien había leído el atestado en profundidad, tenía que ser él. Entonces, ¿a qué venían aquellas preguntas tan tontas? ¿Acaso no mantuvo Carl una y otra vez que había estado inconsciente desde el instante en que recibió un disparo en la sien hasta que le aplicaron el gotero en el hospital? ¿No lo creían? ¿Qué pruebas podían tener?
– En el atestado pone que viste una camisa roja a cuadros antes de que empezaran los disparos.
¿La camisa? ¿Se trataba solamente de eso?
– O sea, ¿que tengo que identificar una camisa? -respondió-. Porque si es así, creo que basta con enviar por correo electrónico una foto de la camisa.
– Tienen su propio plan, Carl -terció Marcus-. Es por el interés de todos que vayas allí. También por el tuyo propio.
– Pues no me apetece mucho -repuso, mirando el reloj-. Además, ya es muy tarde.
– No te apetece mucho. Dime, Carl, ¿cuándo tienes hora con la psicóloga?
Carl puso los labios en punta. ¿Era necesario que lo anunciara a bombo y platillo a todo el departamento?
– Mañana.
– Entonces creo que tienes que coger el coche e ir a Sorø, para que mañana, cuando veas a Mona Ibsen, tengas fresco el recuerdo de tu reacción -declaró sonriendo superficialmente, y tomó la primera carpeta del montón más alto de la mesa-. Y, por cierto, aquí tienes una copia de los papeles que nos han enviado de la Dirección de Extranjería en relación con Hafez el-Assad. ¡Toma!
Era Assad quien conducía. Había tomado algunos de los rollos y triángulos picantes para el almuerzo y corría a toda pastilla por la autopista E-20. Detrás del volante era un hombre satisfecho y contento, cosa que corroboraba su rostro sonriente moviéndose de lado a lado al ritmo de cualquier cosa que pusieran en la radio.
– He conseguido tus papeles de la Dirección de Extranjería, Assad, pero todavía no los he leído -comenzó-. ¿Por qué no me cuentas qué pone en ellos?
Su chófer lo miró un momento con atención mientras adelantaban zumbando a un camión con remolque.
– ¿Mi fecha de nacimiento, de dónde vengo y qué hacía allí? ¿Te refieres a eso?
– ¿Por qué te han dado permiso de residencia permanente, Assad? ¿También pone eso?
Assad asintió en silencio.
– Carl, si vuelvo me matarán, así de sencillo. El Gobierno de Siria no está muy contento conmigo, ¿sabes?
– ¿Por qué?
– No pensamos igual, y eso es suficiente.
– ¿Para qué?
– Siria es un país grande. La gente desaparece.
– Vale. ¿Estás seguro de que si vuelves van a matarte?
– Así es, Carl.
– ¿Trabajabas para los americanos?
Assad volvió la cabeza de repente.
– ¿Por qué lo dices?
Carl desvió la mirada.
– Ni idea, Assad. Preguntaba, sin más.
La última vez que estuvo en la vieja comisaría de Sorø, en Storgade, pertenecía al distrito 16, a la policía de Ringsted. Ahora, en cambio, estaba adscrita al distrito policial de Selandia Meridional y Lolland-Falster, pero los ladrillos seguían siendo rojos, los caretos tras los escritorios los mismos y las tareas igual de numerosas. Qué conseguían trasladando a la gente de un sitio a otro era una pregunta para ¿Quién quiere ser millonario?
Pensaba que alguno de la Brigada Criminal le pediría una descripción más de la camisa de cuadros grandes. Pero no, no eran tan primitivos. Cuatro hombres lo esperaban en un despacho del tamaño del de Assad con una expresión en la cara como si cada uno de ellos hubiera perdido a algún miembro de su familia durante los violentos sucesos de la noche.
– Jørgensen -se presentó uno de ellos tendiéndole la mano. Estaba helada. Seguro que era el mismo Jørgensen que horas antes había mirado a los ojos a un par de tipos a quienes habían quitado la vida con clavos de la pistola de gas. Si así fuera, seguro que aquella noche no había pegado ojo.
– ¿Quieres ver el lugar del crimen? -preguntó uno de ellos.
– ¿Es necesario?
– No es exactamente igual al de Amager. Los mataron en el taller mecánico. A uno en la nave y al otro en el despacho. Los clavos están disparados a quemarropa, porque estaban clavados hasta el fondo. Había que mirar bien para verlos.
Uno de los otros le tendió un par de fotografías de tamaño folio. Era verdad. Se veía justo la cabeza del clavo en el cuero cabelludo, ni siquiera había mucha sangre.
– Se ve que los dos estaban trabajando. Manos sucias y vestidos con monos.
– ¿Faltaba algo?
– Nasti de plasti.
Hacía años que Carl no oía la expresión.
– ¿En qué estaban trabajando? ¿No era de noche? ¿Trabajo clandestino, o qué?
Los policías cruzaron sus miradas. Por lo visto era un problema que aún no habían resuelto.
– Había pisadas de cientos de zapatos. Creo que no limpiaban nunca el taller -intervino Jørgensen. Desde luego, no le estaba resultando nada fácil. Después asió la punta de un paño que había sobre la mesa-.Ahora observa esto con atención, Carl. Y no digas nada hasta estar completamente seguro.
Entonces retiró el paño y dejó a la vista cuatro camisas rojas con grandes cuadros negros, puestas una junto a la otra como si fueran cuatro leñadores echando la siesta en el bosque.
– ¿Hay alguna aquí que se parezca a la que tú viste en el lugar del crimen de Amager?
Aquello era el careo más extraño de su vida. La pregunta era cuál de las camisas lo hizo. Casi era un chiste. Las camisas nunca habían sido su especialidad. No reconocía ni las suyas.
– Ya sé que es difícil después de tanto tiempo, Carl -reconoció Jørgensen, cansado-. Pero nos ayudarías mucho si hicieras un esfuerzo.
– ¿Por qué coño pensáis que los asesinos van vestidos con la misma ropa varios meses después? Los campesinos también cambiáis de trapos de vez en cuando, ¿no?
El otro no le hizo caso.
– No hay que descartar nada.
– ¿Y cómo podéis estar seguros de que el testigo que vio a los supuestos asesinos a distancia, y además de noche, puede recordar una camisa roja a cuadros con tal exactitud que podéis usarlo como punto de partida? ¡Estas camisas se parecen como dos gotas de agua! Sí que son diferentes, pero seguro que hay miles de otras parecidas.
– El hombre que los vio trabaja en una tienda de ropa. Lo creemos. Fue muy preciso al dibujar la camisa.
– ¿Dibujó también al hombre que la llevaba puesta? Habría sido mejor, ¿no?
– Pues sí que lo dibujó. No estaba mal, pero tampoco muy bien. De todas formas, es más difícil dibujar una persona que una camisa, ¿verdad?
Carl observó el retrato que pusieron encima de las camisas. Un tío de lo más normal. A falta de más datos, bien podría ser un vendedor de fotocopiadoras de Slagelse. Gafas redondas, bien afeitado, mirada candida y una expresión de adolescente en el rostro.
– No lo reconozco. ¿Cuánto dice el testigo que medía?
– Por lo menos uno ochenta y cinco, puede que más.
Después retiraron el dibujo y señalaron las camisas. Examinó con minuciosidad cada una de ellas. A primera vista parecían condenadamente idénticas.
Luego cerró los ojos y trató de visualizar la camisa.
– ¿Qué ha pasado, entonces? -preguntó Assad de regreso a Copenhague.
– Nada. Para mí todas las camisas eran iguales. Ya no recuerdo la puta camisa con tanta exactitud.
– Entonces, o sea, ¿te llevas a casa una foto de ellas?
Carl no le respondió. Su mente estaba muy lejos. En aquel momento estaba viendo ante sí a Anker, muerto en el suelo a su lado, y a Hardy encima de él, jadeando. Tenía que haber disparado inmediatamente, cojones. Tenía que haberse vuelto cuando oyó que entraban hombres en el barracón, de haberlo hecho no habría ocurrido. Anker estaría vivo, conduciendo el coche en lugar de aquel ser extraño llamado Assad. ¡Y Hardy! Hardy no se habría quedado encadenado a una cama para el resto de su vida, joder.
– ¿No te podían, o sea, enviar unas fotografías para empezar, Carl?
Miró a su chófer. A veces podía lucir una expresión diabólicamente candorosa bajo sus gruesas cejas.
– Sí, Assad. Claro que podían.
Levantó la mirada hacia los paneles de la autopista. Sólo faltaba un par de kilómetros para llegar a Tåstrup.
– Sal aquí -dijo.
– ¿Por qué? -preguntó Assad mientras el coche cruzaba la línea continua sobre dos ruedas.
– Porque quiero ver el lugar donde murió Daniel Hale.
– ¿Quién?
– El tío que andaba detrás de Merete Lynggaard.
– ¿Cómo es que sabes eso?
– Me lo contó Bak. Hale murió en accidente de coche. Tengo aquí el atestado de Tráfico.
Assad silbó suavemente, como si los accidentes de coche mortales estuvieran reservados a los que tenían muy mala suerte.
Carl se fijó en el velocímetro. Assad debería quizá tratar de soltar un poco el acelerador, si no querían entrar en las estadísticas.
Aunque habían transcurrido cinco años desde que Daniel Hale perdiera la vida en la carretera de Kappelev, aún quedaban huellas del accidente. El edificio contra el que se empotró lo habían reparado de mala manera, y la mayor parte del tizne lo había lavado la lluvia, pero por lo que veía Carl el grueso del dinero del seguro debió de dedicarse a otra cosa.
Miró a la carretera. Era un tramo abierto bastante largo. Fue una condenada mala suerte que el hombre se incrustara contra el feo edificio. Diez metros antes o después el coche se habría abalanzado sobre los campos.
– Bastante mala suerte. ¿No te parece, Carl?
– Muy mala suerte, carajo.
Assad dio una patada al tocón que aún quedaba ante los arañazos del muro.
– ¿Dio contra el árbol, y el árbol se tronchó como un palillo, y después golpeó el muro y el coche empezó a arder?
Carl asintió en silencio y se volvió. Sabía que algo más allá había una carretera secundaria. Por lo que recordaba del atestado de Tráfico, el otro coche había salido de aquella carretera.
Señaló hacia el norte.
– Daniel Hale venía con su Citroën desde Tåstrup y, según el otro conductor y las mediciones, chocaron exactamente ahí -declaró, señalando un punto de la mediana-. Puede que Hale se durmiera. El caso es que invadió la otra calzada y chocó con el segundo vehículo, tras lo cual el coche de Hale rebotó y se fue directo contra el árbol y la casa. Todo sucedió en una fracción de segundo.
– ¿Qué le pasó al conductor del otro coche?
– Pues aterrizó ahí -respondió Carl, señalando un extenso campo que la UE había dejado en barbecho años atrás.
Assad silbó para sí.
– ¿Y a él no le pasó nada, entonces?
– No. Conducía uno de esos monstruos con tracción en las cuatro ruedas. Estamos en el campo, Assad.
Su compañero parecía estar totalmente de acuerdo.
– En Siria también hay un montón de 4x4 -añadió después.
Carl asintió con la cabeza, pero no estaba atendiendo.
– Es extraño, ¿no, Assad? -dijo luego.
– ¿Qué? ¿Que chocara contra la casa?
– Que muriera al día siguiente de la desaparición de Merete Lynggaard. Un tío al que Merete acababa de conocer y que tal vez estuviera enamorado de ella. Muy extraño.
– ¿Crees que puede haber sido un suicidio? ¿Porque estaba triste tras la desaparición de ella en el mar? -el rostro de Assad se transformó un poco mientras lo miraba-. Puede que se suicidara porque había matado a Merete Lynggaard. Peores cosas se han oído, Carl.
– ¿Suicidio? No, entonces habría chocado contra la casa directamente. No, desde luego que no fue un suicidio. Además, no podía haberla matado. Estaba en un avión cuando Merete Lynggaard desapareció.
– De acuerdo -dijo Assad, volviendo a tocar los rasponazos del muro-. Entonces tampoco pudo ser el que entregó una carta en la que ponía «Buen viaje a Berlín», ¿verdad?
Carl asintió con la cabeza y miró hacia el sol, que se disponía a aterrizar por el oeste.
– No, no pudo ser él.
– Entonces, ¿qué hacemos aquí, Carl?
– ¿Que qué hacemos? -repuso, mirando fijamente a los campos, donde las primeras malas hierbas de la primavera empezaban a crecer-. Enseguida te lo digo, Assad. Vamos a investigar. Eso es lo que vamos a hacer.