Capítulo 13

2007

Tras el fin de semana, Carl encontró una nota del subinspector sobre el teclado del ordenador:

«He informado a Bak que has retomado el caso de Merete Lynggaard. Bak llevó el caso con la Brigada Móvil en la fase final de la investigación, así que ya sabe algo. En este momento está inmerso en el asesinato del ciclista, pero está dispuesto, tan pronto como pueda, a hablar contigo».

Firmado: Lars Bjørn.

Carl dio un bufido. «Tan pronto como pueda». ¿Quién se pensaba Bak que era, San Dios? Farisaico, presuntuoso, arrogante. Burócrata y alumno modelo a la vez. Seguro que su mujer tenía que rellenar impresos por triplicado antes de poder exigir alguna caricia exótica en los bajos.

O sea que Bak había investigado un caso que no se había resuelto. Fantástico. Casi le daban ganas de ponerse a trabajar.

Cogió el expediente de la mesa y pidió a Assad que le hiciera un café.

– No tan fuerte como el de ayer, Assad -le rogó, pensando en la distancia hasta el servicio.


El caso Lynggaard era sin duda el expediente más complejo y enrevesado que había visto Carl en su vida. Había copias de todo, desde informes sobre la situación de su hermano Uffe hasta transcripciones de interrogatorios, recortes de semanarios y revistas del corazón, un par de cintas de vídeo con entrevistas a Merete Lynggaard y transcripciones detalladas de testimonios de colegas y pasajeros del barco que habían visto a los dos hermanos en cubierta. Había fotos de dicha cubierta, de la borda y de la altura que había hasta el agua. Había análisis de huellas dactilares del lugar donde desapareció. Había direcciones de innumerables pasajeros que habían sacado fotografías a bordo del transbordador de la Scanlines; había incluso una copia del cuaderno de bitácora del barco, donde constaba cómo reaccionó el capitán ante la situación. Pero no había nada que hiciera avanzar a Carl.

Tengo que ver esas cintas de vídeo, pensó después de hojear el expediente, y miró resignado su reproductor de DVD.

– Assad, tengo un encargo para ti -dijo cuando su subalterno volvió con el café humeante-. Subes al Departamento de Homicidios, en el segundo piso, pasas las puertas verdes y sigues por los pasillos rojos hasta que llegas a un ensanchamiento donde…

Assad le tendió la taza de café, que incluso a distancia olía a serios problemas para el estómago.

– ¿Ensanchamiento? -preguntó, frunciendo el ceño.

– Sí, hombre. El pasillo rojo se ensancha un poco. Allí dirígete a una mujer rubia. Se llama Lis. Es maja. Dile que tienes que llevar un magnetoscopio al sótano para Carl Mørck. Somos buenos amigos, ella y yo -aclaró Carl, guiñándole un ojo a Assad, que le devolvió el guiño-. Pero si sólo está la morena, entonces vuelve a bajar.

Assad asintió con la cabeza.

– ¡Y acuérdate de traer el euroconector! -gritó cuando Assad se alejó arrastrando los pies por el pasillo iluminado de neón.


– Estaba la morena -declaró Assad cuando volvió-. Me ha dado dos magnetoscopios y me ha dicho que ya no les hacían falta.

Lucía una amplia sonrisa.

– Era guapa también.

Carl sacudió la cabeza. Debía de haber habido cambios de personal.

El primer vídeo era de un telediario del 20 de diciembre de 2001, en el que Merete Lynggaard hablaba de un congreso informal sobre cuestiones sanitarias y climáticas celebrado en Londres en el que había participado. La entrevista se centraba en el debate que mantuvo con el senador Bruce Jansen acerca de la posición de Estados Unidos respecto a los trabajos de la OMS y el protocolo de Kioto, lo que en su opinión daba pie al optimismo de cara al futuro. ¿Sería fácil de embaucar?, pensó Carl. Pero aparte de aquella ingenuidad, debida sin duda a la edad, Merete Lynggaard actuaba por lo demás con sobriedad, objetividad y precisión, y eclipsaba totalmente a la recién nombrada ministra de Interior y Sanidad, que estaba junto a ella y parecía una parodia de una profesora de instituto de una película de los sesenta.

– Una señora muy guapa -comentó Assad desde la puerta.

El segundo vídeo era del 21 de enero de 2002, cuando Merete Lynggaard, en nombre del portavoz de Medio Ambiente de su partido, se pronunció sobre la denuncia del petulante ecoescéptico Bjarke Ørnfelt ante la Comisión de Falta de Honradez Científica.

Vaya nombre para una comisión, pensó Carl. Era increíble que pudiera haber en Dinamarca algo que sonara tan kafkiano.

Esta vez era una Merete Lynggaard totalmente distinta la que aparecía en pantalla. Más cercana, menos política.

– Aquí está verdaderamente preciosa -dijo Assad.

Carl lo miró. Era evidente que la importancia del aspecto físico de una mujer era un parámetro especialmente valioso en la vida del hombrecillo. Pero Carl pensó que Assad tenía razón. En aquella entrevista la rodeaba un aura muy especial. Poseía mucho de ese increíble atractivo que casi todas las mujeres son capaces de desplegar a su alrededor cuando están realmente a gusto. Muy revelador, pero también desconcertante.

– ¿Estaba embarazada, entonces? -preguntó Assad. A juzgar por la cantidad de familiares de sus fotos, era un estado de la mujer al que estaba bastante acostumbrado.

Carl cogió un cigarrillo y volvió a hojear la carpeta. Por razones obvias, un informe de autopsia no podía ayudarlo a contestar la pregunta, ya que nunca se encontró el cuerpo. Y cuando repasaba los artículos de las revistas del corazón, se insinuaba con total claridad que no le iban los hombres, aunque naturalmente eso no era obstáculo para quedarse embarazada. De hecho, mirando más de cerca, nunca la habían visto en trato íntimo con nadie, tampoco con una mujer.

– Seguro que estaba enamorada -concluyó Assad mientras agitaba la mano para alejar el humo del cigarrillo, y estaba tan cerca que casi se había metido en la pantalla-. Esa mancha rojiza de la mejilla. ¡Mira!

Carl sacudió la cabeza.

– Juraría que aquel día estábamos a sólo dos grados. Las entrevistas al aire libre suelen mostrar a los políticos con aspecto más saludable, Assad, si no ¿de qué iban a aguantarlo?

Pero Assad tenía razón. Había una diferencia notable entre la entrevista anterior y aquélla. Algo había ocurrido entre una y otra. El caso de Bjarke Ørnfelt, un politicastro chiflado especializado en descomponer los hechos relacionados con catástrofes naturales hasta llegar a átomos irreconocibles, no podía provocarle un rubor tan encantador, carajo.

Se quedó un rato mirando al vacío. En una investigación siempre llegaba un momento en el cual deseabas de todo corazón haber conocido a la víctima en vida. Esta vez el momento llegaba más temprano que de costumbre.

– Assad: telefonea a esa institución, Egely, donde está ingresado el hermano de Merete Lynggaard y concierta una entrevista en nombre del subcomisario Mørck.

– ¿El subcomisario Mørck? ¿Quién es ése?

Carl se llevó el índice a la sien. ¿Era tonto, o qué?

– ¿Tú quién crees que es?

Assad sacudió la cabeza.

– Bueno, en mi cabeza pensaba que eras subcomisario de policía, entonces. ¿No se llama así después de la última reforma de la policía?

Carl inspiró profundamente. Puñetera reforma de la policía. A él se la traía floja.


El encargado de Egely volvió a llamar diez minutos después, y no trató de ocultar su asombro porque quisieran hablar con él. Por lo visto, Assad había improvisado un poco, pero ¿qué diablos cabía esperar de un ayudante doctorado en guantes de goma y cubos de plástico? Todos tenemos que aprender a gatear antes de caminar erguidos.

Miró a su ayudante y le dirigió una mirada alentadora cuando alzó la vista de su Sudoku.

En medio minuto Carl puso al encargado al corriente del caso, y la respuesta fue clara y concisa. Uffe Lynggaard no hablaba para nada, y por tanto el subcomisario tampoco tendría nada de qué hablar con él. Además, la cuestión era que, aunque Uffe Lynggaard era mudo y difícil de abordar, no estaba legalmente incapacitado. Y como éste no había dado autorización para que nadie de la institución se pronunciara en su nombre, tampoco ellos podían decir nada. Era la pescadilla que se mordía la cola.

– Conozco el procedimiento. Por supuesto, no pretendo que nadie rompa el secreto profesional. Pero lo cierto es que investigo la desaparición de su hermana, y creo que Uffe se va a alegrar mucho de hablar conmigo.

– No habla, creía habérselo dicho.

– En realidad, pocos de los que interrogamos lo hacen, pero de todas formas nos las arreglamos. En el Departamento Q somos especialistas en captar señales no verbales.

– ¿Departamento Q?

– Sí, somos un grupo de élite de investigadores de la Jefatura. ¿Cuándo puedo ir?

Se oyó un suspiro. El hombre no era tonto. Sabía reconocer a un bulldog en cuanto se lo topaba.

– Veré lo que puedo hacer. Ya lo avisaré -dijo después.

– Oye, Assad, ¿qué le has dicho al hombre cuando has llamado?

– ¿A ése? Le he dicho que quería hablar con el jefe, y no con un simple encargado.

– El encargado es el jefe, Assad.

Carl inspiró profundamente, se levantó, se dirigió hacia él y lo miró a los ojos.

– ¿No conoces la palabra encargado? Un encargado es una especie de director.

Ambos asintieron en silencio, y el asunto quedó zanjado.

– Assad, mañana ven a buscarme a casa, a Allerød. Vamos a dar un paseo en coche, ¿de acuerdo?

Assad se encogió de hombros.

– Y no va a haber problemas con eso cuando viajemos juntos, ¿verdad? -continuó, señalando la alfombra de orar.

– Puede enrollarse.

– Sí, claro. ¿Y cómo sabes si está orientada hacia la Meca?

Assad se señaló la cabeza, como si tuviera injertado un GPS en el lóbulo temporal.

– Si eres de los que no saben muy bien dónde están, para eso está esto -aclaró, levantando una de las revistas de la estantería y dejando a la vista una brújula.

– Entiendo -convino Carl, mirando los enormes manojos de tubos metálicos que discurrían por el techo-. Esa brújula no puedes usarla aquí abajo.

Assad volvió a señalarse la cabeza.

– O sea que te guías por tu instinto. No hace falta ser tan exacto, ¿verdad?

– Alá es grande. Tiene unos hombros así.

Carl adelantó el labio inferior. Por supuesto que Alá era ancho de hombros. ¿En qué estaría pensando?


Cuatro pares de ojeras se volvieron hacia Carl en el despacho del jefe de grupo Bak. No cabía la menor duda de que el grupo estaba trabajando duro. De la pared colgaba un mapa grande del parque de Valby donde aparecían los elementos más importantes del caso en cuestión: escenario del crimen, lugar donde se descubrió el arma del crimen, que era una vieja navaja de afeitar, el lugar donde la testigo vio al asesinado y al supuesto asesino juntos, y finalmente el camino recorrido por la testigo a través del parque. Todo estaba medido al milímetro y analizado una y otra vez, y nada encajaba.

– Nuestra charla tendrá que esperar, Carl -dijo Bak, tirando de la manga de la vieja chaqueta de cuero que había heredado del antiguo jefe de Homicidios. Aquella chaqueta era su tesoro, la prueba de que era alguien fantástico, y raras veces se separaba de ella. El aire caliente que proyectaban los radiadores debía de estar a cuarenta grados por lo menos, pero daba igual. Estaría pensando terminar pronto.

Carl contempló las fotos clavadas en el tablón de anuncios tras ellos, y no fue un espectáculo alentador. Aparentemente el cuerpo lo habían desfigurado después de morir. Tenía profundas cuchilladas en el pecho y le habían arrancado media oreja. Habían dibujado en su camisa blanca una cruz con la sangre de la víctima. Carl suponía que la media oreja habría sido el pincel. La hierba escarchada alrededor de la bicicleta estaba hollada y habían pisoteado la bicicleta, los radios de la rueda delantera estaban totalmente aplastados. Su mochila estaba abierta y los libros de la Escuela de Comercio desparramados sobre la hierba.

– ¿Dices que nuestra charla tendrá que esperar? Vale. Pero ¿puedes olvidar por un momento tu muerte cerebral y contarme qué dice tu testigo estrella de la persona a quien vio hablando con la víctima justo antes del asesinato? -preguntó.

Los cuatro hombres lo miraron como si hubiera profanado un silencio sepulcral.

Bak le dirigió una mirada inexpresiva.

– No es tu caso, Carl. Hablaremos después. Lo creas o no, aquí arriba tenemos trabajo.

Carl asintió en silencio.

– Claro, se nota a kilómetros en vuestras caras regordetas. Por supuesto que tenéis trabajo. Y naturalmente también habéis enviado a alguien a registrar la casa de la testigo después de que la ingresaran, me imagino.

Se miraron unos a otros. Irritados, pero también asombrados.

O sea que no habían enviado a nadie. Muy bien.


Marcus Jacobsen se había sentado en su despacho justo antes de que llegara Carl. Tenía buen aspecto, como siempre. La raya del pelo estaba trazada con tiralíneas, su mirada estaba alerta y presente.

– Marcus, ¿habéis registrado la casa de la testigo después del intento de suicidio? -preguntó Carl, señalando el expediente que había sobre la mesa del jefe de Homicidios.

– ¿A qué te refieres?

– No habéis encontrado la media oreja de la víctima, ¿verdad?

– No, aún no. Y sugieres que podría estar en casa de la testigo.

– Yo que vosotros la buscaría allí jefe.

– Si se la han enviado, estoy seguro de que se habrá deshecho de ella.

– Pues mirad en el cubo de la basura del patio. Y mirad bien en el retrete.

– Habrá tirado de la cadena, Carl.

– ¿No conoces esa historia del cagarro que tenía la costumbre de salir a flote por muchas veces que tirases de la cadena?

– Tranquilo, Carl. Cada cosa a su tiempo.

– El orgullo del departamento, el señor Bak, alumno-modelo, no quiere hablar conmigo.

– Pues tendrás que esperar, Carl. Tus casos no van a esfumarse como por encanto.

– Te lo digo para que lo sepas. Es que también frena mi trabajo.

– Mientras tanto, te sugiero que estudies alguno de los otros casos -propuso Marcus, cogiendo el bolígrafo y tamborileando unos compases sobre el borde de la mesa-. ¿Y qué hay de ese fenómeno de ayudante? No lo estarás involucrando en la investigación, ¿verdad?

– Bueno, verás, en el enorme departamento que dirijo tampoco tiene opción de llegar a entender mucho de lo que sucede.

El jefe de Homicidios lanzó el bolígrafo contra uno de los montones.

– Carl, tienes que guardar el secreto profesional, y ese tipo no es policía. No lo olvides.

Carl asintió con la cabeza. Ya decidiría él qué decir y dónde.

– Por cierto, ¿dónde habéis encontrado a Assad? ¿En la oficina de empleo?

– Ni idea, pregúntale a Lars Bjørn. O pregúntaselo a él mismo.

Carl levantó el dedo índice.

– A propósito, quiero un mapa del sótano con sus medidas y con los puntos cardinales.

Marcus Jacobsen volvió a parecer algo cansado. No muchos se atrevían a encomendarle tan extrañas misiones.

– Puedes imprimir el plano desde la intranet, Carl. ¡Es facilísimo!


– Mira -dijo Carl, señalando el plano que tenía delante Assad-. Esta es la pared de ahí, y ahí está tu alfombra para orar. Y aquí está la flecha que señala el norte. Ahora podrás colocar exactamente tu alfombra para orar.

La mirada que le dirigió Assad estaba llena de respeto. Seguro que llegaban a formar un buen equipo.

– Hay dos que han llamado con el teléfono preguntando por ti. Les he dicho a ambos que ya los llamarías tú con mucho gusto, o sea.

– ¿Sí…?

– El encargado ese de Frederikssund y una señora que hablaba como una máquina para cortar metal. Carl dio un profundo suspiro.

– Es Vigga, mi mujer -comentó. Así pues, había conseguido su nuevo número de teléfono. Se acabó la paz.

– ¿Tu mujer? ¿Estás casado?

– Venga, Assad, es difícil de explicar. Espera a que nos conozcamos mejor.

Assad apretó los labios y asintió con la cabeza. Un ramalazo de compasión atravesó su rostro serio.

– Assad, ¿cómo has conseguido este trabajo?

– Conozco a Lars Bjørn.

– ¿Lo conoces?

Assad sonrió.

– Bueno, ya sabes. Me he presentado todos los días en su despacho durante un mes pidiendo trabajo.

– ¿Has estado incordiando a Lars Bjørn para conseguir un trabajo?

– Sí, es que me encanta la policía.


No llamó a Vigga hasta estar en la sala de su casa y haber olisqueado el guiso que, mientras tarareaba apasionadas arias, Morten había preparado con lo que una vez fue un auténtico jamón de Parma comprado por Internet.

Vigga no era mala persona, siempre que supieras dosificarla. A lo largo de los años había sido difícil, pero ahora que ella lo había dejado, había que respetar ciertas reglas del juego.

– Joder, Vigga -protestó-. No me gusta que me llames al trabajo. Ya sabes que tenemos un currelo del copón.

– Carl, cariño. ¿No te ha dicho Morten que me estoy helando de frío?

– ¡Normal! No es más que una cabaña, Vigga. Está remendada con materiales de desecho. Viejas tablas y cajas que nadie quería ya en 1945. No tienes más que mudarte.

– No pienso volver a vivir contigo, Carl.

Carl inspiró profundamente.

– Ni se te ocurra. Iba a ser difícil meteros a ti y a tu banda de barbilampiños en la sauna del sótano. Ostras, existen más casas y pisos con calefacción.

– He encontrado una solución magnífica.

Fuera lo que fuese, sonaba a caro.

– Una solución magnífica es el divorcio, Vigga.

Algún día tendría que llegar. Entonces ella exigiría la mitad del valor de la casa, que por desgracia había aumentado bastante a cuenta de las subidas desquiciadas que, pese a las fluctuaciones, había impuesto el mercado inmobiliario. Tenía que haber pedido el divorcio cuando las casas valían la mitad, así de sencillo. Pero ahora era demasiado tarde y no tenía ni puta gana de mudarse.

Dirigió la mirada hacia el techo debajo de la habitación de Jesper, que trepidaba. Aunque tuviera que hipotecar la casa para pagar el divorcio, tampoco iba a costarme más de lo que me cuesta ahora, pensó, y se imaginó que en ese caso ella tendría que asumir la responsabilidad de su hijo. No había en el barrio una factura de electricidad más abultada que la suya, fijo. Jesper era el cliente número uno de la compañía eléctrica.

– ¿Divorcio? No, no voy a divorciarme, Carl. Eso ya lo he probado, y no funcionó, ya lo sabes.

Carl sacudió la cabeza. ¿Cómo coño llamar, si no, a la situación en la que llevaban un par de años?

– Quiero tener una galería, Carl. Mi propia galería.

Vaya, por fin lo soltó. Se imaginaba sus cuadros de varios metros de altura, aquellos emborronados demenciales de colores rosa y bronce dorado. ¿Una galería? Buena idea si quería disponer de más espacio en la cabaña.

– ¿Una galería, dices? Y me imagino que tendrá que tener una estufa enorme, claro. Así puedes pasar todo el día allí al calorcillo de los millones que van entrando -dijo. No estaba mal como negocio.

– Desde luego, sigues igual de sarcástico -replicó Vigga, riendo. Era la risa que siempre lo desarmaba. Aquella puñetera risa tan atractiva-. ¡Pero es fantástico, Carl! Hay grandes posibilidades si tienes tu propia galería. ¿Te lo imaginas? A lo mejor Jesper va a tener una madre famosa. Sería divertido, ¿no?

En tu caso, Vigga, tristemente famosa, pensó.

– Y claro, ya habrás encontrado un local, ¿verdad? -fue lo que comentó.

– Carl, es precioso. Y Hugin ya ha hablado con el dueño.

– ¿Hugin?

– Sí, Hugin. Es un pintor de mucho talento.

– Me imagino que más entre las sábanas que entre lienzos.

– ¡Oh, Carl…! -rió otra vez-. Eso no ha estado bien.

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