Capítulo 37

El mismo día

El trabajo le llevó tiempo, porque el suelo estaba liso y los que estaban al otro lado controlándola por los monitores no debían sospechar del movimiento constante de la parte superior de su cuerpo.

Había pasado la mayor parte de la noche sentada en medio de la celda, de espaldas a las cámaras, afilando el trozo largo de la varilla de plástico que la víspera había partido en dos a base de retorcerla. Por irónico que pareciera, aquella varilla de plástico de la capucha de su plumífero iba a convertirse en su instrumento para abandonar este mundo.

Dejó los dos palillos en el regazo y pasó los dedos por encima. Uno era casi como un punzón, y al otro le había dado la forma de una lima de uñas afilada. Seguramente utilizaría aquél cuando estuviera preparado. Se temía que el palillo afilado como un punzón no iba a poder hacer un agujero lo bastante grande en su vena, y si no lo hacía lo bastante rápido la sangre en el suelo la descubriría. No tenía la menor duda de que disminuirían la presión tan pronto como se dieran cuenta. De manera que su suicidio tenía que ocurrir de manera efectiva y rápida.

No quería morir de la otra manera.

Cuando oyó por los altavoces que hablaban en alguna parte del otro lado, se metió las varillas en el bolsillo e inclinó el tronco hacia delante, como si se hubiera dormido en esa postura. Cuando se ponía así, Lasse le solía gritar sin que ella reaccionara, de modo que no había en ello nada fuera de lo común.

Estaba sentada pesadamente con las piernas cruzadas, mirando con fijeza la larga sombra que creaban los focos con su cuerpo. Allí, en lo alto de la pared, estaba su auténtico yo. Una silueta nítidamente dibujada de una persona en decadencia. El pelo revuelto cubriéndole los hombros, un plumífero gastado sin contenido. Un resto del pasado, que desaparecería cuando apagaran la luz, pronto. Era 4 de abril de 2007. Le quedaban cuarenta y un días de vida, pero iba a suicidarse cinco días antes, el 10 de mayo. Ese día Uffe cumpliría treinta y cuatro años, y mientras ella se pinchaba pensaría en él, y le enviaría un mensaje de amor y cariño, y le contaría lo bella que podía ser la vida. Su rostro iluminado sería lo último que vería. Su querido hermano Uffe.

– Hay que darse prisa -oyó gritar a la madre por los altavoces al otro lado de la pared de cristal-. Lasse llegará dentro de diez minutos, o sea que hay que tenerlo todo preparado. Venga, chaval, muévete.

Su voz sonaba febril. Tras los cristales de espejo se oía ruido de cacharros y Merete miró a la compuerta. Pero no entraron los cubos. Su reloj interno también le decía que era demasiado temprano.

– Pero mamá -respondió a gritos el joven flaco-, necesitamos otro acumulador aquí dentro. No hay corriente en esta batería. No podemos provocar la explosión si no la cambiamos. Me lo dijo Lasse hace un par de días.

¿Explosión? Una sensación gélida recorrió el cuerpo de Merete. ¿Iba a ser ahora?

Se hincó de rodillas en el suelo y trató de pensar en Uffe mientras frotaba la varilla con forma de cuchillo contra el suelo de hormigón pulido. Tal vez le quedaran sólo diez minutos. Si se hacía un corte lo bastante profundo, tal vez se quedara inconsciente al cabo de cinco minutos. De eso se trataba.

Mientras la pieza de plástico cambiaba de forma con excesiva lentitud, ella respiraba pesadamente entre sollozos.

Seguía demasiado roma. Miró de reojo hacia las tenazas, cuyas mordazas habían perdido el filo al rascar su mensaje en el suelo de hormigón.

– Aaah -susurró; un día más y lo habría terminado. Después se secó el sudor de la frente y se llevó la muñeca hacia la boca. Tal vez pudiera abrirse las venas con los dientes si agarraba bien. Mordió un poco la carne, pero no hizo presa. Después giró la muñeca y lo intentó con los colmillos, pero estaba demasiado delgada y agotada. Sus huesos se interponían y sus dientes no estaban lo bastante afilados.

– ¿Qué está haciendo? -chilló la bruja, con la cara pegada al cristal. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, sólo se le veían los ojos, mientras el resto de su cuerpo permanecía en la sombra, con los focos cegadores al fondo.

– Abre la compuerta del todo. Hazlo YA -le ordenó a su hijo.

Merete miró hacia la linterna, que estaba preparada junto al agujero que había abierto bajo el cierre de la compuerta. Dejó caer la pieza de plástico y avanzó a cuatro patas hacia la compuerta, mientras al otro lado la mujer le hablaba irritada y todo su ser lloraba y suplicaba.

Oyó por el sistema de altavoces que el hombre manipulaba la compuerta; entonces asió la linterna y la hundió en el agujero del suelo.

Se oyó un clic y el mecanismo de apertura se puso en marcha, mientras ella fijaba la vista en la compuerta con el corazón martilleándola. Si la linterna y el cierre no aguantaban, estaba perdida. Imaginó que la presión encerrada en su cuerpo se liberaría como una granada.

– Oh, Dios mío, haz que no ocurra -rogó llorando, volviendo a gatas hacia la varilla de plástico, mientras el cierre chocaba con la linterna. Se volvió y advirtió que la linterna se movía un poco. Después oyó un sonido que nunca había oído. Como cuando se activa el zoom de una cámara. El zumbido de un dispositivo mecánico al desconectarse, seguido de un golpe sordo contra la compuerta.

La compuerta exterior estaba abierta, y toda la presión se almacenaba en la compuerta interior. O sea que sólo estaba la linterna entre ella y la muerte más terrible que podía imaginar. Pero la linterna no volvió a moverse. Quizá se había abierto la compuerta unas centésimas de milímetro, porque el sonido sibilante del aire al salir de la cámara aumentó en intensidad hasta convertirse en un pitido ululante.

Lo sintió en el cuerpo a los pocos segundos. De pronto notó palpitaciones en los oídos, registró una débil presión en el seno frontal, como si estuviera cogiendo un resfriado.

– ¡Mamá, ha atascado la puerta! -gritó el joven.

– Pues apaga y vuelve a encender, cabeza de chorlito -respondió la madre entre dientes.

Por un momento el pitido disminuyó en intensidad. Después oyó que el mecanismo volvía a ponerse en marcha, y el pitido volvió a hacerse más estridente.

Intentaron varias veces, en vano, que la compuerta interior se desplazase, mientras Merete afilaba su pieza de plástico.

– Tenemos que matarla ahora y hacerla desaparecer, ¡¿está claro?! -gritó la diablesa al otro lado-. Corre a por la porra, está detrás de la casa.

Merete miró fijamente el cristal. Había sido a la vez los barrotes de su celda y protección contra aquellos monstruos durante los dos últimos años. Si el cristal se rompía, moriría de inmediato. La descompresión se produciría en un instante. Puede que no llegara ni a notarlo antes de desaparecer de este mundo.

Puso las manos en el regazo y llevó el cuchillo de plástico hasta la muñeca izquierda. Había observado aquella vena mil veces. Era ahí donde tenía que pinchar. Ahí estaba, oscura y fina, visible en medio de la delicada piel blanca.

Entonces cerró el puño y apretó, mientras cerraba los ojos. La presión sobre la vena no parecía la adecuada. Dolía, pero la piel no cedía. Contempló la marca que había dejado la pieza de plástico. Era ancha y larga, y parecía profunda, pero no lo era. Ni siquiera sangraba. El cuchillo de plástico no estaba lo bastante afilado.

Entonces se arrojó a un lado y buscó el palillo afilado como un punzón, que estaba en el suelo. Abrió bien los ojos y estuvo pensando dónde tendría más delgada la piel. Luego apretó. No le dolió tanto como había temido, y la sangre enseguida manchó de rojo la punta, dándole una sensación de completa seguridad. Con ese sosiego en el alma, observó cómo brotaba la sangre.

– ¡Te has pinchado, zorra! -gritó la mujer, golpeando uno de los ojos de buey, y los golpes retumbaron en la estancia. Pero Merete no le prestó atención, estaba insensible. Se tumbó en silencio sobre el suelo, recogió su pelo largo tras la nuca y se quedó mirando al último tubo fluorescente que todavía funcionaba.

– Lo siento, Uffe -susurró-. No he podido esperar.

Sonrió a la imagen de su hermano que flotaba en la celda, y él le devolvió la sonrisa.

El estruendo del primer porrazo pulverizó la visión onírica. Miró hacia el cristal de espejo, que vibraba cada vez que recibía un golpe. Quedó prácticamente opaco, pero no sucedió nada más. Tras cada golpe que asestaba el joven contra el cristal se oía un gemido de agotamiento. Entonces probó a golpear el otro ojo de buey, pero aquél tampoco cedió. Sus brazos delgados no estaban acostumbrados a trajinar con tanto peso, era evidente. Los intervalos entre golpe y golpe fueron espaciándose cada vez más.

Merete sonrió y se observó el cuerpo, relajado, tumbado en el suelo. Ese era el aspecto que tenía Merete Lynggaard al morir. Dentro de poco su cuerpo sería destrozado y convertido en picadillo, pero no le importaba pensar en ello. Para entonces su alma se habría liberado. La esperarían nuevos tiempos. Había conocido el infierno en la tierra, y había padecido la mayor parte de su vida. Mucha gente había sufrido a causa de ella. No podía irle peor en la otra vida, si es que la había. Y si no había nada, ¿qué tenía que temer?

Su mirada se deslizó a su lado y se dio cuenta de que la mancha del suelo era de color rojo oscuro, pero no mucho mayor que la palma de la mano. Después giró la muñeca para mirar el pinchazo. Casi había dejado de manar sangre. Un ultimo par de gotas brotaron, se fundieron como manos de mellizos buscándose y se coagularon igual de lentamente.

Mientras tanto, los golpes del otro lado habían cesado y lo único que oía era el aire filtrándose por la rendija de la compuerta y las palpitaciones de los oídos. Se oían con más intensidad que antes. Ahora que se fijaba, le estaba entrando dolor de cabeza, a la vez que le dolían el cuerpo y las articulaciones, como si fuera la antesala de una gripe.

Entonces asió la pieza de plástico y volvió a apretarla con fuerza contra la herida, que se había cerrado. Arañó a los lados y arriba y abajo para agrandar el agujero.

– ¡Ya he llegado, mamá! -gritó una voz. Era Lasse.

La voz de su hermano sonó temerosa por el sistema de altavoces.

– Yo quería cambiar la batería, pero mamá me ha dicho que vaya a por la porra, Lasse. No he podido romper el cristal, he hecho lo que he podido.

– No puede romperse así -respondió Lasse-. No es suficiente. No habrás chafado los detonadores, ¿verdad?

– No, he mirado bien dónde golpeaba -respondió su hermano-. De verdad, Lasse.

Merete sacó la pieza de plástico y alzó la vista hacia el cristal machacado, que irradiaba en todas direcciones. Ahora la herida de la muñeca sangraba más, pero no mucho. Santo Dios, ¿por qué no? ¿Habría pinchado una vena, en vez de una arteria?

Entonces se pinchó la otra muñeca. Fuerte y profundo desde el principio. Sangraba más, oh, gracias a Dios.

– No hemos podido evitar que la policía entrase en la finca -dijo de pronto la bruja al otro lado.

Merete contuvo el aliento. Vio que la sangre se abría paso finalmente y empezaba a manar a más velocidad. ¿La policía había estado allí?

Se mordió los labios. Sintió que su dolor de cabeza iba a más y que su ritmo cardíaco disminuía con la misma rapidez.

– Saben que el terreno era de Hale -continuó la mujer-. Uno de ellos ha dicho que no sabía que Daniel Hale se hubiera matado cerca de aquí, pero mentía, Lasse, me he dado cuenta.

Merete empezó a notar presión en los oídos. Como cuando un avión se prepara para aterrizar, sólo que más rápido y con mayor intensidad. Trató de bostezar, pero no pudo.

– ¿Qué querían de mí? ¿Tiene que ver con el tipo del que han escrito los periódicos? ¿El del nuevo departamento? -interrogó Lasse.

Los tapones de los oídos hacían que las voces sonaran más lejanas, pero Merete se resistía. Quería oírlo todo.

– No lo sé, Lasse -dijo la mujer varias veces, casi gimoteando.

– ¿Por qué crees que van a volver? -continuó Lasse-. Les has dicho que estaba navegando, ¿no?

– Pero Lasse, ya saben en qué naviera trabajas. Han oído hablar del coche que viene de la naviera, se le ha escapado al negro, y el policía danés se ha cabreado, era evidente. Seguro que ya saben que llevas varios meses en tierra. Que estás en el departamento de catering. Se van a enterar, Lasse, lo sé. También que envías aquí varias veces por semana la comida que sobra en coches de la naviera, basta hacer una llamada, Lasse, no puedes evitarlo. Y entonces volverán. Creo que han ido a por una orden de registro. Han preguntado si podían echar un vistazo por la casa.

Merete contuvo el aliento. ¿La policía iba a volver? ¿Con una orden de registro? ¿Eso creían? Miró la muñeca ensangrentada y apretó con fuerza un dedo sobre la herida.

Bajo el pulgar la sangre seguía manando, se concentraba en los pliegues bajo la muñeca y desde allí goteaba lentamente sobre su regazo. Sólo soltaría la presa si estaba convencida de que la batalla estaba perdida. Seguramente la vencerían, pero en aquel momento estaban en apuros. Qué sensación tan maravillosa.

– ¿Para qué querían ver la finca? -preguntó Lasse.

La presión de los oídos de Merete aumentó. Apenas podía compensar la diferencia de presión. Trató de bostezar y se puso a escuchar con atención. Empezó a notar una presión en la cadera. En la cadera y en las muelas.

– El policía danés ha dicho que tenía un hermano que trabaja en una farmacéutica y que le gustaría visitar el lugar donde empezó una gran empresa como Interlab.

– Vaya estupidez.

– Por eso te he llamado.

– ¿Cuánto hace que han estado?

– No hará ni veinte minutos.

– Entonces puede que no nos quede ni una hora. También debemos recoger el cadáver y deshacernos de él, no va a darnos tiempo. Necesitamos tiempo para limpiar y baldear. No, esperaremos hasta después. Ahora se trata de que no encuentren nada y nos dejen en paz.

Merete trató de alejar de sí la palabra «recoger». ¿Era realmente ella de quien hablaba Lasse? ¿Cómo podía haber gente tan cínica y repugnante?

– ¡Ojalá os agarren antes de que escapéis! -gritó-. ¡Ojalá os pudráis en la cárcel como unos cerdos, que es lo que sois! Os odio, ¿lo entendéis? ¡Os odio a todos!

Se levantó poco a poco, mientras las sombras del otro lado se desplazaban tras la superficie de vidrio destrozado.

– ¡Entonces puede que finalmente sepas lo que es el odio! ¿Lo entiendes ahora? -gritó Lasse con voz helada.

– Lasse, no habrás pensado hacer saltar la casa por los aires, ¿verdad?

Merete escuchaba, concentrada.

Hubo una pausa. Lasse debía de estar pensando. Pensando en matarla. En cómo matarla con el mínimo riesgo. Ya no se trataba de ella, la daban por muerta. Se trataba de ellos.

– No, no podemos hacerlo en estas condiciones, hay que esperar. No tienen que sospechar nada. Si hacemos saltar todo por los aires ahora, nuestro plan se va al garete. El seguro no nos pagará, mamá. Nos veremos obligados a desaparecer. Para siempre.

– No podría soportarlo, Lasse -se lamentó la mujer.

Pues entonces muere conmigo, bruja, pensó Merete.

– Ya lo sé, mamá. Ya lo sé -respondió Lasse. Merete no lo había oído hablar con tal dulzura desde que lo miró a los ojos el día de su cita en el Bankeråt. Por un momento su voz sonó humana, pero después llegó la pregunta que hizo que ella apretara con más fuerza la herida-. ¿Dices que ha atascado la compuerta?

– Sí. ¿No lo oyes? La descompresión va demasiado despacio.

– Pues pondré en marcha el temporizador.

– ¿El temporizador? Pero las toberas tardan veinte minutos en abrirse. ¿No hay otra solución? Se ha pinchado la vena, Lasse. ¿No podemos parar la renovación de aire?

¿Temporizador? ¿No le habían dicho que podían disminuir la presión cuando quisieran? ¿Que no tendría tiempo de hacerse daño antes de que abrieran las compuertas? ¿Era mentira?

La histeria iba apoderándose de ella. Cuidado, Merete, sintió una voz que la atravesaba. Reacciona. No te encierres en ti misma.

– ¿De qué nos va a valer parar la renovación de aire? -sonó la voz claramente irritada de Lasse-. Cambiamos el aire ayer. Tarda por lo menos ocho días en gastarse. No, pondré el temporizador en marcha.

– ¿Tenéis problemas? -gritó Merete-. ¿No funciona vuestro cachivache, Lasse?

Éste intentó hacer que funcionara, como si se riera de ella, pero no la engañó. Era evidente que estaba cabreadísimo por su tono burlón.

– Por eso no te preocupes -dijo Lasse con voz controlada-. Mi padre lo construyó. Era la cámara para pruebas de presión más avanzada del mundo. Aquí se fabricaban los mejores sistemas de contención, los más comprobados del mundo. Normalmente se bombea agua al contenedor y se hacen pruebas de presión interna, pero en la fábrica de mi padre los contenedores se exponían también a presión externa. Se hacía todo con el mayor cuidado. El temporizador controlaba la temperatura y la humedad de la cámara, ajustaba todos los factores para que la descompresión no fuera demasiado rápida. De lo contrario aparecerían grietas en los contenedores durante el control de calidad. ¡Por eso se necesita tiempo, Merete! ¡Por eso!

Estaban todos locos.

– ¡Tenéis problemas de verdad! -chilló-. Porque estáis locos. Estáis completamente perdidos, igual que yo.

– ¿Problemas? ¡Ya te voy a dar yo problemas! -gritó Lasse con voz exaltada.

Merete oyó alboroto al otro lado y ruido de pasos rápidos en el pasillo. Después apareció una sombra a un lado del cristal, y los altavoces reprodujeron dos estruendos ensordecedores. Después vio que uno de los cristales volvía a cambiar de color: ahora era completamente blanco y opaco.

– A menos que pulvericéis la casa completamente, he dejado aquí dentro tantas tarjetas de visita que no podréis borrarlas. No vais a escapar, Lasse -los amenazó, riendo-. No vais a escapar. Me he ocupado de que sea imposible.

En el minuto que siguió oyó otras seis detonaciones. Eran disparos, tres disparos dobles. Pero ambos cristales aguantaron.

Al poco sintió una presión en la articulación del hombro. No mucha, pero era desagradable. También sentía presión en los senos frontales y laterales y en la articulación de la mandíbula. La piel le tiraba. Si eso era consecuencia de la descompresión mínima provocada por el silbido y el resquicio al otro lado, lo que le esperaba cuando hicieran una descompresión total sería completamente insoportable.

– ¡Llega la policía! -gritó-. ¡Lo presiento!

Hundió la cabeza y miró su brazo ensangrentado. La policía no iba a llegar a tiempo, ya lo sabía. Pronto se vería obligada a levantar el pulgar de la herida. Dentro de veinte minutos iban a abrirse las toberas.

Sintió una corriente cálida recorrer el otro brazo. La primera herida había vuelto a abrirse traicioneramente. Las profecías de Lasse iban a cumplirse. Cuando la presión interna de su cuerpo aumentara, la sangre iba a brotar a mares.

Retorció un poco el cuerpo para poder apretar la herida abierta contra su rodilla, y por un segundo rió. Parecía un juego de niños de tiempos pasados.

– Voy a activar el temporizador, Merete -la informó Lasse al otro lado-. Dentro de veinte minutos se abrirán las toberas y vaciarán la presión de la cámara. Al cabo de otra media hora la cámara estará a una atmósfera. Es cierto que puedes quitarte la vida antes de eso, no lo dudo. Pero ya no podré verlo, ¿comprendes, Merete? No podré verlo, porque los cristales están totalmente opacos ahora. Y si yo no puedo ver, tampoco pueden ver otros. Vamos a sellar la cámara de descompresión, Merete, tenemos montones de placas de pladur. Y tú vas a morir, de una manera u otra.

Merete oyó que la mujer reía.

– Ven, hermano, ven a ayudar -oyó decir a Lasse. Ahora sonaba diferente. Recuperado.

Se oyeron ruidos al otro lado, y la cámara fue oscureciéndose poco a poco. Entonces apagaron los focos y colocaron todavía más placas de pladur contra los cristales, hasta que finalmente todo quedó a oscuras.

– Buenas noches, Merete -se despidió Lasse con voz tranquila-. Ojalá te consumas en las llamas eternas del infierno.

Después desconectó los altavoces y todo quedó en silencio.

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