La fotocopiadora que consiguieron del CIN, el Centro de Investigación Nacional, que era como se llamaba la nueva Brigada Móvil de la policía, estaba para estrenar y sólo era un préstamo. Prueba irrefutable de que no conocían a Carl, porque desde luego no devolvía nada de lo que le hubieran llevado al sótano.
– Fotocopia todos los informes del caso, Assad -dijo, señalando la máquina-. No me importa que pases en ello todo el día. Y en cuanto hayas terminado, ve a la Clínica para Lesiones de Médula y pon a mi viejo colega Hardy Henningsen al corriente del caso. Seguramente no te hará ni puñetero caso, pero no te preocupes por eso. Tiene una memoria de elefante y los oídos de un murciélago. Tú ve a lo tuyo.
Assad examinó todos los iconos y las teclas del monstruo que había en el pasillo del sótano.
– ¿Cómo funciona esto, entonces? -preguntó.
– ¿Nunca has sacado una fotocopia?
– Pero con un aparato con tantos dibujos, no.
Qué barbaridad. Y aquel hombre ¿era el mismo que había montado la pantalla de televisión en diez minutos?
– Joder, Assad. Mira, pones el original aquí, y después aprietas este botón -le explicó. De momento Assad parecía entender bien.
El contestador del móvil de Bak recitaba la previsible cantinela de que el subcomisario desgraciadamente no podía responder debido a un caso de asesinato.
La preciosa secretaria de paletas irregulares le proporcionó la información de que estaba con un compañero en Valby para llevar a cabo una detención.
– Lis, dame un toque cuando aparezca el payaso, ¿vale? -le rogó, y a la hora y media sonó la flauta.
Bak y sus compañeros llevaban ya tiempo en la sala de interrogatorios cuando Carl entró en tromba. El hombre esposado era un tipo de lo más normal. Joven, cansado y con un trancazo considerable.
– Por lo menos quitadle los mocos -sugirió Carl, señalando las velas que le colgaban cerca de la boca. Si era el tipo, nada en el mundo conseguiría que abriera la boca.
– ¿No entiendes, Carl? -protestó Bak con la cara roja, cosa que no sucedía a menudo-. Tienes que esperar. Y no vuelvas a interrumpir a un compañero cuando está haciendo un interrogatorio, ¿has entendido?
– Cinco minutos; después te dejaré en paz, te lo prometo.
Que Bak necesitara hora y media para decir a Carl que había llegado muy tarde al caso Lynggaard y que no sabía un carajo era culpa del payaso. ¿Para qué coño tanto envoltorio?
Al menos consiguió el número de teléfono de Karen Mortensen, la asistenta social jubilada que había atendido a Uffe en Stevns. Y también el número de teléfono del inspector jefe Claes Damsgaard, que se hallaba al frente de la investigación de la Brigada Móvil entonces. Bak le dijo que ahora estaba en el distrito policial de Selandia Central y Occidental. ¿Por qué no decir sin más que el tipo estaba en Roskilde?
Por cierto, el otro jefe del grupo que llevó a cabo la investigación había muerto. Sólo aguantó dos años tras jubilarse. Esa era la realidad en torno a la esperanza de vida de los policías jubilados en Dinamarca.
Como para el Libro Guinness de los récords.
El inspector jefe Claes Damsgaard era completamente diferente a Bak. Amable, solícito, interesado. Sí, había oído hablar del Departamento Q y sí, sabía bien quién era Carl Mørck. ¿No era el que había resuelto el caso de la chica ahogada en Femoren y aquella cabronada de asesinato en el barrio del noroeste en el que arrojaron por la ventana a una mujer mayor? Sí, conocía de oídas a Carl Mørck. Los méritos de los buenos policías no había que pasarlos por alto. Por supuesto que sería bienvenido en Roskilde para recibir información. El caso Lynggaard era un asunto lamentable, por lo que, si podía ayudar, Carl no tenía más que decirlo.
Un tipo majo, alcanzó a pensar antes de que el hombre le dijera que tendría que esperar tres semanas, porque su mujer y él iban a viajar a las Seychelles en compañía de su hija y su yerno, y querían hacerlo antes de que las islas quedaran cubiertas por el agua derretida de los casquetes polares, añadió entre carcajadas.
– ¿Cómo va eso? -le preguntó a Assad, tratando de calcular la cantidad de fotocopias dispuestas en una línea ordenada a lo largo del pasillo hasta las escaleras. ¿Había realmente tantos informes en aquel caso?
– Sí, perdona que tarde tanto, Carl, pero es por las revistas, eso es lo peor.
Carl volvió a mirar los montones.
– ¿Fotocopias toda la revista?
Assad inclinó la cabeza hacia un lado, como un cachorro de perro cogido en falta. Santo cielo.
– Escúchame, Assad: sólo hay que fotocopiar las páginas que tratan del caso. Creo que a Hardy le importa un bledo qué príncipe cazó un faisán en la cacería de un pueblecito perdido, ¿vale?
– Que cazó ¿qué?
– Olvídalo, Assad. Limítate al caso y deja de lado las páginas que no sean relevantes. Estás haciendo un buen trabajo.
Dejó a Assad junto al zumbido de la máquina y llamó por teléfono a la asistenta social jubilada del municipio de Stevns que había llevado el caso de Uffe. Tal vez hubiera observado algo que pudiera ayudarlos a avanzar.
Karen Mortensen sonaba simpática por teléfono. La imaginaba sentada en una mecedora haciendo ganchillo. El sonido de su voz se acompasaba perfectamente al tictac de un reloj de péndulo. Era casi como llamar a la familia del norte de Jutlandia.
Pero ya a la siguiente frase cayó en la cuenta de su error. En el fondo seguía siendo una funcionaría. Una loba con piel de cordero.
– No puedo hablar sobre el caso de Uffe Lynggaard ni sobre otros casos. Tendrá que ir al Servicio de Salud del municipio de Store Heddinge.
– Ya he estado allí. Oiga, Karen Mortensen, sólo trato de averiguar qué ha sido de la hermana de Uffe.
– A Uffe lo dejaron libre sin cargos -lo cortó la mujer.
– Sí, sí, ya lo sé, y me alegro. Pero tal vez Uffe sepa algo que no ha trascendido.
– Su hermana ha muerto. ¿De qué iba a servir? Uffe no ha dicho nunca una palabra, o sea, que no puede servir de gran cosa.
– ¿Le importaría que fuera a visitarla y a hacerle unas preguntas?
– Siempre que no tengan que ver con Uffe.
– Sencillamente, no lo entiendo. Cuando he hablado con gente que conoció a Merete Lynggaard me he enterado de que ella siempre hablaba en términos elogiosos de usted. Que ella y su hermano habrían estado perdidos sin sus atentos cuidados.
La mujer quiso decir algo, pero Carl no la dejó.
– ¿Por qué no puede ayudar al menos a proteger la reputación de Merete Lynggaard ahora que ella no puede hacerlo? Usted ya sabe que la opinión general es que se suicidó. Pero ¿y si no fuera el caso?
Al otro extremo de la línea sólo se oía una radio a bajo volumen. La mujer estaba aún rumiando el «hablaba en términos elogiosos de usted». Era una información difícil de asimilar.
Necesitó diez segundos para picar el anzuelo.
– Que yo sepa, Merete Lynggaard no contaba a nadie nada sobre Uffe. Sólo en el servicio de Bienestar Social sabíamos de su existencia -admitió al final. Pero sonaba deliciosamente insegura.
– Tiene toda la razón, así es como debería ser, en general. Pero había miembros de la familia en un segundo plano. Aunque vivían en Jutlandia, sí que tenía familia.
Hizo una pequeña pausa teatral para pensar en qué miembros de la familia debería inventarse para la ocasión si ella le preguntaba. Pero Karen Mortensen ya había picado el anzuelo, se le notaba.
– ¿Era usted personalmente quien visitaba a Uffe en aquella época? -preguntó entonces.
– No, era nuestro cuidador. Pero el caso estuvo durante años en mis manos.
– Entonces ¿tenía usted la impresión de que Uffe iba empeorando con el paso del tiempo?
La mujer vaciló. Estaba a punto de escaparse otra vez. Había que mantenerse firme.
– Verá, se lo pregunto porque hoy en día me parece accesible, claro que tal vez esté equivocado -continuó.
– O sea que ha estado con Uffe -intervino la mujer; parecía sorprendida.
– Sí, claro. Un joven de lo más encantador. Tiene una sonrisa cegadora. Cuesta creer que le pase algo.
– No, eso lo han pensado muchos antes que usted. Pero así suele ser a menudo con las lesiones cerebrales. Merete tiene el gran mérito de que no se quedara recluido en su concha.
– ¿Cree usted que existía ese peligro?
– Desde luego, pero es verdad que su rostro puede ser muy vivaz; y no, no creo que empeorase con los años.
– ¿Cree usted que comprendía lo que le había pasado a su hermana?
– No, no creo.
– ¿No es extraño? Me refiero a que reaccionaba cuando ella no llegaba a casa a la hora. Vamos, que se echaba a llorar.
– Si quiere saber lo que pienso, no pudo verla caer al agua. No creo. Se habría puesto completamente histérico y, en mi opinión, se habría lanzado tras ella. Y en cuanto a su reacción personal, estuvo vagando varios días por Femern, y tuvo todo ese tiempo para llorar, buscar y estar aturdido. Cuando lo encontraron sólo le quedaban las necesidades básicas. Vamos, que había perdido tres o cuatro kilos y probablemente no había probado bocado desde el transbordador.
– Pero puede que empujara a su hermana por la borda y después se diera cuenta de que había hecho algo malo.
– ¿Sabe qué, señor Mørck? Estaba segura de que iba a ir a parar ahí -dijo, y Carl vio que la loba que había en ella enseñaba los dientes, por lo que tendría que andarse con cuidado-. Pero en vez de colgar, que es lo que podría apetecerme, voy a contarle un pequeño cuento, para que lo vaya rumiando.
Carl se pegó al auricular.
– ¿Sabe usted que Uffe vio morir a sus padres? -preguntó la mujer.
– Sí.
– Soy de la opinión de que Uffe ha estado desconectado de la realidad desde entonces. Nada podía sustituir su vínculo con sus padres. Merete lo intentó, pero no era su padre ni su madre. Era la hermana mayor con la que solía jugar, y siguió siéndolo. Cuando lloraba porque ella no estaba no era porque se sintiera inseguro, sino más bien por el chasco que le producía que una compañera de juegos lo hubiera abandonado. En lo más profundo de él sigue habiendo un niño que sigue esperando que sus padres aparezcan de improviso. En cuanto a Merete, todos los niños superan la pérdida de un compañero de juegos en algún momento de su vida. Y ahora viene el cuento.
– La escucho.
– Estuve en su casa una vez. Pasé sin avisar, cosa que no solía hacer, pero andaba por allí y sólo quería saludar. Así que me metí por el sendero del jardín y me di cuenta de que el coche de Merete no estaba. Llegó unos minutos más tarde, había estado haciendo unas compras en la tienda de comestibles de la esquina. Era cuando aún existía.
– ¿Una tienda de comestibles en Magleby?
– Sí. Y cuando caminaba por el sendero del jardín oí un leve parloteo procedente de la sala. Sonaba como un niño, pero no lo era. No me di cuenta de que era Uffe hasta que lo tuve delante. Estaba en la terraza, junto a un montón de gravilla, hablando consigo mismo. No entendí las palabras, si es que eran palabras. Pero comprendí qué era lo que estaba haciendo.
– ¿La vio él?
– Sí, inmediatamente, pero no tuvo tiempo de tapar lo que había estado construyendo.
– ¿Qué era?
– Era un pequeño surco que había abierto en la gravilla sobre el gres de la terraza, y a cada lado del surco había puesto unas ramitas, y entre ellas había puesto un pequeño bloque de madera volcado.
– ¿Sí…?
– ¿No comprende qué estaba haciendo?
– Lo intento.
– La gravilla y las ramitas eran la carretera y los árboles. El bloque era el coche de sus padres. Uffe había reconstruido el accidente.
Ahí va la pera.
– ¿Sí? ¿Y no quería que usted lo viera?
– Lo rompió todo con un solo movimiento de la mano. Eso fue lo que me convenció.
– ¿De qué?
– De que Uffe recuerda.
Hubo un instante de silencio entre ellos. La radio del fondo sonó de pronto como si alguien hubiera subido el volumen a tope.
– ¿Se lo contó usted a Merete Lynggaard cuando volvió? -preguntó Carl.
– Sí, pero ella creía que era una interpretación exagerada. Que muchas veces jugaba solo con las cosas que tenía más a mano. Que yo lo había asustado y que por eso reaccionó como lo hizo.
– Pero ¿usted le dijo que la intuición le decía que se había sentido descubierto?
– Sí, pero a ella le pareció que simplemente lo había asustado.
– ¿Y a usted no?
– También se asustó, pero no fue sólo por eso.
– O sea que Uffe ¿entiende más de lo que creemos?
– No lo sé. Lo único que sé es que recuerda el accidente. Puede que sea lo único que recuerda de verdad. No es nada seguro que recuerde nada de cuando su hermana desapareció. Ni siquiera es seguro que recuerde a su hermana ya.
– ¿No lo comprobaron cuando Merete desapareció?
– No es tan fácil con Uffe. Intenté ayudar a la policía para acceder a Uffe cuando estuvo en prisión preventiva. Quería que recordara lo que había pasado en el transbordador. Colgamos de la pared imágenes de la cubierta del barco y colocamos sobre la mesa un par de diminutas figuras humanas y una maqueta del barco junto a una palangana con agua, para que jugase un poco. Yo lo observaba escondida junto a uno de los psicólogos, pero no jugó con la maqueta del barco.
– ¿No lo recordaba? ¿A pesar de que sólo habían pasado un par de días?
– No lo sé.
– Sería interesante que pudiéramos encontrar un túnel de entrada a la memoria de Uffe. Cualquier nimiedad que pudiera ayudarme a comprender qué pasó en el transbordador, para poder seguir adelante.
– Sí, lo entiendo.
– ¿Le contó a la policía el incidente con el bloque de madera?
– Sí, se lo conté a uno de la Brigada Móvil. Un tal Børge Bak.
¿Bak se llamaba realmente Borge? Bueno, eso explicaba muchas cosas.
– Lo conozco bien. No creo haberlo leído en sus informes. ¿Cómo es posible?
– No lo sé. Pero después no volvimos a comentarlo. Posiblemente estará escrito en el informe que realizaron los psicólogos y psiquiatras, pero no lo he leído.
– Supongo que estará en Egely, donde está ingresado Uffe.
– Estará allí, pero no creo que añada gran cosa a su imagen. La mayoría pensaron, igual que yo, que lo que desencadenó la historia del bloque de madera pudo ser algo momentáneo. Que Uffe simplemente no recordaba nada, y que no avanzaríamos en el caso de Merete Lynggaard si seguíamos esa pista.
– Y entonces lo pusieron en libertad.
– Así es.