Capítulo 32

2007

Tras los libros de la estantería de la sala Carl tenía escondidas un par de botellas mediadas de ginebra y whisky que Jesper aún no había encontrado y ofrecido generosamente en alguna fiesta improvisada.

La calma no se adueñó de él hasta que bebió la mayor parte de ambas, y las horas interminables del fin de semana transcurrieron en un sueño profundísimo. En los dos días sólo se levantó tres veces, y tres veces arrambló con el contenido del frigorífico. De todas formas Jesper no estaba en casa y Morten estaba en Nasstved visitando a sus padres, de modo que ¿quién iba a preocuparse por las fechas de caducidad y la inadecuada composición del menú?

Cuando llegó el lunes le tocó a Jesper zarandear a Carl para despertarlo.

– ¡Pero levántate, Carl! ¿Qué ocurre? Necesito guita para comprar comida. No queda nada en el frigorífico.

Carl miró a su hijo postizo con ojos que se negaban a comprender, y menos a aceptar, la luz del sol.

– ¿Qué hora es? -murmuró; por un instante no supo qué día era.

– Venga, Carl. Voy a llegar tardísimo, joder.

Carl miró el despertador que Vigga se dignó dejar en la casa. A ella le daba igual cuánto duraban las noches.

Abrió del todo los ojos, de pronto completamente despierto. Eran las diez y diez. Dentro de menos de cincuenta minutos tenía que estar sentado en su silla, soportando la cualificada mirada profesional de Mona Ibsen.


– Ultimamente te cuesta levantarte, ¿verdad? -observó la psicóloga, mirando de manera fugaz el reloj de pulsera. Después continuó, como si hubiera tenido acceso a una correspondencia con su almohada-. Veo que sigues durmiendo mal.

Carl sintió rabia. Tal vez habría mejorado las cosas si hubiera tenido tiempo de ducharse antes de salir pitando de casa. Espero no apestar, pensó, acercando la cabeza hacia las axilas.

Ella estaba tranquila y lo miraba con las manos sobre el regazo y las piernas cruzadas envueltas en sus pantalones negros de terciopelo. Llevaba el pelo cortado a capas y más corto que la última vez, las cejas negras como el carbón. Todo sumamente intimidador.

Carl contó la historia de su colapso junto a los sembrados rociados de purines, esperando tal vez un poquito de simpatía.

– ¿Te parece que abandonaste a tus compañeros en el incidente del tiroteo? -le preguntó la psicóloga, yendo directamente al grano.

Carl tragó saliva un par de veces, se puso a divagar sobre una pistola que podría haber sacado más rápido y unos instintos tal vez embotados por años de trato con delincuentes.

– Estoy convencida de que crees que abandonaste a tus compañeros. Si es así, eso te hará sufrir, a menos que reconozcas que las cosas no podían haber ocurrido de otro modo.

– Las cosas siempre podían haber ocurrido de otro modo -repuso él.

La psicóloga no le hizo caso.

– Has de saber que también estoy tratando a Hardy Henningsen. Por eso veo la cuestión desde dos ángulos y debería haberme declarado inhábil. Pero como no hay ningún reglamento que lo exija, voy a preguntarte si, sabiendo eso, sigues queriendo hablar conmigo. Has de saber que no puedo entrar en las cosas que me ha contado Hardy Henningsen, igual que también tú, por supuesto, estás protegido por mi secreto profesional.

– Me parece bien -repuso Carl, pero no era verdad. Si las mejillas de Mona Ibsen no hubieran estado cubiertas de suave pelusa y sus labios no gritaran por que los besasen, se habría levantado y la habría mandado a tomar por culo-. Pero hablaré con Hardy. Entre él y yo no puede haber secretos, no puede ser.

Ella asintió con la cabeza y enderezó la espalda.

– ¿Te has encontrado alguna otra vez en situaciones que te parecía que no podías controlar?

– Sí -asintió Carl.

– ¿Cuándo?

– Ahora mismo -respondió, dirigiéndole una mirada penetrante.

Ella no le hizo caso. Una tía fría.

– ¿Qué darías por que Anker y Hardy pudieran estar aquí? -preguntó, y siguió enseguida con otras cuatro preguntas que crearon en él una extraña sensación de pesar. Tras cada pregunta, la mujer lo miraba a los ojos y anotaba en un cuaderno sus respuestas. Carl lo percibía como si ella quisiera empujarlo al límite. Como si tuviera que derrumbarse para que ella pudiera echarle una mano.

La psicóloga se dio cuenta del moquillo de la nariz de Carl antes que él mismo. Después alzó la vista y reparó en la humedad que se estaba acumulando en sus ojos.

No parpadees joder, que vas a abrir el grifo, pensó Carl, sin comprender lo que se removía en su interior. No tenía miedo de llorar, tampoco le importaba que ella lo viera; lo que no entendía era que tuviera que ocurrir en aquel momento.

– Llora tranquilo -dijo ella con voz experimentada, igual que se anima a un bebé glotón a que eche el aire.


Cuando veinte minutos más tarde terminaron la sesión Carl estaba harto de contar sus cosas. Mona Ibsen, al contrario, estaba satisfecha cuando le tendió la mano y le dio hora para otro día. Volvió a asegurarle que el resultado del incidente había sido fortuito y que volvería a sentirse bien tras un par de sesiones.

Carl asintió en silencio y de alguna manera se sintió mejor. Tal vez porque el perfume de ella eclipsaba el suyo y porque la mano que estrechó era tan ligera, suave y cálida.

– Llámame si se te ocurre algo, Carl. Da igual que sea una tontería. Podría ser importante para nuestra futura colaboración, nunca se sabe.

– Pues ya tengo una pregunta -repuso Carl, tratando de mostrarle sus manos nervudas y, por lo que decían, atractivas. Las mujeres las habían elogiado mucho a lo largo de los años.

La psicóloga se dio cuenta de su pose y sonrió por primera vez. Tras los suaves labios apareció una dentadura más blanca que la de Lis, la de Homicidios. Un espectáculo poco habitual en una época en la que el vino tinto y las bebidas a base de cafeína hacían que los dientes de la mayoría parecieran de cristal ahumado.

– ¿Sí…?

Carl se armó de valor. Era ahora o nunca.

– ¿Tienes pareja?

Hasta él se quedó horrorizado por lo torpe que sonó, pero ya era demasiado tarde.

– Bueno, perdona -se disculpó, sacudiendo la cabeza. Le costaba seguir después de aquello-. Sólo quería preguntarte si aceptarías una invitación a cenar algún día.

La sonrisa de la psicóloga se congeló. Los dientes blancos y la suave piel de la cara se esfumaron.

– Creo que tienes que recuperarte antes de emprender ese tipo de ofensivas, Carl. Y tienes que elegir a tus víctimas con más cuidado.

Carl sintió que el cabreo se extendía por todas sus glándulas mientras la mujer le daba la espalda y abría la puerta del pasillo. Mierda.

– Si no crees que entras dentro de la categoría «elegida con más cuidado» -gruñó a sus espaldas- no debes de saber lo fantástica que te encuentra el sexo opuesto.

La mujer se dio la vuelta, extendió una mano hacia él y señaló uno de los dedos: llevaba alianza.

– Sí, hombre, ya lo sé -confesó ella, y se retiró del campo de batalla caminando hacia atrás.

Carl, que se consideraba uno de los mejores policías que había engendrado el reino de Dinamarca, se quedó con los hombros encorvados y se preguntó cómo diablos había pasado por alto algo tan elemental.


Llamaron del orfanato de Godhavn para decirle que ya habían encontrado al pedagogo jubilado John Rasmussen, y que al día siguiente iba a ir a Copenhague a visitar a su hermana y había comunicado que siempre había querido visitar la Jefatura de Policía, de modo que visitaría con sumo gusto a Carl hacia las diez o diez y media, si no tenía inconveniente. Carl no podía llamarlo, porque ésa era la política de la casa, pero podía llamar a la institución en caso de que surgiera algún problema.

No volvió a la realidad hasta haber colgado el receptor. El fracaso con Mona Ibsen había desconectado sus hemisferios cerebrales, y hasta ahora no había empezado a recomponer el rompecabezas. El educador social de Godhavn, el que había estado en Gran Canaria, iba a aparecer. Quizá hubiera sido interesante asegurarse de que el hombre recordaba al chico a quien llamaban Átomos antes de que Carl se ofreciera como guía en un paseo por Jefatura. En fin.

Aspiró profundamente y trató de arrojar de su organismo a Mona Ibsen y sus ojos de gata. En el caso Lynggaard había un montón de hilos sueltos que había que unir, así que se trataba de seguir adelante antes de caer en las garras de la autocompasión.

Una de las primeras cosas que debía hacer era enseñar a la asistenta Helle Andersen las fotos que había conseguido en casa de Dennis Knudsen. Quizá pudiera engatusarla también para una visita a Jefatura guiada por un subcomisario. Cualquier cosa con tal de no volver a ir en coche hasta el riachuelo de Tryggevaelde.

La llamó por teléfono y habló con su marido, que seguía diciendo que estaba de baja con un dolor de espalda increíble, pero que por lo demás sonaba asombrosamente sano. Le dijo «¿Qué hay, Carl?», como si alguna vez hubieran estado juntos de campamento y comido de la misma cazuela.

Oírlo hablar era como estar junto a la tía que nunca se casó. Sí, hombre, claro que llamaría a Helle si hubiera estado en casa, pero es que siempre estaba con algún cliente hasta las… Vaya, acababa de oír su coche aparcando. Pues sí, se había comprado un coche nuevo, y sí que había diferencia entre cómo sonaba uno de 1,3 litros y uno de 1,6. Y era verdad lo que decía el hombre de la tele, que esos Suzuki no te defraudaban nunca. No, no podía quejarse cuando había vendido el Opel viejo a buen precio. Siguió parloteando mientras por detrás su mujer anunciaba su llegada con voz estridente.

– ¡Ooleee! ¿Estás en casa? ¿Has amontonado la leña?

Ole tuvo suerte de que en la oficina de empleo no oyeran la pregunta.

Helle Andersen estuvo de lo más solícita cuando finalmente recuperó el aliento, y Carl le agradeció el buen recibimiento que había dispensado a Assad el otro día, y después le preguntó si podía recibir por correo electrónico un par de fotos que había escaneado.

– ¿Ahora? -preguntó, y a renglón seguido iba a contarle por qué no era buena idea-. Es que he traído a casa un par de pizzas. A Ole le gusta comerla con ensalada, y no queda tan bien si lo verde se ha hundido hasta el fondo de la masa de queso.

La asistenta llamó al cabo de veinte minutos, y sonaba como si aún tuviera el último bocado en la boca.

– ¿Has abierto el correo?

– Sí -confirmó la mujer. En aquel momento estaba viendo los tres documentos.

– Pincha en el primero. ¿Qué ves?

– Es ese Daniel Hale, del que su ayudante me enseñó una foto el otro día. No lo había visto nunca.

– Pincha en el segundo. ¿Qué me dices?

– ¿Quién es?

– Es lo que le pregunto yo. Se llama Dennis Knudsen. ¿Lo has visto alguna vez? ¿Tal vez con un par de años más que en esa fotografía?

– Desde luego, no con ese casco ridículo puesto -rió la mujer-. No, no lo he visto antes, estoy casi segura. Me recuerda a mi primo Gorm. Pero Gorm es por lo menos el doble de gordo.

Debía de venirle de familia.

– ¿Y la tercera fotografía? Aparece una persona hablando con Merete en el exterior de Christiansborg pocos días antes de que desapareciera. El hombre está de espaldas, pero ¿te suena de algo? La ropa, el pelo, el porte, la altura, la corpulencia, cualquier cosa.

Se produjo una pausa que anunciaba algo bueno.

– No sé, como ha dicho usted sólo se le ve la espalda. Pero puede que lo haya visto alguna vez. ¿Dónde pensaba que podría haberlo visto?

– Bueno, eso lo tienes que decir tú.

Vamos, Helle, pensó. No podía haber tantas ocasiones.

– Ya sé que está pensando en el hombre que entregó la carta. Lo vi de espaldas, pero llevaba otra ropa, o sea que no es tan fácil. Pero tiene un aire, lo que pasa es que no estoy segura.

– Entonces no digas nada, cariño -se oyó decir en segundo plano al comedor de pizzas a quien supuestamente le dolía la espalda. Fue difícil acallar un profundo suspiro.

– De acuerdo -repuso Carl-. Ahora quiero que veas esta última foto -dijo, y pinchó el icono de enviar.

– Veo una foto del chico que estaba también en la segunda foto, creo. Se llamaba Dennis Knudsen, ¿no? Aquí es un chaval, pero esa expresión divertida siempre se reconoce. Qué pómulos más graciosos. Seguro que conducía karts de chaval. Qué curioso, igual que mi primo Gorm.

Sería antes de que pesara quinientos kilos, habría querido añadir Carl.

– Mira al otro chico, al que está detrás de Dennis Knudsen. ¿Te dice algo?

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Hasta el de la espalda dolida cerró el pico. Carl dejó pasar el tiempo. No en vano se decía que la paciencia era la virtud del policía. Sólo se trataba de estar a la altura.

– De hecho, es bastante inquietante -se oyó por fin. La voz de Helle Andersen se desinfló de repente-. Es él. Estoy segurísima de que es él.

– ¿Te refieres al que le entregó la carta en casa de Merete?

– Sí -asintió la mujer. Volvió a producirse una pausa, como si la asistenta tuviera que adaptar la imagen del chico al paso del tiempo-. ¿Es el que buscan? ¿Cree que tiene algo que ver con lo que le pasó a Merete? ¿Tengo razones para temerlo?

Parecía preocupada de verdad. Y puede que en algún momento hubiera habido razones para ello.

– Han pasado cinco años, así que no tienes nada que temer, Helle. Estate tranquila -dijo Carl, mientras la oía suspirar-. Dices que estás convencida de que es la misma persona que el hombre de la carta. ¿Estás completamente segura?

– Tiene que ser él. Sí, completamente. Tiene unos ojos muy característicos, ¿no le ha pasado nunca? Uf, me hacen sentir rara.

Será la pizza, pensó Carl. Le dio las gracias, colgó y apoyó la espalda en el asiento.

Miró una de las fotos de prensa en color de Merete Lynggaard que había encima del expediente. En aquel momento sintió con más fuerza que nunca que era una especie de eslabón entre la víctima y el autor del crimen. Sí, por una vez se sentía seguro. Aquel Átomos había dicho adiós a su niñez y se había entregado a actos diabólicos, como se decía antes. La maldad que lo habitaba lo había llevado hasta Merete Lynggaard, y entonces las preguntas eran sólo el por qué, el dónde y el cómo. Puede que Carl no las respondiera nunca, pero ganas no le faltaban, desde luego.

Mientras tanto, una tía como Mona Ibsen ya podía esperar sentada con su alianza.


Después envió las fotos a Bille Antvorskov. Antes de cinco minutos ya tenía la respuesta en el correo. Sí, uno de los chicos de la fotografía podría parecerse al hombre que lo había acompañado a Christiansborg. Pero no se atrevía a asegurar que fuera él.

Carl estaba contento. Estaba seguro de que Bille Antvorskov nunca aseguraba nada sin haberlo analizado antes de arriba abajo.

Entonces sonó el teléfono, y no era Assad ni el hombre de Godhavn, como creía, sino de todos los seres del mundo, válgame el cielo, Vigga.

– ¿Dónde estás, Carl? -sonó su voz vibrante.

Carl intentó descifrar qué estaba pasando, pero no logró ningún resultado hasta que llegó la parrafada.

– La recepción ha empezado hace media hora y todavía no ha venido nadie. Tenemos diez botellas de vino y veinte bolsas de patatas fritas. Si tampoco vienes tú, me va a dar algo.

– ¿Hablas de tu galería?

Oyó cómo se sorbía las lágrimas, lo que le indicó que estaba a punto de echarse a llorar.

– No sé nada de ninguna recepción.

– Hugin envió cincuenta invitaciones anteayer -declaró, sorbiéndose las lágrimas por última vez, y a continuación surgió la auténtica Vigga-. ¿Por qué no puedo contar por lo menos con tu apoyo? ¡Tú has puesto dinero en esto!

– Pregúntaselo a tu espectro ambulante.

– ¿A quién llamas espectro? ¿A Hugin?

– ¿Es que tienes más cenutrios zanganeando por ahí?

– Hugin está por lo menos tan interesado como yo en que esto funcione.

Carl no lo dudaba. ¿Dónde iba a exhibir, si no, sus pedazos desgarrados a mano de anuncios de ropa interior y figuras rotas del Happy Meal de McDonald's, todo bien embadurnado con la pintura más barata del híper?

– Sólo te digo que si ese Einstein recordó echar las cartas al correo el sábado, como sostiene, la gente las leerá cuando vuelvan del trabajo más tarde.

– Oh, no, ¡qué putada! -gimió.

Había un tipo vestido de negro que aquella noche no se iba a comer un rosco. Qué placer.


Tage Baggesen llamó al marco de la puerta del despacho de Carl en el mismo instante en que éste encendía uno de esos cigarrillos que llevan horas pidiendo a gritos que los fumen.

– ¿Sí…? -dijo con los pulmones llenos de humo, reconociendo al hombre, que lucía una media curda llevada con gracia y esparció un aroma a coñac y cerveza por la estancia.

– Verá, siento haber terminado nuestra conversación por teléfono de forma tan brusca. Necesitaba tiempo para pensar, ahora que están saliendo cosas de todos modos.

Carl le pidió que tomara asiento y le preguntó si quería beber algo, pero el parlamentario movió una mano en señal de rechazo y con la otra encontró la silla. No, no parecía estar sediento.

– ¿A qué cosas se refiere? -preguntó Carl para que sonara como si tuviera más ases en la manga, lo que no era el caso en absoluto.

– Mañana voy a dejar mi puesto en el Parlamento -declaró Baggesen, mirando alrededor con ojos tristes-. De aquí voy directamente a ver al portavoz del grupo. Merete ya me advirtió que iba a pasar esto si no escuchaba, pero no la escuché. Y después hice lo que nunca debería haber hecho.

Carl entornó los ojos.

– Entonces está bien que hagamos tabla rasa antes de que se confiese ante Dios y los hombres.

Aquel hombre hecho y derecho asintió en silencio con la cabeza gacha.

– Compré acciones en 2000 y 2001 y gané dinero con ello.

– ¿Qué acciones?

– De todas clases. Y contraté a un nuevo asesor financiero que me recomendó invertir en fábricas de armas de Estados Unidos y Francia.

Al asesor del banco local de Allerød ni se le ocurría recomendar a Carl que invirtiera sus ahorros. Dio una profunda calada y apagó la colilla. Desde luego, no era la clase de decisiones por las que deseaban ser conocidos destacados miembros del partido pacifista Radicales de Centro, Carl lo comprendía perfectamente.

– También alquilé dos de mis propiedades a clínicas de masaje. Aunque al principio no lo sabía, después me enteré. Estaban en Stroby Egede, cerca de donde vivía Merete, y en la zona se hablaba de ello. En aquella época tenía muchos negocios. Por desgracia, fanfarroneé de mis negocios ante Merete. Estaba muy enamorado, y ella no me hacía ni caso. A lo mejor esperaba que se interesara más en mí si actuaba a lo grande, pero por supuesto, no se interesó -confesó, masajeándose el cuello con la mano-. Ella no era así.

Carl siguió el humo hasta que se dispersó por el despacho.

– ¿Y le pidió que lo dejara?

– No, no me lo pidió.

– ¿Entonces…?

– Dijo que a lo mejor le diría algo sin querer a su secretaria de entonces, Marianne Koch. La intención era clara. Con aquella secretaria, todos se enterarían enseguida. Merete me avisó, sin más.

– ¿Por qué se interesaba por sus cosas?

– No se interesaba. Esa era la razón de todo -declaró, suspirando y sujetando la cabeza con las manos-. Había intentado ligármela tanto tiempo que al final Merete sólo quería que la dejara en paz. Y en ese sentido consiguió su objetivo. Estoy seguro de que, si hubiera continuado presionándola, habría filtrado información sobre mí. No se lo reprocho. ¿Qué coño podía hacer, si no?

– Así que, ¿la dejó en paz pero continuó con sus negocios?

– Cancelé los contratos de alquiler con las clínicas de masaje, pero me quedé con las acciones. No las vendí hasta después del 11-S.

Carl asintió con la cabeza. Sí, mucha gente se había enriquecido gracias a aquella catástrofe.

– ¿Cuánto dinero ganó?

Baggesen levantó la mirada.

– Unos diez millones.

Carl adelantó el labio inferior.

– Entonces, ¿mató a Merete para que no lo desvelara?

El parlamentario dio un respingo. Carl reconoció el rostro asustado de la última vez que tuvo un cuerpo a cuerpo con él.

– ¡No, no! ¿Por qué habría de hacerlo? Lo que estaba haciendo no era ilegal. Simplemente habría ocurrido lo que de todas formas va a ocurrir hoy.

– ¿Iban a pedirle que dejara el grupo parlamentario en lugar de dejarlo por su propio pie?

Su mirada vagó por el despacho y no se sosegó hasta que encontró sus iniciales en la lista de sospechosos de la pizarra blanca.

– Ya puede borrar eso de ahí -repuso, levantándose.


Assad no entró a trabajar hasta las tres. Considerablemente más tarde de lo que cabía esperar de un hombre con tan escasa experiencia y un empleo tan precario. Carl pensó por un momento si merecía la pena echarle una bronca, pero el entusiasmo y el rostro jovial de Assad no invitaban a la emboscada.

– ¿Qué carajo has hecho todo este tiempo? -preguntó, señalando el reloj.

– Recuerdos de parte de Hardy, Carl. Me dijiste que fuera a visitarlo.

– ¿Has estado siete horas con Hardy? -se sorprendió Carl, volviendo a señalar el reloj.

Assad sacudió la cabeza.

– Le he contado lo que sabía del asesinato del ciclista, y ¿sabes qué ha dicho?

– Supongo que habrá dado pistas sobre el asesino.

Assad pareció sorprendido.

– Lo conoces bien, Carl. Pues sí, eso es exactamente lo que ha hecho.

– Supongo que con nombre y apellido.

– ¿Con nombre? No, pero ha dicho que había que buscar a una persona que fuera importante para los hijos de la testigo. Que no sería un profesor o un empleado de guardería, sino alguien con quien tuvieran una relación de mucha dependencia. El ex marido de la testigo, o un médico, o quizá alguien a quien los niños respetasen mucho. Un profesor de hípica o algo así. Pero tenía que ser alguien que tuviera relación con los dos niños. Ya se lo he dicho a los del segundo piso.

– ¡Vaya! -exclamó Carl, y puso los labios en punta. Era increíble lo bien que se expresaba Assad de repente-. Me imagino que Bak estará en la gloria.

– ¿En la gloria? -se extrañó Assad, rumiando la palabra-. A lo mejor. ¿Qué cara se pone entonces, o sea?

Carl se encogió de hombros. Volvía a ser el Assad de siempre.

– ¿Qué más has hecho? -preguntó, pensando que los movimientos de cejas de Assad daban a entender que se guardaba algo.

– Mira lo que tengo -dijo, sacando la gastada agenda de cuero de Merete Lynggaard de una bolsa de Lid y colocándola sobre la mesa-. ¿Qué te parece? ¿A que el tío es bueno?

Carl abrió la lista de teléfonos en la H y vio de inmediato la transformación. Sí, estaba hecho de maravilla. Donde antes había un número de teléfono tachado ahora ponía algo borrado pero perfectamente claro: Daniel Hale y 25772060. Era asombroso. Más asombroso que la velocidad a la que sus dedos teclearon para buscar en el registro central.

Tenía que encontrar los datos del abonado. Aunque fue en vano, claro.

– Pone que es un número desactivado. Llama a Lis y pídele que indague sobre el número enseguida. Dile que pueden haberlo dado de baja hace cinco años. No sabemos de qué operador de móviles era, pero estoy seguro de que ella lo averiguará. Date prisa, Assad -lo apremió, dándole una palmada en el hombro de granito.


Carl encendió un cigarrillo, se recostó e hizo un resumen mental.

Merete Lynggaard conoció al falso Daniel Hale en Christiansborg, seguramente coqueteó con él y a los pocos días rompió la relación. Que su nombre apareciera tachado en la lista de teléfonos parecía algo insólito en ella, casi un ritual. Fuera cual fuese la razón de su proceder, no cabe duda de que conocer al supuesto Daniel Hale había sido una experiencia fundamental en la vida de Merete.

Carl trató de imaginarla. La política guapa con toda la vida por delante que conoce a la persona equivocada. Un embustero, un hombre de torvas intenciones. Varios lo habían vinculado con el chico al que llamaban Átomos. La asistenta de Magleby sostenía que aquel chico era con toda probabilidad el hombre que entregó la carta con el saludo «Buen viaje a Berlín», y según Bille Antvorskov aquel Átomos era el que se presentó después como Daniel Hale. El mismo chico que la hermana de Dennis Knudsen afirmaba que había tenido mucha influencia en su hermano durante su infancia, y al parecer también el que muchos años después incitó a su amigo Dennis Knudsen a que chocara contra el coche del auténtico Daniel Hale, provocando así su muerte. Complicado, pero no tanto.

Muchas cosas habían ido amontonándose en la sección de indicios: estaba la extraña muerte de Dennis Knudsen poco después del accidente; estaba la exagerada reacción de Uffe al ver una foto viejísima de Átomos, que probablemente conoce después a Merete Lynggaard como Daniel Hale. Un encuentro que él se esforzó mucho por organizar.

Y por último estaba la desaparición de Merete Lynggaard.

Sintió que una sensación de acidez lo arañaba por dentro y casi deseó un sorbo de la goma arábiga de Assad.

A Carl no le gustaba esperar cuando no hacía falta. ¿Por qué coño no lo dejaban hablar con el puto pedagogo de Godhavn inmediatamente? Aquel Átomos tenía que tener nombre y número de registro civil. Algo que engarzara con el presente. Tenía que averiguarlo. ¡Ya!

Apagó la colilla, despegó de la pizarra blanca las viejas listas del caso y dejó que su mirada se deslizara por ellas.

SOSPECHOSOS:

1) Uffe

2) Mensajero desconocido. Carta sobre Berlín

3) La persona del restaurante Café Bankeråt

4) «Compañeros» de Christiansborg – TB +?

5) Robo con homicidio. ¿Cuánto dinero en el bolso?

6) Agresión sexual


INVESTIGAR:

Asistenta social de Stevns Telegrama

Secretarias del Parlamento

Testigos del transbordador de Schleswig-Holstein


Familia adoptiva después del accidente/antiguos compañeros de universidad. ¿Tenía tendencia a la depresión? ¿Estaba embarazada? ¿Enamorada?

Junto a «Mensajero desconocido» escribió entre paréntesis «Átomos haciendo de Daniel Hale». Después tachó las iniciales de Tage Baggesen y también la pregunta de si estaría embarazada, en la parte inferior del segundo folio.

Además del tercer punto, seguían quedando los puntos cinco y seis del primer folio. Una pequeña cantidad habría podido bastar para tentar el cerebro enfermo de un ladrón homicida, mientras que el punto seis, con su trasfondo de motivación sexual, no era verosímil, habida cuenta de las circunstancias y el tiempo limitado en el transbordador.

De las cuestiones del segundo folio seguían faltándole los testigos del transbordador, la familia adoptiva y los compañeros de estudios. En cuanto a los testigos, los informes no aportaban nada de nada, y el resto no importaba ya. Desde luego, suicidio no había sido.

Con esos folios no voy a ninguna parte, pensó, volvió a mirarlos un par de veces y los echó a la papelera. Con algo había que llenarla.

Cogió la lista de teléfonos de Merete Lynggaard y la puso a la altura de los ojos. Desde luego, el colega de Assad había logrado un resultado cojonudo. La tachadura había desaparecido por completo. Era realmente increíble.

– ¡Tienes que decirme quién te ha hecho esto! -gritó al otro lado del pasillo, pero Assad lo detuvo con un movimiento de la mano.

Vio que su ayudante tenía el teléfono pegado al oído y movía la cabeza asintiendo. No parecía animado, al contrario. Seguramente sería imposible encontrar al abonado del antiguo número de móvil que aparecía en la lista como perteneciente a Hale.

– ¿Había tarjeta en el móvil? -preguntó cuando Assad entró con su pedazo de papel, apartando el humo con un leve gesto desaprobador.

– Sí -respondió, pasando el papel a Carl-. Estaba a nombre de una chica de secundaria de la escuela Tjornelys de Greve. Informó que se lo habían robado del abrigo, que colgaba fuera de la clase, el lunes 18 de febrero de 2002. No denunció el robo hasta pasados unos días, y nadie sabe quién lo hizo.

Carl asintió en silencio: o sea que sabían quién era el abonado, pero no quién había robado el móvil y lo había usado. Tenía su lógica. Estaba seguro ya de que todo encajaba. La desaparición de Merete Lynggaard no había sido una sucesión de casualidades. Un hombre se le había acercado con intenciones turbias, como se decía, provocando una serie de acontecimientos cuyo resultado fue que desde entonces nadie había vuelto a ver a la guapa parlamentaria. Entretanto habían transcurrido más de cinco años. Naturalmente, Carl se temía lo peor.

– Lis pregunta, entonces, si tiene que seguir con el caso -añadió Assad.

– ¿Cómo?

– Si tiene que intentar establecer una conexión entre las conversaciones hechas desde el teléfono fijo del despacho de Merete Lynggaard y este número -aclaró Assad, señalando el papel donde estaban escritos los datos de la chica con bastante buena letra: «25772060, Sanne Jonsson, Tvaerager 90, Greve Strand». Así que Assad era capaz de escribir de manera legible.

Carl sacudió la cabeza para sí. ¿Sería posible que hubiera olvidado pedir que se comparasen las listas de llamadas? Tendría que empezar a usar un cuaderno antes de que el Alzheimer lo atacara en serio.

– Desde luego -respondió con firme naturalidad. Tal vez así se descubriera una cronología que permitiera establecer una pauta en el desarrollo y término de la relación entre Merete Lynggaard y el falso Daniel Hale.

– Pero necesitará un par de días, Carl. Lis no tiene tiempo ahora, y dice que va a ser bastante difícil cuando ha pasado tanto tiempo, o sea. Puede que no saquemos nada en limpio -dijo con expresión triste.

– Venga, Assad, dime quién ha sido capaz de hacer un trabajo tan impresionante -insistió Carl mientras sopesaba la agenda de Merete en la mano.

Pero Assad no quería.

Carl iba a explicarle que andar con secretos no iba a hacer ningún bien a sus probabilidades de mantener el puesto, pero entonces sonó el teléfono.

Era el responsable de Egely, y su aversión por Carl rezumaba del receptor.

– Sepa usted que Uffe Lynggaard abandonó la residencia el viernes poco después de que usted lo sometiera a terribles ultrajes. No sabemos dónde está. La policía de Frederikssund está sobre aviso, pero si le ha ocurrido algo grave, Carl Mørck, ya me encargaré de arruinar su carrera.

Después colgó bruscamente, dejando a Carl ante un silencio resonante.

A los dos minutos llamó el jefe de Homicidios y le pidió que apareciera por su despacho. No hacían falta más explicaciones, Carl conocía el tono.

Tenía que subir al segundo piso, y además enseguida.

Загрузка...