Al día siguiente todo el mundo le contó a Carl la actuación del jefe de Homicidios, Marcus Jacobsen, en la televisión. Los que viajaban con él en el metro, los agentes de la Unidad de Intervención Rápida y todos los del segundo piso que se tomaron la molestia de dignarse hablar con él. Todos lo habían visto. El único que no lo había visto era Carl.
– ¡Enhorabuena! -le gritó una de las secretarias en la plaza frente a Jefatura, mientras la gente pasaba a su lado. Era de lo más extraño.
Cuando asomó la cabeza en la caja de zapatos que era el despacho de Assad, se encontró enseguida con un rostro agrietado por una sonrisa. De manera que Assad también estaba al corriente.
– ¿Estás contento ahora, entonces?
– ¿Contento? ¿Por qué?
– ¡Huy! Marcus Jacobsen dijo maravillas de nuestro departamento y de ti. Las cosas más bonitas de principio a fin, para que lo sepas. Ya podemos estar orgullosos los dos, es lo que dijo mi mujer, o sea -y le guiñó un ojo. Mala costumbre-. Y te ascienden a comisario.
– ¿Qué?
– Pregunta a la señora Sørensen. Tiene papeles para ti, tenía que decírtelo sin falta.
Podía haberse ahorrado el esfuerzo, porque el taconeo de la bruja se oía ya por el pasillo.
– Enhorabuena -se forzó a decir la secretaria mientras le dirigía una sonrisa amable a Assad-. Estos son los impresos que tienes que rellenar. El cursillo empieza el lunes.
– Una mujer encantadora -comentó Assad cuando la secretaria sacó de allí su metódico cuerpo-. ¿De qué cursillo hablaba, Carl?
Este suspiró.
– Antes de convertirte en comisario de policía hay que pasar por el banco de la escuela, Assad.
Assad adelantó su labio inferior.
– ¿Vas a estar fuera?
Carl sacudió la cabeza.
– No voy a estar fuera para nada.
– Pues no lo entiendo.
– Ya lo entenderás. Y ahora cuéntame qué pasó cuando estuviste con Hardy ayer.
Los ojos de Assad se pusieron como canicas.
– No me gustó nada. Un hombre grande, quieto bajo el edredón. Sólo se le veía la cara.
– ¿Hablaste con él?
Assad asintió en silencio.
– No fue fácil, porque me dijo que me fuera. Y después apareció una enfermera que quiso echarme. Pero no pasó nada. De hecho era muy bonita a su manera -declaró sonriendo-. Creo que me lo notó, así que se fue enseguida.
Carl le dirigió una mirada vacía. Había veces en que lo invadía el sueño de emigrar a Tombuctú.
– ¡Hardy! Assad, ¡te he preguntado por Hardy! ¿Qué dijo? ¿Le leíste alguna de las fotocopias?
– Sí, durante dos horas y media, pero después se durmió.
– ¿Y…?
– Pues eso, que estuvo dormido.
Carl envió un mensaje del cerebro a las manos: todavía no era legal estrangularlo. Assad sonrió.
– Pero volveré. Cuando me fui, la enfermera me dijo adiós con mucha cortesía.
Carl volvió a tragar saliva.
– Ya que tienes tan buena mano con las tías, voy a pedirte que vuelvas a subir a ablandar a las secretarias.
Assad se animó. Aquello era mejor que andar con guantes de goma verdes, saltaba a la vista.
Carl se quedó un rato sentado, mirando al vacío. No podía quitarse de la cabeza la conversación telefónica con Karen Mortensen, la asistenta social de Stevns. ¿Había un túnel de entrada a la mente de Uffe? ¿Podía abrirse? ¿Existirían explicaciones sobre la desaparición de Merete Lynggaard en algún lugar de su interior y bastaría con apretar el botón adecuado? ¿Y podía utilizar el accidente de coche para dar con el botón? Cada vez tenía más necesidad de saber.
Detuvo a su asistente cuando salía por la puerta.
– Assad, otra cosa. Tienes que conseguirme toda la información posible sobre el accidente de coche en el que fallecieron los padres de Merete y Uffe. Todo. Fotografías, el atestado de Tráfico, recortes de periódico. Que te ayuden las secretarias. Quiero tenerlo en un santiamén.
– ¿Santiamén?
– Significa rápido, Assad. Hay un tío llamado Uffe con quien me gustaría hablar un poco sobre el accidente.
– ¿Hablar? -murmuró Assad, y se quedó pensativo.
Tenía una cita durante el descanso para almorzar a la que no tenía ni puñeteras ganas de ir. Vigga llevaba incordiándolo desde la tarde anterior para que fuera a ver su maravillosa galería. Estaba en Nansensgade, no era el peor sitio del mundo, pero por otra parte costaba un ojo de la cara. Nada en el mundo podía despertar en Carl entusiasmo ante la perspectiva de tener que rascarse el bolsillo para que un pintor de brocha gorda llamado Hugin pudiera colgar sus cuadros junto a las pinturas rupestres de Vigga.
Al salir de Jefatura se encontró con Marcus Jacobsen en el vestíbulo. Se dirigía directamente hacia él con paso firme, con la mirada clavada en el suelo de terrazo con diseño de esvásticas. Sabía perfectamente que Carl lo había visto. No había nadie en Jefatura que registrase tantas cosas como Marcus Jacobsen; no se le notaba, pero así era. No era ninguna casualidad que fuera el jefe.
– Me dicen que me has elogiado, Marcus. ¿Cuántos casos has dicho a los periodistas que habíamos investigado ya en el Departamento Q? Y además con uno de ellos a punto de resolverse, según tú. No sabes cómo me alegro de oírlo. ¡Es una noticia excelente!
El jefe de Homicidios lo miró a los ojos. Era una mirada para imponer respeto. Sabía muy bien que había exagerado un poco. Y sabía muy bien por qué. En aquel momento sus ojos transmitían aquel saber. El Cuerpo ante todo. El dinero era el medio. El objetivo ya se encargaría de definirlo el jefe de Homicidios.
– Bueno -replicó Carl-. Más vale que siga mi camino, a ver si consigo resolver un par de casos más antes del almuerzo.
Al llegar a la puerta de salida se volvió.
– Marcus, ¿cuántas escalas de sueldo voy a subir? -gritó, mientras el jefe de Homicidios se desdibujaba tras las sillas de bronce de la pared-. A propósito, Marcus, ¿has hablado con la psicóloga ésa?
Salió a la luz y se quedó un rato guiñando los ojos hacia el sol. Nadie iba a decidir cuántas medallas tenía que llevar en la pechera del uniforme de gala. Si Carl conocía bien a Vigga, para entonces ya se había enterado de que iba a ascender, y el aumento de sueldo se esfumaría. ¿Quién coño quería ir a un cursillo para eso?
El local que Vigga había elegido era una antigua tienda de labores de punto que después había sido una editorial, el despacho de una imprenta, un almacén de importación de objetos de arte y una tienda de CD, y de la instalación original sólo quedaba el techo de vidrio opalescente. Tendría como mucho treinta y cinco metros cuadrados, pero tenía su encanto, se daba cuenta. Un escaparate grande hacia el callejón que daba a los lagos, vistas a la pizzería, a los patios traseros de frondosa vegetación y casi al lado del Bankeråt, donde Merete Lynggaard había ido a cenar un par de días antes de su muerte. Nansensgade no estaba nada mal, tenía sus cafés y sitios agradables. Un auténtico idilio parisino.
Se volvió y justo entonces vio a Vigga y al tío pasar junto al escaparate de la panadería. Ocupaba la calle con la naturalidad y el colorido de un torero en la plaza de toros. Su ropa de artista desplegaba todos los colores de la paleta. Vigga siempre había sido divertida. No podía decirse lo mismo del homúnculo de aspecto enfermizo, con su ropa negra ajustada, tez blanca como la nieve y ojeras, cuyos congéneres estarían en ataúdes forrados de plomo de una película de Drácula.
– ¡Cariñooo! -gritó ella al cruzar Ahlefeldtsgade.
Aquello iba a salir caro.
Para cuando el espectro escuálido terminó de medir el maravilloso local, Vigga le había comido el tarro a Carl. Sólo tenía que pagar dos terceras partes del alquiler, ya se encargaría ella del resto.
Vigga extendió los brazos.
– El dinero va a entrar a espuertas, Carl.
Ya, o salir a espuertas, pensó Carl, calculando que la parte que le correspondía eran dos mil seiscientas coronas al mes. Después de todo, tal vez tuviera que ir al puto cursillo de comisario.
Se sentaron en el Café Bankeråt para estudiar el contrato, y Carl miró en derredor. Merete Lynggaard había estado allí. Y apenas dos semanas después desapareció de la faz de la tierra.
– ¿Quién es el dueño? -preguntó a una de las chicas de la barra.
– Jean-Yves, está sentado ahí -contestó la chica señalando a un tipo de aspecto sólido. No tenía nada de exquisitamente delicado ni de francés.
Carl se levantó y sacó la placa de policía.
– Oye, ¿cuánto tiempo llevas siendo el dueño de este restaurante tan fino? -le interrogó, enseñando la placa. A juzgar por la sonrisa complaciente del tipo, no era necesario, pero de vez en cuando había que desempolvar el chisme.
– Cogí el negocio en 2002.
– ¿Recuerdas en qué época del año?
– ¿De qué se trata?
– De la parlamentaria Merete Lynggaard. Tal vez recuerdes que desapareció.
El dueño asintió en silencio.
– Y había estado aquí. No mucho antes de morir. ¿Estabas aquí entonces?
El hombre sacudió la cabeza.
– Me traspasó el negocio un amigo mío el 1 de mayo de 2002, pero recuerdo que a él le preguntaron a ver si alguien de aquí recordaba quién la acompañaba. Pero nadie lo recordaba -declaró sonriendo-. Si hubiera estado yo, tal vez lo habría recordado.
Carl le devolvió la sonrisa. Sí, tal vez. Parecía listo.
– Pero llegaste un mes tarde. Así es la vida -replicó Carl, dándole la mano.
Mientras tanto, Vigga había estampado su firma en todo lo que le ponían delante. Siempre había sido generosa con su firma.
– Déjame echarles un vistazo -dijo Carl, quitándole a Hugin los papeles de las manos.
Puso desafiante el contrato con un montón de letra pequeña en la mesa, ante sí, y sus ojos se desenfocaron inmediatamente. Toda esa gente que anda por el mundo sin saber lo que puede ocurrirles, pensó. En este local estuvo Merete Lynggaard pasándolo bien mientras miraba por la ventana una fría noche de febrero de 2002.
¿Había esperado otra cosa de la vida, o podía pensarse realmente que ya entonces presentía que a los pocos días iba a desaparecer en las heladas aguas del Báltico?
Cuando volvió, Assad estaba aún atareado con las secretarias, cosa que le venía de perlas a Carl. El impacto de estar con Vigga y su espectro ambulante lo había dejado desfallecido. Sólo un saludable tratamiento a base de tener los pies encima de la mesa y los pensamientos bien sumergidos en el país de los sueños podría restablecerlo.
Llevaría así unos diez minutos cuando su estado de meditación se vio interrumpido por una sensación que todos los policías conocen a la perfección y que las mujeres llaman intuición. Era el desasosiego de la experiencia lo que bullía en su subconsciente. La sensación de que una serie de acciones concretas iban a conducir inevitablemente a un resultado dado.
Abrió los ojos y miró los folios que había sujetado con un imán en su pizarra blanca.
Después se levantó y tachó «Asistenta social de Stevns» de uno de los folios, de forma que bajo el epígrafe «Investigar» ahora ponía «Telegrama – Secretarias del Parlamento – Testigos del transbordador de Schleswig-Holstein».
Puede que de alguna manera la secretaria supiera algo del telegrama a Merete Lynggaard. A fin de cuentas, ¿quién había recibido el telegrama en Christiansborg? ¿Por qué suponía con tal seguridad que lo recibió Merete Lynggaard en propia mano? En aquella época ningún otro parlamentario tenía tantas tareas como ella. De modo que lógicamente el telegrama tuvo que pasar en algún momento por las manos de su secretaria. No porque sospechase que la secretaria de una vicepresidenta de grupo metiera la nariz en los asuntos privados de su jefa, pero aun así…
Era ese aun así lo que lo molestaba.
– Ya hemos recibido la respuesta de TelegramsOnline, Carl -declaró Assad desde la puerta.
Carl levantó la mirada.
– No sabían qué había escrito, pero sí que registraron quién lo envió. Es un nombre bastante divertido, o sea -continuó, mirando la nota-. Se llamaba Tage Baggesen. Me han dado el número de teléfono desde el que encargó el telegrama. Dicen que es del Parlamento. Sólo quería decirte eso.
Dio la nota a Carl y se dirigió hacia la puerta.
– Estamos investigando el accidente de coche. Me esperan arriba.
Carl asintió con la cabeza. Después cogió el teléfono y marcó el número del Parlamento.
La voz que respondió pertenecía a una secretaria de la oficina de los Radicales de Centro.
Se mostró solícita, pero por desgracia tenía que comunicarle que Tage Baggesen estaba de viaje en las islas Feroe el fin de semana. ¿Quería dejar algún recado?
– No, es igual -respondió Carl-. Ya hablaré con él el lunes.
– Entonces debo decirle que Baggesen tiene mucho que hacer el lunes. Más vale que lo sepa.
Después pidió que lo pusieran con la oficina de los Demócratas.
Esta vez fue una secretaria muy cansada quien lo atendió al teléfono, y no respondió inmediatamente. ¿No había sido una tal Søs Norup, secretaria de Merete Lynggaard en la última época?
Efectivamente, así era.
Desde luego, nadie la recordaba de manera especial, pues estuvo poco tiempo en el puesto, pero una de las otras secretarias de la oficina intervino para decir que Søs Norup venía de la Asociación Danesa de Abogados y Economistas, y que había vuelto allí en vez de seguir con el sustituto de Merete Lynggaard. «Era una cuadriculada», se oyó de pronto por detrás, y aquello debió de ayudar a refrescar la memoria de muchas.
Sí, pensó Carl satisfecho. Los más fáciles de recordar son los hijoputas buenos y estables como nosotros.
Entonces llamó a la Asociación Danesa de Abogados y Economistas y sí, todos los del secretariado conocían a Søs Norup. Y no, no había vuelto a trabajar allí. Se había desvanecido.
Colgó el auricular y sacudió la cabeza. De repente todas sus pistas se habían convertido en callejones sin salida. No le parecía precisamente excitante tener que andar tras una secretaria que tal vez recordaba algo sobre un telegrama, lo que tal vez señalaría a una persona concreta que tal vez estuvo cenando con Merete Lynggaard y que tal vez supiera algo acerca del estado mental de aquélla cinco años antes. Así que lo mejor era subir a averiguar hasta dónde había llegado Assad con las secretarias de Jefatura y el maldito accidente de coche.
Los encontró en uno de los despachos laterales, alrededor de una mesa rebosante de faxes, fotocopias y todo tipo de papeles. Era como si Assad hubiera instalado una oficina electoral en una campaña presidencial. Tres secretarias parloteaban entre ellas mientras Assad servía té y asentía con la cabeza aplicadamente cada vez que la conversación avanzaba un pasito más. Un esfuerzo impresionante.
Carl golpeó con cuidado el marco de la puerta.
– Vaya, parece que habéis encontrado un montón de documentación para nosotros -comentó, señalando los papeles y sintiéndose el hombre invisible. Sólo la señora Sørensen tuvo tiempo para dirigirle la mirada, y Carl habría preferido pasarse sin ella.
Volvió al pasillo y por primera vez desde los tiempos de la escuela lo invadieron los celos.
– ¿Carl Mørck? -dijo una voz a su espalda, sacándolo de la sensación de derrota que lo embargaba y devolviéndolo al sendero victorioso-. Marcus Jacobsen dice que quieres hablar conmigo. ¿Quieres que te dé hora?
Se volvió y vio justo enfrente los ojos de Mona Ibsen. ¿Dar hora?
Sí, ostras.