La pesadilla empezó ya en el quiosco de la estación de Allerød. El número especial de Gossip para Semana Santa llegaba un día antes de lo normal, y todos los que tenían un mínimo contacto con Carl sabían que había precisamente una foto de él, el subcomisario Carl Mørck, en una esquina de la primera plana justo debajo de la noticia estrella acerca de la inminente boda entre el príncipe y su novia francesa.
Un par de vecinos, incómodos, hicieron como que no lo veían mientras compraban bocadillos y fruta. «Agente de la policía amenaza a periodista», atronaba el titular, y debajo, en letra pequeña, ponía: «La verdad sobre el tiroteo de Amagen».
El hombre del quiosco pareció decepcionado cuando Carl no quiso invertir personalmente en la noticia, pero ya le valía a Pelle Hyttested, y no iba a contribuir a que se sacara los garbanzos a su costa.
En el tren le dirigieron muchas miradas, y Carl volvió a sentir la presión del pecho.
En Jefatura no mejoraron las cosas. Había terminado el día anterior teniendo que dar explicaciones en el despacho del jefe a causa de la huida de Uffe Lynggaard, y ahora volvían a reclamarlo de arriba.
– ¿Qué miráis, papanatas? -gruñó a un par de agentes que no parecían estar precisamente tristes por él.
– Verás, Carl, la cuestión es qué voy a hacer contigo -comenzó Marcus Jacobsen-. Me temo que la semana que viene los titulares van a decir que has sometido a maltrato psicológico a una persona retardada. Te das cuenta de lo que puede inventar la prensa si Uffe Lynggaard muere, ¿verdad?
Señaló el interior de la revista. Había un artículo con una foto de Carl enfadado que un fotógrafo le había hecho unos años antes. Carl recordaba perfectamente cómo expulsó a patadas a la prensa de la zona acordonada en torno al lugar del crimen, y lo furiosos que se pusieron los periodistas.
– Te lo pregunto de nuevo: ¿qué hacemos contigo, Carl?
Carl cogió la revista y ojeó cabreado el contenido del texto inserto entre los colorines de la página. Aquellos periodistas chismosos eran unos descastados, especialistas en arrastrar a un hombre por el fango.
– No he hecho ninguna declaración acerca de ese caso a nadie de Gossip -aseguró-. Lo único que dije fue que habría dado mi vida por Hardy y Anker, nada más. No les hagas caso, Marcus, o pon a trabajar a uno de los abogados.
Alejó la revista de un empujón y se levantó. Lo que había dicho no era más que la pura verdad. ¿Qué carajo pensaba hacer Marcus ante aquello? ¿Despedirlo, tal vez? Conseguiría sin duda unos buenos titulares.
Su jefe lo miró resignado.
– Han llamado del magacín policíaco Comisaría 2 de la segunda cadena, querían hablar contigo. Les he dicho que ya podían ir olvidándolo.
– Vale -dijo Carl. Seguramente al jefe no le quedó otra opción.
– Me han preguntado si había algo de cierto en el artículo de Gossip acerca de ti y él tiroteo de Amager.
– Vaya. Me gustaría saber qué les has respondido.
– Les he dicho que todo eso eran chorradas sin fundamento.
– Bien, de acuerdo -aprobó Carl, asintiendo enérgicamente con la cabeza-. ¿Tú también lo crees?
– Carl, escucha. Llevas mucho tiempo en el cuerpo. ¿Cuántas veces han acorralado a un compañero tuyo? Piensa en la primera vez que andabas de patrulla nocturna en Randers o dondequiera que fuese y de repente te topaste con una cuadrilla de palurdos borrachos a los que no les gustaba tu uniforme. ¿Recuerdas la sensación? Y con los años se producen de vez en cuando situaciones mil veces peores que ésa. Me ha pasado a mí, les ha pasado a Lars Bjørn y a Bak, y a un montón de viejos compañeros que hoy en día se dedican a otras cosas. Peligro para sus vidas. Con hachas y martillos, barras metálicas, cuchillos, botellas de cerveza rotas, escopetas de caza y otras armas de fuego. ¿Y quién sabe hasta cuándo se puede aguantar y cuándo no se puede más? Es imposible saberlo, ¿no? Todos nosotros las hemos pasado putas alguna vez. Si no, no eres un policía como es debido, ¿verdad? A veces tenemos que ir hasta donde cubre, es nuestro trabajo.
Carl asintió en silencio y notó que sentía la presión del pecho de otra manera.
– ¿Cuál es la conclusión de todo eso, jefe? -preguntó, señalando el semanario-. ¿Cuál es tu opinión? ¿Qué piensas de eso?
El jefe de Homicidios miró a Carl con sosiego, y sin decir ni una palabra abrió la ventana que daba al Tívoli, se inclinó hacia delante, cogió la revista e hizo como que se limpiaba el culo con ella, se volvió hacia la ventana y la arrojó a la calle.
Imposible decirlo más claramente.
Carl sonrió para sí. Un transeúnte iba a conseguir un programa de la tele gratis.
Asintió con la cabeza a su jefe. Había sido de lo más conmovedor.
– Estoy a punto de aportar más información sobre el caso Lynggaard -declaró en justa correspondencia, y se quedó esperando a que le dijeran que podía irse.
El jefe de Homicidios movió la cabeza arriba y abajo en reconocimiento. Era en esa clase de situaciones cuando se veía por qué era tan apreciado y por qué había podido conservar a su encantadora mujer durante más de treinta años.
– Y Carl, recuerda que sigues sin haberte apuntado al cursillo de promoción -añadió-. Quiero que lo hagas antes de pasado mañana, ¿entendido?
Carl asintió con la cabeza, pero aquello no significaba nada. Si el jefe insistía en la formación complementaria, tendría que darse una vuelta por el sindicato.
Los cuatro minutos que duró el trayecto desde el despacho del jefe de Homicidios hasta el sótano fueron un tormento de miradas burlonas y actitudes de reprobación. Eres una vergüenza para nosotros, decían algunas de las miradas; que os den, pensó él. Mejor harían dándole su apoyo. Si lo hicieran, no se sentiría como si un buey bien cebado estuviera dándole cornadas en el pecho.
Incluso Assad había leído el artículo en el sótano, pero al menos él le dio una palmada en la espalda. Pensaba que la foto de la portada estaba bien hecha, pero que la revista era muy cara. Era estimulante conocer otros puntos de vista.
A las diez en punto llamaron de recepción.
– Hay un hombre que dice que está citado contigo -informó el policía de guardia con frialdad-. ¿Esperas a un tal John Rasmussen?
– Sí, enviadlo al sótano.
Cinco minutos más tarde oyeron pasos vacilantes en el pasillo, seguidos de una voz cautelosa.
– ¡Hola! ¿Hay alguien?
Carl atravesó con desgana el vano de la puerta y vio frente a sí a un anacronismo vestido con jersey islandés, pantalones de pana y demás parafernalia del sesenta y ocho.
– Soy John Rasmussen, el que era pedagogo en Godhavn. Tenemos una cita -se presentó, extendiendo la mano con una singular mirada acechante-. Oiga, ¿no es usted el que aparece hoy en la portada de una revista?
Era para volverse loco. La gente vestida como él debería abstenerse de mirar esas cosas.
De entrada, quedó claro que John Rasmussen recordaba a Átomos, y por eso acordaron repasar el caso antes de la visita guiada. Aquello daba a Carl la oportunidad de quitárselo de encima con una mini visita a la planta baja y después una ojeada rápida a los patios interiores.
El hombre parecía simpático, aunque minucioso. En opinión de Carl, no era en absoluto el tipo de persona adecuada para entretener a golfos inadaptados. Pero seguramente había muchas cosas que Carl no sabía acerca de los golfos inadaptados.
– Le enviaré por fax lo que tenemos en el orfanato, ya lo he consultado con la secretaría y podemos hacerlo. Aunque he de decirle que no es gran cosa. El expediente de Átomos desapareció hace unos años, y cuando lo encontramos detrás de una estantería faltaban al menos la mitad de los informes -dijo sacudiendo la cabeza, y al hacerlo la piel floja de su cuello bailó de un lado a otro.
– ¿Por qué lo llevaron a su orfanato?
El hombre se encogió de hombros.
– Ya sabe, problemas en casa, y después alojarlo en una familia adoptiva quizá no fuera la mejor opción. Después llega la reacción, y a veces se pasa de rosca. Por lo visto era un buen chico, pero tenía poco que hacer y demasiado coco. Una mala combinación. Se ve constantemente en los guetos de trabajadores inmigrantes. Esos jóvenes tienen que desfogar la energía contenida.
– ¿Era delincuente?
– En cierto modo, sí, supongo, pero eran cosas sin importancia, creo. Sí, bueno, era capaz de cabrearse mucho, pero no recuerdo que estuviera en Godhavn por violento. No, no recuerdo nada así; claro que han pasado ya más de veinte años, ¿verdad?
Carl sacó el cuaderno.
– Voy a hacerle unas preguntas rápidas, y le agradecería que respondiera de manera breve. Si no puede responder, pasamos a la siguiente. Siempre puede volver a la pregunta si encuentra después la respuesta. ¿De acuerdo?
El hombre saludó amablemente con la cabeza a Assad, que le ofreció uno de sus ardientes y pegajosos brebajes en una tacita pintada con flores amarillas. El hombre la aceptó sonriendo. Ya se arrepentiría, ya.
Después miró a Carl.
– Sí -asintió-, de acuerdo.
– ¿Nombre del chico?
– Parece que se llamaba Lars Erik o Lars Henrik, algo así. El apellido era corriente, creo que Petersen, pero ya lo escribiré en el fax.
– ¿Por qué lo llamaban Átomos?
– Tenía que ver con el trabajo de su padre. Por alguna razón, tenía a su padre en un pedestal. Lo había perdido unos años antes, pero creo que su padre había sido ingeniero y había hecho algo para la estación de pruebas atómicas de Risø, o algo así. Pero podrá investigar eso cuando tenga el nombre y el número de registro civil del chico.
– ¿Siguen teniendo el número de registro civil?
– Sí, había desaparecido con otras cosas de la carpeta, pero teníamos un sistema de contabilidad relativo a las subvenciones de los municipios y del estado, y ahora se ha incorporado al expediente.
– ¿Cuánto tiempo estuvo el chico en la institución?
– Creo que unos tres o cuatro años.
– Eso es bastante tiempo, teniendo en cuenta su edad, ¿no?
– Sí y no. Sucede a veces. No podía seguir en el sistema. No quería ir a otra familia adoptiva, y su propia familia no estuvo en condiciones de albergarlo hasta entonces.
– ¿Han tenido noticias suyas? ¿Sabe qué ha sido de él?
– Lo vi casualmente varios años después, y parecía que le iban bien las cosas. Fue en Helsingor, creo. Debía de trabajar de camarero o de primer oficial, algo así. Al menos iba vestido de uniforme.
– ¿Quiere decir que era marino?
– Sí, creo que sí. Algo así.
Tengo que pedir la lista de la tripulación del transbordador de Schleswig-Holstein a Scandlines, pensó Carl. A saber si se la pidieron los de la Brigada Móvil. Carl volvió a ver frente a sí el rostro contrito de Bak en el despacho del jefe, el jueves anterior.
– Un momento -interrumpió al hombre, y gritó a Assad que subiera al despacho de Bak y le preguntara si habían pedido la lista de la tripulación del transbordador en el que desapareció Merete Lynggaard y, en caso afirmativo, a ver dónde estaba.
– ¿Merete Lynggaard? ¿Esto tiene que ver con ella? -preguntó el hombre con mirada embelesada antes de dar un enorme sorbo de té espeso.
Carl le dirigió una sonrisa que irradiaba lo contento que le ponía que se lo hubiera preguntado. Y después siguió sin más con el turno de preguntas, sin responder.
– ¿El chico tenía rasgos de psicópata? ¿Recuerda si era capaz de mostrar empatía?
El pedagogo miró sediento su taza vacía. Por lo visto era de los que pusieron a prueba las papilas gustativas en los macrobióticos años sesenta. Después arqueó sus cejas grises.
– Muchos de los chicos que nos vienen tienen trastornos emocionales. Naturalmente, a algunos de ellos se les hace un diagnóstico, pero no recuerdo si fue el caso con Átomos. Creo que sí era capaz de mostrar empatía. Al menos solía estar preocupado por su madre.
– ¿Tenía alguna razón para ello? ¿Era drogadicta o algo así?
– No, qué va. Creo recordar que estaba bastante enferma. Por eso tuvo que esperar tanto tiempo para volver con su familia.
La visita guiada posterior fue breve. John Rasmussen resultó ser un observador incansable que comentaba cuanto veía. Si hubiera dependido de él, habrían pasado revista a cada metro cuadrado del edificio de Jefatura. Ningún detalle era nimio para el hombre, de modo que Carl hizo como si tuviera un busca en el bolsillo que había empezado a pitar.
– Lo siento. Es la señal de que ha habido un asesinato -declaró con cara seria, que contagió enseguida al pedagogo-. Me temo que debemos dejarlo. Muchas gracias, John Rasmussen. Entonces, espero que me envíe un fax antes de un par de horas, ¿de acuerdo?
En el despacho de Carl el silencio era prácticamente total. Ante él había una nota donde ponía que Bak no sabía nada de ninguna lista de tripulación. ¿Qué coño había esperado?
Desde el cuchitril de Assad llegaban rezos apagados de la alfombra para orar, pero por lo demás reinaba el silencio. Carl había tenido mucho ajetreo y estaba agotado. El teléfono estuvo sonando durante una hora debido al puñetero artículo de la revista del corazón. Desde la directora de la policía, que quería darle unos consejos, hasta las radios locales, redactores de páginas web, escritores de revistas y todo tipo de bichos que pululaban en los márgenes del mundo mediático. Por lo visto, a la señora Sørensen del segundo piso le divertía pasarle absolutamente todas las llamadas, de modo que Carl puso el teléfono en modo silencio y activó la función de identificación de llamadas. El problema era que nunca había tenido buena memoria para los números, pero así se quitaba el muerto de encima.
El fax del pedagogo de Godhavn, Rasmussen, fue lo primero que lo sacó del sopor en el que se había sumido voluntariamente.
Tal como esperaba, John Rasmussen era un hombre educado que le agradeció la visita y lo alabó por haberse tomado la molestia de enseñarle las instalaciones. Las páginas siguientes eran los documentos prometidos y, pese a su brevedad, aquella información valía su peso en oro.
El chico a quien llamaban Átomos se llamaba realmente Lars Henrik Jensen, número de registro civil 020172-0619, había nacido en 1972 y actualmente tendría treinta y cinco años. O sea, que Merete Lynggaard y él tenían más o menos la misma edad.
Un nombre de lo más corriente, Lars Henrik Jensen, pensó, cansado. ¿Por qué diablos no habían estado ni Bak ni ninguno de los de la Brigada Móvil lo suficientemente despiertos para pedir la lista de los tripulantes del transbordador de Schleswig-Holstein? A saber si habría alguna posibilidad de conseguir la lista del personal de guardia de aquella fecha.
Puso los labios en punta. Desde luego, sería un paso de gigante si resultara que en aquella época el tipo trabajaba en el transbordador de Schleswig-Holstein, pero eso era algo que esperaba poder aclarar haciendo una consulta en Scandlines. Se quedó un rato revisando de nuevo los faxes, y a continuación agarró el receptor para telefonear a la oficina principal de la compañía.
Oyó una voz antes de llegar a teclear el número. Por un instante pensó que sería Lis, del segundo piso, pero entonces resonó la voz aterciopelada de Mona Ibsen, haciendo que contuviera el aliento.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. Ni siquiera ha dado el tono.
Sí, también a él le gustaría saberlo. Debían de haberle pasado la llamada en el momento en que levantó el receptor.
– He visto el Gossip de hoy -dijo Mona Ibsen.
Carl maldijo en voz queda. Ella también. Si aquella revista de mierda supiera cuántos nuevos lectores había tenido aquella semana gracias a él, colocarían su retrato de manera permanente bajo el logotipo de la portada.
– Es una situación bastante especial, Carl. ¿Qué ha significado para ti?
– Por supuesto, no ha sido lo mejor que me ha ocurrido, no tengo problema en reconocerlo -admitió.
– Tendremos que hablar pronto -declaró ella.
Por algún motivo la oferta no sonaba tan atractiva como la vez anterior. Sin duda se debería al anillo de casada, que, colocado estratégicamente en sus antenas, provocaba interferencias.
– Me da la impresión de que Hardy y tú no vais a liberaros psicológicamente hasta que cojan a los asesinos. ¿Estás de acuerdo conmigo, Carl?
Carl sintió que la distancia entre ellos aumentaba.
– En absoluto -repuso-. No tiene nada que ver con esos imbéciles. La gente como nosotros tiene que vivir con el peligro encima todo el tiempo.
Trató con gran esfuerzo de recordar la parrafada que le había echado antes el jefe de Homicidios, pero la respiración del ser erótico al otro lado de la línea no estimulaba su memoria.
– No olvides que hay un montón de situaciones en mi pasado profesional en las que las cosas no han salido mal. Es inevitable que alguna vez te toque tener mala suerte.
– Está bien que lo digas -convino ella. O sea que Hardy había dicho algo parecido-. Pero ¿sabes qué, Carl? ¡Eso son pijadas! Espero que nos veamos regularmente para ver si podemos arreglar eso. La semana que viene ya no hablarán de ti en las revistas y tendremos tranquilidad.
En Scandlines fueron muy solícitos; como en otros casos parecidos de desapariciones de personas, tenían una carpeta sobre Merete Lynggaard y ésta estaba tan a mano que pudieron decirle inmediatamente que la lista de la tripulación de aquel día aciago la habían impreso hacía mucho, y que en su momento se envió una copia a la gente de la Brigada Móvil. Toda la tripulación, tanto de cubierta como de la sala de máquinas, fue interrogada, y por desgracia nadie pudo aportar nada que ofreciera una imagen más o menos clara de lo que le había sucedido a Merete Lynggaard durante la travesía.
El cabreo de Carl iba en aumento. ¿Qué coño habían hecho mientras tanto con aquella lista? ¿Usarla como filtro de café? Bak & Cía. y la gente de su calaña podían irse al infierno.
– Tengo un número de registro civil -dijo-. ¿Puede servirle para hacer una búsqueda?
– Hoy no, lo siento. Los del departamento de contabilidad están de cursillo.
– Vale. ¿La lista está ordenada alfabéticamente? -preguntó Carl, y no, no lo estaba. El capitán y sus colaboradores más próximos tenían que estar los primeros, como siempre. A bordo de un barco todos sabían qué lugar ocupaban en la jerarquía.
– ¿Puede mirar si figura en la lista un tal Lars Erik Jensen?
Su interlocutor rió algo cansado al otro lado. Aquella lista debía de ser bastante larga.
Transcurrido tanto tiempo como el que necesitó Assad para levantarse tras otra oración, lavarse la cara con el agua de un pequeño cuenco que había en un rincón, sonarse la nariz con un estruendo elocuente y después volver a poner el agua almibarada a calentar en la cocinilla, el oficinista de Scandlines terminó su búsqueda.
– No, no había ningún Lars Henrik Jensen -declaró, y se despidió.
Aquello era desalentador de cojones.
– ¿Qué haces tan cabizbajo, Carl? -se interesó Assad, sonriendo-. No pienses más en la estúpida foto de esa estúpida revista. Piensa que si te hubieras roto los brazos y las piernas habría sido peor, o sea.
El que no se consuela es porque no quiere.
– He conseguido el nombre de ese Átomos, Assad -le informó-. Tenía la sospecha de que podría haber trabajado en el barco en que desapareció Merete Lynggaard, pero no aparece en la lista. Por eso estoy deprimido.
Carl recibió una prudente palmada en la espalda.
– Pero aun así has encontrado la lista de la tripulación, o sea. Bien, Carl -dijo con el mismo tono de elogio con que se habla al niño que acaba de hacer de vientre en el orinal.
– Sí, no me ha servido de mucho, pero saldremos adelante. En el fax de Godhavn constaba también el número de registro civil de Lars Henrik Jensen, así que vamos a encontrar al tipo. Por suerte, tenemos todos los registros que nos hacen falta.
Tecleó el número en el ordenador, con Assad detrás y sintiéndose como un niño que va a abrir un regalo de Navidad. El momento en que la identidad de un sospechoso se desvelaba era el mejor momento para un agente de la Policía Criminal.
Y llegó la decepción.
– ¿Qué significa eso, Carl? -preguntó Assad señalando la pantalla.
Carl soltó el ratón y miró al techo.
– Significa que no se ha encontrado ese número de registro civil. Sencillamente, que no hay ninguna persona en todo el reino de Dinamarca que tenga ese número de registro.
– ¿No lo has escrito mal, entonces? ¿Estaba claro en el fax?
Los comparó. Era el mismo número.
– ¿Será que no es el número correcto?
Buena idea.
– A lo mejor lo han corregido -sugirió Assad, cogiendo el fax de la mano de Carl y mirando el número con el ceño fruncido-. Escucha, Carl. Creo que pueden haber corregido una cifra o dos. ¿Qué dices? ¿No parece como si hubieran raspado el papel aquí y aquí?
Señaló dos de los dígitos de las últimas cuatro cifras. Era difícil de apreciar, pero en la copia del fax aparecía al menos una débil sombra sobre los dos números escritos a máquina.
– Sólo con que hayan corregido dos números hay cientos de combinaciones, Assad.
– Bueno, ¿y qué? La señora Sørensen puede teclear los números de registro civil en media hora rápida si le enviamos unas flores.
Era increíble cómo había engatusado a la tía.
– Puede haber muchas más posibilidades, Assad. Si se pueden corregir dos cifras, pueden corregirse diez. Tenemos que hacer que nos envíen el original de Godhavn y mirarlo más de cerca antes de ponernos a hacer combinaciones.
Llamó por teléfono al orfanato y les pidió que enviasen por mensajero el documento original a Jefatura, pero se negaron. No querían dejar que los documentos originales salieran del sistema.
Entonces Carl les dijo por qué era tan importante.
– Es posible que hayan guardado durante años una falsificación.
La aclaración no sirvió de nada.
– No, no lo creo. Nos habríamos dado cuenta al pasar la información a las autoridades para pedir el reembolso -aseguró una voz segura de sí misma.
– Comprendo. Pero ¿y si la falsificación se hubiera dado mucho después de que el cliente abandonara el orfanato? ¿Quién diablos iba a darse cuenta? No olviden que el nuevo número de registro civil no aparece en sus registros hasta por lo menos quince años después de que Átomos se marchara.
– De todas formas, me temo que no podemos entregar el documento.
– Bien, entonces habrá que recurrir a los tribunales. No me parece amable por su parte que no quiera ayudarnos. No olvide que es posible que estemos investigando un asesinato.
Ni la última frase ni la amenaza de una decisión judicial inclinaron la balanza, Carl ya lo sabía de antemano. No, apelar a la autoestima de la gente era mucho más eficaz. Porque ¿a quién le gustaba que le colgaran etiquetas mezquinas? A la gente que trabaja en la Administración, desde luego, no. La expresión «no me parece amable por su parte» estaba tan minimizada que parecía enorme. Era «la tiranía de la expresión sosegada», como le gustaba decir a uno de sus profesores de la Academia de Policía.
– Envíenos primero un mail pidiendo ver el original -claudicó el funcionario.
Lo había conseguido.
– ¿Cómo se llamaba realmente ese Átomos, Carl? ¿Sabemos por qué le pusieron ese apodo, o sea? -preguntó Assad después, con el pie sobre un cajón abierto.
– Lars Henrik Jensen, por lo que dicen.
– Lars Henrik, es un nombre extraño. No puede haber muchos que se llamen así.
No, probablemente no en el país de Assad, pensó Carl, tentado por el sarcasmo, cuando vio que Assad se quedaba pensativo, con una expresión extraña en el semblante. Por un instante su expresión fue completamente diferente a la habitual. En cierto modo, más cercana a lo normal. Más adecuada, de alguna forma.
– ¿En qué piensas, Assad? -quiso saber.
Era como si una capa de aceite cubriera sus ojos, que mostraban facetas de color cambiante. Arrugó el entrecejo y echó mano de la carpeta de Lynggaard. Pasado un rato encontró lo que buscaba.
– Eso ¿puede ser una casualidad? -preguntó, señalando una de las líneas de la parte superior del documento.
Carl miró el nombre, y fue entonces cuando vio con qué informe estaba Assad.
Por un momento Carl trató de imaginárselo todo, y entonces ocurrió. En algún lugar de su interior donde causa y efecto no se diferencian y donde la lógica y las explicaciones nunca desafían a la conciencia, donde las ideas pueden vivir en libertad sin enfrentarse, justo allí los datos encajaron y comprendió la relación.