Cuando Merete cumplió los treinta y cinco volvió a encenderse el mar de luz de las lámparas fluorescentes del techo, y con él desaparecieron los rostros del otro lado de los cristales de espejo.
Esta vez no se encendieron todos los tubos tras sus armazones de vidrio. Algún día tendrán que entrar a cambiarlos, si no terminaré inmersa en tinieblas eternas, pensó. Siguen espiándome, no quieren prescindir de ello. Un día entrarán a cambiar los tubos. Disminuirán la presión poco a poco, y los estaré esperando.
El anterior cumpleaños de Merete habían vuelto a aumentar la presión de la cámara, pero eso ya no le preocupaba. Si podía soportar cuatro atmósferas, también podía soportar cinco. No sabía cuál era el límite, pero aún faltaba mucho. Igual que el año anterior, tuvo alucinaciones durante un par de días. Era como si el fondo de la cámara se pusiera a girar mientras el resto se veía con claridad, y estuvo cantando, sintiéndose libre de preocupaciones. Su situación actual carecía ya de importancia. La normalidad no volvió hasta dos días más tarde, y empezaron a pitarle los oídos. El sonido era bastante débil al principio, y Merete bostezaba para compensar la presión como podía, pero a las dos semanas el sonido era ya permanente. Un sonido sumamente claro, como el de la carta de ajuste de la televisión. De tono más alto, más limpio, pero cien veces más irritante. Ya pasará, Merete, ya te acostumbrarás a la presión. Ya verás, una mañana habrá desaparecido cuando despiertes. Y ya está, se acabó, se prometió a sí misma. Pero las promesas pronunciadas a causa del desconocimiento siempre decepcionan, y cuando aquel pitido llevaba tres meses sin remitir y ella estaba a punto de volverse loca por falta de sueño y por el recuerdo constante de que estaba viviendo en una cámara mortuoria a merced del verdugo, empezó a darle vueltas a la idea de cómo quitarse la vida.
De todas formas aquello iba a terminar con ella muerta, ahora ya lo sabía. El rostro de la mujer había expresado cualquier cosa excepto terreno abonado para la esperanza. La mirada que la taladró envió la señal. No iban a dejarla escapar. Nunca jamás. O sea que era mejor morir por sus propias manos. Decidir ella cómo iba a hacerlo.
Aparte del cubo-retrete y el cubo de la comida, la linterna y las dos varillas de plástico del plumífero -de las que la más corta era ahora un mondadientes-, un par de rollos de papel higiénico y la ropa que llevaba puesta, la celda estaba completamente vacía. Las paredes eran lisas. No había nada donde pudiera anudar la manga de la chaqueta, ningún sitio del que colgar su cuerpo hasta liberarlo. Su única posibilidad era dejarse morir de hambre. Negarse a comer aquel rancho uniforme, negarse a beber la escasa agua que le proporcionaban. Puede que esperasen eso. Puede que fuera objeto de una apuesta desquiciada. El ser humano había convertido desde siempre los tormentos de sus congéneres en entretenimiento. En cada estadio de la historia de la humanidad se descubría una capa interminablemente gruesa de falta de compasión. Y los sedimentos de la próxima capa iban depositándose sin cesar, lo notaba en su propio cuerpo. Por eso quería terminar ya.
Apartó el cubo de la comida, se plantó ante uno de los ojos de buey y declaró que se negaba a comer más. Que no aguantaba más. Y se tumbó en el suelo y se envolvió en su ropa y sueños harapientos. Había calculado que sería el seis de octubre, y suponía que podría aguantar una semana. Para entonces tendría treinta y cinco años, tres meses y una semana. Exactamente doce mil trescientos doce días, calculaba, aunque no estaba segura. No tendría ninguna lápida. En ninguna parte pondría su fecha de nacimiento y defunción. Tras su muerte nada podría conectarla con el tiempo pasado enjaulada, donde había vivido la última y larga parte de su vida. Aparte de sus asesinos, sólo ella sabría la fecha de su muerte. Y únicamente ella la sabría de antemano y con cierta exactitud. Iba a morir más o menos el 13 de octubre de 2005.
A los dos días de que empezara a rechazar la comida le dijeron a gritos que tenía que cambiar los cubos, pero no lo hizo. ¿Qué podían hacer si no obedecía las órdenes? Sólo podían optar entre dejar el cubo en la compuerta o retirarlo. Le importaba un pimiento.
Dejaron el cubo en la compuerta y repitieron el ritual los dos días siguientes. Sacaban el viejo cubo y metían uno nuevo. La reñían. La amenazaban con aumentar la presión y después sacar todo el aire. Pero ¿cómo podían amenazarla con la muerte cuando lo que deseaba era precisamente morir? Tal vez entraran, tal vez no, le daba igual. Dejó que su cabeza se desbocara con ideas, imágenes y recuerdos que apartaran el pitido de sus oídos, y al quinto día todo confluyó. Sueños felices, el trabajo político, Uffe, que se quedó solo en el barco, el amor que tuvo que dejar de lado, los hijos que nunca tuvo, Mr. Bean y días apacibles ante el televisor. Y notó que el cuerpo aflojaba poco a poco la presa de sus necesidades no satisfechas. Con el tiempo se sintió más ligera tumbada en el suelo, una extraña parálisis se apoderó de ella y el tiempo transcurrió mientras el contenido del cubo de comida junto a ella empezaba a pudrirse.
Todo seguía su curso cuando de pronto sintió palpitaciones en la mandíbula.
En su estado abotargado, al principio lo percibió como una vibración de fuera. Suficiente para hacer que entreabriera los ojos, pero nada mas. ¿Están entrando? ¿Qué ocurre?, pensó un breve instante, antes de caer en un duermevela, hasta que un par de horas más tarde la despertó un dolor penetrante, punzante como un cuchillo, que taladró su rostro.
No tenía ni idea de la hora que era, no sabía si estaban al otro lado, y gritó como nunca había gritado en la cámara estéril. Era como si su cara estuviera escindida en dos. El dolor de la muela golpeaba como un émbolo en su cavidad bucal, y no tenía con qué hacerle frente. Santo Dios, ¿era el castigo por tomar su vida en sus propias manos? Sólo llevaba cinco días sin cuidarse, y ya le imponían el castigo. Introdujo con cuidado un dedo en la boca y palpó el flemón arqueado en la muela del juicio. Aquella muela había sido siempre su punto débil. Ingresos asegurados para el dentista, bolsas de porquería que sus mondadientes caseros tenían que cuidar todos los días. Apretó con cuidado el flemón, y sintió que el dolor penetraba hasta el tuétano. Se dobló hacia delante, abrió desmesuradamente la boca y jadeó en busca de aire. No hacía mucho tiempo que su cuerpo se había sumido en el letargo, pero había despertado a un infierno de dolor. Como el animal que se arranca la zarpa a mordiscos para escapar del cepo. Si el dolor era una defensa contra la muerte, en su vida había estado tan viva como ahora.
– Aaah… -lloraba, del dolor que le producía. Buscó su mondadientes y lo introdujo poco a poco en la boca. Anduvo hurgando con cuidado, por si hubiera algo bajo la encía que hubiera provocado la infección, pero en el mismo segundo en que sintió que la punta pinchaba la carne, volvió a explotar el doloroso tormento de la muela-. Tienes que perforarlo, Merete, vamos.
Volvió a llorar y volvió a pinchar, hasta que el insignificante contenido de su estómago se rebeló. Había que pinchar, pero no podía. Sencillamente, no podía.
En su lugar se arrastró hasta la compuerta para ver qué le enviaban en el cubo aquel día. Tal vez fuera algo que pudiera calmarla. ¿O tal vez unas gotas de agua aplicadas sobre el flemón podrían hacer que cesara aquel palpitar tan espantosamente doloroso?
Cuando miró en el cubo vio tentaciones con las que nunca antes se había atrevido a soñar. Dos plátanos, una manzana, una barra de chocolate. Era totalmente absurdo. Así que querían provocar su hambre. Obligarla a que comiera, y ella no podía. No podía y no quería.
La siguiente punzada le hizo enseñar los dientes y casi cayó de bruces. Entonces sacó toda la fruta, la puso en el suelo, metió la mano en el cubo y asió el bidón del agua. Metió el dedo en el agua y lo llevó hasta el flemón, pero el frescor helado no tuvo el efecto esperado. Sentía dolor y tenía agua, pero una cosa no tenía nada que ver con la otra. El agua ni siquiera podía satisfacer su sed.
De modo que se alejó y se tumbó bajo los cristales de espejo en postura fetal, y pidió perdón a Dios con voz queda. En algún momento el cuerpo cedería, lo sabía. Tendría que vivir sus últimos días entre dolores.
También ellos remitirían.
Las voces le llegaban como en un trance. La llamaban por su nombre. Le pedían que respondiera. Abrió los ojos y notó de inmediato que el flemón no le daba guerra y que su cuerpo exhausto seguía tumbado junto al cubo-retrete, bajo los cristales de espejo. Miró fijamente al techo, donde la luz de uno de los tubos fluorescentes había empezado a vacilar débilmente tras el armazón de vidrio del techo. Había oído voces, ¿no? ¿Había oído realmente algo?
– Es verdad, ha cogido algo de fruta -dijo entonces una voz nítida que no había oído antes.
Es real, pensó Merete, demasiado débil para emocionarse.
Era una voz de hombre. No era un hombre joven, pero tampoco viejo.
Levantó la cabeza enseguida, pero no tanto como para que la vieran de fuera.
– Veo la fruta desde donde estoy -declaró una voz de mujer-. Está en el suelo.
Era la que le hablaba una vez al año, aquella voz la reconocería entre mil. Los que estaban al otro lado debían de haberla llamado y después se olvidaron de apagar el interfono.
– Se habrá acurrucado entre las ventanas, estoy segura -continuó la mujer.
– ¿Crees que habrá muerto? Ha pasado ya una semana, ¿no? -preguntó la voz de hombre. Llegaba con total naturalidad, pero no era natural. Estaban hablando de ella.
– De esa cochina no me extrañaría.
– ¿Rebajamos la presión para entrar a mirar?
– ¿Y qué piensas hacer con ella? Todas las células de su cuerpo están adaptadas a una presión de cinco atmósferas. Harían falta semanas para adaptar su cuerpo. Si abrimos ahora no sólo va a sufrir el síndrome del buceador, es que va a reventar. Ya has visto cómo se agrandan sus heces al sacarlas. Y cómo hierve su orina. No olvides que lleva tres años viviendo en una cámara de descompresión.
– ¿No basta con volver a subir la presión cuando veamos que sigue viva?
La mujer no respondió. Pero era evidente que rechazaba por completo tal posibilidad.
Merete respiraba cada vez con más dificultad. Las voces pertenecían a demonios. La desollarían y volverían a coserla eternamente, si pudieran. Se encontraba en el centro del infierno. Donde el tormento nunca cesaba.
Venid, cerdos, pensó, acercando con cuidado la linterna mientras aumentaba el pitido de sus oídos. Iba a ponérsela en los ojos al primero que se le acercara. Cegar al ser infame que osara penetrar en su cámara sagrada. Conseguiría hacerlo antes de morir.
– No vamos a hacer nada hasta que vuelva Lasse, ¿entendido? -repuso la mujer con un tono que no admitía réplica.
– Pero si aún falta mucho. Ella habrá muerto mucho antes -respondió el hombre-. ¿Qué diablos vamos a hacer? Lasse va a ponerse furioso.
Siguió un silencio nauseabundo y opresivo, como si las paredes fueran a comprimirse y aplastarla como una pulga entre dos uñas.
Estrujó la linterna con más fuerza aún y esperó. Entonces volvió el dolor como un mazazo. Abrió los ojos como platos y llevó el aire hasta el fondo de sus pulmones para liberar el dolor mediante un grito reflejo, pero el grito no llegó. Consiguió controlarlo. Tenía una sensación de ahogo, y las ganas de vomitar hicieron que regurgitara un poco, pero no dijo nada. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que las lágrimas fluyeran hacia sus labios resecos.
Yo los oigo, pero ellos no deben oírme, salmodiaba en silencio una y otra vez. Se llevaba la mano a la garganta, se acariciaba la mejilla a la altura del flemón, se balanceaba atrás y adelante y abría y cerraba sin cesar la mano que tenía libre. Aquel infierno de dolor llegaba hasta cada fibra nerviosa de su cuerpo.
Entonces llegó el grito. Tenía vida propia. El cuerpo lo deseaba. Un grito hueco y profundo que duraba y duraba.
– Está ahí, ¿me oyes? Ya sabía yo.
Después se oyó el clic del interruptor.
– Sal, que te veamos -ordenó la repugnante voz de mujer del otro lado, y fue entonces cuando se dieron cuenta de que algo no iba bien-. Oye -dijo la mujer-. El botón se ha atascado.
Se oyó a la mujer golpear el interruptor, pero no sirvió de nada.
– ¿Has estado escuchando lo que decíamos, bruja?
Parecía un animal. La voz era descarnada, estaba gastada por años de dureza y frialdad emocional.
– Ya lo arreglará Lasse cuando vuelva -repuso el hombre-. Tranquila. Además, da igual.
Parecía que la mandíbula fuera a rajarse. Merete no quería reaccionar, pero no podía hacer otra cosa. Tenía que levantarse. Cualquier cosa con tal de no pensar en el palpitante dolor del cuerpo. Se apoyó en las rodillas, notó el desfallecimiento de sus miembros, se apoyó en el suelo y se quedó en cuclillas, volvió a sentir su boca llameante, apoyó una rodilla en el suelo y se levantó a medias.
– Santo cielo, vaya pinta tienes, flacucha -se oyó la voz desagradable del otro lado, que después se echó a reír.
Aquella risa la golpeó como una granizada de bisturís.
– Pero si te duelen las muelas -añadió, riendo-. Vaya, vaya, a esa cochina de ahí dentro le duelen las muelas, mírala.
Merete se volvió de golpe hacia los cristales de espejo. Sólo separar los labios era peor que la muerte.
– Un día me vengaré -susurró, acercando el rostro hasta una de las ventanas-. Me vengaré, ya lo verás.
– Como no comas, pronto arderás en el infierno sin darte esa satisfacción -replicó entre dientes la mujer, pero en su voz había algo más. Era como jugar al gato y el ratón, y el gato no había terminado de jugar. Querían que su presa viviera. Que viviera exactamente hasta que ellos quisieran y no más.
– No puedo comer -gimió.
– ¿Es un flemón? -preguntó la voz de hombre.
Merete asintió en silencio.
– Pues apáñatelas -repuso él con frialdad.
Merete vio su reflejo en uno de los ojos de buey: la pobre mujer que veía ante sí tenía las mejillas hundidas y sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas. La parte superior del rostro estaba torcida por el flemón, las ojeras eran elocuentes. Sencillamente, parecía estar muy enferma, y lo estaba.
Apoyó la espalda contra el cristal y se deslizó poco a poco hasta el suelo, donde se quedó sentada con lágrimas de furia en los ojos y una conciencia recién adquirida de que el cuerpo podía y quería vivir. Tenía que tomar lo que había en el cubo y obligarse a comerlo. El dolor la mataría, o tal vez no, el tiempo lo diría. Desde luego, no iba a darse por vencida sin luchar, porque acababa de hacer una promesa a la bruja repugnante del otro lado, y tenía intención de cumplirla. Cuando llegara su hora pagaría a aquel ser nauseabundo con la misma moneda.
Por un instante su cuerpo se sosegó como un paisaje destrozado en el ojo del huracán, y después volvió el dolor. Esta vez gritó tan desenfrenadamente como pudo. Notó que el pus de la muela fluía por la lengua y que las palpitaciones del dolor de muelas se extendían hasta sus sienes.
Entonces se oyó un susurro en la compuerta y apareció otro cubo.
– ¡Toma! Te hemos puesto en el cubo algo de primeros auxilios. Sírvete -dijo entre risas la voz de mujer.
Merete se acercó gateando con rapidez, sacó el cubo del agujero y miró dentro.
En el fondo, encima de un trapo, como si fuera un instrumento quirúrgico, había unas tenazas.
Eran unas tenazas grandes. Grandes y oxidadas.