Tampoco aquella noche durmió gran cosa Marcus Jacobsen, el jefe de Homicidios.
La testigo del caso del ciclista asesinado en el parque de Valby había intentado tomar una sobredosis de somníferos. No entendía qué diablos pudo impulsarla a hacer algo así. Al fin y al cabo tenía hijos y una madre que la quería. ¿Quién podía amenazar a una mujer hasta ese extremo? Le habían ofrecido protección policial y lo que hiciera falta. La vigilaban día y noche. ¿De dónde había podido sacar las pastillas?
– Deberías irte a casa a dormir un poco -le sugirió el subinspector cuando Marcus volvió de la reunión que solía tener los viernes por la mañana con el inspector jefe en el despacho de la directora de la policía.
El jefe de Homicidios asintió en silencio.
– Sí, tal vez un par de horas. Entonces tendrás que ir tú con Bak al Hospital Central, a ver si puedes sonsacar a esa mujer. Y procura llevar a su madre y a sus hijos, para que los vea. Tenemos que intentar hacerla volver a la realidad.
– O alejarse de ella -dijo Lars Bjørn.
Había hecho desviar las llamadas, pero aun así sonó el teléfono. «Sólo puedes pasarme a la reina y al príncipe consorte», le había dicho a la secretaria, por lo que debía de ser su mujer.
– ¿Sí…? -contestó, y se sintió aún más cansado cuando oyó la voz. Después tapó el auricular con la mano y susurró-: Es la directora de la policía.
Le pasó el receptor a Marcus y salió de la estancia sin hacer ruido.
– Hola, Marcus -sonó la voz inconfundible de la directora de la policía-. Te llamo para decirte que el ministro de Justicia y las comisiones han trabajado rápido. La partida extraordinaria ya está aprobada.
– Me alegro de oírlo -respondió Marcus, tratando de imaginar cómo podría distribuirse el presupuesto.
– Ya conoces el procedimiento. Hoy se han reunido en el Ministerio de Justicia Piv Vestergård y el portavoz de Justicia del Partido Danés, y ahora se pondrá en marcha la maquinaria. El jefe del Departamento de Policía me ha pedido que te pregunte si tenéis bajo control al nuevo departamento -dijo.
– Sí, estoy seguro de eso -asintió con el ceño fruncido, mientras imaginaba el rostro cansado de Carl.
– Bien, pasaré la información. Y ¿cuál va a ser el primer caso que investiguéis?
No era una pregunta como para subir la moral, precisamente.
Carl se disponía a marcharse a casa. El reloj de la pared marcaba las 16.36, pero su reloj interior marcaba varias horas más tarde. Por eso fue sin duda un contratiempo que Marcus Jacobsen lo llamara para decirle que iba a bajar a hacerle una visita.
– Tengo que informar sobre tus pesquisas.
Carl miró resignado al tablón de anuncios vacío y a la hilera de tazas de café sucias sobre la mesita baja.
– Dame veinte minutos, Marcus. Estamos ocupadísimos en este momento.
Colgó el receptor e hinchó los carrillos. Después expulsó el aire lentamente mientras se levantaba y cruzaba el pasillo. Assad estaba instalado en su cuarto.
Sobre su minúsculo escritorio había dos fotos enmarcadas en las que aparecía un montón de gente. Detrás, en la pared, colgaba un póster con caracteres árabes y una foto muy bonita de un edificio exótico que Carl no reconoció inmediatamente. Del colgador de la puerta pendía una bata marrón de las que habían desaparecido de las tiendas a la vez que los calentadores. Había alineado pulcramente sus herramientas a lo largo de la pared del fondo: cubo, fregona, aspiradora y un sinfín de frascos con eficaces detergentes. En las baldas de la estantería había unos guantes de goma, un pequeño transistor con casete que en un volumen bajísimo emitía sonidos que hacían pensar en un bazar tunecino, y justo al lado había un cuaderno, folios, un lápiz, el Corán y una pequeña selección de revistas árabes. Frente a la estantería había extendido una alfombra multicolor para orar que apenas podía albergar su cuerpo arrodillado. Era, en suma, bastante pintoresco.
– Assad -dijo-. Tenemos trabajo. El jefe de Homicidios va a bajar dentro de veinte minutos y tenemos que hacer unos preparativos. Cuando venga, te agradecería que te pusieras a fregar el suelo del otro extremo del pasillo. Será algo de trabajo extra, pero espero que no te importe.
– Vaya, vaya, Carl -aprobó Marcus Jacobsen, señalando el tablón de anuncios con mirada cansada-. Qué ordenado lo tienes todo. Parece que estás levantando cabeza.
– ¿Levantando cabeza? Sí, bueno, hago lo que puedo. Pero todavía me queda mucho camino hasta ponerme en forma.
– No tienes más que decirlo si quieres volver a charlar con el psicólogo. No hay que subestimar los traumas que puede producir la experiencia por la que has pasado.
– No creo que sea necesario.
– De acuerdo, Carl, pero recuérdalo -insistió Marcus, volviéndose hacia la pared del fondo. Después se quedó mirando una imagen de las noticias de la segunda cadena en el televisor de cuarenta pulgadas y comentó-: Te han puesto pantalla plana.
– Sí, hay que estar al corriente de lo que pasa en el mundo -asintió, dando las gracias mentalmente a Assad. El tío había montado el tinglado en cinco minutos. O sea, que también sabía hacer eso-. Por cierto, acaban de decir que la testigo del caso del ciclista asesinado ha intentado suicidarse.
– ¿Qué? Mierda, ¿ya lo han hecho público? -exclamó el jefe de Homicidios, con la fatiga pintada en el rostro.
Carl se encogió de hombros. Después de diez años como jefe de Homicidios ya debería haberse acostumbrado.
– He dividido los casos en tres categorías -prosiguió, señalando los montones-. Son casos importantes y complejos. He pasado días estudiándolos. Esto va a llevar mucho tiempo, Marcus.
El jefe de Homicidios apartó la mirada de la pantalla.
– Que lleve lo que haga falta, Carl. La cuestión es que logremos resultados de vez en cuando. Si quieres que los de arriba te echemos una mano, no tienes más que decirlo -se ofreció, tratando de sonreír, y continuó-: ¿Qué caso has pensado investigar en primer lugar?
– Bueno, he seleccionado varios. Pero el caso de Merete Lynggaard será probablemente el primero.
El jefe de Homicidios pareció resucitar.
– Sí, fue un caso extraño. Eso de desaparecer en cuestión de minutos en el transbordador Rodby-Puttgarden. Sin testigos.
– Hay muchas circunstancias extrañas en ese caso -convino Carl, intentando recordar al menos una.
– Recuerdo que acusaron a su hermano de haberla arrojado por la borda, pero después retiraron los cargos. ¿Vas a retomar esa pista?
– Tal vez. No sé dónde vive ahora, por lo que primero tengo que localizarlo. Pero hay otros indicios que saltan a la vista.
– Juraría que en el expediente pone que lo han ingresado en una institución del norte de Selandia -aseguró el jefe de Homicidios.
– Ah, bueno. Pero puede que ya no esté allí -dijo Carl, tratando de parecer pensativo. Sube a tu despacho, señor jefe de Homicidios, pensó. Cuántas preguntas, y sólo había tenido cinco minutos para leer el informe.
– Está en un sitio que se llama Egely. En la ciudad de Frederikssund.
La voz procedía del hueco de la puerta, donde estaba Assad apoyado en su escoba. Parecía un extraterrestre con su sonrisa de marfil, sus guantes de goma verdes y una bata marrón que le llegaba hasta los tobillos.
El jefe de Homicidios miró desconcertado a aquel ser exótico.
– Hafez el-Assad -se presentó la aparición, tendiendo un guante de goma.
– Marcus Jacobsen -dijo el jefe de Homicidios, estrechando su mano. Después se volvió inquisitivo hacia Carl.
– Es nuestro nuevo ayudante en el departamento. Assad me ha oído hablar del caso -explicó Carl, dirigiendo a Assad una mirada que lo dejó frío.
– Vaya -comentó el jefe de Homicidios.
– Sí, el subcomisario Mørck ha trabajado muy duro, entonces. Yo lo he ayudado un poco por aquí y por allá, en lo que he podido -admitió con una amplia sonrisa-. Lo que no entiendo, o sea, es que no encontraran a Merete Lynggaard en el agua. En Siria, de donde vengo, hay cantidad de tiburones en el agua que se comen los cadáveres muertos. Pero si no hay tantos tiburones en el mar de Dinamarca, tendría que terminar por aparecer alguna vez. Esos cadáveres se hinchan como globos y las entrañas se pudren.
El jefe de Homicidios trató de sonreír.
– Vaya. Pero los mares de Dinamarca son grandes y profundos. Es bastante habitual que no encontremos algún que otro ahogado. De hecho, ha sucedido varias veces que algún pasajero haya caído del transbordador al agua y no haya vuelto a aparecer.
– Assad -intervino Carl mirando el reloj-. Ya puedes irte. Nos veremos mañana.
El hombre hizo un gesto breve de asentimiento y levantó el cubo. Después de cierto estrépito al otro lado del pasillo, su rostro volvió a aparecer en el hueco de la puerta para despedirse.
– Menudo elemento, ese Hafez el-Assad -convino el jefe de Homicidios cuando el ruido de pisadas enmudeció.