Capítulo 2

2002

A la prensa sensacionalista le encantaba la vicepresidenta de los Demócratas, Merete Lynggaard, por todo lo que representaba. Por sus aceradas respuestas desde el atril del Parlamento y su irreverencia para con el primer ministro y sus títeres. Por sus atributos femeninos, mirada burlona y hoyuelos seductores. Le encantaba por su juventud y su éxito, pero por encima de todo le encantaba porque alimentaba todo tipo de especulaciones acerca de por qué una joven tan lista y guapa nunca se mostraba en público con un hombre.

Merete Lynggaard vendía montones de periódicos. Lesbiana o no, era buen material.

Todo eso lo sabía perfectamente Merete.


– ¿Por qué no sales con Tage Baggesen? -le insistió su secretaria mientras caminaban a pasos cortos hacia su pequeño Audi azul evitando los charcos, camino de los aparcamientos del Parlamento de Christiansborg. Ya sé que hay muchos que quieren salir contigo, pero ése está chiflado por ti. ¿Cuántas veces ha intentado invitarte a cenar? ¿Tienes la menor idea de la cantidad de notas que ha dejado encima de tu mesa? Mira, hoy mismo ha dejado otra. Dale una oportunidad, mujer.

– ¿Por qué no te lo ligas tú? -dijo Merete mientras descargaba un montón de carpetas en el asiento trasero-. ¿Para qué quiero yo al portavoz de Tráfico de los Radicales de Centro? ¿Puedes decírmelo, Marianne? ¿Soy acaso una rotonda?

Merete alzó la mirada hacia el Museo de Armas, donde un hombre vestido con gabardina blanca sacaba fotografías del edificio. ¿Habría hecho alguna de ella también? Sacudió la cabeza. Aquella sensación de sentirse observada empezaba a irritarla. Se estaba volviendo paranoica. Tenía que relajarse.

– Tage Baggesen tiene treinta y cinco años y está para comérselo, bueno, no le vendría mal adelgazar un par de kilos, pero por otra parte tiene una finca de recreo en Vejby. Bueno, y creo que también otro par de casas en Jutlandia. ¿Qué más quieres?

Merete se quedó mirándola. Sacudió la cabeza con escepticismo.

– Sí, tiene treinta y cinco años y vive con su mamá. Mira, Marianne, lígatelo tú. Estás loca por él. Pues lígatelo. ¡Es tuyo!

Cogió un montón de carpetas de los brazos de su secretaria y las puso en el asiento junto a las otras. El reloj del salpicadero señalaba las 17.30. Iba retrasada ya.

– Esta tarde va a echarse de menos tu voz en el hemiciclo, Merete.

– No creo -dijo ésta, encogiéndose de hombros. Desde que se metió en la política había habido entre ella y el presidente del grupo de los Demócratas un convenio según el cual a partir de las seis de la tarde recuperaba su tiempo libre, a menos que se tratara de trabajos de comisión o votaciones absolutamente necesarias. «No hay problema», le dijo él, conocedor de la cantidad de votos que conseguía Merete. O sea que tampoco ahora habría ningún problema.

– Venga, Merete, ¿por qué tanta prisa? -insistió su secretaria ladeando la cabeza-. ¿Cómo se llama él?

Merete le dirigió una leve sonrisa y cerró la puerta del coche. Había llegado la hora de cambiar de secretaria.

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