Lo que Assad encontró por casualidad estaba escrito en el atestado de Tráfico sobre el accidente mortal del día de Nochebuena de 1986 en el que fallecieron los padres de Merete Lynggaard. En él se hablaba también de que murieron tres personas en el otro coche. Se trataba de un niño recién nacido, una niña de sólo ocho años y el conductor del coche, Henrik Jensen, el cual era ingeniero y fundador de una empresa, llamada Jensen Industries, pero en el informe no estaban seguros sobre ese punto, como indicaba una linea de signos de interrogación escritos en el margen. Según una nota escrita a mano, debía de tratarse de «una empresa floreciente que fabricaba contenedores herméticos de acero para gas». Después había una frase corta bajo la nota: «El orgullo de la industria danesa», probablemente citada por algún testigo.
Sí, Assad había recordado bien. El chófer del otro coche que resultó muerto se llamaba Henrik Jensen. Desde luego, aquel nombre se parecía muchísimo a Lars Henrik Jensen. No podía decirse que Assad fuera tonto.
– Saca otra vez las revistas, Assad -ordenó Carl-. Puede que hicieran públicos los nombres de los supervivientes. No me extrañaría que el chico del otro coche se llamara Lars Henrik, como su padre. ¿Ves su nombre por alguna parte?
Se arrepintió de la distribución de roles y extendió la mano.
– Dame un par de revistas. Sí, y un par de esos -dijo, señalando los recortes de periódicos.
Eran unas imágenes repulsivas, colocadas junto a las de gente despreocupada con sed de fama. El mar de llamas que rodeaba al Ford Sierra lo había devorado todo, cosa que documentaban los restos negros calcinados. Fue un auténtico milagro que un par de trabajadores de asistencia en carretera pasara por allí y liberase a los siniestrados antes de que todo ardiera. Según el atestado de Tráfico, los bomberos no llegaron tan rápido como de costumbre debido al peligro que suponía la calzada resbaladiza.
– Aquí dice, o sea, que la madre se llamaba Ulla Jensen, y que se rompió ambas piernas -intervino Assad-. No sé cómo se llamaba el chico, no lo dicen, lo llaman simplemente «el hijo mayor del matrimonio». Pero tenía catorce años, eso sí que lo dicen.
– Encaja con el año en que nació Lars Henrik Jensen, si es que podemos fiarnos de ese número de registro civil manipulado que nos dieron en Godhavn -afirmó Carl mientras examinaba unos recortes de la prensa amarilla.
En el primero no había nada. El reportaje estaba colocado junto a enredos políticos triviales y pequeños escándalos. Era un diario especializado en seguir recetas concretas en las noticias que vendía, independientemente de lo que fuera, y ese brebaje era en apariencia inagotable. Si cambiara aquel diario de cinco años antes por uno de ayer, tendría que fijarse con detenimiento para saber cuál era el más reciente.
Soltó unos juramentos sobre los medios de comunicación mientras hojeaba el siguiente periódico, y llegó a la página en que aparecía el nombre. Allí estaba, negro sobre blanco. Exactamente como lo había esperado.
– ¡Aquí está, Assad! -gritó mientras sus ojos se clavaban en la noticia. En aquel momento se sentía como el halcón que divisaba a su presa mientras se deslizaba por encima de los árboles y después atacaba. Una pieza fantástica. La presión sobre el pecho cedió, y una forma especial de alivio recorrió el organismo de Carl-. Escucha lo que pone, Assad: «Los supervivientes del coche que torpedeó el automóvil del mayorista Alexander Lynggaard fueron la esposa de Henrik Jensen, Ulla Jensen, de cuarenta años, uno de los mellizos recién nacidos y su hijo mayor, Lars Henrik Jensen, de catorce años».
Assad dejó caer el recorte que tenía en las manos. Sus ojos castaño oscuro se achicaron entre las patas de gallo.
– Pásame el atestado de Tráfico, Assad-pidió Carl.
Lo cogió. Tal vez aparecieran los números de registro civil de todos los implicados. Deslizó el dedo índice por encima del relato del accidente y sólo encontró los números de los dos chóferes: los padres de Merete y de Lars Henrik.
– Si tienes el número del padre del chico, ¿no puedes saber enseguida el del hijo, Carl? Así podríamos compararlo con el que nos dieron en el orfanato.
Carl asintió en silencio. No parecía difícil.
– Veré qué puedo encontrar sobre la biografía de Henrik Jensen -añadió-. Tú mientras tanto puedes pedirle a Lis que compruebe los números. Dile que buscamos la dirección de Lars Henrik Jensen. Si no tiene domicilio en Dinamarca, pídele que mire el de la madre. Y si Lis encuentra su número de registro civil, que saque copias también de los domicilios que ha tenido desde el accidente. Llévate el expediente. Vamos, Assad, date prisa.
Buscó «Jensen Industries» en Internet, pero no obtuvo resultado. Después buscó «contenedores herméticos de acero para reactores atómicos», lo que dio como resultado diversas empresas de Francia y Alemania, entre otros países. Después añadió a la búsqueda las palabras «revestimientos para sistemas de contención», que según tenía entendido abarcaba más o menos lo mismo que «contenedores herméticos de acero para reactores atómicos». Tampoco obtuvo resultado.
Cuando iba a darse por vencido encontró un documento PDF que mencionaba una empresa de Køge, y allí aparecía la frase «el orgullo de la industria danesa», exactamente la misma formulación empleada en el atestado de Tráfico. O sea, que era muy posible que la cita proviniese de allí. Dio las gracias mentalmente al agente de Tráfico que había investigado el caso algo más profundamente de lo normal. Seguro que había terminado en la Policía Criminal, Carl se jugaría el cuello.
No avanzó más con Jensen Industries. El nombre debía de estar mal. Una llamada al registro mercantil le proporcionó la información de que no había ninguna empresa registrada a nombre de ningún Henrik Jensen con ese número de identificación. Carl dijo que era imposible, y le dieron tres explicaciones posibles. La empresa podía estar en manos extranjeras, podía estar registrada en otro grupo de propietarios o podía ser parte de una sociedad de cartera y estar registrada a nombre de esa sociedad.
Carl cogió el bolígrafo y tachó del cuaderno el nombre de la empresa. En aquel momento Jensen Industries no era más que una mancha blanca en el paisaje de la alta tecnología.
Encendió un cigarrillo y observó cómo se quedaba el humo allí arriba, bajo el sistema de tuberías. Un buen día las alarmas de humo del pasillo iban a olerlo y obligarían a todo el personal del edificio a salir a la calle armando un tumulto infernal. Sonrió, dio una calada bien profunda y expulsó una densa humareda hacia la puerta. Aquello pondría fin a su pequeño pasatiempo ilegal, pero imaginarse a Bak, Bjørn y Marcus Jacobsen en la calle mirando temerosos y cabreados hacia sus despachos con cientos de metros de estanterías con archivos llenos de monstruosidades casi haría que valiera la pena.
Entonces recordó lo que le había dicho John Rasmussen, el de Godhavn. Le dijo que el padre de Átomos, alias Lars Henrik Jensen, posiblemente había tenido que ver con la estación de pruebas atómicas de Risø.
Carl marcó el número. Tal vez fuera un callejón sin salida, pero si alguien sabía algo sobre contenedores herméticos de acero para reactores atómicos, tenía que ser la gente de Risø.
La persona que respondió la llamada fue muy amable y lo puso en contacto con un ingeniero llamado Mathiasen, quien lo pasó a alguien que se llamaba Stein, quien a su vez lo puso con alguien que se llamaba Jonassen. Cuanto más avanzaba, más viejos parecían. El ingeniero Jonassen se presentó simplemente como Mikkel y dijo que estaba ocupado. Sí, claro que tenía cinco minutos para atender a la policía, ¿de qué se trataba?
Pareció bastante satisfecho cuando oyó la pregunta.
– ¿Que si conozco una empresa que fabricaba revestimientos para sistemas de contención en Dinamarca a mediados de los ochenta? -preguntó-. Pues claro. HJ Industries debía de ser una de las líderes mundiales.
El hombre dijo «HJ Industries». Carl se habría dado contra una pared. HJ, pues claro, Henrik Jensen. HJ I-n-d-u-s-t-r-i-e-s, ¡por supuesto! Era así de sencillo. Joder, en el registro mercantil ya podrían haberlo orientado hacia esa posibilidad.
– Sí, la empresa de Henrik Jensen se llamaba en realidad Trabeka Holding, no me pregunte por qué, pero el nombre HJI es conocido hoy en día en todo el mundo. Sus estándares nunca fueron superados. Fue una triste historia lo de la muerte repentina de Henrik Jensen y la rápida quiebra posterior, pero sin su liderazgo sobre sus veinticinco colaboradores y sin sus enormes exigencias de calidad la empresa no podía seguir existiendo. Además, la compañía acababa de efectuar grandes cambios, una mudanza y una ampliación, y por eso ocurrió en un momento muy desafortunado. Se perdieron grandes valores y mucha experiencia. Si quiere saber mi opinión, la firma podría haberse salvado si hubiéramos intervenido desde Risø, pero no había disposición politica para ello en la dirección de aquella época.
– ¿Puede decirme dónde estaba HJI?
– Sí, la fabrica estuvo mucho tiempo en Køge, estuve allí varias veces, pero después se mudaron al sur de Copenhague, justo antes del accidente. No sé seguro adónde. Puedo mirar en mi vieja lista de teléfonos, que está por aquí. ¿Le importa esperar un poco?
Pasarían unos cinco minutos mientras Carl oía al hombre por detrás husmeando por todas partes y empleando su probablemente enorme intelecto en profundizar en los rincones más vulgares de la lengua danesa. Parecía estar cabreadísimo consigo mismo. Carl pocas veces había oído algo parecido.
– No, lo siento -se disculpó cuando dejó de maldecir-. No consigo encontrarla. Y eso que nunca tiro nada. Siempre estamos igual. Pero intente hablar con Ulla Jensen, su viuda, creo que aún vive, después de todo no es tan mayor. Ella podrá decirle lo que quiere saber. Una mujer increíblemente valiente. Tuvo que ser un duro golpe para ella.
Carl estuvo de acuerdo.
– Sí, una pena -convino, con la última pregunta preparada.
Pero el ingeniero se había animado.
– Desde luego, lo que hicieron en HJI fue genial. Tan sólo los métodos de soldado, que apenas eran visibles aunque examinaras las soldaduras con los mejores aparatos. Pero también tenían toda clase de métodos para descubrir fugas. Disponían, por ejemplo, de una cámara de descompresión que podía generar hasta sesenta atmósferas para probar la resistencia de sus productos. Puede que sea la mayor cámara de descompresión que haya visto en mi vida. Con un sistema de control increíblemente avanzado. Si los contenedores podían aguantarlo, podíamos estar seguros de que las centrales nucleares recibían unos equipos de primera clase. Así era HJI. Siempre en primera linea.
Casi parecía que hubiera tenido acciones en la empresa, de lo animado que estaba.
– No sabrá dónde vive Ulla Jensen hoy en día, ¿verdad? -se apresuró a intercalar Carl.
– No, pero eso puede averiguarse por el registro civil. Aunque según creo vive donde estuvo la última fábrica. Por lo que sé, no pudieron echarla de allí.
– Me ha dicho que en algún lugar al sur de Copenhague, ¿verdad?
– Exactamente.
¿Cómo diablos podía decirse «exactamente» sobre algo tan poco preciso como «al sur de Copenhague»?
– Si tiene un interés especial en ese tipo de cosas, lo invitaré con mucho gusto a que nos visite, si quiere -propuso el hombre.
Carl se lo agradeció, pero se disculpó mencionando una extraordinaria falta de tiempo. Tratándose de una invitación a desplazarse por una empresa como Risø -que, dicho sea de paso, en el fondo siempre había querido aplastar con una apisonadora de mil toneladas y después vender a una aldea de Siberia para revestimiento de carreteras-, sería una pena emplear el, según sus propias informaciones, escaso tiempo de que disponía el hombre.
Cuando Carl colgó, Assad llevaba ya dos minutos en el hueco de la puerta.
– ¿Qué hay, Assad? -lo saludó-. ¿Hemos conseguido lo que queríamos? ¿Han comprobado los números?
Assad sacudió la cabeza.
– Creo que tendrás que subir tú a hablar con ellos, Carl. Hoy están… -hizo girar el dedo índice contra la sien- están todos mal de la cabeza.
En las oficinas Carl se acercó a Lis con sigilo, pegado a la pared como un gato en celo. Era cierto, la mujer parecía inaccesible aquel día. El pelo corto que solía llevar audazmente despeinado estaba como pegado, en un corte que parecía un casco de moto. La señora Sørensen, tras ella, lo miró con ojos centelleantes, y en los despachos empezaron a gritarse unos a otros. Era lastimoso.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó a Lis cuando logró contacto visual.
– No lo sé. Si queremos entrar en los archivos estatales, se nos niega la entrada. Es como si hubieran cambiado todos los códigos de acceso.
– Pues Internet funciona bien.
– Intenta entrar en el registro civil o en Hacienda, y verás.
– Tendrás que esperar como los demás -profirió con tono arrogante y voz apagada la señora Sørensen.
Carl estuvo un rato tratando de encontrar alguna solución, pero se rindió al ver que la pantalla de Lis recibía mensaje tras mensaje de error.
Se alzó de hombros. Qué diablos, tampoco corría tanta prisa. Un hombre como él sabía cómo hacer que un inconveniente redundara en beneficio propio. Si la electrónica había decidido fallar, debía de ser señal de que tendría que bajar al sótano a dialogar en profundidad con las tazas de café mientras ponía las piernas encima de la mesa durante una hora o dos.
– Hola, Carl -oyó una voz por detrás. Era el jefe de Homicidios con una camisa blanca como la nieve y la corbata planchada-. Menos mal que estás arriba. ¿Puedes venir un momento al comedor?
Carl observó que aquello no era una pregunta.
– Bak ha organizado una reunión informativa que creo que va a interesarte.
Habría al menos quince hombres en el comedor: Carl estaba al fondo, el jefe de Homicidios a un lado y un par de agentes de Estupefacientes junto con el subjefe Lars Bjørn y Børge Bak y su ayudante más cercano, en medio de la sala, de espaldas a las ventanas. Los colaboradores cercanos de Bak parecían especialmente satisfechos.
Lars Bjørn dio la palabra a Bak, y todos supieron qué iba a decir.
– Esta mañana hemos llevado a cabo una detención en el caso del ciclista asesinado. En estos momentos el acusado está deliberando con su abogado, y estamos convencidos de que habrá una confesión escrita antes de terminar el día.
Sonrió y se acarició cuidadosamente el mechón de pelo que cubría su calva. Era su día.
– La principal testigo, Annelise Kvist, ha prestado una declaración completa tras asegurarse de que el sospechoso estaba detenido, y sostiene nuestra impresión al cien por cien. Se trata de un médico especialista de Valby, bastante estimado y profesionalmente activo que, además de haber apuñalado al camello en el parque, también ha contribuido al aparente intento de suicidio de Annelise Kvist y ha proferido amenazas contra la vida de sus hijas -continuó Bak y señaló a su ayudante, que tomó la palabra.
– En el registro del domicilio del principal sospechoso hemos encontrado más de trescientos kilos de sustancias estupefacientes que en estos momentos están siendo analizadas por nuestros peritos.
Esperó un momento a que la reacción se calmara.
– No cabe duda de que el médico ha tejido una amplia red de colegas que obtenían unos ingresos notables mediante la venta de todo tipo de medicinas para las que hacía falta receta, desde metadona hasta Stesolid, Valium, Fenemal y morfina, y la importación de sustancias como anfetaminas, Zopiclón, THC o Acetofanazín. Además de grandes partidas de neurolépticos, somníferos y sustancias alucinógenas. Para el sospechoso nada era demasiado grande ni demasiado pequeño. Parece ser que había clientes para todo.
»El asesinado en el parque era el distribuidor principal de las sustancias, sobre todo entre los clientes de discotecas. Suponemos que la víctima intentaría presionar al médico y que éste actuó inmediatamente, pero que el suceso no estaba planeado. El asesinato fue presenciado por Annelise Kvist, que conocía al médico. Esa circunstancia hizo que el médico pudiera encontrarla con facilidad y obligarla a callar.
Se interrumpió, y Bak volvió a tomar la palabra.
– Ahora sabemos que el médico, justo después del asesinato, fue a buscar a Annelise Kvist a su casa. Un médico especialista en vías respiratorias que tenía como pacientes a las hijas asmáticas de Annelise Kvist, ambas muy dependientes de sus medicamentos. Aquella noche el comportamiento del médico fue bastante violento y la obligó a dar a sus hijas pastillas si quería que siguieran vivas. Las pastillas causaron que los alvéolos pulmonares de las chicas se contrajeran peligrosamente, y entonces él les puso una inyección que lo contrarrestaba. Debió de ser muy traumático para la madre ver que sus hijas se ponían azules y no podían comunicarse con ella.
Su mirada vagó por la estancia, donde la gente movía la cabeza arriba y abajo.
– Después -prosiguió- el médico alegó que las chicas tenían que pasar por su consulta regularmente para que les administrara el antídoto, si no quería que se produjera una recaída que podría ser fatal. Y así consiguió el silencio de la madre.
»Pero que pese a todo pudiéramos encontrar a nuestro testigo estrella se lo debemos a la madre de Annelise Kvist. Ella desconocía el incidente que había tenido lugar por la noche, pero sabía que su hija había presenciado el asesinato. Se lo sonsacó al día siguiente, cuando vio el estado de conmoción en que se encontraba su hija. Pero la madre no consiguió saber quién lo había hecho, Annelise no quiso decírselo. Por eso, cuando trajimos a Annelise para interrogarla a petición de su madre, era una mujer en profunda crisis.
»Hoy sabemos también que el médico va en busca de Annelise Kvist un par de días después. La advierte de que si se va de la lengua matará a sus hijas. Emplea la expresión «desollarlas vivas» y la pone en tal estado que puede presionarla para que tome una mezcla mortal de pastillas.
»El resto de la historia ya lo conocéis, la mujer es hospitalizada y salvada, y se calla como un muerto. Pero lo que no sabéis es que en el transcurso de nuestra investigación hemos recibido una gran ayuda de nuestro nuevo Departamento Q, al frente del cual está Carl Mørck.
Bak se volvió hacia Carl.
– Carl, no has tomado parte en la investigación, pero has introducido unas ideas interesantes durante el proceso. Mi grupo y yo queremos agradecértelo. Y gracias también a tu ayudante, que has empleado como correo entre nosotros, y a Hardy Henningsen, que también ha metido baza. Sabed que le hemos enviado unas flores.
Carl estaba estupefacto. Un par de sus antiguos compañeros se volvieron hacia él y trataron de arrancar una especie de sonrisa de sus rostros pétreos, pero el resto no se movió ni un milímetro.
– Sí -añadió el subinspector Bjørn-. Ha habido mucha gente involucrada. Nuestro agradecimiento a vosotros también, chicos.
Después señaló a dos agentes de la Brigada de Estupefacientes.
– Ahora tenéis que deshacer esa red de médicos sin conciencia. Es un caso enorme, ya lo sabemos. Por otra parte, aquí, en Homicidios, podremos dedicarnos a otros casos, y nos alegramos. Porque en el segundo piso no nos falta trabajo.
Carl esperó hasta que la mayoría salió de la sala. Sabía perfectamente lo que le había costado a Bak hacerle aquel regalo. Por eso se dirigió a él con la mano tendida.
– No lo merecía, pero aun así, gracias, Bak.
Børge Bak miró un momento la mano tendida y después recogió sus papeles.
– No me des las gracias. Nunca lo habría hecho si Marcus Jacobsen no me hubiera obligado.
Carl asintió en silencio. Volvían a saber cuáles eran sus respectivas posiciones.
En el pasillo estaba a punto de cundir el pánico. Todas las oficinistas estaban junto a la puerta del jefe y todas tenían algo de que quejarse.
– No sabemos todavía qué ha pasado -declaró el jefe de Homicidios-. Pero, por lo que me ha informado la directora de la policía, en este momento no se puede acceder a ningún registro público. El servidor central ha sufrido un ataque de algún hacker que ha cambiado todos los códigos de acceso. Aún no sabemos quién lo ha hecho. No hay tantos que puedan hacerlo, así que están trabajando a destajo para descubrir quién ha sido.
– No me lo puedo creer -dijo alguien-. ¿Cómo es posible?
Marcus Jacobsen se encogió de hombros. Trató de parecer indiferente, pero no lo estaba.
Carl comunicó a Assad que la jornada laboral había terminado, de todas formas no podían seguir adelante. Sin la información del registro civil no podían localizar los movimientos de Lars Henrik Jensen; habría que dar tiempo al tiempo.
Mientras conducía en dirección a la Clínica para Lesiones de Médula de Hornbæk, oyó por la radio que habían enviado cartas a la prensa de las que se desprendía que era un ciudadano cabreado el que había metido el virus en los registros públicos. Se suponía que sería un funcionario bien colocado que estaba pasando apuros con la reforma de los municipios, pero todavía no se había esclarecido nada. Los informáticos intentaban explicar cómo era posible poner al descubierto datos tan bien protegidos, y el primer ministro calificó a los culpables de «bandidos de la peor calaña». Los técnicos de seguridad en la transmisión de datos estaban en ello. El primer ministro dijo que todo volvería a funcionar pronto. Y que al culpable le esperaba una larga condena. Estuvo a punto de compararlo con los atentados contra las Torres Gemelas, pero se contuvo.
La primera cosa inteligente que hacía en mucho tiempo.
Efectivamente, había flores en la mesilla de Hardy, pero era un ramo de los que podían encontrarse más lucidos en cualquier gasolinera de la periferia. A Hardy no le importaba, al fin y al cabo no veía el ramo porque aquel día lo habían colocado mirando a la ventana.
– Saludos de parte de Bak -dijo Carl.
Hardy lo miró con ese tipo de mirada que suele calificarse de arisca, pero que en realidad nadie sabe cómo llamar.
– ¿Qué tengo que ver yo con ese tiparraco de mala muerte?
– Assad le pasó tu sugerencia y han detenido a un sospechoso seguro.
– Yo no he hecho ninguna puta sugerencia a nadie.
– Sí, hombre, dijiste que Bak debería mirar en el círculo de médicos de la testigo principal, Annelise Kvist.
– ¿De qué caso estás hablando?
– Del asesinato del ciclista, Hardy.
Este frunció el entrecejo.
– No tengo ni idea de qué estás hablando, Carl. Me has pasado el caso absurdo de Merete Lynggaard, y esa tía psicóloga no deja de hablarme del tiroteo de Amager. Con eso tengo más que suficiente. No tengo ni idea de qué es el asesinato del ciclista.
Hardy no era el único que tenía fruncido el entrecejo.
– ¿Estás seguro de que Assad no te ha hablado del asesinato del ciclista? ¿Tienes problemas de memoria, Hardy? No pasa nada, puedes decírmelo.
– Déjame en paz, Carl. Paso de oír esas gilipolleces. La memoria es mi peor enemigo, ¿no lo entiendes? -espetó, con baba en las comisuras y una mirada cristalina.
Carl levantó la mano, a la defensiva.
– Perdona, Hardy. Me habrá informado mal Assad. Puede suceder.
Pero en su fuero interno no lo pensaba en absoluto. Algo así no podía ocurrir, no debía ocurrir.