La mujer arañó las paredes lisas hasta hacerse sangre en las yemas de los dedos y golpeó los gruesos cristales con los puños cerrados hasta que las manos se le quedaron insensibles. Había avanzado a tientas hasta la puerta de acero por lo menos diez veces para meter las uñas en el resquicio y tirar, pero la puerta no se movía un ápice y el borde estaba afilado.
Finalmente, cuando las uñas se despegaron de la carne, se dejó caer al suelo helado jadeando. Se quedó un momento mirando fijamente la impenetrable oscuridad con los ojos muy abiertos y el corazón desbocado, y entonces gritó. Gritó hasta que le zumbaron los oídos y su voz flaqueó.
Después echó la cabeza atrás y volvió a sentir el aire fresco que bajaba del techo. Tal vez pudiera saltar hasta allí si tomaba carrerilla y lograba agarrarse a algo. Tal vez así ocurriera algo.
Sí, tal vez así los cabrones de fuera tendrían que entrar donde estaba ella.
Y si apuntaba a sus ojos con los dedos rígidos tal vez podría cegarlos. Si actuaba con rapidez y sin vacilar tal vez lo conseguiría. Y entonces tal vez podría escapar.
Estuvo un rato lamiéndose los dedos ensangrentados; después los apoyó en el suelo, hizo fuerza y se puso en pie.
En medio de la oscuridad, miró hacia el techo. Quizá estuviera demasiado alto para saltar. Quizá no hubiera nada a lo que agarrarse. Pero había que probar. No le quedaba otro remedio.
Se quitó el plumífero y lo depositó con cuidado en un rincón para no caer encima. Después dio un brinco y extendió cuanto pudo los brazos en el aire, pero no encontró nada. Lo hizo un par de veces más antes de volver a la pared del fondo, donde se quedó un rato recuperándose. Después tomó carrerilla y saltó con todas sus fuerzas hacia arriba en la oscuridad, moviendo los brazos en todas direcciones en busca de la esperanza. Cuando se derrumbó, un pie resbaló en el suelo liso y el cuerpo cayó a un lado. Soltó un gemido de dolor cuando su hombro dio contra el cemento, y gritó cuando su cabeza golpeó la pared y vio las estrellas.
Se quedó un buen rato totalmente quieta y le entraron ganas de llorar, pero no lo hizo. En caso de que la oyeran, sus carceleros lo interpretarían mal. Pensarían que estaba a punto de rendirse, pero no lo estaba. Al contrario.
Quería cuidarse. Para ellos sólo era la mujer enjaulada, pero era ella quien decidía la distancia entre los barrotes. Quería concentrarse en ideas que se abrieran al mundo y mantuvieran a raya la locura. Jamás conseguirían que agachara la cerviz. Fue lo que decidió, tumbada en el suelo, con el hombro palpitante y dolorido, y un ojo cerrado por la hinchazón.
Un día de aquellos iba a escapar, estaba segura.