Capítulo 27

2007

Carl llevaba una mañana agobiante. Las pesadillas nocturnas y las quejas de Jesper durante el desayuno, a partes iguales, lo habían dejado sin energía ya antes de que se dejara caer en el asiento del conductor y se diera cuenta de que el depósito de gasolina estaba vacío. Tampoco los tres cuartos de hora de autopista apestosa para cubrir la distancia entre Nymøllevej y Værløse estimularon aspectos de su personalidad que deberían manifestarse, como encanto, complacencia y paciencia.

Cuando finalmente se encontró en su despacho del sótano de Jefatura mirando los campos energéticos que bailaban en la felicidad matinal del rostro de Assad, estuvo pensando en subir al despacho de Marcus Jacobsen y romper un par de sillas, para que lo enviaran a un lugar donde lo tratasen bien y donde todo tipo de desgracias fueran algo de lo que sólo había que ocuparse al encender la tele para ver las noticias.

Saludó con la cabeza, cansado, a su asistente. Si sólo pudiera bajarle el volumen un rato, tal vez sus baterías internas podrían cargarse mientras tanto. Miró de reojo a la máquina de café, que estaba vacía, y después aceptó una taza minúscula que Assad le ofreció.

– No lo entiendo, Carl -comenzó Assad-. Dices que Daniel Hale ha muerto, pero que no fue él quien participó en la reunión de Christiansborg. ¿Quién fue, entonces?

– No tengo ni idea, Assad. Pero Hale no tiene ninguna relación con Merete Lynggaard. Aunque sí que la tiene el tipo que lo suplantó.

Tomó un sorbo del té a la menta de Assad. Si hubiera tenido cinco o seis cucharaditas menos de azúcar habría estado bebible.

– Pero ¿cómo podía saber ese tío que el multimillonario ese que era el jefe de la reunión de Christiansborg en realidad no conocía a Daniel Hale, entonces?

– Eso: ¿cómo podía saberlo? Puede que ese tipo y Hale se conocieran de alguna forma -repuso Carl. Puso la taza en el escritorio y levantó la mirada hacia el tablón de anuncios, donde había sujetado con chinchetas el folleto de Interlab, S. A. con el retrato bien afeitado de Daniel Hale.

– Entonces no fue Hale quien entregó la carta, ¿no? Y ¿tampoco fue él quien cenó con Merete Lynggaard en el Bankeråt?

– Según los colaboradores de Hale, aquellos días ni siquiera estaba en el país -declaró Carl, volviéndose hacia su ayudante-. ¿Recuerdas qué decía el atestado policial acerca del automóvil de Daniel Hale después del accidente? ¿Estaba bien al cien por cien? ¿Encontraron algún fallo que pudiera motivar el accidente?

– ¿Quieres decir a ver si los frenos estaban bien?

– Los frenos. La dirección. Lo que sea. ¿Había alguna señal de sabotaje?

Assad se encogió de hombros.

– Era difícil ver nada, Carl, porque el coche quedó calcinado. Por lo que veo en el atestado fue un accidente completamente normal.

Sí, también él lo recordaba así. Nada sospechoso.

– Y tampoco hubo testigos que pudieran decir otra cosa.

Se miraron.

– Ya lo sé, Assad. Ya lo sé.

– Sólo el hombre que chocó contra él.

– Exactamente -convino Carl. Con un gesto mecánico tomó un sorbo más del té a la menta, a lo que siguió un violento estremecimiento. Desde luego, aquel mejunje no iba a crearle ninguna adicción.

Carl dudó entre fumar un cigarrillo o coger una pastilla de regaliz del cajón, pero no tenía energía ni para eso. Puñeteros acontecimientos. Ahora que estaba a punto de cerrar el caso, la investigación daba un nuevo giro hacia aspectos no analizados. Cargas de trabajo enormes se alzaban de repente ante él, y no era más que un caso. Sobre la mesa había cuarenta o cincuenta más.

– ¿Qué hay del testigo del otro coche, Carl? ¿No vamos a hablar con el hombre contra quien chocó Daniel Hale?

– He azuzado a Lis para que lo busque.

Assad pareció decepcionado por un momento.

– Tengo otra misión para ti, Assad.

Un cambio de humor bastante curioso hizo que sus labios se entreabrieran.

– Tienes que ir a Holtug, en el municipio de Stevns, y volver a hablar con aquella asistenta, Helle Andersen. Pregúntale a ver si reconoce a Daniel Hale como el hombre que entregó aquella carta personalmente. Lleva una foto de él -dijo, señalando el tablón de anuncios.

– Pero no fue él, fue el otro el que…

Carl frenó a Assad con un movimiento de la mano.

– No, y eso lo sabes tú y lo sé yo. Pero si ella responde que no, como esperamos, entonces pregúntale a ver si Daniel Hale se parecía algo al tipo de la carta. Tenemos que centrarnos en el tipo, ¿no? Y otra cosa: pregúntale también si estaba Uffe y si aquél vio fugazmente al hombre que entregó la carta. Y, por último, pregúntale si recuerda dónde solía dejar Merete Lynggaard su maletín al llegar a casa. Dile que es negro y tiene un gran desgarrón en un lado. Era de su padre, y lo llevaba en el coche cuando se produjo el accidente, así que debe de haber sido importante para ella.

Volvió a levantar la mano cuando Assad iba a decir algo.

– Y después dirígite donde los anticuarios que compraron la casa de los Lynggaard en Magleby y pregúntales si han visto un maletín así en alguna parte. Mañana hablamos sobre todo eso, ¿vale? Puedes llevarte el coche a casa. Hoy voy a ir en taxi y volveré a casa en tren.

Assad empezó a agitar los brazos.

– Dime, Assad.

– Un momento, ¿vale? Tengo que encontrar un bloc de notas. ¿Te importa volver a decirlo todo?


Hardy parecía haber mejorado algo. Su cabeza, que antes daba la impresión de estar fundida con la almohada, estaba tan erguida que podían verse las venas finísimas que palpitaban en sus sienes. Tenía los ojos cerrados y parecía más tranquilo que otras veces, y Carl sopesó por un instante volver a salir. Habían retirado muchos de los aparatos de la habitación, aunque la respiración asistida seguía bombeando, claro. Tal vez fuera buena señal, después de todo.

Giró con cuidado sobre sus talones y avanzaba hacia la puerta cuando lo detuvo la voz de Hardy.

– ¿Por qué te vas? ¿Es que no soportas ver a un hombre tumbado?

Se dio la vuelta y vio a Hardy tumbado igual que antes.

– Si quieres que la gente se quede, da alguna señal de que estás despierto. Por ejemplo, abriendo los ojos.

– No, hoy no. Hoy no me tomo la molestia de abrir los ojos.

Tuvo que repetírselo.

– Si quiero que haya alguna diferencia entre mis días, tengo que hacer eso, ¿vale?

– Vale, vale.

– Mañana tengo pensado mirar sólo a la derecha.

– De acuerdo -asintió Carl, pero le dolía en el alma oír aquello-. Hardy, has hablado un par de veces con Assad. ¿Te parece bien que te lo haya mandado aquí?

– En absoluto -respondió Hardy sin apenas mover los labios.

– Bueno, pues te lo mandé. Y tengo pensado mandártelo cuantas veces haga falta. ¿Tienes alguna objeción?

– Pero que no traiga esos fritos picantes.

– Se lo diré.

El cuerpo de Hardy emitió algo que podría interpretarse como una carcajada.

– Eché una cagada como nunca antes. Las enfermeras estaban desesperadas.

Carl trató de apartar la imagen. No sonaba agradable.

– Se lo diré a Assad, Hardy. Que no traiga fritos tan picantes la próxima vez.

– ¿Alguna novedad en el caso Lynggaard? -preguntó Hardy. Era la primera vez desde que se quedó paralítico que expresaba curiosidad por algo. Carl sintió calor en las mejillas. Pronto se le haría un nudo en la garganta.

– Sí, han pasado muchas cosas -respondió Carl, y le contó los últimos descubrimientos en torno a Daniel Hale.

– ¿Sabes qué creo, Carl? -dijo Hardy al poco rato.

– Crees que el caso ha cobrado un nuevo impulso.

– Exacto. Ahí hay gato encerrado -añadió, abriendo los ojos un instante y mirando al techo antes de volver a cerrarlos-. ¿Tienes alguna posible pista política que seguir?

– Ni una.

– ¿Has hablado con la prensa?

– ¿A qué te refieres?

– Con alguno de los comentaristas políticos del Parlamento. Esos saben de todo. O con los de las revistas del corazón. Pelle Hyttested de Gossip, por ejemplo. Ese enano rechoncho ha estado sacando porquería de las grietas de Christiansborg desde que lo echaron de Aktuelt, o sea, que es un viejo zorro. Si quieres saber más de lo que sabes, pregúntale a él.

Sonrió un breve instante y volvió a su impasibilidad. Se lo voy a contar ahora, pensó Carl, y lo dijo lentamente, para que entrara bien a la primera.

– Ha habido un asesinato en Sorø, Hardy. Creo que son los mismos que los de Amager.

Hardy no se inmutó.

– ¿Y…? -preguntó.

– Pues eso, el mismo entorno, la misma arma, en apariencia la misma camisa roja a cuadros, relación familiar…

– Te he dicho: ¿y…?

– Por eso te estoy respondiendo.

– He dicho ¿y…? ¿Y…? ¿Qué me importa a mí?


La redacción de Gossip se encontraba en esa fase lánguida en que se ha llegado al plazo de entrega de la semana y el siguiente número empieza a tomar cuerpo. Un par de periodistas del corazón miraron a Carl sin interés cuando éste atravesó el paisaje de la redacción. Aparentemente, no lo habían reconocido; mejor así.

Encontró a Pelle Hyttested acariciando su barba rojiza recortada pero rala en el rincón donde reposaban los periodistas veteranos. Carl conocía perfectamente a Pelle Hyttested de oídas. Un cabrón que sólo se detenía ante el dinero. A muchísimos daneses les encantaban sus delirantes chorradas descafeinadas, pero a sus víctimas no. Los pleitos hacían cola a la puerta de Hyttested, pero el redactor jefe protegía a su diablillo. Hyttested vendía revistas, y el redactor jefe recibía un plus, así es como funcionaba aquello. O sea que no importaba que mientras tanto el redactor jefe tuviera que pagar un par de multas de vez en cuando.

El tipo miró brevemente la placa de Carl y después se volvió hacia sus colegas.

Carl le puso una mano en el hombro.

– Decía que tenía un par de preguntas.

Los ojos del tipo lo atravesaron cuando se giró.

– ¿No ves que estoy trabajando? Claro que a lo mejor quieres llevarme a comisaría.

Fue entonces cuando Carl sacó de la cartera el único billete de mil coronas que había tenido desde hacía meses y se lo puso delante de las narices.

– ¿De qué se trata? -preguntó el periodista, tratando de atraer el billete con la mirada. Tal vez estuviera intentando calcular cuántas horas le duraría el billete a altas horas de la madrugada en el Andy's Bar.

– Estoy investigando la desaparición de Merete Lynggaard. Mi colega Hardy Henningsen piensa que a lo mejor puedes contarme si ella podía tener razones para temer a alguien en círculos políticos.

– ¿Temer a alguien? Es una manera extraña de expresarlo -comentó, acariciando sin cesar los mechones de pelo casi invisibles de su rostro. Después continuó-: Y ¿por qué me lo preguntas? ¿Hay alguna novedad en el caso?

El interrogatorio se estaba desarrollando en sentido inverso.

– ¿Alguna novedad? No, no la hay, pero el caso ha llegado a un punto en el que hay que aclarar ciertas cuestiones de una vez por todas.

El periodista asintió con la cabeza, nada impresionado.

– ¿Cinco años después de la desaparición? Mira, a otro perro con ese hueso. ¿Por qué no me cuentas lo que sabes? Y yo te contaré lo que sé.

Carl volvió a agitar el billete para que el hombre centrara la atención en lo importante.

– No sabes de nadie que estuviera especialmente cabreado con Merete Lynggaard por aquella época, ¿es eso lo que quieres decir?

– Todos odiaban a aquella zorra. Si no fuera por sus hermosas peras, hacía tiempo que la habrían echado.

No era de los que votaban a los Demócratas, concluyó Carl sin sorpresa.

– Vale, así que no sabes nada.

Se volvió hacia los otros periodistas.

– ¿Alguno de vosotros sabe algo? Cualquier cosa puede valer. No tiene necesariamente que ver con Christiansborg. Rumores sueltos. Gente a la que vuestros paparazzi hayan visto cerca de ella mientras estaban de caza. Sensaciones. ¿Hay algo de eso?

Miró a los colegas de Hyttested. A la mitad de ellos seguramente se les podía diagnosticar muerte cerebral. Su mirada estaba vacía y aquello les importaba un bledo.

Giró abarcando el local. Tal vez hubiera algún periodista novato a quien le quedara algo de seso y tuviera algo que decir. Aunque no fuera en nombre propio, a lo mejor en el de otros. Al fin y al cabo, había entrado en el reino de los chismes.

– ¿Dices que te ha enviado Hardy Henningsen? -fue Hyttested quien preguntó mientras se acercaba al billete-. ¿Tú no eres el que lo jodió? Recuerdo con claridad algo de Carl Mørck, ¿no has dicho que te llamabas así? Eres el que se refugió debajo de un colega. El que se quedó debajo de Hardy Henningsen haciéndose el muerto, ¿verdad?

Carl notó que una sensación helada le subía por la columna vertebral. ¿Cómo diablos había podido llegar a tal conclusión? Todos los interrogatorios estaban cerrados al público. Nadie había sugerido jamás lo que estaba diciendo aquel hijoputa.

– ¿Dices eso porque quieres que te agarre del cuello y te mate a hostias para que tengas algo de qué escribir la semana que viene? -dijo, acercándose lo suficiente para que Hyttested decidiera volver a mirar el billete-. Hardy Henningsen era el mejor colega que había. Habría muerto por él, si hubiera podido. ¿Lo pillas?

Hyttested dirigió una mirada victoriosa a sus colegas. Mierda. Ya tenían titular para la próxima semana, y la víctima iba a ser Carl. Sólo les faltaba una fotografía que inmortalizara la situación. Más le valía largarse de allí.

– ¿Me darás las mil coronas si te digo qué fotógrafo se había especializado en Merete Lynggaard?

– ¿De qué me va a servir?

– No lo sé. Puede que te sirva. ¿No eres policía? ¿Puedes permitirte no hacer caso de un soplo?

– ¿Quién es?

– Intenta hablar con Jonas.

– Jonas ¿qué más?

Unos pocos centímetros separaban el billete de los codiciosos dedos de Hyttested.

– Jonas Hess.

– Vale, Jonas Hess. ¿Y dónde lo encuentro? ¿Está en la redacción ahora?

– Nosotros no empleamos a gentuza como Jonas Hess. Tendrás que buscar en el listín.

Carl anotó el nombre y metió el billete en el bolsillo en un santiamén. Aquel idiota iba a escribir sobre él en el número de la semana siguiente de todas formas. Además, nunca en la vida había pagado por sus informaciones, y para cambiar de sistema hacía falta alguien de más calibre que aquel Hyttested.

– ¿Que habrías muerto por él? -gritó Hyttested detrás de Carl cuando éste atravesó las filas-. ¿Por qué no lo hiciste, Carl Mørck?


En la recepción le dieron la dirección de Jonas Hess y el taxi lo dejó en Vejlands Alié, junto a una diminuta casa encalada que los años habían rodeado con las sobras de la sociedad: bicis viejas, acuarios agrietados y garrafones de los tiempos de la destilación casera, lonas enmohecidas que ya no podían ocultar tablas podridas, profusión de botellas y todo tipo de cachivaches. El propietario de la casa podría ser candidato para uno de los numerosos programas sobre viviendas que emitían en todos los canales de la tele. En eso estaría de acuerdo hasta el arquitecto paisajista más mediocre.

Una bici volcada frente a la puerta de entrada y el murmullo quedo de una radio tras las mugrientas ventanas indicaban que había tenido suerte, y Carl se apoyó en el timbre de la puerta hasta que empezó a notar palpitaciones en la zona del dedo.

– Ya vale de escándalo -se oyó finalmente desde el interior.

Un hombre rubicundo con síntomas inconfundibles de tener una buena resaca abrió la puerta y trató de enfocar a Carl bajo el sol deslumbrante.

– Joder, ¿qué hora es? -preguntó, soltando la manilla y volviendo a entrar. Para seguirlo no hizo falta una orden de registro.

La sala era como las que se ven en películas de catástrofes después de que el cometa haya partido en dos el globo terráqueo. El habitante de la casa se dejó caer con un suspiro satisfecho sobre un sofá hundido en el medio y dio un buen lingotazo a una botella de whisky mientras trataba de localizar a Carl con el rabillo del ojo.

La experiencia le decía a Carl que no era precisamente un testigo perfecto.

Lo saludó de parte de Pelle Hyttested y esperó que aquello rompiera el hielo.

– Me debe dinero -fue la respuesta.

Carl estuvo pensando en enseñarle la placa, pero volvió a meterla en el bolsillo.

– Pertenezco a un departamento de la policía que trata de resolver enigmas sobre pobres desgraciados -aclaró. Aquello no podía acojonar a nadie.

Hess dejó la botella por un momento. Puede que a pesar de todo fueran demasiadas palabras para el estado en el que se encontraba.

– Vengo en relación con Merete Lynggaard -intentó después Carl-. Tengo entendido que eras un especialista en ella.

El hombre trató de sonreír, pero una arcada de bilis se lo impidió.

– No hay muchos que sepan eso -dijo-. ¿Qué coño pasa con ella?

– ¿Tienes alguna foto suya que no haya sido publicada?

El hombre se dobló hacia delante con una risa sofocada.

– Joder, vaya pregunta idiota. Tengo por lo menos diez mil.

– ¡Diez mil! Parece mucho.

– Escuche -repuso, levantando la mano-: Dos o tres rollos de película por cada dos días durante dos o tres años ¿cuántas fotos dan?

– Creo que bastante más de diez mil.


Pasada una hora, Jonas Hess había espabilado lo suficiente, ayudado por las calorías que contiene el whisky sin rebajar, para poder acompañar a Carl sin vacilaciones hasta el laboratorio, que estaba en una pequeña construcción de cemento aligerado detrás de la casa.

La realidad allí era bastante diferente a la del interior de la casa. Carl había estado en muchos laboratorios de fotografía, pero en ninguno tan pulcro y bien organizado como aquél. La diferencia entre el hombre de la casa y el hombre del laboratorio era espantosamente incomprensible.

El fotógrafo tiró de un cajón metálico y rebuscó en él.

– Mire -dijo, tendiéndole una carpeta donde ponía «Merete Lynggaard: 13/11/2001 – 1/3/2002»-. Son los últimos negativos que tengo de ella.

Carl abrió por detrás la carpeta de negativos. Cada funda de plástico contenía los negativos de una película, pero en la última funda sólo había cinco instantáneas. La fecha aparecía escrita con buena letra. Ponía «1/3/2002, ML».

– ¿Le hiciste fotos la víspera de su desaparición?

– Sí. Nada de particular. Unas instantáneas en el patio de entrada al Parlamento. Solía estar esperando en la puerta de entrada.

– ¿Esperándola a ella?

– No sólo a ella. A todos los parlamentarios. Si yo le contara las divertidas constelaciones que he visto en esa escalera… Sólo tienes que esperar, y un buen día aparece.

– Pero ya veo que lo divertido no llegó aquel día -replicó Carl. Sacó la funda de plástico de la carpeta y la colocó sobre la caja luminosa. O sea que las fotos estaban hechas el viernes antes de que Merete volviera a casa. La víspera de su desaparición.

Se acercó más a los negativos.

Sí, saltaba a la vista. Llevaba el maletín bajo el brazo.

Carl sacudió la cabeza. Increíble. Había tenido suerte a la primera. En aquel negativo estaba la prueba, blanco sobre negro. Merete se había llevado el maletín a casa. Un viejo maletín gastado, con desgarrón y todo.

– ¿Puedes dejarme este negativo?

El fotógrafo tomó otro trago y se secó los labios.

– No dejo prestados los negativos. Ni siquiera los vendo. Pero podemos hacer una copia, lo escaneo y punto. No hace falta que la calidad sea excelente -declaró, aspirando y gargajeando un poco al reír.

– Sería magnífico tener una copia. Puedes mandar la factura a mi departamento -propuso Carl, dándole una tarjeta.

El tipo miró los negativos.

– No hace falta. Aquel día no hubo nada especial. Pero con Merete Lynggaard generalmente no solía haber nada especial. Sólo si hacía frío en verano y se le adivinaban los pezones debajo de la blusa. Esas fotos me las pagaban bastante bien.

Volvió a sonar la risa gargajeante mientras se dirigía a un pequeño frigorífico rojo en equilibrio inestable entre dos bidones de productos químicos. Cogió una botella de cerveza y debió de intentar ofrecer, pero para cuando Carl reaccionó el contenido había desaparecido.

– Porque la exclusiva era poder hacerle una foto con algún amante, ¿sabe? -añadió, mientras buscaba algo que meterse entre pecho y espalda-. Creí haberlo conseguido unos días antes.

Cerró el frigorífico de un portazo y estuvo hojeando un poco en la carpeta.

– Ah, sí, también están éstas de Merete discutiendo fuera del salón de plenos con un par de miembros del Partido Danés. He hecho copias de contacto de esos negativos.

Se echó a reír.

– Bueno, no saqué la foto por la discusión, sino por la que está detrás -aclaró, señalando a una persona que estaba cerca de Merete-. Puede que no se vea bien en este tamaño, pero debería ver cómo queda al ampliarla. Esa nueva secretaria estaba completamente enamorada de Merete Lynggaard.

Carl se inclinó hacia la foto. No cabía duda, era Søs Norup. Su expresión era totalmente distinta a la que había mostrado en su cueva de dragón de Valby.

– No tengo ni puta idea de si había algo entre ellas o si sólo era cosa de la secretaria. ¡Pero qué cojones! A saber si esta foto en algún momento habría dado dinero -dijo. Después pasó a la siguiente página de negativos y, colocando un dedo húmedo en medio de la hoja, exclamó-: ¡Aquí está! Ya sabía que fue el 25 de febrero, porque es el cumpleaños de mi hermana. Pensé que podría comprarle un buen regalo si la foto resultaba ser una mina de oro. Aquí está.

Sacó la funda de plástico y la colocó sobre la caja luminosa.

– Estas son las fotos que decía. Está hablando con un pavo en las escalinatas del Parlamento.

Después señaló una foto de la primera tira.

– Mire esta imagen. Parece estar afectada. Hay algo en su mirada que dice que está incómoda -añadió, pasando una lupa a Carl.

¿Cómo diablos podía verse algo así en un negativo? ¡Pero si sus ojos no eran más que un par de manchas blancas!

– Me vio sacando fotos, así que me largué. Creo que nunca me vio la cara. Después intenté hacerle una foto al hombre, pero no pude sacarlo de frente, porque salió por el otro lado del patio, hacia el puente, pero por lo visto no era más que un tipo que pasaba por casualidad y la abordó. Muchos lo intentaban, si tenían la oportunidad.

– ¿Tienes copias de contacto de esa serie?

El fotógrafo reprimió un par de arcadas ácidas y pareció que la garganta le ardiera por dentro.

– ¿Copias de contacto? Enseguida las hago, si mientras tanto baja a la tienda a por un par de birras.

Carl asintió en silencio.

– Pero antes tengo una pregunta. Si estabas tan interesado en conseguir una foto de Merete Lynggaard con un amante, también sacarías fotos en su casa de Stevns, ¿no?

El fotógrafo no alzó la vista, y siguió examinando con detenimiento las fotos anteriores.

– Pues claro. Estuve allí montones de veces.

– Hay algo que no entiendo. Entonces tienes que haberla visto junto a su hermano impedido, Uffe, ¿no?

– Sí, hombre, muchas veces -admitió, mientras marcaba con una cruz uno de los negativos-. Aquí hay una buena foto de ella y ese tipo. Puedo darle una copia. Tal vez sepa usted quién es. Y después puede decírmelo, ¿verdad?

Carl volvió a asentir con la cabeza.

– Pero ¿por qué no sacaste alguna buena foto de ella junto a Uffe, para que todo el mundo supiera por qué tenía siempre tanta prisa por salir de Christiansborg?

– No lo hice porque también yo tengo a alguien impedido en mi familia. Mi hermana es minusválida.

– Pero tú vives de sacar esas fotos.

El fotógrafo le dirigió una mirada apagada. Si Carl no iba a por las birras ahora, se quedaría sin las copias.

– Escuche -respondió el hombre, mirando a Carl a los ojos-. Aunque uno sea una mierda, aún le queda algo de dignidad. ¿Y a usted?


Desde la estación de Allerød caminó por la calle peatonal y constató cabreado que el paisaje urbano parecía cada vez más mediocre. Los bloques de cemento, camuflados de viviendas de lujo, se acercaban cada vez más al hipermercado, y pronto desaparecerían también las viejas casitas entrañables del otro lado de la calle. Lo que antes era un imán para la mirada era ahora un túnel de cemento adornado. Unos años antes lo habría defendido, pero ahora había llegado hasta su ciudad. Lo hizo Erhardt Jakobsen en Bagsvasrd, Urban Hansen en Copenhague y sabe dios qué ricachón en Charlottenlund. El entrañable e impagable paisaje urbano estaba destrozado. Los alcaldes y concejales con mal gusto campaban a sus anchas. La prueba irrefutable eran los monumentos a la infamia como aquél.

La peña de la barbacoa estaba una vez más de preparativos cuando llegó a casa, claro que el tiempo también había contribuido. Eran las 18.24 del 22 de marzo de 2007, o sea que la primavera empezaba de veras.

Para la ocasión, Morten Holland se había puesto unos ropajes holgados que había comprado baratísimo en un viaje a Marruecos. Con aquel uniforme era capaz de fundar una nueva secta en menos que canta un gallo.

– A tiempo, Carl -dijo, poniéndole un par de trozos de churrasco en el plato.

Su vecina Sysser Petersen parecía algo achispada ya, pero lo llevaba con dignidad.

– Estoy hasta el gorro -declaró-. Vendo la puñetera casa y me largo.

Tomó un buen trago del vaso de tinto.

– En la oficina pasamos más tiempo rellenando formularios absurdos que ayudando a los ciudadanos, ¿lo sabías, Carl? Esa gente del Gobierno, tan satisfecha de sí misma, debería probarlo. Si tuvieran que rellenar formularios para tener cenas gratis, chófer gratis, alquiler gratis, dietas, viajes gratis, secretarias gratis y todo eso, no les quedaría tiempo para atiborrarse, dormir, viajar, conducir ni nada de nada. ¿Te lo imaginas? ¿Que el primer ministro tuviera que hacer una cruz en el tema del que quisiera tratar con sus ministros antes de empezar la reunión? Impresas por triplicado en un ordenador que sólo funciona un día sí y otro no. Y que tuviera que enviarlo a un funcionario para que le diera el visto bueno antes de poder decir nada. El tío iba a flipar -se desfogó echando la cabeza atrás con una carcajada.

Carl asintió en silencio. La discusión pronto versaría sobre el derecho del ministro de Cultura a hacer callar a los medios, o si había alguien que recordara los argumentos a favor de la destrucción de la organización territorial, o de los hospitales, o del Ministerio de Hacienda, ya puestos. La conversación no cesaría hasta beber la última gota y chupar la última costilla.

Dio un pequeño abrazo a Sysser, una palmada en el hombro a Kenn y subió con el plato a su habitación. Porque todos estaban más o menos de acuerdo. Más de la mitad del país estaba deseando mandar al primer ministro a freír espárragos, y seguiría deseando lo mismo mañana y pasado, hasta el día en que toda la desgracia que había derramado sobre el país y los ciudadanos fuera reparada. Harían falta décadas.

Pero Carl tenía otras cosas en que pensar, de momento.

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