Capítulo 10

2007

– Hola, me llamo Assad -se presentó, tendiendo una mano peluda que había hecho de todo en la vida.

Carl no se dio cuenta enseguida de dónde estaba y con quién hablaba. Tampoco había sido una mañana emocionante. De hecho se había quedado profundamente dormido con los pies encima de la mesa, con el cuaderno de Sudokus en la barriga y la barbilla hundida en la pechera de la camisa. La raya por lo general tan perfecta parecía un gráfico de ritmo cardíaco. Bajó de la mesa las piernas casi paralizadas y se quedó mirando al tipo bajo y moreno que tenía delante. Seguro que era mayor que Carl. Y seguro que no lo habían reclutado en el pueblecito del que procedía Carl.

– Assad, vale -respondió Carl, aturdido. ¿Qué le importaba a él?

– Eres Carl Mørck, por lo que pone en la puerta. Dicen que tengo que ayudarte. ¿Es verdad?

Carl entornó un poco los ojos y sopesó la frase. ¿Ayudarlo?

– Joder, espero que sí -dijo por fin.


Él se lo había buscado, y ahora estaba atrapado en sus irreflexivas exigencias. Por desgracia era así, la presencia de aquel pequeño ser frente a él en el despacho constituía una obligación, acababa de darse cuenta. Por una parte había que ocupar al hombre en algo, y por otra también él tendría que ocuparse de algo en la medida de lo razonable. No, no estaba bien pensado. Carl no iba a poder holgazanear todo el día, como solía hacer, mientras tuviera a aquel tipo mirándolo. Había creído que iba a ser de lo más fácil con un ayudante. Que el pavo tendría cosas que hacer mientras él estaba atareado contando las horas en la parte interior de sus párpados. Había que fregar el suelo, y había que hacer café y poner las cosas en su sitio y meterlas en carpetas. Habrá muchísimo que hacer, pensaba unas pocas horas antes. Pero a las dos horas el tío seguía allí mirándolo con los ojos bien abiertos, y todo estaba listo, bien dispuesto y ordenado. Hasta la estantería que había detrás de Carl estaba llena de literatura especializada ordenada alfabéticamente, y todas las carpetas llevaban su número y estaban listas para usarse. El hombre había hecho su trabajo en dos horas y media, no había que darle más vueltas.

Tal como lo veía Carl, el tío podría irse ya a casa.

– ¿Tienes carné de conducir? -le preguntó, con la esperanza de que Marcus Jacobsen se hubiera olvidado de tomarlo en cuenta, para poder discutir de nuevo toda la cuestión del nombramiento.

– Sé conducir el taxi y el turismo, el camión y un tanque T-55 y un T-62, y vehículos acorazados y motos con carrocería o sin ella.

Fue entonces cuando Carl le propuso que se sentara tranquilamente en su silla un par de horas y leyera alguno de los libros de la estantería. Cogió el primer libro a su alcance, Manual de la Policía Científica, del inspector de policía A. Haslund. Sí, ¿por qué no?

– Fíjate bien en la estructura de las frases al leer, Assad. Ahí puede aprenderse mucho. ¿Has leído mucho en danés?

– He leído todos los periódicos, y también las constituciones y todo lo demás.

– ¿Todo lo demás? -dijo Carl.

Aquello no iba a resultar fácil.

– A lo mejor te gusta resolver Sudokus, ¿no? -aventuró, tendiéndole su cuaderno.


Por la tarde le empezó a doler la espalda de tanto estar sentado. El café de Assad fue una experiencia estremecedoramente fuerte, y la cafeína y la irritante sensación de la sangre corriendo por sus venas se apoderaron de él. Por eso empezó a hojear las carpetas.

Un par de casos los conocía de memoria, pero la mayoría procedían de otros distritos policiales, y unos pocos eran anteriores a su ingreso en la Policía Criminal. Tenían en común que exigían mucho personal, que habían sido objeto de gran atención en los medios de comunicación, que en varios de los casos estaban implicadas personalidades públicas y que habían llegado a un punto en el que todas las pistas eran callejones sin salida.

Si tuviera que clasificarlos someramente, los dividiría en tres categorías.

La primera y más numerosa la constituían todo tipo de asesinatos simples en los que podían apuntarse posibles motivos, pero no al autor.

La segunda categoría comprendía también asesinatos, pero de naturaleza más compleja. El motivo era a veces difícil de adivinar. Podía haber varias víctimas. Y condenas a colaboradores, pero no a los autores, y quizá existiera alguna casualidad vinculada al asesinato, y en ocasiones el motivo era posible buscarlo en un acto pasional. En este tipo de casos la investigación recibía muchas veces la inesperada ayuda de afortunadas coincidencias. Testigos que casualmente pasaban por allí, vehículos que se utilizaban en otro acto delictivo, delaciones debidas a circunstancias ajenas y cosas así. Casos que, de no mediar cierta suerte, plantearían dificultades a los investigadores.

Y después estaba la tercera categoría, que era una mezcla de casos de asesinato o supuestos casos de asesinato relacionados con secuestros, violaciones, incendios provocados, robos con violencia y resultado de muerte, elementos de delincuencia económica y muchos con connotaciones políticas. Había casos en que la policía había fracasado, y a veces también casos en los que el sentido de la justicia había sufrido un rudo golpe. Un niño que desapareció de su cochecito, un residente de un hogar de ancianos que apareció estrangulado en su habitación. El dueño de una fabrica al que encontraron asesinado en un cementerio de Karup, o el caso de la diplomática en el Parque Zoológico. Mal que le pesara a Carl reconocerlo, las exaltadas promesas electorales de Piv Vestergård tenían cierto sentido. Porque ninguno de aquellos casos podía dejar frío a un auténtico policía.

Cogió otro cigarrillo y miró a Assad, que estaba en el cuarto de enfrente. Un hombre tranquilo, pensó. Si era capaz de ocuparse de sus propios asuntos como hacía ahora, después de todo la cosa podría salir bien.

Colocó los tres montones en el escritorio frente a sí y miró el reloj. Media hora escasa de estar cruzado de brazos con los ojos cerrados. Después podrían marcharse.


– ¿Qué son esos casos de ahí, entonces?

Carl vio las cejas oscuras de Assad a través de dos rendijas que se negaban a ensancharse. El hombre compacto estaba encorvado sobre el escritorio con el Manual de la Policía Científica en una mano. El dedo con que marcaba las páginas indicaba que había leído buena parte de él. Puede que mirara sólo las fotos, muchos lo hacían.

– Vaya, Assad, me has interrumpido una cadena de ideas -protestó, reprimiendo un bostezo-. Bueno, qué se le va a hacer. Son los casos en los que vamos a trabajar. Casos antiguos que otros han renunciado a seguir investigando, ¿entiendes?

Assad arqueó las cejas.

– Es muy interesante -convino, cogiendo la carpeta superior-. ¿Nadie sabe quién ha hecho qué, y cosas así?

Carl alargó el cuello y miró el reloj. Aún no eran ni las tres. Después cogió la carpeta y examinó su interior.

– No conozco este caso. Tiene que ver con las excavaciones de la isla de Sprogo, cuando construyeron el puente del Gran Belt. Encontraron un cadáver y no llegaron mucho más lejos. Fue la policía de Slagelse la que se encargó de aquel caso. Majaderos.

– ¿Majaderos? -repitió Assad, asintiendo con la cabeza-. Y ese caso ¿es el primero para ti?

Carl lo miró sin comprender.

– ¿Te refieres a si es el primer caso que vamos a investigar?

– Sí, ¿es así, entonces?

Carl frunció el ceño. Eran demasiadas preguntas a la vez.

– Antes tengo que estudiarlos a fondo, y luego decidiré.

– ¿Es muy secreto, entonces? -insistió Assad, dejando con cuidado la carpeta en su montón.

– ¿Estos expedientes? Sí, es posible que haya cosas que son de consumo interno.

El hombre moreno se quedó un rato callado como un chico al que le han negado un helado pero sabe bien que si espera lo suficiente tendrá otra oportunidad. Estuvieron mirándose lo suficiente para que Carl se quedara desconcertado.

– ¿Sí…? -preguntó-. ¿Querías algo en especial?

– Si prometo callar como un muerto y no decir ni palabra de lo que he visto, ¿podré mirar las carpetas, entonces?

– Pero si no es tu trabajo, Assad.

– Ya, pero ¿cuál es mi trabajo en este momento? He llegado a la página cuarenta y cinco del libro, y ahora mi mente necesita otra cosa.

– Vaya.

Carl miró alrededor en busca de algún reto, si no para la mente de Assad, al menos para sus bien proporcionados brazos. Se daba cuenta de que no había gran cosa que pudiera hacer Assad.

– Bueno, si prometes por lo más sagrado no hablar con nadie aparte de mí de lo que lees, de acuerdo -dijo Carl, empujando hacia Assad el montón más alejado-. Hay tres montones, y no puedes revolverlos. Lo tengo todo perfectamente sistematizado, me ha llevado mucho tiempo. Y recuerda, Assad: no hables de los casos con nadie, aparte de mí.

Se volvió hacia su ordenador.

– Y otra cosa, Assad. Son mis casos y tengo trabajo, ya ves cuántos hay. O sea que no vayas a pensar que voy a discutir los casos contigo. Tú estás para limpiar, hacer café y conducir el coche. Si no tienes nada que hacer, me parece bien que leas. Pero no tiene nada que ver con tu trabajo. ¿De acuerdo?

– De acuerdo, sí -y se quedó un rato mirando el montón del medio-. Hay algunos casos especiales que están aparte, por lo que veo. Me llevo los tres primeros. No voy a revolverlos todos. Los llevaré a mi cuarto y los tendré guardados en sus carpetas. Cuando te hagan falta dame un grito y te los devolveré.

Carl lo siguió con la mirada. Con tres carpetas bajo el brazo y el Manual de la Policía Científica como reserva. Era de lo más preocupante.


Antes de transcurrir una hora Assad estaba de nuevo junto a él. Carl había estado pensando en Hardy. Pobre Hardy, que quería que Carl lo matara. ¿Cómo podía pensar tal cosa? No eran ideas muy constructivas, que se diga.

Assad puso una de las carpetas sobre la mesa frente a él.

– Este es el único caso que recuerdo. Sucedió exactamente mientras iba a clases de danés, y entonces seguimos la noticia en los periódicos. En su momento me pareció muy interesante. Ahora también.

Tendió el documento a Carl, que lo estuvo mirando un rato.

– O sea que ¿llegaste a Dinamarca en 2002?

– No, en 1998. Pero fui a clases de danés en 2002. ¿Estabas en ese caso, o sea?

– No, fue un caso para la Brigada Móvil, antes de la reestructuración.

– Y la Brigada Móvil ¿se encargó porque sucedió en el agua?

– No, fue…

Contempló la cara atenta y las cejas bailarinas de Assad.

– Sí, así es -se corrigió después. Para qué acentuar más aún el absoluto desconocimiento que tenía Assad respecto a los procedimientos policiales.

– Era una chica guapa esa Merete Lynggaard, ¿verdad? -continuó Assad con una sonrisa torcida.

– ¿Guapa? -replicó Carl, imaginándose a aquella hermosa mujer llena de vida-. Sí, desde luego que era guapa.

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