Se supone que el Peugeot 607 es un vehículo bastante silencioso, pero nadie lo diría viendo a Assad aparcar bruscamente frente a la ventana del dormitorio de Carl.
– Impetuoso -gruñó Jesper, mirando por la ventana. Carl no recordaba cuándo fue la última vez que su hijo postizo había dicho una palabra así de larga tan temprano. Pero acertaba de lleno.
«Te he dejado un mensaje de Vigga» fue lo último que le dijo Morten Holland antes de que Carl saliera por la puerta. No iba a leer ningún mensaje de Vigga. La perspectiva de una invitación a inspeccionar la galería en compañía de un pintor de brocha gorda y con toda probabilidad caderas estrechas de nombre Hugin no era exactamente lo que más le apetecía en aquel momento.
– Hola -lo saludó Assad, apoyado en la puerta delantera. Llevaba puesto un gorro de piel de camello de origen desconocido, y parecía cualquier cosa menos un chófer privado de la policía, si es que existía un cargo así.
Carl miró al cielo. Estaba despejado y azul claro, y la temperatura era muy razonable.
– Sé exactamente dónde está Egely -continuó Assad, señalando el GPS, cuando Carl se sentó en el asiento del copiloto.
Carl miró cansado la imagen de la pantalla. El punto de destino estaba marcado en una carretera que estaba a una distancia tan conveniente del fiordo de Roskilde que los habitantes de la residencia no podían caer en él, pero lo bastante cerca para que el encargado tuviera una vista de las maravillas del norte de Selandia con sólo alzar la mirada. Las instituciones para pacientes con trastornos mentales solían estar en lugares así. ¿Para provecho de quién?
Assad arrancó el coche, metió la marcha atrás, aceleró a tope para salir de Magnolievangen y no se detuvo hasta que la parte trasera del coche estuvo medio subida al borde de la calzada, en el lado opuesto de Rønneholt Parkvej. Antes de que Carl pudiera reaccionar Assad ya había manejado la palanca de cambios y conducía a noventa kilómetros por hora donde no se podía ir a más de cincuenta.
– ¡Para, joder! -gritó Carl justo antes de que enfilaran hacia el repecho de la rotonda al final de la carretera. Pero Assad se limitó a mirarlo socarrón como un taxista de Beirut, giró bruscamente a la derecha y ya estaban camino de la autopista.
– No está mal, ¿eh? -bramó Assad, acelerando por la rampa de acceso.
Carl pensó en bajarle la gorra hasta tapar aquel rostro extasiado. Puede que así condujera con más cuidado.
Egely era un edificio encalado que expresaba a la perfección su finalidad. Nadie ingresaba allí por propia voluntad, y nadie volvía a salir sin más. Se veía claramente que aquél no era un lugar para terapias ocupacionales ni musicales. Era gente adinerada y decente la que ingresaba allí a sus familiares delicados.
Asistencia privada, justo lo que impulsaba el Gobierno.
El despacho del encargado cuadraba con la impresión general, y el encargado, una persona seria, huesuda y pálida, estaba como diseñado para aquel interior.
– La estancia de Uffe Lynggaard se sufraga con los intereses de los fondos depositados en la Fundación Lynggaard -respondió el hombre a la pregunta de Carl.
Carl miró la estantería del encargado. Había muchas carpetas en las que ponía algo de fundación.
– Vaya. ¿Y cómo se creó la fundación?
– Con la herencia de los padres, que fallecieron en el accidente de coche en el que Uffe Lynggaard quedó inválido. Y con la herencia de su hermana, naturalmente.
– Era parlamentaria, o sea que tampoco tendría mucho, ¿no?
– No, pero la venta de la casa aportó dos millones cuando gracias a Dios por fin la declararon judicialmente fallecida no hace mucho tiempo. En este momento habrá en total cerca de veintidós millones de coronas en la fundación, pero eso ya lo sabía, ¿verdad?
Carl lanzó un débil silbido. No lo sabía.
– Veintidós millones a un interés del cinco por ciento. Debería haber suficiente para pagar la estancia de Uffe.
– Sí, cubre los gastos, una vez pagados los impuestos.
Carl lo miró de reojo.
– ¿Y Uffe no ha dicho nada sobre la desaparición de su hermana desde que ingresó?
– No, no ha dicho nada desde el accidente de coche, que yo sepa.
– ¿Hacen aquí algo para ayudarlo a recuperarse?
El encargado se quitó las gafas y lo miró por debajo de sus pobladas cejas. Se había izado la bandera de la seriedad.
– Lynggaard ha sido examinado a diestro y siniestro. Tiene tejido cicatrizante debido a la hemorragia en el centro del habla del cerebro, ya de por sí suficiente explicación para su mutismo, pero además tiene también profundos traumas del accidente. La muerte de sus padres, las lesiones. Estaba muy maltrecho, ¿lo sabía?
– Sí, ya he leído el informe -asintió Carl. No era verdad, pero Assad sí que lo había leído, y no había parado de hablar mientras circulaban a toda pastilla por las carreteras secundarias del norte de Selandia-. Pasó cinco meses en el hospital, con grandes hemorragias internas en el hígado, el bazo y el tejido pulmonar, y también con trastornos visuales.
El encargado asintió levemente con la cabeza.
– En efecto. En su historial médico pone que Uffe estuvo varias semanas sin poder ver. Las hemorragias de su retina eran generalizadas.
– Y ¿ahora? ¿Funciona como es debido, a nivel fisiológico?
– Todo parece indicarlo. Es un joven vigoroso.
– Treinta y cuatro años. O sea que lleva veintiún años en ese estado.
El hombre paliducho volvió a asentir con la cabeza.
– De modo que ya ve usted que no va a poder continuar por ese camino.
– ¿Y no puedo hablar con él?
– No veo para qué.
– Es el último que vio a Merete Lynggaard viva. Quiero verlo.
El encargado se irguió en la silla. Se puso a mirar hacia el fiordo, tal como había previsto Carl.
– Creo que no debería.
Tipos como él merecían que los rociasen con un bidón de tippex.
– No se fia de que sepa contenerme, pero yo creo que debería fiarse.
– ¿Por qué?
– ¿Conoce usted a la policía?
El encargado se volvió hacia Carl con el rostro ceniciento y la frente arrugada. Los muchos años pasados tras un escritorio lo habían amargado, pero su cabeza funcionaba perfectamente. No sabía qué pretendía Carl con aquella pregunta, sólo sabía que el silencio no lo dejaría satisfecho.
– ¿Adónde quiere ir a parar con esa pregunta?
– Los policías somos curiosos. A veces nos consume el cerebro una pregunta que hay que responder, y punto. Esta vez la pregunta salta a la vista.
– ¿Cuál es?
– ¿Qué reciben sus pacientes a cambio del dinero? El cinco por ciento de veintidós millones, aunque haya que deducir impuestos, claro, es un buen pico. ¿Reciben los pacientes el valor de su dinero, o el precio es demasiado elevado si añadimos la subvención estatal? Y el precio ¿es el mismo para todos? -cuestionó asintiendo en silencio para sí, mientras se empapaba de la luz del fiordo-. Siempre surgen nuevas preguntas cuando no recibes respuesta a tus preguntas. Así es la policía. No podemos evitarlo. Puede que sea una enfermedad, pero ¿dónde diablos hay que ir para que te la curen?
Un poquito de color pareció teñir el rostro del hombre.
– Me parece que no nos estamos entendiendo.
– Pues déjeme ver a Uffe Lynggaard. En el fondo, ¿qué puede pasar? Joder, ¿lo tienen metido en una jaula, o qué?
Las fotografías del expediente de Merete Lynggaard no hacían justicia a Uffe Lynggaard. Las fotos de la policía, los dibujos de la declaración ante el juez y un par de imágenes de la prensa mostraban a un joven encorvado. Un tipo pálido que se parecía a lo que con toda evidencia era: una persona emocionalmente retardada, pasiva y lenta de mollera. Pero la realidad mostraba otra cosa.
Estaba en una habitación acogedora con cuadros en la pared y unas vistas tan buenas como las del encargado. La cama estaba recién hecha, los zapatos abrillantados, su ropa limpia y sin distintivo alguno de la institución. Tenía unos brazos fuertes, el pelo largo y rubio, era ancho de espaldas, probablemente también bastante alto. Muchos dirían que era guapo. Uffe Lynggaard no tenía nada de babeante o miserable.
El encargado y la enfermera jefe observaron a Carl desde la puerta mientras deambulaba por la habitación, pero nadie podía quejarse por su comportamiento. Pronto volvería, aunque no tenía ninguna gana, y mejor armado; quería hablar con Uffe. Pero aún podía esperar. Mientras tanto, en la habitación había otras cosas en las que concentrarse. La foto de su hermana, sonriéndoles. Los padres, abrazados mientras sonreían al fotógrafo. Los dibujos de la pared, que no tenían nada que ver con los dibujos de niños que se ven en esa clase de paredes. Dibujos alegres. No dibujos que pudieran decir algo sobre el terrible suceso que lo había privado del uso del habla.
– ¿Hay más dibujos? ¿Hay alguno en el cajón? -preguntó, señalando el armario y la cómoda.
– No -respondió la enfermera jefe-. No, Uffe no ha dibujado nada desde que ingresó aquí. Esos dibujos los tenía en su casa.
– Bueno, ¿y qué hace Uffe durante el día?
La enfermera sonrió.
– Muchas cosas. Da paseos con el personal, corre por el parque. Ve la tele. Le encanta.
Parecía amable. Tenía que tratar con ella en su próxima visita.
– ¿Y qué suele ver?
– Lo que haya.
– ¿Reacciona ante lo que ve?
– A veces. Suele reírse -dijo, meneando divertida la cabeza, y su sonrisa se hizo más amplia.
– ¿Se ríe?
– Sí, igual que un recién nacido. Espontáneamente.
Carl miró al encargado, que parecía un bloque de hielo, y después a Uffe. El hermano de Merete no había perdido de vista a Carl desde el momento en que entró. Era algo que se notaba. Era observador, pero mirándolo más de cerca parecía, en efecto, algo espontáneo. La mirada no estaba muerta, pero lo que Uffe veía aparentemente no dejaba huella. A Carl le entraron ganas de darle un susto, para ver qué ocurría, pero también eso podía esperar.
Se colocó junto a la ventana y trató de contactar con la mirada errante de Uffe. Eran unos ojos que percibían, pero que no parecían comprender, era evidente. Había algo, pero en realidad no había nada.
– Pasa al otro asiento, Assad -le pidió a su ayudante, que había estado esperándolo al volante.
– ¿Al otro asiento? ¿No quieres, entonces, que conduzca? -preguntó.
– Me gustaría conservar el coche todavía un poco, Assad. Tiene sistema ABS y dirección asistida, y me gustaría que siguiera así.
– ¿Y qué quiere decir eso entonces?
– Que me gustaría que atendieras bien a cómo quiero que conduzcas. Si es que vuelvo a dejarte conducir.
Tecleó su próximo objetivo en el GPS sin prestar atención al torrente de palabras árabes que manó de los labios de Assad mientras se escurría al otro asiento.
– ¿Has conducido alguna vez un coche en Dinamarca? -preguntó cuando llevaban un buen rato en dirección a Stevns.
El silencio fue de lo más elocuente.
Encontraron la casa de Magleby en una carretera secundaria que bordeaba los campos. No se trataba de una pequeña propiedad rural ni de una granja restaurada, como la mayoría, sino que era una auténtica casa de ladrillo de la época en que la fachada solía reflejar el alma de la casa. Los tejos crecían tupidos, pero la vivienda se erguía por encima de ellos. Si aquella casa se había vendido por dos millones, alguien había hecho un buen negocio. Y a alguien lo habían engañado.
En la placa de latón ponía «Anticuarios» y «Peter & Erling Moller-Hansen», pero el propietario que les abrió la puerta parecía más bien un aristócrata decadente. Piel fina, profunda mirada azul y crema perfumada aplicada generosamente por todo el cuerpo.
Era un hombre solícito y respondió gustosamente a las preguntas. Tomó con amabilidad el gorro de Assad y los hizo pasar a un recibidor lleno de muebles de estilo imperio y demás cachivaches.
No, no habían conocido a Merete Lynggaard ni a su hermano. Es decir, en persona, ya que la mayor parte de sus cosas estaban incluidas en el precio; de todos modos no valian nada.
Les ofreció té verde en finísimas tazas de porcelana y se sentó con las rodillas juntas y las piernas encogidas en el borde del sofá, dispuesto a ayudar a la sociedad en la medida de sus posibilidades.
– Fue terrible que se ahogara de aquella manera. Creo que fue una muerte espantosa. Mi marido estuvo una vez a punto de hundirse en un lago de Yugoslavia, y les aseguro que fue una experiencia horrible.
Carl captó la confusión en el rostro de Assad cuando el hombre dijo «mi marido», pero una simple mirada bastó para borrarla. Desde luego, a Assad le quedaba aún mucho que aprender acerca de la diversidad de formas de convivencia que había en Dinamarca.
– La policía recogió los papeles de los hermanos Lynggaard -intervino Carl-. Pero, desde entonces, ¿han encontrado ustedes diarios, cartas o tal vez faxes, o simplemente mensajes en el contestador que pudieran aportar otra perspectiva al caso?
El hombre sacudió la cabeza.
– No quedó nada -respondió señalando la sala con un amplio movimiento del brazo-. Había muebles, nada especial, y tampoco había gran cosa en los cajones, aparte de artículos de oficina y unos pocos recuerdos. Colecciones de cromos, unas pocas fotos y cosas así. Creo que eran personas bastante corrientes.
– ¿Y los vecinos? ¿Conocían a los Lynggaard?
– Bueno, no tenemos mucho trato con los vecinos, pero tampoco llevan tanto tiempo viviendo aquí. Creo que han vuelto a Dinamarca del extranjero. Pero no creo que los Lynggaard tratasen con la gente de aquí. Muchos no tenían ni idea de que ella tuviera un hermano.
– O sea, ¿que no saben de nadie de los alrededores que los conociera?
– Sí, sí. Helle Andersen. Cuidaba del hermano.
– Era la asistenta -confirmó Assad-. La policía la interrogó, pero no sabía nada. Pero llegó una carta. O sea, para Merete Lynggaard. La víspera de que se ahogara. Fue la asistenta la que la recibió.
Carl arqueó las cejas. Iba a tener que leer el puñetero expediente concienzudamente.
– Assad, ¿la policía encontró la carta?
Este sacudió la cabeza.
Carl se volvió hacia el anfitrión.
– Esa Helle Andersen ¿vive en la ciudad?
– No, en Holtung, al otro lado de Gjordslev. Pero llegará dentro de diez minutos.
– ¿Aquí?
– Sí, mi marido está enfermo -aclaró, mirando al suelo-. Gravemente enfermo. Y ella suele venir a ayudar.
La fortuna sonríe a los locos, pensó Carl, y pidió al hombre que le enseñara la vivienda.
La casa estaba atiborrada de muebles curiosos y cuadros con macizos marcos dorados. Lo acumulado inevitablemente durante una vida entre casas de subastas. Aparte de eso, la cocina era nueva, todas las paredes estaban pintadas y los suelos acuchillados. Si quedaba algo de la época de Merete Lynggaard, sólo podían ser los pececillos de plata que correteaban por el suelo oscuro del cuarto de baño.
– Sí, hombre, Uffe era un encanto.
Un rostro rechoncho con ojeras y unas mejillas rollizas y rubicundas eran las marcas personales de Helle Andersen. El resto de su cuerpo estaba cubierto por una bata azul claro de un tamaño que costaría encontrar en la tienda de ropa local.
– Era un disparate pensar que pudiera haberle hecho algo a su hermana, ya se lo dije a la policía. Que era una pista completamente equivocada.
– Pero hay testigos que lo vieron pegar a su hermana -replicó Carl.
– A veces perdía un poco los estribos. Pero no era nada grave.
– Pero es tan fuerte que quizá habría podido empujarla al agua sin querer.
Helle Andersen levantó la mirada al cielo.
– ¡Qué va! Uffe era un buenazo. Podía entristecerse hasta hacer que también tú te entristecieras, pero ocurría muy pocas veces.
– ¿Le preparabas la comida?
– Hacía de todo. Para que estuviera listo cuando Merete llegara a casa.
– Y a ella, ¿no la veías tan a menudo?
– De vez en cuando.
– Pero no los días anteriores a su muerte, ¿verdad?
– Bueno, sí, una de las noches cuidé de Uffe. Entonces se puso triste, tal como ya he explicado, y tuve que llamar a Merete para que volviera a casa, y es lo que hizo. Sí, aquel día sí le dio fuerte.
– ¿Ocurrió algo especial aquella tarde-noche?
– Sólo que Merete no volvió a casa a las seis, como acostumbraba, y eso no le gustó a Uffe. No comprendía que era algo que ya habíamos hablado.
– ¡Era una parlamentaria! Eso ocurriría muchas veces, ¿no?
– No crea. Solamente de cuando en cuando, si estaba de viaje. Y en esos casos solía ser una noche, o dos a lo sumo.
– Entonces, ¿estaba de viaje aquella noche?
Assad sacudió la cabeza. Joder, qué irritante era que supiera tanto.
– No, había estado cenando fuera.
– Vaya. ¿Y sabes con quién?
– No, nadie lo sabe.
– ¿Eso también está en el informe, o qué?
Assad asintió en silencio.
– Søs Norup, su nueva secretaria, la vio escribir el nombre del restaurante en su agenda. Y algunos de los que estaban en el restaurante la recordaban. Pero no con quién estaba.
Estaba claro que iba a tener que empollar aquel informe cuanto antes.
– ¿Cómo se llamaba el restaurante, Assad?
– Parece ser que Café Bankeråt. Algo así.
Carl se volvió hacia la asistenta.
– ¿Sabes si era una cita? ¿Un novio?
En una mejilla de la mujer apareció un profundo hoyuelo.
– Es posible. Pero ella no dijo nada de eso.
– ¿Y tampoco dijo nada al volver a casa? Después de haber llamado tú, quiero decir.
– No, yo me fui. Es que Uffe estaba muy disgustado.
Se oyó un tintineo, y el actual dueño de la casa entró en la estancia con aire solemne, como si la bandeja que ofrecía con elegancia contuviera todos los secretos de la gastronomía.
– Son caseros -fue su único comentario mientras depositaba la fuente con una especie de flanes minúsculos sobre bandejitas de papel de plata.
Aquello le evocaba recuerdos de una infancia desaparecida. No buenos recuerdos, pero aun así recuerdos.
El anfitrión repartió los pasteles entre ellos, y Assad mostró enseguida que le gustaba el ceremonial.
– Helle, en el informe pone que te entregaron una carta la víspera de que Merete Lynggaard desapareciera. ¿Podrías describirla con más detalle? -preguntó Carl. Seguramente estaría en el informe del interrogatorio, pero la asistenta tendría que volver a repetirlo.
– Era un sobre amarillo, como apergaminado.
– ¿De qué tamaño?
La asistenta gesticuló con las manos. De tamaño cuartilla.
– ¿Había algo escrito? ¿Un sello, un nombre?
– No ponía nada.
– ¿Y quién lo trajo? ¿Conocías a la persona en cuestión?
– No, en absoluto. Llamaron a la puerta y había un hombre fuera que me dio la carta.
– Algo extraño, ¿no? Normalmente las cartas llegan con el correo.
La asistenta le dio un ligero empujón de familiaridad.
– Aquí también tenemos cartero, ¿qué se cree? Pero la carta la entregaron más tarde. Ocurrió en mitad de las noticias.
– ¿A las doce del mediodía?
La asistenta asintió en silencio.
– Me la dio sin más y se marchó.
– ¿No dijo nada?
– Sí, dijo que era para Merete Lynggaard, nada más.
– ¿Por qué no la metió en el buzón?
– Creo que tenía prisa. Puede que temiera que Merete no la viera en cuanto llegara a casa.
– Bueno, pero Merete Lynggaard debía de saber quién la trajo. ¿Qué dijo sobre eso?
– No lo sé. Ya he dicho que me había marchado para cuando ella volvió.
Assad volvió a asentir con la cabeza. También estaba en el informe.
Carl le dirigió una mirada profesional. «El método consiste en preguntar más de una vez», venía a decir. Así tendría algo en qué pensar.
– Creía que Uffe no podía quedarse solo en casa -añadió después.
– Sí, hombre -respondió la asistenta con mirada alegre-. Pero no de noche.
En aquel momento Carl deseó estar en la silla de su escritorio del sótano. Llevaba años teniendo que sacar información a la gente con sacacorchos, y tenía los brazos cansados. Un par de preguntas más y se largarían. El caso Lynggaard estaba evidentemente tocado desde el principio. Merete se había caído por la borda. Suele ocurrir.
– Además, podía haber sido demasiado tarde si yo no se la hubiera dejado a la vista -continuó la mujer.
Carl vio que la mirada de la asistenta se desviaba un momento. No hacia los pastelitos. Lejos.
– ¿A qué te refieres?
– Bueno, ella murió al día siguiente, ¿no?
– En este momento no estabas pensando en eso, ¿verdad?
– Sí, sí.
Junto a él, Assad puso su pastel sobre la mesa. Aunque pareciera increíble, también él se había dado cuenta de la maniobra evasiva.
– Estabas pensando en otra cosa, me he dado cuenta. ¿Qué querías decir con eso de que podía haber sido demasiado tarde?
– Simplemente lo que he dicho: que murió al día siguiente.
Carl alzó la mirada hacia el anfitrión goloso.
– ¿Podemos hablar con Helle en privado?
El hombre no pareció alegrarse, y tampoco Helle Andersen. Se alisó la bata, pero el daño ya estaba hecho.
– Vamos, Helle, dilo -dijo Carl inclinado hacia ella, cuando el anticuario salió silenciosamente de la estancia-. Si te has guardado alguna información, éste es el momento de darla, ¿de acuerdo?
– No había nada más.
– ¿Tienes hijos?
La mujer curvó las comisuras hacia abajo. ¿Qué tenía que ver aquello con la cuestión?
– Vale. Abriste el sobre, ¿verdad?
La asistenta echó la cabeza hacia atrás, asustada.
– Claro que no.
– Eso es perjurio, Helle Andersen. Tus hijos van a echarte de menos una temporada.
Para ser una mujerona del campo, reaccionó con inusual rapidez. Las manos volaron a la boca, las piernas retrocedieron debajo del sofá y contrajo el diafragma para marcar distancias con aquel peligroso policía-animal.
– No lo abrí -negó, impetuosa-. Sólo lo puse a contraluz.
– ¿Qué ponía?
Las cejas de la asistenta casi se entrecruzaban.
– Pues sólo ponía: «Buen viaje a Berlín».
– ¿Sabes a qué iba a Berlín?
– Era un viaje de ocio con Uffe. Solían hacerlo de vez en cuando.
– Entonces, ¿por qué era tan importante desearle un buen viaje?
– No lo sé.
– ¿Quién podía saber algo acerca del viaje, Helle? Por lo que he oído, Merete llevaba una vida muy enclaustrada con Uffe.
La mujer se encogió de hombros.
– Tal vez alguien del Parlamento, no lo sé.
– Para algo así, ¿no usan el correo electrónico?
– Pues no lo sé.
Estaba claro que la asistenta se sentía presionada. Tal vez mintiera; tal vez fuera fácil de presionar, sin más.
– Puede que fuera alguien del ayuntamiento -aventuró la mujer. Y la pista se cerró.
– Ponía «Buen viaje a Berlín». ¿Y qué más?
– Nada más. Sólo eso, de verdad.
– ¿Ninguna firma?
– No. Solamente eso.
– Y el mensajero, ¿qué aspecto tenía?
La mujer medio ocultó el rostro tras sus manos.
– Sólo recuerdo su abrigo elegante -declaró en voz baja.
– ¿No viste nada más? No puede ser.
– Bueno, sí. Era más alto que yo, aunque estaba un peldaño más abajo. Y llevaba puesta una bufanda, una bufanda verde. No le cubría toda la barbilla, pero sí la mayor parte de la boca. También llovía, sería por eso. Estaba algo acatarrado, o al menos eso parecía.
– ¿Estornudó?
– No, pero parecía acatarrado. Tenía la voz algo gangosa.
– ¿Ojos? ¿Azules o castaños?
– Creo que azules. Creo. Puede que fueran grises. Los reconocería si los viera.
– ¿Cuántos años tenía?
– Más o menos como yo.
Como si aquella información sirviera para algo.
– ¿Y cuántos años tienes?
Ella lo miró algo indignada.
– Voy a cumplir treinta y cinco -respondió, mirando al suelo.
– ¿Y en qué coche llegó?
– Que yo sepa, en ninguno. Al menos no había ninguno en el aparcamiento.
– No pudo venir andando hasta aquí.
– No, también yo lo pensé.
– Pero ¿no lo comprobó?
– No. Es que tenía que preparar la comida de Uffe. Siempre almorzaba mientras yo oía las noticias.
Hablaron de la carta durante el trayecto. Assad no sabía más. La investigación policial se había atascado al llegar a ese punto.
– Pero ¿por qué coño era tan importante entregar una información tan trivial? ¿Cuál era el mensaje? Podría entenderse si fuera de alguna amiga y la carta estuviera perfumada y metida en un pequeño sobre con flores estampadas. Pero ¿en un sobre tan anónimo y sin firmar?
– Creo que esa Helle no sabe gran cosa -continuó Assad mientras ponían rumbo a Bjsækerupvej, donde se encontraba el Departamento de Salud del municipio de Stevns.
Carl miró hacia los edificios. Habría sido conveniente tener una orden judicial en el bolsillo para aquella visita.
– Quédate aquí -ordenó a Assad, cuyo rostro no brilló de felicidad, que se diga.
Encontró el despacho de la directora después de preguntar un par de veces.
– Sí, la asistenta a domicilio suele visitar a Uffe Lynggaard -asintió la directora mientras Carl se metía la placa en el bolsillo-. Pero vamos algo retrasados con el archivado de casos antiguos en este momento. Ya sabe, la reforma de los municipios.
La mujer que tenía delante no sabía mucho del caso. Pues tendría que buscar a otra persona. Demonios, alguien tenía que conocer a Uffe Lynggaard y a su hermana. La menor información podía valer su peso en oro. Tal vez habían visto algo durante la visita domiciliaria que pudiera ayudarlo a avanzar.
– ¿Puedo hablar con la persona responsable de visitarlo en aquella época?
– Lo siento, está jubilada.
– ¿Me puede dar su nombre?
– No, lo siento. Sólo quienes estamos en el ayuntamiento podemos pronunciarnos sobre casos antiguos.
– Pero nadie de los que trabajan ahora sabe nada de Uffe Lynggaard, ¿no?
– Sí, alguien habrá. Pero no podemos pronunciarnos.
– Ya sé que existe el secreto profesional, y ya sé que Uffe Lynggaard no está legalmente incapacitado. Pero no he venido hasta aquí para volver a casa con las manos vacías. ¿Puedo ver su historial?
– Ya sabe que no. Si quiere hablar con nuestro abogado, adelante. Además, los expedientes no están disponibles por el momento. Uffe Lynggaard ya no vive en este municipio.
– Entonces, el expediente ¿lo han enviado a Frederikssund?
– No puedo pronunciarme al respecto.
Pájara desdeñosa.
Salió del despacho y estuvo un rato en el pasillo mirando alrededor.
– Perdone -dijo a una mujer que se dirigía hacia él y parecía lo suficientemente cansada para no ponerse a la defensiva.
Sacó la placa y se presentó.
– ¿Podría ayudarme a encontrar a la persona que hacía las visitas domiciliarias a Magleby hace diez años?
– Pregunte ahí -sugirió la mujer, señalando el despacho del que Carl acababa de salir.
O sea que harían falta órdenes judiciales, papeles, conversaciones por teléfono, esperas y más conversaciones por teléfono. Estaba harto.
– Recordaré esa respuesta cuando le hagan falta mis servicios -replicó, haciendo una leve reverencia.
La última parada del trayecto era Hornbæk, la Clínica para Lesiones de Médula.
– Voy a llevarme el coche allí, Assad. ¿Puedes volver en tren? Te dejaré en Køge. El cercanías te lleva hasta la Estación Central sin transbordo.
Assad asintió en silencio, sin alegría en la mirada. Carl tampoco sabía dónde vivía. Tendría que preguntárselo alguna vez.
Miró a su singular colega.
– Mañana empezamos con otro caso, Assad, esto está condenado al fracaso.
Tampoco aquello iluminó precisamente el rostro de Assad.
En la clínica habían trasladado a Hardy a otra habitación, y no tenía buen aspecto. En apariencia estaba bien, pero tras los ojos azules acechaba la oscuridad.
Carl le puso la mano en el hombro.
– He estado pensando en lo que dijiste el otro día, Hardy. Pero no puede ser, lo siento en el alma. Sencillamente, no puedo, ¿lo entiendes?
Hardy no dijo nada. Pues claro que lo entendía, pero al mismo tiempo no lo entendía, claro.
– ¿Qué te parece si me ayudas con mis casos, Hardy? Yo te doy información sobre ellos y tú te los empollas bien. Me hacen falta refuerzos, ¿me entiendes, Hardy? Todo esto me importa un bledo, pero si estás tú, entonces tenemos algo de qué reírnos.
– ¿Quieres que me ría, Carl? -replicó Hardy, apartando el rostro.
En suma, una mierda de día.