El sonido de voces alegres y el tintineo de botellas que se oía claramente desde el aparcamiento pusieron sobre aviso a Carl. En las casas adosadas la fiesta estaba en marcha.
La peña de la barbacoa era un grupito de vecinos fanáticos que pensaban que la carne de vaca sabía mucho mejor si antes había estado sobre una parrilla cubierta de carbón hasta que no sabía a vaca ni a nada. Se reunían durante todo el año en cuanto se presentaba la ocasión, y muchas veces en la terraza de Carl. Le caían bien. Eran alegres pero contenidos, y siempre se llevaban a casa las botellas vacías.
Kenn, el cocinero habitual, le dio un abrazo, alguien le pasó una lata de cerveza helada, se sirvió una de las briquetas de carne chamuscada y entró en la sala notando en la nuca sus miradas bienintencionadas. Nunca le preguntaban nada si estaba silencioso, era una de las cosas que le gustaba de ellos. Cuando un caso ocupaba su mente, era más fácil encontrar a un político local competente que contactar con Carl, todos lo sabían. Pero esta vez la mente de Carl no la ocupaba ningún caso. Sólo Hardy ocupaba su mente.
Porque Carl no sabía qué hacer.
Tal vez debiera volver a evaluar la situación. Le sería fácil matar a Hardy sin que nadie fuera a ladrar después. Una burbuja de aire en su gotero, una mano fuerte sobre su boca. Sería rápido, porque Hardy no se resistiría.
Pero ¿podía hacerlo? ¿Quería hacerlo? Era un maldito dilema. ¿Ayudar o no ayudar? ¿Y cuál era la ayuda adecuada? Quizá ayudara más a Hardy que Carl se armara de valor, fuera al despacho de Marcus y le exigiera seguir con su antiguo caso. A fin de cuentas, le importaba un pimiento con quién lo pusieran a trabajar, y pasaba de lo que pudieran decir ellos. Si a Hardy le servía de algo que cogieran a los cabrones que les dispararon en Amager, ya se encargaría él de hacerlo. Personalmente, estaba harto del caso. Si encontraba a aquellos cerdos se los cepillaría sin más, pero ¿quién iba a beneficiarse? Él, desde luego, no.
– Carl, ¿me das cien coronas?
Era su hijo postizo Jesper quien irrumpía en sus pensamientos. Estaba a punto de salir de casa. Sus amigos de Lynge sabían que si lo invitaban había muchas posibilidades de que llevara unas birras. Jesper tenía amigos en la urbanización que vendían cajas y cajas de cerveza a los que aún no tenían dieciséis años. Costaban un par de coronas más, pero ¿qué importaba si tenías un padre postizo que pagaba la juerga?
– Jesper, ¿no es la tercera vez en lo que va de semana? -cuestionó Carl, sacando un billete de la cartera-. Y mañana tienes que ir a la escuela, pase lo que pase, ¿vale?
– Vale -respondió Jesper.
– ¿Ya has hecho los deberes?
– Sí, sí.
O sea que no los había hecho. Carl arrugó el entrecejo.
– Tranquilo, hombre. No tengo ninguna gana de seguir otro año en Engholm. Ya conseguiré pasar a bachillerato.
Triste consuelo. Además, tenía que cuidar de que el chaval fuera a clase dos años más.
– Arriba ese ánimo, hombre -salmodió el muchacho camino del cobertizo de las bicis.
Era más fácil decirlo que hacerlo.
– ¿Es el caso Lynggaard el que te tiene agobiado, Carl? -le preguntó Morten mientras recogía botellas. Nunca bajaba a dormir hasta que la cocina estaba reluciente. Conocía sus limitaciones. A la mañana siguiente iba a tener la cabeza tan grande e hinchada como el ego del primer ministro. Si había que hacer algo, había que hacerlo ahora.
– Más que nada pienso en Hardy, no tanto en el caso Lynggaard. Las pistas no llevan a ninguna parte, y a nadie le interesa un carajo. Tampoco a mí.
– Pero el caso Lynggaard está explicado ya, ¿no? -replicó Morten con voz gangosa-. Debió de ahogarse. ¿Hay algo más que decir al respecto?
– Hmm, ¿tú crees? Pero me pregunto por qué se ahogó. No había tormenta, no había olas, estaba aparentemente sana. No tenía problemas de dinero, era guapa, iba camino de hacer una gran carrera. Puede que estuviera algo sola, pero ya llegaría el momento en que se ocupara de esa cuestión.
Sacudió la cabeza. ¿A quién quería engañar? Por supuesto que le interesaba el caso. Todos los casos en los que las preguntas se amontonaban como en aquél le interesaban.
Encendió un cigarrillo y agarró una lata de cerveza que algún invitado había abierto y dejado sin beber. Estaba algo tibia y floja.
– Lo que más me irrita es que fuera tan lista. Siempre hay dificultades cuando la víctima es tan inteligente como ella. No tenía razón alguna para suicidarse, tal como lo veo yo. No tenía enemigos conocidos, su hermano la adoraba. Entonces, ¿por qué desapareció? Tú, por ejemplo, Morten Holland, ¿saltarías al agua en esa situación?
Morten miró a Carl con los ojos enrojecidos.
– Fue un accidente, Carl. ¿No te has mareado nunca al mirar desde la borda las olas más abajo? Y si de todas formas fue asesinada, entonces fue su hermano o si no algo político, en mi opinión. Una futura líder de los Demócratas que estaba tan buena como ella ¿no tenía enemigos?
Asintió pesadamente con la cabeza y casi no pudo levantarla.
– Todos la odiaban, ¿no lo ves? Los que habían quedado atrás en su propio partido. Y los partidos del Gobierno. ¿Crees que el primer ministro y todos sus tiparracos estaban contentos de ver a aquel bollito actuar ante las cámaras de la tele? Tú mismo lo has dicho: no tenía ni un pelo de tonta.
Escurrió la bayeta y la colgó del grifo del fregadero.
– Todos sabían que sería ella quien iba a representar a la coalición de la oposición en las próximas elecciones. Atraía mogollón de votos -dijo, escupiendo en el fregadero-. Bueno, la próxima vez no voy a beber el retsina de Sysser. ¿Dónde coño compra ese brebaje? Se te queda la garganta como un estropajo.
En el patio circular Carl se encontró con varios colegas que volvían a casa. Junto a la pared del fondo, tras las columnas, estaba Bak conversando seriamente con uno de sus hombres. Lo miraron como si los hubiera escupido e insultado.
– Reunión de majaderos -dejó que resonara en el pórtico mientras les daba la espalda.
La explicación se la dio Bente Hansen, una agente de su antiguo grupo que se encontró en el vestíbulo.
– Tenías razón, Carl. Han encontrado la media oreja en la cisterna del retrete del piso de la testigo. Enhorabuena, viejo.
Bien. O sea que algo estaba pasando en el caso del ciclista asesinado.
– Bak y su gente han estado en el Hospital Central para que la testigo soltara todo lo que sabía -continuó la policía-. Pero no han sacado nada en limpio. Está aterrorizada.
– Entonces, no es con ella con quien tienen que hablar.
– Probablemente, no. Pero ¿con quién, si no?
– ¿En qué situación te suicidarías tú? ¿Si estuvieras bajo una presión enorme, o si fuera lo único que podía salvar a tus hijas? En mi opinión tiene que ver con las hijas, de una u otra forma.
– Sus hijas no saben nada.
– Seguramente no. Pero tal vez sepa algo la madre de la mujer.
Miró hacia las lámparas de bronce del techo. Quizá debiera pedir permiso para intercambiar los casos con Bak. Seguro que más de uno se echaría a temblar en el colosal edificio.
– Llevo mucho tiempo dándole vueltas a la cabeza, Carl. Creo que tenemos que continuar con el caso, o sea.
Assad ya le había puesto delante una taza de café humeante. Junto a los expedientes había un par de pasteles sobre una bolsa de papel. Era evidente que trataba de congraciarse con él. Por lo menos, había ordenado el despacho de Carl y varios informes del caso estaban alineados sobre su escritorio, casi como si hubiera que leerlos en un orden determinado. Debía de llevar allí desde las seis de la mañana.
– ¿Qué es eso que me has preparado?-preguntó Carl, señalando los papeles.
– Sí, ahí hay un extracto de la cuenta del banco que te dice cuánto dinero sacó Merete Lynggaard durante las últimas semanas. Pero no hay nada de ninguna cena en un restaurante.
– Le pagarían la cena, Assad. Es habitual que a las mujeres guapas les salgan las cenas gratis.
– Claro. Qué lista. Hizo que pagara alguien. Seguramente un político o un tío.
– Posiblemente, pero no va a ser fácil saber quién.
– Sí, ya lo sé, Carl. Fue hace cinco años -prosiguió, poniendo el dedo en el otro folio-. Aquí hay una lista de las cosas que se llevó la policía de su casa. No veo ninguna agenda como la que describió la nueva secretaria. Pero puede que haya una agenda en el Parlamento donde ponga con quién iba a cenar, entonces.
– Seguramente llevaría la agenda en el bolso, Assad. Y el bolso desapareció junto con ella, ¿verdad?
Assad asintió en silencio, algo irritado.
– Pero Carl… Entonces podríamos preguntárselo a su secretaria. Hay un replicado de su declaración. En su momento no dijo nada de que Merete hubiera estado cenando con nadie. O sea que creo que habría que preguntarle otra vez.
– ¡Se dice duplicado! Pero eso fue hace cinco años, Assad. Si no pudo recordar nada importante cuando la interrogaron entonces, tampoco lo recordará ahora.
– ¡Vale! Pero declaró que recordaba que Merete Lynggaard recibió un telegrama de San Valentín, pero que le llegó algo más tarde. Una cosa así se puede investigar, ¿no?
– Ese telegrama ya no existe, y no tenemos la fecha exacta. Va a ser difícil, ni siquiera sabemos qué compañía lo entregó.
– Lo entregó, o sea, TelegramsOnline.
Carl lo miró. Aquel tío ¿tendría madera? Era difícil de creer viéndolo con aquellos guantes de goma verdes.
– ¿Cómo sabes eso, Assad?
– Mira -le mostró su ayudante, señalando el duplicado de la declaración-. La secretaria recordaba que en el telegrama ponía Love & Kisses for Merete, y que también había dos labios. Dos labios rojos.
– ¿Y…?
– Pues que entonces es un telegrama de TelegramsOnline. Imprimen el nombre en el telegrama. Y llevan los dos labios rojos.
– Enséñamelo.
Assad apretó la barra espaciadora del ordenador de Carl, y en la pantalla apareció la página web de TelegramsOnline. Sí, allí estaba el telegrama. Exactamente como decía Assad.
– Bien. ¿Y estás seguro de que es la única empresa que hace telegramas así?
– Completamente.
– Pero sigues sin tener la fecha, Assad. ¿Es de antes o de después del día de San Valentín? ¿Y quién lo encargó?
– Podemos preguntar a la empresa si tienen registrado cuándo entregan telegramas en el palacio de Christiansborg.
– Eso ya lo harían en la primera investigación, ¿no?
– No, en el expediente no pone nada de eso. Pero ¿quizá has leído otra cosa? -preguntó el asistente con una sonrisa sardónica tras la barba de dos días. Con descaro, pero sin pasarse.
– Vale, Assad, de acuerdo. Pregunta en la empresa. Es justo una misión para ti. Yo tengo cosas que hacer ahora, es mejor que llames desde tu despacho.
Le dio una palmada en el hombro y lo arrastró afuera. Después cerró la puerta, encendió un cigarrillo, cogió la carpeta del caso Lynggaard y se sentó en la silla con las piernas encima de la mesa.
Ya no tenía excusa.
Era un caso fastidioso. Demasiado inconsistente. Búsquedas a diestro y siniestro sin prioridades claras. En suma, no había ninguna teoría sólida en que apoyarse. El motivo seguía estando abierto. Si fue un suicidio, ¿por qué? Lo único que se sabía era que su coche estaba en la parte trasera de la cubierta de coches, y que Merete Lynggaard había desaparecido.
Después los investigadores se dieron cuenta de que no había estado sola. De un par de testimonios se deducía que había estado discutiendo con un joven en la cubierta. Una foto, tomada casualmente en la cubierta por una pareja de mediana edad que participaba en un viaje de compras organizado a Heilingenhafen, lo documentaba. Y la fotografía se hizo pública, y entonces llegó una notificación del Ayuntamiento de Store Heddinge diciendo que se trataba del hermano de Merete Lynggaard.
De hecho, Carl lo recordaba. Hubo rapapolvos para los policías que habían pasado por alto la existencia de aquel hermano.
Y surgieron nuevas preguntas: si había sido el hermano, ¿cuál era el motivo?, ¿y dónde estaba el hermano?
Al principio creían que también Uffe había caído por la borda, pero lo encontraron a los dos días, totalmente extenuado y confuso, un buen trecho más allá de las llanuras de Femern. Lo identificó un policía alemán de Oldenburgo que estaba alerta. Nadie averiguó luego cómo había llegado tan lejos. Tampoco él tenía nada que añadir al caso.
Si sabía algo, se lo guardaba para sí.
El duro trato dispensado después por sus compañeros a Uffe Lynggaard reveló que no tenían ni puta idea de cómo llevar el caso.
Carl puso un par de cintas de los interrogatorios y comprobó que Uffe había estado callado como una tumba. Trataron de jugar al «poli bueno» y al «poli malo», pero no funcionó. Llamaron a dos psiquiatras. Después a un psicólogo de Farum con una tesis doctoral en esas cosas, incluso llamaron a Karen Mortensen, una asistenta social del municipio de Stevns, para tratar de sonsacar a Uffe.
Un caso chungo.
Tanto las autoridades alemanas como las danesas rastrearon las aguas. El cuerpo de submarinistas trasladó sus ejercicios a la zona. Encontraron un cadáver arrojado por el mar, lo congelaron y le hicieron la autopsia. A los pescadores se les pidió que prestaran especial atención a los objetos que flotaran en el agua. Ropa, bolsos, cualquier cosa. Pero nadie encontró nada que pudiera relacionarse con Merete Lynggaard, y los medios de comunicación se volvieron más locos si cabe. La mujer ocupó las primeras planas durante casi un mes. De diversas fuentes salieron viejas fotos de una excursión con el instituto, donde posaba con un traje de baño ceñido. Se dio publicidad a sus sobresalientes en la universidad, que se convirtieron en objeto de análisis para los denominados expertos en tendencias. Nuevas conjeturas acerca de su sexualidad hacían que periodistas por lo demás sobrios siguieran la estela de la prensa amarilla. Y por encima de todo, la existencia de Uffe daba a los gacetilleros algo de que escribir.
Varios de sus compañeros cercanos desvariaban diciendo que ya se habían imaginado algo así. Que había algo en su vida privada que quería ocultar. Claro, no se sabía que fuera un hermano minusválido, pero algo de ese estilo.
Viejas fotos del accidente de coche que mató a sus padres y dejó minusválido a Uffe aparecieron en primera plana de los diarios de la mañana cuando la importancia del caso empezaba a remitir. Había que meter todo. Estando viva fue un buen material, y muerta lo iba a ser también, qué carajo. A los tertulianos de la mañana les costaba disimular su entusiasmo. La guerra de Bosnia, un príncipe consorte que estaba cabreado, la profusión de tintos finos en actos oficiales del alcalde de un suburbio de Copenhague, una parlamentaria ahogada. ¡Siempre la misma mierda! Bastaba que hubiera unas buenas fotos.
Aparecieron grandes fotografías de la cama doble de la casa de Merete Lynggaard. Nadie sabía de dónde habían salido, pero los titulares eran despiadados. ¿Había habido una relación entre los dos hermanos? ¿Era ésa la razón de la muerte de Merete? ¿Por qué había solamente una cama en aquella casa tan grande? A todos los daneses tenía que parecerles que era extraño.
Cuando no pudieron sacar más jugo a la historia se pusieron a lanzar conjeturas sobre la puesta en libertad de Uffe. ¿Se habían empleado métodos policiales violentos? ¿Se trataba de un error judicial? ¿O había salido de rositas? ¿Tenía más que ver con la ingenuidad del sistema judicial y una instrucción deficiente? Después se habló en los medios del ingreso de Uffe en Egely, y finalmente el caso fue perdiendo interés. La serpiente del verano de 2002 fueron la lluvia, el calor, el nacimiento del príncipe Félix y el Mundial de Fútbol.
Sin duda, la prensa danesa conocía los auténticos intereses de sus lectores habituales. Merete Lynggaard era material obsoleto.
Y a los seis meses se abandonó la investigación. Había montones de otras cosas que hacer.
Carl cogió dos folios y en uno de ellos escribió a bolígrafo:
SOSPECHOSOS:
1) Uffe
2) Mensajero desconocido. Carta sobre Berlín.
3) La persona del restaurante Café Bankeråt
4) «Compañeros» de Christiansborg
5) Robo con homicidio. ¿Cuánto dinero en el bolso?
6) Agresión sexual
En el otro folio escribió:
INVESTIGAR:
Asistenta social de Stevns
Telegrama
Secretarias del Parlamento
Testigos del transbordador de Schleswig-Holstein
Tras observar un rato los folios, en la parte inferior del segundo folio escribió:
Familia adoptiva después del accidente/antiguos compañeros de universidad. ¿Tenía tendencia a la depresión? ¿Estaba embarazada? ¿Enamorada?
Cuando cerró la carpeta del expediente llamaron de arriba para darle un recado de Marcus Jacobsen para que acudiera a la sala de conferencias.
Saludó con la cabeza a Assad al pasar junto a su cuartito. Estaba pegado a su teléfono, y parecía profundamente concentrado y serio. No como cuando se plantaba en el hueco de la puerta con sus guantes de goma verdes. Casi parecía otro hombre.
Estaban allí todos los que tenían que ver con el asesinato del ciclista. Marcus Jacobsen le señaló la silla donde tenía que sentarse tras la mesa, y Bak empezó a hablar.
– Nuestra testigo, Annelise Kvist, finalmente ha pedido que se le aplique el programa de protección de testigos. Ahora sabemos que la han amenazado con que van a desollar vivas a sus hijas si no guarda silencio sobre lo que vio. No ha dejado de ocultarnos información, pero ha estado dispuesta a colaborar a su manera. De vez en cuando nos daba pistas para que pudiéramos seguir avanzando en el caso, pero las informaciones decisivas nos las ha ocultado. Después llegaron las graves amenazas, y posteriormente se cerró en banda.
»Resumo: la víctima es degollada en el parque de Valby hacia las diez de la noche. Está oscuro, hace frío y el parque está desierto. No obstante, resulta que Annelise Kvist ve al asesino hablar con la víctima unos minutos antes del asesinato. Por eso creemos que debe de haber sido un crimen pasional. Si el asesinato hubiera estado planeado, la llegada de Annelise Kvist probablemente lo habría frustrado.
– ¿Por qué atraviesa Annelise Kvist el parque? ¿No iba en bici? ¿De dónde venía? -preguntó uno de los novatos. No sabía que cuando Bak llevaba el timón las preguntas se dejaban para el final.
Bak replicó con una mirada agria.
– Volvía de la casa de una amiga, y se le pinchó una rueda. Por eso atravesó el parque tirando de la bici. Sabemos que la persona que vio debía de ser el asesino, porque en el lugar del crimen sólo había dos tipos de huellas de zapatos. Hemos trabajado duro para analizar la situación de Annelise Kvist, a fin de encontrar puntos oscuros en su vida. Algo que pudiera explicar su proceder cuando empezamos a interrogarla. Ahora sabemos que en otra época estuvo vinculada a bandas de moteros, pero también sabemos con bastante seguridad que no es en esos ambientes donde debemos encontrar al asesino.
»La víctima era hermano de uno de los moteros más activos de la zona de Valby, Carlo Brandt, y estaba bien considerada, aunque solía pasar algo de droga por su cuenta. También sabemos ahora, por declaraciones de Carlo Brandt, que la víctima conoció a Annelise Kvist, sin duda íntimamente, en algún momento. También investigamos eso. La conclusión, desde luego, es que según todos los indicios conocía tanto al asesino como a la víctima.
»En cuanto al miedo de la testigo, su madre nos ha reconocido que Annelise ha sido anteriormente víctima de agresiones, aunque no tan extremas, golpes, amenazas, cosas así, pero que Annelise estaba muy afectada por ello. La madre cree que su hija se lo ha buscado porque ha andado mucho en ambientes de bares y no se fija en quién se lleva a casa, pero entendemos que las costumbres sexuales y sociales de Annelise Kvist no son muy diferentes de las de la mayoría de las mujeres jóvenes.
»El descubrimiento de la oreja en el retrete de Annelise nos dice que el asesino sabe quién es y dónde vive, pero, como sabéis, aún no hemos conseguido sacarle quién es.
»Han llevado a sus hijas a casa de unos familiares al sur de Copenhague, y eso ha ablandado un poco a Annelise. Ya no cabe duda de que estaba bajo el influjo de las drogas en el momento en que suponemos que intentó suicidarse. Los análisis revelan que en su estómago había un sinfín de sustancias euforizantes en forma de pastillas.
Carl había estado con los ojos cerrados la mayor parte del tiempo. El mero hecho de ver a Bak repasar casos de aquel modo tan intrincado y pausado le hacía hervir la sangre, pasaba de mirar. ¿Y por qué había de hacerlo? Aquel asunto no iba con él. Tenía su silla en el sótano, era lo único que no debía olvidar. El jefe de Homicidios lo había hecho subir para darle una palmada en el hombro por haber hecho avanzar el caso. Eso era todo. Ya se guardaría de darles más opiniones.
– No hemos encontrado el frasco de las pastillas, lo que indica que son pastillas que alguien, probablemente el propio asesino, le llevó a granel y la obligó a tragar -añadió Bak.
Vaya, si hasta era capaz de sacar conclusiones.
– De manera que, según todos los indicios, se trata de un intento frustrado de asesinato. La amenaza de matar a sus hijas ha hecho que esté callada -continuó Bak.
En ese momento intervino Marcus Jacobsen. Vio que los novatos estaban deseando hacer preguntas. Más valía irlas respondiendo.
– Annelise Kvist, su madre y sus hijas tendrán la protección que exige el caso -intervino-. Para empezar, la llevaremos con ellas, y ya haremos que hable después. Mientras tanto pondremos sobre aviso a la Brigada de Estupefacientes. Tengo entendido que tenía un montón de THC sintético en la sangre, posiblemente Marinol, que es la marca más conocida de cannabis en pastillas. No se suelen ver a menudo en los círculos de camellos, o sea que vamos a ver dónde pueden conseguirse en la zona. Tengo entendido que también encontraron restos de cristal de anfetamina y metilfenidato. Un cóctel muy atípico.
Carl sacudió la cabeza. Sí, era sin duda un asesino polifacético. Corta el cuello de modo violento a una víctima en un parque y hace tragar pausadamente pastillas a otra. ¿Por qué no podían esperar sus compañeros a que la tía lo soltase sin más? Abrió los ojos y se encontró de frente la mirada del jefe de Homicidios.
– Sacudes la cabeza, Carl. ¿Tienes alguna propuesta mejor? ¿Hay alguna sugerencia que nos impulse en la investigación? -preguntó Marcus, sonriendo. Fue el único de la sala que sonrió.
– Yo sólo sé que si comes THC vomitas si antes te han metido un montón de cosas raras. Es decir, que el tío que la obligó a tragar las pastillas hizo bien su trabajo, ya lo creo. ¿Por qué no esperáis a que la propia Annelise Kvist os cuente lo que vio? Un par de días arriba o abajo no tiene importancia. Tenemos otras cosas de las que ocuparnos -concluyó, mirando a sus compañeros-. Por lo menos, yo.
Las secretarias estaban atareadas, como siempre. Lis estaba tras su ordenador con los auriculares puestos, golpeando las teclas como el batería de un grupo de rock. Estuvo buscando una secretaria nueva, morena, pero ninguna encajaba en la descripción de Assad. Sólo la compañera de Lis, la famosa equivalente del secretariado de «Ilsa la loba de las SS», llamada entre sus compañeros señora Sørensen, podía pretender razonablemente tener el pelo de ese color. Carl entornó los ojos. Puede que Assad viera en aquel rostro avinagrado algo que nadie más veía.
– Necesitamos una fotocopiadora como Dios manda, Lis -dijo Carl cuando ésta, con una amplia sonrisa, dejó de golpear el teclado-. ¿Puedes conseguirla esta tarde? Ya sé que les sobra una en el Centro de Investigación Nacional. Ni la han desembalado.
– Veré lo que puedo hacer, Carl -respondió Lis. Un problema menos.
– Tengo que hablar con Marcus Jacobsen -oyó decir a una voz delicada junto a él. Se volvió y vio frente a sí una mujer que no había visto nunca. De ojos castaños. Los ojos castaños más increíblemente deliciosos que había visto en su vida. Carl sintió mariposas en el estómago. Entonces la mujer se volvió hacia las secretarias.
– ¿Eres Mona Ibsen? -preguntó la señora Sørensen.
– Sí.
– Te esperan.
Las dos mujeres se sonrieron mutuamente y Mona Ibsen retrocedió un poco mientras la señora Sørensen se levantaba para mostrarle el camino. Carl apretó los labios y la vio desaparecer por el pasillo. Llevaba un abrigo de pieles, bastante cortito, lo suficiente para dejar visible la parte baja del culo. Encantadora, pero no era precisamente joven, a juzgar por las formas. ¿Por qué diablos no había visto nada de su cara, aparte de los ojos?
– ¿Mona Ibsen? ¿Quién es? -preguntó a Lis con tono despreocupado-. ¿Tiene que ver con el asesinato del ciclista?
– Qué va, es nuestra nueva psicóloga. En adelante va a estar adscrita a todos los departamentos de Jefatura.
– Ah, ¿sí? -replicó Carl, y hasta él se dio cuenta de que había dicho una memez.
Reprimió la sensación del diafragma, subió al despacho de Jacobsen y abrió la puerta sin llamar. Si le iban a echar una bronca, que fuera al menos por una buena causa.
– Perdona, Marcus -se disculpó-. No sabía que tuvieras visita.
Ella estaba sentada de lado, y la suave piel y las arrugas de la comisura de los labios expresaban más satisfacción que tedio.
– Puedo volver luego, perdona la interrupción.
La mujer giró el rostro hacia él ante el sumiso tono cortés. Su boca destacaba. El labio superior era carnoso. Había pasado claramente los cincuenta y le sonreía levemente. Joder, las rodillas se le volvieron como gelatina.
– ¿Qué querías, Carl? -quiso saber Marcus.
– Sólo quería decir que creo que tenéis que preguntarle a Annelise Kvist si ha tenido relaciones también con el asesino.
– Ya lo hemos hecho, Carl. No las ha tenido.
– No, ¿verdad? Pues entonces creo que tenéis que preguntarle a qué se dedica el asesino. No quién es, sino a qué se dedica.
– Ya se lo hemos preguntado, claro, pero no dice nada. ¿Te refieres a que podrían tener una relación laboral?
– Puede que sí, puede que no. Pero creo que de alguna manera depende del hombre por su profesión.
Jacobsen asintió con la cabeza. Eso lo harían cuando hubieran depositado a la testigo y a su familia en un lugar seguro. Pero al menos Carl logró ver a Mona Ibsen.
Estaba buenísima para ser una psicóloga de la policía.
– Eso era todo -añadió, luciendo una sonrisa más amplia, relajada y viril que nunca, pero no obtuvo eco.
Por un instante se llevó la mano al pecho, donde de pronto le dolía justo debajo del esternón. Una sensación desagradable de cojones. Casi como si hubiera tragado aire.
– ¿Te encuentras bien, Carl? -se interesó su jefe.
– Bah, no es nada. Los efectos secundarios, ya sabes. Estoy bien.
Pero no era del todo cierto. La sensación del pecho no auguraba nada bueno.
– Ah, perdona, Mona. Te presento a Carl Mørck. Hace un par de meses fue víctima de un terrible tiroteo en el que perdimos a un compañero.
Ella lo saludó con la cabeza mientras él se estiraba cuanto podía. Entornó un poco los ojos. Interés profesional, por supuesto, pero más valía eso que nada.
– Es Mona Ibsen, Carl. Nuestra nueva psicóloga. A lo mejor llegáis a conoceros mejor. No queremos que uno de nuestros mejores colaboradores vuelva al trabajo sin haberse recuperado totalmente.
Carl avanzó y la tomó de la mano. Llegar a conocerse mejor. Desde luego que iban a conocerse mejor.
Todavía le quedaba la sensación en el cuerpo cuando tropezó con Assad camino del sótano.
– Lo he conseguido, Carl -dijo Assad.
Carl trató de olvidar la visión de Mona. No fue fácil.
– ¿Qué? -preguntó.
– He llamado a TelegramsOnline más de diez veces y no he podido hablar con ellos hasta hace un cuarto de hora -respondió Assad mientras Carl se recuperaba-. Tal vez puedan, o sea, decirnos quién envió el telegrama a Merete Lynggaard. Al menos están en ello.