Bajó a desayunar con el tubo digestivo ardiendo por la acidez y el sueño pesándole sobre los hombros. Ni Jesper ni Morten le dijeron ni una palabra, cosa normal en su hijo postizo, pero decididamente una señal funesta en el caso de Morten.
El periódico estaba bien doblado en una esquina de la mesa, con la historia de la retirada voluntaria de Tage Baggesen del grupo parlamentario debido a problemas de salud en primera plana, y Morten hundió la cabeza en silencio sobre su plato y continuó comiendo, hasta que Carl llegó a la página seis y se quedó con la boca abierta, mirando una foto suya de mucho grano.
Era la misma foto que había usado Gossip la víspera, pero esta vez al lado de una foto de exteriores de Uffe ligeramente ajada. El texto no era nada elogioso.
«El jefe del Departamento Q, encargado de la investigación de "casos archivados de interés especial" señalados por el Partido Danés, lleva dos días saliendo en la prensa de manera lamentable», ponía.
No daban tanta importancia a la historia de Gossip, pero por otra parte habían hecho entrevistas, en las que todo tipo de empleados de Egely lo acusaban de aplicar métodos brutales y de ser la causa de la desaparición de Uffe Lynggaard. La enfermera jefe estaba especialmente enfadada. Empleaba términos como abuso de confianza, violación mental y manipulación. El artículo terminaba con las palabras: «Al cierre de esta edición no había sido posible recabar ningún comentario de la Dirección de la Policía».
Había que buscar mucho para encontrar un espagueti-wéstern con peores canallas que Carl Mørck. Algo exagerado, teniendo en cuenta lo que ocurrió en realidad.
– Hoy tengo una evaluación -lo despertó Jesper.
– ¿De qué? -preguntó Carl por encima del periódico.
– De matemáticas.
Aquello parecía serio.
– ¿Estás preparado?
El muchacho se alzó de hombros y se levantó, como de costumbre, sin prestar atención a la abundante vajilla que había ensuciado con mantequilla y mermelada ni a los demás restos que cubrían la mesa.
– ¡Un momento, Jesper! -gritó tras él Carl-. ¿Qué significa eso?
Su hijo postizo se volvió hacia él.
– Significa que si no lo hago bien no es seguro que pueda pasar a bachillerato. ¡Qué pena!
Carl vio ante sí la cara de reproche de Vigga y dejó caer el periódico. La sensación de acidez pronto empezaría a ser dolorosa.
Ya en el aparcamiento la gente hacía comentarios jocosos sobre el fallo de la víspera en los registros públicos. Había dos que no tenían ni idea de qué iban a hacer en el despacho. Estaban empleados respectivamente en la concesión de permisos de construcción y de subvenciones a medicamentos, y trabajaban exclusivamente mirando la pantalla.
En la radio del coche varios alcaldes hablaban en términos críticos de la reforma de los municipios, que era la que de manera indirecta había causado tanta desgracia, y otros tantos se quejaban de que la lamentable situación de exceso de carga de trabajo en que se encontraban los trabajadores municipales, permanente ya, parecía ir a peor. Si al sinvergüenza que se había cargado los registros se le ocurriera aparecer en uno de los muchos ayuntamientos afectados, en el servicio de urgencias más próximo no iban a dar abasto.
No obstante, en Jefatura estaban esperanzados. Ya habían detenido a quien lo había hecho. Cuando lograran que la acusada, una mujer mayor, programadora en el Ministerio de Interior, explicara cómo remediar el daño, harían pública la noticia. Podía ser cuestión de unas horas; después todo volvería a la normalidad. La jerarquía piramidal, de la que muchos estaban cansados ya, se restableció.
Pobre señora.
Aunque parezca extraño, Carl consiguió llegar al sótano sin cruzarse con ningún compañero en el camino, menos mal. La noticia de los diarios de la mañana acerca del enfrentamiento de Carl con un disminuido psíquico en una institución de Selandia del norte seguro que se había extendido ya hasta los despachos más remotos del enorme edificio.
Esperaba al menos que la reunión de los miércoles de Marcus Jacobsen con el inspector jefe y los demás jefes no fuera a tratar exclusivamente sobre aquello.
Encontró a Assad en su sitio y fue directo a por él.
A los pocos segundos Assad parecía aturdido. El campechano asistente nunca había visto aquella faceta de Carl, que se desplegaba ante él en toda su amplitud.
– ¡Sí, me has mentido, Assad! -repitió Carl, mirándolo fijamente-. Nunca has hablado del asesinato del ciclista con Hardy. Eres tú quien ha hecho el trabajo de deducción, y por supuesto que lo has hecho muy bien, pero a mí me contaste otra cosa. No me lo puedo permitir, ¿entiendes? Esto va a traer consecuencias.
Vio que en la ancha frente de Assad se removía algo. ¿Qué sería? ¿Tenía mala conciencia, o qué?
Decidió entrarle a fondo.
– ¡Ahórrate las explicaciones, Assad! ¡Déjate de chorradas! ¿Quién eres realmente? Me gustaría saberlo. ¿Y qué hacías mientras no estabas visitando a Hardy? -le preguntó, rechazando una protesta incipiente-. Sí, ya sé que ibas, pero te quedabas poco tiempo. Suéltalo, Assad. ¿Qué está ocurriendo?
El silencio de Assad no podía ocultar su inquietud. Tras la mirada sosegada se veía fugazmente el animal perseguido. Si hubieran sido enemigos, con toda probabilidad habría saltado hacia él e intentado estrangularlo.
– Un momento -añadió Carl. Volvió la cabeza hacia el ordenador y buscó en Google-. Tengo un par de preguntas que hacerte, ¿vale?
No hubo respuesta.
– ¿Me oyes?
El susurro de Assad, más débil que el que emitía el ordenador, probablemente sería afirmativo.
– En tu expediente pone que tú, tu mujer y tus dos hijas vinisteis a Dinamarca en 1998. Estuvisteis en el campo de refugiados de Sandholm en el período 1998-2000, y después conseguisteis asilo político.
Assad asintió en silencio.
– Qué rápido.
– Eran otros tiempos, Carl. Ahora todo es diferente, o sea.
– Eres de Siria. ¿De qué ciudad? No lo pone en tu expediente.
Se volvió hacia Assad y vio que su rostro estaba más oscuro que nunca.
– ¿Me estás interrogando, Carl?
– Sí, digamos que sí. ¿Alguna objeción?
– Hay muchas cosas que no quiero decirte, Carl. Debes respetarlo, entonces. He tenido una vida de maldad. Es mi vida, no la tuya.
– Te comprendo. Pero ¿en qué ciudad vivías? ¿Es difícil responder a eso?
– Vivía en un suburbio de Sab Abar.
Carl tecleó el nombre.
– Eso está en medio de la nada, Assad.
– ¿Acaso he dicho lo contrario?
– ¿Cuánto dirías que hay de Damasco a Sab Abar?
– Un día de viaje. Más de doscientos kilómetros.
– ¿Un día de viaje?
– Allí las cosas llevan su tiempo. Primero hay que atravesar la ciudad, y después están las montañas.
Sí, era lo que aparecía en Google Earth. Había que buscar mucho para encontrar un lugar más desértico.
– Te llamas Hafez el-Assad. Al menos es lo que pone en la documentación de la Dirección de Extranjería -continuó, tecleando el nombre en Google y encontrándolo enseguida-. ¿No es un nombre engorroso para llevar a cuestas?
Assad se encogió de hombros.
– ¡El nombre de un dictador que gobernó en Siria durante veintinueve años! ¿Tus padres eran miembros del partido Baath?
– Sí.
– ¿Por eso te pusieron su nombre?
– En mi familia hay varios con mi nombre, para que lo sepas.
Carl miró a los oscuros ojos de Assad. Estaba en un estado distinto al habitual.
– ¿Quién fue el sucesor de Hafez el-Assad? -preguntó de pronto Carl.
Assad no pestañeó.
– Su hijo Bashar. ¿Por qué no dejamos esto, entonces? No es bueno para nosotros.
– No, puede que no. ¿Y cómo se llamaba su segundo hijo, el que murió en accidente de coche en 1994?
– En este momento no me acuerdo.
– ¿No te acuerdas? Es extraño. Aquí dice que era el favorito de su padre, y designado para sucederlo. Se llamaba Basil. Supongo que todos los sirios de tu edad sabrían decirlo sin vacilar.
– Sí, es verdad, se llamaba Basil -admitió Assad, asintiendo con la cabeza-. Pero hay muchas cosas que he olvidado, Carl. No quiero recordarlas. Lo he…
Estaba buscando la palabra.
– ¿Lo has reprimido?
– Sí, eso suena bien.
Bueno, en ese caso no voy a llegar a ninguna parte por ese camino, pensó Carl. Iba a tener que cambiar de estrategia.
– ¿Sabes qué creo, Assad? Creo que estás mintiendo. No te llamas en absoluto Hafez el-Assad, sencillamente es el primer nombre que te vino a la cabeza cuando buscaste asilo, ¿verdad? Me imagino que el que te hizo los papeles falsos se echaría unas risas, ¿no? Podría incluso tratarse de la misma persona que nos ayudó con la lista de teléfonos de Merete Lynggaard; ¿lo era?
– Creo que es mejor que lo dejemos, Carl.
– ¿De dónde eres en realidad, Assad? Bueno, ya me he acostumbrado al nombre, así que lo seguiré usando, aunque en realidad es tu apellido, ¿verdad, Hafez?
– Soy sirio, de Sab Abar.
– De un suburbio de Sab Abar, ¿no?
– Sí, al nordeste del centro.
Todo sonaba muy verosímil, pero a Carl le costaba aceptarlo sin más. Diez años y cientos de interrogatorios antes puede que sí. Pero ya no. El instinto chirriaba. Assad no reaccionaba con normalidad.
– En realidad eres iraquí, ¿verdad, Assad? Y tienes cadáveres a tus espaldas que harían que te expulsaran de aquí al país de donde vienes, ¿no es verdad?
El rostro de Assad volvió a cambiar. Las arrugas de su frente se borraron. Tal vez había divisado una salida, tal vez decía simplemente la verdad.
– ¿Iraquí? En absoluto, estás diciendo tonterías, Carl -se defendió, herido-. Ven a casa a ver mis cosas. La maleta la traje de allí. Puedes hablar con mi mujer, entiende algo de inglés. O con mis hijas. Así sabrás que lo que digo es verdad. Soy un refugiado político, y he tenido experiencias espantosas. No tengo ganas de hablar de ello, Carl, ¿no puedes dejarme en paz? Es verdad que no he estado mucho con Hardy, como ya he dicho, pero es que Hornbæk está muy lejos. Estoy intentando traer a Dinamarca a mi hermano, y eso lleva su tiempo también, Carl. Lo siento. En adelante diré las cosas como son, o sea.
Carl se recostó en la silla. Casi le entraron ganas de empapar su cerebro escéptico en el agua almibarada de Assad.
– No entiendo cómo te has familiarizado tan rápido con el trabajo policial. Estoy muy contento por tu ayuda. Eres un tipo estrafalario, pero tienes talento. ¿De dónde te viene?
– ¿Estrafalario? ¿Qué es eso? ¿Tiene que ver con espíritus, o algo así? -dijo, dirigiendo a Carl una mirada candorosa. Sí, tenía talento. Puede que no fuera más que talento natural. Puede que lo que decía fuera verdad. Tal vez fuera él quien se había convertido en un quisquilloso gruñón.
– En tus papeles no pone gran cosa sobre tus estudios. ¿Qué estudios tienes? -preguntó.
Assad se encogió de hombros.
– Poca cosa, Carl. Mi padre tenía una pequeña empresa de conservas. Lo sé todo acerca de cuánto tiempo puede aguantar una lata de tomates pelados a una temperatura de cincuenta grados.
Carl trató de sonreír.
– Y no podías evitar meterte en política, y terminaste teniendo un nombre equivocado, ¿no es así?
– Sí, algo parecido.
– ¿Y te torturaron?
– Sí, pero no quiero hablar de ello. No has visto, o sea, cómo me puedo poner cuando estoy triste. No puedo hablar de ello, ¿vale?
– De acuerdo -convino Carl, asintiendo con la cabeza-. Pero en lo sucesivo me dirás siempre qué haces en tus horas de trabajo, ¿comprendido?
Assad levantó el dedo pulgar.
Carl apartó su mirada de Assad.
Después levantó en el aire la mano con los dedos extendidos y Assad la palmeó con la suya. Habían hecho las paces.
– Bien, Assad, sigamos adelante. Tenemos cosas que hacer. Hay que encontrar a ese Lars Henrik Jensen. Espero que dentro de poco podamos meternos en el registro civil, pero hasta entonces tenemos que intentar encontrar a su madre, se llama Ulla Jensen. Una persona de Risø… -vio que Assad iba a preguntar qué era eso, pero tendría que esperar-. Una persona me ha informado de que vive al sur de Copenhague.
– Ulla Jensen ¿es un nombre poco frecuente?
Carl sacudió la cabeza.
– Sabemos cómo se llamaba la empresa del marido, o sea que podemos atacar por varios ángulos. Primero voy a telefonear al registro mercantil. Esperemos que esté disponible. Mientras tanto, tú busca a Ulla Jensen en las páginas blancas. Prueba en Brøndby y ve hacia el sur. Valensbæk, tal vez Glostrup, Tåstrup, Greve-Kildebrønde. No bajes hasta Køge, que es donde estaba la fábrica del marido antes. Está al norte de ahí.
Assad pareció aliviado. Cuando iba a salir por la puerta se volvió y dio un abrazo a Carl. Su barba crecida parecían punzones, y la loción de afeitado una marca barata, pero el sentimiento era auténtico.
Cuando Assad pasó a su cuarto Carl se quedó un rato sentado, dejando que el sentimiento se asentara. Era casi como haber recuperado su antiguo grupo de trabajo.
La respuesta llegó de ambos sitios a la vez. El registro mercantil estuvo funcionando de forma irreprochable durante el corte, y HJ Industries estaba sólo a cinco segundos de tecleo de ser identificada. Su dueño era Trabeka Holding, una empresa alemana sobre la que podían buscar más información si estaba interesado. No podían ver el grupo de propietarios, pero podía obtenerse si hablaban con sus compañeros alemanes. Cuando le informaron de la dirección, gritó a Assad que podía dejarlo, pero Assad le respondió también a gritos que había encontrado un par de direcciones posibles.
Compararon sus resultados. Tenía que ser así. Ulla Jensen vivía en el complejo de lo que había sido HJI, en Strøhusvej, Greve.
Miró en el mapa. Estaba a sólo unos cientos de metros del lugar donde el coche de Daniel Hale se quemó en la carretera de Kappelev. Recordó la vez que estuvo allí. Strøhusvej era la carretera que había visto más allá cuando miraron el paisaje. La carretera del molino.
Notó la lenta aceleración de la bomba de adrenalina. Ahora tenían una dirección. Y podían llegar allí en veinte minutos.
– Será mejor que llamemos antes, ¿no? -sugirió Assad, pasándole el Post-it con el número de teléfono.
Dirigió a Assad una mirada inexpresiva. Así que no todo lo que salía por su boca eran ideas brillantes.
– Es una buena idea si lo que queremos es llegar a una casa vacía, Assad.
Originalmente habría sido una granja normal, con un cuerpo central, una porqueriza y un edificio para el grano en torno al patio adoquinado. Se podían ver las habitaciones desde la carretera, de lo cerca que estaba. Tras los edificios encalados había otros tres o cuatro edificios grandes. Al parecer, un par de ellos no se habían utilizado nunca; ése era el caso, al menos, de un edificio de diez o doce metros de altura que se alzaba horadado de agujeros vacíos donde deberían haberse instalado las ventanas. Era incomprensible que las autoridades hubieran permitido aquel engendro. Echaba completamente a perder las vistas de los campos, donde las alfombras amarillas de la colza tapizaban prados tan verdes que el color era imposible de reproducir por medios artificiales.
Carl oteó el paisaje y no percibió signos de vida, tampoco en ninguno de los edificios. El patio de entrada parecía descuidado, igual que el resto. El encalado de la vivienda estaba desconchado. Hacia la carretera, algo más al este, había montones de trastos y escombros. Aparte de los dientes de león y los frutales en flor que se erguían por encima del techo de uralita, el aspecto era desolador.
– No hay ningún coche en el patio de la granja, Carl -confirmó Assad-. Puede que no viva nadie desde hace mucho tiempo.
Carl apretó los dientes e intentó mantener la decepción a distancia. No, todo parecía indicar que Lars Henrik Jensen no estaba allí. Mierda, mierda puta.
– Entremos a mirar, Assad -dijo, aparcando el coche en el borde de la carretera cincuenta metros más allá.
Procedieron con sigilo. Atravesaron el seto, llegaron a la parte trasera de la casa y entraron en un jardín en el que los arbustos de bayas y la hierba de San Gerardo peleaban por el sitio. Las ventanas arqueadas de la vivienda estaban grises por la vejez y la suciedad, y todo parecía muerto.
– Mira -susurró Assad, con la nariz apretada contra uno de los cristales.
Carl siguió su invitación. El interior de la vivienda también parecía estar abandonado. Aparte del estandarte y el zarzal, era casi como el palacio de la Bella Durmiente. Polvo sobre las mesas, sobre los libros, periódicos y todo tipo de papeles. En un rincón, cajas de cartón sin abrir. Alfombras sin desenrollar.
Era una familia realmente rota en una época feliz.
– Creo que iban a mudarse aquí cuando sucedió el accidente, Assad. Es también lo que dijo el hombre de Risø.
– Pero mira en la parte de atrás, o sea.
Señaló más allá de la sala hacia una puerta entreabierta por la que salía luz, y el suelo brillaba detrás.
– Tienes razón. Tiene otro aspecto.
Pasaron por un huerto donde los abejorros zumbaban en torno a los cebollinos en flor, y llegaron al otro lado de la casa, en una de las esquinas del patio empedrado.
Carl caminaba pegado a las ventanas de la vivienda. Todas estaban cerradas. Tras los cristales de la primera ventana se divisaba una habitación de paredes desnudas con un par de sillas junto a la pared. Apoyó la frente en el cristal y el espacio se amplió. No había duda de que el cuarto se usaba. Había un par de camisas en el suelo, el edredón estaba echado a un lado, y encima había un pijama, estaba seguro de haber visto recientemente uno igual en el catálogo de unos grandes almacenes.
Respiraba de manera controlada, e instintivamente se llevó la mano al cinturón, donde había estado su arma reglamentaria durante años. Hacía cuatro meses que no la llevaba.
– Alguien ha dormido recientemente en esa cama -dijo en voz baja en dirección a Assad, que estaba un par de ventanas más allá.
– Aquí también ha habido alguien hace poco -declaró Assad.
Carl se colocó a su lado y miró por la ventana. Era verdad. La cocina estaba bien limpia. Por una puerta en medio de la pared se divisaba la sala polvorienta que habían visto del otro lado. Era como una cámara mortuoria. Como un santuario que nadie debía hollar.
Pero la cocina la habían utilizado hacía poco.
– Arcones congeladores, café en la mesa, hervidor eléctrico. Hay también un par de botellas de refresco llenas en ese rincón -añadió Carl.
Después se volvió hacia la porqueriza y los edificios de detrás. Podían seguir adelante y llevar a cabo un registro sin orden de registro previa y después cargar con las consecuencias si se demostraba infundado, porque no podía decirse que la ocasión fuera a desaprovecharse en caso de llevar a cabo el registro en otro momento. De hecho podrían hacerlo mañana, sí, puede que fuera incluso mejor mañana. Quizá hubiera entonces alguien en la casa.
Movió la cabeza arriba y abajo. Sí, sería mejor esperar y canalizar la petición por el camino trillado del derecho. Respiró profundamente. En realidad no aguantaba ni una cosa ni la otra.
Mientras pensaba, de pronto Assad echó a correr. Para tener un cuerpo tan compacto y pesado era sorprendentemente ágil, y en un par de zancadas atravesó el patio antes de salir a la carretera y hacer señas a un campesino que había sacado a pasear su tractor.
Carl fue hacia ellos.
– Sí -oyó decir al campesino mientras se aproximaba y el tractor resoplaba en punto muerto-. La madre y el hijo siguen viviendo ahí. Es algo extraño, pero creo que ella se ha instalado en ese edificio.
Señaló al más lejano de los edificios adyacentes.
– Deberían estar en casa. Por lo menos a ella la he visto por la mañana.
Carl le enseñó la placa, lo que hizo que el campesino girase la llave de encendido.
– Ese hijo ¿es Lars Henrik Jensen? -preguntó Carl.
El campesino se frotó los ojos mientras pensaba.
– No, no creo que se llame así. Es un tipo raro, larguirucho. ¿Cómo diablos se llama?
– O sea, que Lars Henrik, no.
– No, no es Lars Henrik.
Aquello era como un vaivén. Arriba y abajo, de cerca y de lejos. A Carl ya le había pasado antes. Un sinfín de veces. Era de eso, entre otras cosas, de lo que estaba cansado.
– Dice que en ese edificio de ahí -insistió, señalando con el dedo.
El campesino asintió en silencio mientras soltaba un escupitajo que aterrizó en el capó de su reluciente juguete Ferguson, recién comprado.
– ¿De qué viven? -preguntó Carl, abarcando con un gesto el paisaje.
– No lo sé. Me arriendan un poco de su tierra. A Kristoffersen, el otro vecino, también le arriendan algo. Después tienen algo en barbecho subvencionado, y probablemente ella tendrá también algo de pensión. Un par de veces por semana llega un coche de alguna parte con unos cachivaches de plástico, que por lo visto tienen que limpiar, y aprovechan la ocasión para traerles algo de comida para ellos. Creo que la señora y su hijo se las arreglan -declaró, riendo-. Aquí estamos en el campo. No nos falta de nada.
– ¿Un coche del ayuntamiento?
– No, qué va. No, es un coche de una naviera, o algo así. Lleva un distintivo que se ve a veces en barcos por la tele. No sé de dónde vienen. Todo eso del mar y el océano nunca me ha interesado.
Cuando el campesino siguió traqueteando camino del molino, observaron los edificios tras la porqueriza. Era extraño que no hubieran reparado en ellos desde la carretera, porque eran bastante grandes. Sería porque el seto era muy tupido y aquel año habían brotado antes las hojas gracias al calor.
Además de la granja en forma de U y la gran nave sin terminar había tres edificios planos escalonados sobre una zona de gravilla que probablemente pensaron asfaltar más adelante. La cizaña y las semillas llevadas por el viento crecían por doquier en torno a los edificios y, aparte de un sendero bastante ancho que unía todas las casas, todo lo demás estaba cubierto por la vegetación.
Assad señaló las huellas de ruedas delgadas que había en el sendero. También Carl las había visto. Delgadas como ruedas de bici, paralelas. Seguramente de una silla de ruedas.
En el momento en que se acercaron a la casa más retirada, la que les había indicado el campesino, el móvil de Carl sonó con estridencia. Vio la mirada de Assad mientras maldecía por no haberlo puesto en modo silencio.
Era Vigga quien llamaba. Era especialista en llamar por teléfono en momentos inadecuados. Alguna vez había estado rodeado de líquido de cadáveres putrefactos mientras ella le pedía que comprase nata para el café. O lo había pillado mientras el móvil estaba en una chaqueta debajo de un bolso en el coche patrulla mientras perseguía a toda velocidad a unos sospechosos. Vigga era capaz de todo eso y más.
Colgó y puso el aparato en modo silencio.
Fue entonces cuando levantó la cabeza y se encontró frente a un hombre alto y flaco de veintipocos años. La cabeza era extrañamente alargada, casi deforme, y un lado de su cara estaba marcado por cráteres y piel contraída, síntomas típicos de las cicatrices de quemaduras.
– No pueden estar aquí -dijo con una voz que no era de adulto, pero tampoco de un niño.
Carl le enseñó la placa, pero el joven no pareció entender su significado.
– Soy policía -dijo Carl con amabilidad-. Nos gustaría hablar con tu madre. Sabemos que vive aquí. ¿Podrías preguntarle si podemos entrar un rato? Te lo agradecería mucho.
El joven no pareció impresionado ni por la placa ni por los dos hombres. Así que no era tan inocente como parecía a primera vista.
– ¿Cuánto tengo que esperar? -preguntó Carl con brusquedad. El chico se sobresaltó. Después desapareció en el interior de la casa.
Transcurrieron un par de minutos en los que Carl notó que aumentaba la presión de su pecho y se maldijo por no haber sacado su arma reglamentaria del depósito de armas de Jefatura ni una sola vez desde que le dieron el alta.
– Ponte detrás, Assad -le ordenó. Ya estaba viendo los titulares de los periódicos: «Agente de la Brigada de Homicidios sacrifica a su asistente en un dramático tiroteo. Por tercer día consecutivo, el subcomisario Carl Mørck, del Departamento Q de Jefatura, es motivo de escándalo».
Dio un empujón a Assad para recalcar la gravedad del asunto y se colocó pegado al marco de la puerta. Si salían con una escopeta de cartuchos o algo así, su cabeza no iba a ser lo primero a lo que apuntara el cañón del arma.
Entonces salió el joven y les pidió que entrasen.
La madre estaba en medio de la habitación, en silla de ruedas y fumando un cigarrillo. Era difícil calcular su edad por lo gris, arrugada y gastada que estaba, pero a juzgar por la edad de su hijo no podía tener más de sesenta y pocos. Sentada como estaba en su silla de ruedas, parecía encorvada. Sus pantorrillas estaban extrañamente torcidas, como ramas rotas que hubieran tenido que encontrar un modo de fundirse de nuevo. No cabía duda de que el accidente de coche había dejado sus huellas, ver aquello inspiraba lástima y tristeza.
Carl miró en derredor. Era una estancia grande, unos doscientos cincuenta metros cuadrados o más, pero a pesar de la altura de cuatro metros apestaba a tabaco. Siguió con la mirada las volutas de humo de su cigarrillo hasta las ventanas del techo. La única fuente de luz eran diez ventanas Velux, de modo que la estancia tenía un aspecto sombrío.
Todo estaba en aquella estancia. La cocina junto a la puerta de entrada, la puerta del cuarto de baño a un lado. La sala estaba llena de muebles de Ikea y alfombras baratas que cubrían el suelo de hormigón, que se extendía quince o veinte metros hasta la sección donde aparentemente dormía ella.
Aparte del aire sofocante, reinaba un orden perfecto. Allí veía la televisión, leía revistas y probablemente pasaba la mayor parte de su vida. Su marido había muerto y ahora se las arreglaba lo mejor que podía. Menos mal que tenía a su hijo para ayudarla.
Carl vio que la mirada de Assad atravesaba con lentitud la estancia. Había algo de diabólico en su mirada, que se deslizaba sobre todos los objetos y de vez en cuando se detenía para fijarse en algún detalle. Estaba profundamente concentrado, con los brazos colgando pesadamente a los lados y las piernas sólidamente plantadas en el suelo.
La mujer los recibió con relativa amabilidad, pero sólo dio la mano a Carl. Este hizo las presentaciones y le pidió que no se inquietase. Le dijo que estaban buscando a su hijo mayor, a Lars Henrik. Querían hacerle unas preguntas, nada especial, algo rutinario. Y le preguntó si podía decirles dónde podían encontrarlo.
– Lasse trabaja en la mar -dijo ella, sonriendo. O sea que ella lo llamaba Lasse-. En este momento no está en casa, pero dentro de un mes volverá a desembarcar. Entonces se lo diré. ¿Tiene alguna tarjeta de visita para que se la dé?
– No, lo siento -repuso Carl, forzando una sonrisa inocente, pero la madre no picó el anzuelo-. Le enviaré mi tarjeta cuando vuelva al despacho. Por supuesto.
Trató nuevamente de sonreír. Esta vez en un momento más oportuno. Era la regla de oro: decir algo positivo y sonreír después, así parece uno más sincero. Hecho al revés puede significar cualquier cosa. Insinuación, flirteo. Es decir, puro egoísmo. La mujer ya había aprendido eso de la vida.
Hizo ademán de retirarse y agarró a Assad de la manga.
– Entonces quedamos en eso, señora Jensen. Por cierto, ¿en qué naviera trabaja su hijo?
Ella ya conocía el orden de afirmación y sonrisa.
– Huy, ya me gustaría recordarlo. Pero es que navega con tantas…
Entonces llegó su sonrisa. Carl había visto antes dientes amarillos, pero nunca tan amarillos como aquellos.
– Es primer oficial, ¿verdad?
– No, es camarero jefe. Lasse tiene buena mano para la comida, desde siempre.
Carl trató de imaginarse al chico que agarraba del hombro a Dennis Knudsen. Al chico a quien llamaban Átomos porque su difunto padre fabricaba algo para las centrales nucleares. ¿Dónde había desarrollado sus conocimientos gastronómicos? ¿En la familia adoptiva, donde le pegaban? ¿En el orfanato? ¿Cuando era un chaval en casa de su madre? También Carl había pasado por muchas cosas en la vida, pero no era capaz de freír un huevo. Si no fuera por Morten Holland, no sabía cómo se las habría arreglado.
– Es magnífico cuando les va bien a los hijos. ¿No te alegras de volver a ver a tu hermano? -añadió, volviéndose al muchacho desfigurado que los miraba con desconfianza, como si hubieran llegado para robarles.
Su mirada vagó hacia donde estaba su madre, pero ésta no se inmutó. De la boca del chico no iba a salir nada, eso era seguro.
– ¿Dónde navega su hijo esta vez?
La madre lo miró, mientras sus dientes amarillos desaparecían lentamente tras los labios resecos.
– Lasse navega mucho por el Báltico, pero creo que ahora está en el mar del Norte. A veces zarpa con un barco y vuelve con otro.
– Debe de ser una naviera grande, ¿no recuerda cuál es? ¿Puede describir el logotipo de la naviera?
– No, lo siento. No soy buena para ese tipo de cosas.
Carl volvió a mirar al joven. Aquel chaval lo sabía todo, era evidente. Seguro que sabría dibujar el maldito distintivo si lo dejaran hacerlo.
– Pero está pintado en el coche que trae provisiones un par de veces por semana -intervino Assad. No era el momento adecuado. La mirada del joven se llenó de inquietud y la mujer aspiró el humo hasta el fondo de los pulmones. La expresión de su rostro quedó oculta en una densa nube de humo que expulsó de una vez.
– Bueno, no sabemos gran cosa de eso -terció Carl-. Es porque un vecino nos ha dicho que lo había visto, pero puede haberse equivocado.
Tiró de Assad.
– Ha sido usted muy amable -dijo después a la madre-. Pídale a su hijo Lasse que me telefonee en cuanto vuelva. Le haré ese par de preguntas y listo.
Se encaminaron a la puerta, seguidos por la mujer en su silla de ruedas.
– Hans, sácame fuera -le pidió a su hijo-. Necesito algo de aire fresco.
Carl sabía que la mujer no los quería perder de vista hasta que se fueran. Si hubiera habido un coche en el patio o allí, en la parte trasera, habría pensado que la madre quería salir para ocultar que Lars Henrik Jensen se encontraba en uno de los edificios. Pero a Carl la intuición le decía otra cosa. El hijo mayor no estaba en casa, ella sólo quería que se marcharan.
– Vaya conjunto de edificios más impresionante -exclamó-. ¿Qué era antes? ¿Una fábrica?
La madre venía detrás. Dando caladas a otro cigarrillo mientras la silla de ruedas traqueteaba por el sendero. Su hijo empujaba con las manos aferradas a los puños de la silla de ruedas. Tras su rostro destrozado parecía muy cabreado.
– Mi marido tenía una fabrica que fabricaba contenedores para centrales nucleares. Acabábamos de mudarnos de Køge cuando murió.
– Sí, recuerdo el suceso. Lo siento muchísimo -dijo Carl, y señaló los dos primeros edificios bajos-. Y la producción ¿iba a llevarse a cabo ahí?
– Sí, ahí y en la nave grande -confirmó la mujer, señalando con el dedo-. El taller de soldadura ahí, la cámara para pruebas de presión ahí, y el montaje en la nave. Donde vivo yo debería haber estado el almacén de sistemas de contención fabricados.
– ¿Por qué no vive en la casa? Tiene aspecto de ser una buena casa -preguntó, y reparó en una serie de cubos gris oscuro delante de uno de los edificios que desentonaban con el paisaje. Tal vez estuvieran allí desde los tiempos del anterior propietario. En lugares como aquél el tiempo pasaba a veces con infinita lentitud.
– Bueno, ya sabe, aquí hay muchas cosas que no pertenecen a esta época. Además, los umbrales de las puertas me exigen un gran esfuerzo -añadió, golpeando uno de los reposabrazos de la silla de ruedas.
Notó que Assad lo llevaba a un lado.
– Nuestro coche está ahí, Assad -protestó, apuntando con la cabeza en la otra dirección.
– Es que prefiero atravesar el seto ahí y después subir a la carretera -repuso Assad, pero Carl vio que toda su atención estaba concentrada en los montones de chatarra desperdigados por un suelo de hormigón gastado.
– Sí, esa basura ya estaba cuando vinimos -informó la mujer en tono de disculpa, como si medio contenedor de chatarra pudiera empeorar la impresión general de la propiedad, ya de por sí bastante pobre.
Era basura inclasificable. En la parte superior del montón había más cubos gris oscuro. No llevaban ningún distintivo, pero parecían haber sido empleados para guardar aceite, o tal vez alimentos en grandes cantidades.
Le habría parado los pies a Assad si hubiera sabido lo que tenía pensado, pero su asistente había saltado ya por encima de las barras metálicas, el cordaje enmarañado y los tubos de plástico para cuando Carl quiso reaccionar.
– Perdone, es que mi compañero es un coleccionista incorregible. ¿Has encontrado algo, Assad? -gritó.
Pero Assad no era ya su compañero de juego. Iba a la caza: dio una patada a la chatarra, removió algo y finalmente metió la mano y sacó una delgada placa de metal, que tras manipularla resultó tener medio metro de alto y por lo menos cuatro de largo. Le dio la vuelta. Ponía Interlab, S. A.
Assad miró a Carl y éste le dirigió una mirada aprobatoria. Eso sí que era tener buena vista. Interlab, S. A. El gran laboratorio de Daniel Hale, que se había mudado a Slangerup. De manera que había una relación directa entre la familia y Daniel Hale.
– La empresa de su marido no se llamaba Interlab, S. A., ¿verdad, señora Jensen? -preguntó Carl, sonriendo a los apretados labios de la mujer.
– No, ésa es la empresa que nos vendió el terreno y un par de edificios.
– Mi hermano trabaja en una farmacéutica. Creo recordar que alguna vez ha mencionado esa empresa -añadió Carl, disculpándose mentalmente ante su hermano mayor, que en aquel momento debía de estar cebando visones en Frederikshavn-. En Interlab ¿no fabricaban enzimas, o algo así?
– Era un laboratorio de pruebas.
– Se llamaba… ¿Hale? Daniel Hale, ¿verdad?
– Sí, el que le vendió esto a mi marido se llamaba Hale. Pero no era Daniel Hale, que por aquel entonces no era más que un chaval. La familia trasladó Interlab al norte, y tras morir el padre volvieron a trasladarla. Pero fue aquí donde empezaron -explicó, adelantando la mano hacia el montón de chatarra. Si aquello fue el comienzo, Interlab había avanzado muchísimo.
Carl la miró con atención mientras la mujer hablaba. Todo en ella irradiaba reserva, y en aquel momento las palabras fluían de su boca. No parecía febril, muy al contrario: parecía tener un control absoluto. Todas sus terminaciones nerviosas estaban contraídas. La mujer trataba de parecer normal. Eso era lo que era tan anormal.
– ¿No fue el que mataron cerca de aquí? -terció Assad.
Carl le habría dado a gusto una patada en la espinilla. Cuando volvieran al despacho tendrían que mantener una conversación acerca de la locuacidad excesiva.
Volvió la vista hacia los edificios. Contaban más que la historia de una familia en bancarrota. Dentro del gris había también tonos intermedios. Era como si los edificios le enviaran señales. La sensación de acidez aumentó cuando miró hacia ellos.
– ¿Mataron a Hale? No recuerdo nada de eso -replicó, dirigiendo a Assad una mirada centelleante y volviéndose hacia la mujer-. Ya me gustaría saber cómo empezó Interlab. Sería divertido contárselo a mi hermano. Ha hablado muchas veces de montar su propia empresa. ¿Podríamos ver los otros edificios? A título personal.
Ella le sonrió. Con excesiva amabilidad. Después expresó lo contrario. No lo quería en su casa. Tenía que marcharse.
– Oh, ya me gustaría. Pero mi hijo ha cerrado todo con llave, por lo que no podemos entrar. Pero cuando hable con él, aproveche la ocasión para preguntárselo. Así podrá traer a su hermano de visita.
Assad estaba callado cuando pasaron junto a la casa de paredes arañadas en la que Daniel Hale perdió la vida.
– En esa granja pasa algo muy raro -dijo Carl-. Tenemos que volver con una orden de registro.
Pero Assad no lo escuchaba. Miraba fijamente ante sí mientras llegaban a Ishøj y empezaban a aparecer los bloques de viviendas de hormigón. No reaccionó ni cuando sonó el móvil de Carl y éste anduvo revolviendo en busca de los auriculares para responder.
– ¿Sí…? -contestó Carl, esperando los incisivos comentarios de Vigga. Ya sabía por qué llamaba. Otra vez había problemas. La recepción se había trasladado a hoy. Puta recepción. Desde luego, no le apetecían nada unos puñados de patatas fritas grasientas y un vaso del vino más barato del súper, por no hablar del monstruo con el que Vigga había decidido juntarse.
– Soy yo -dijo la voz-. Helle Andersen, de Stevns.
Carl redujo la marcha del coche y elevó su nivel de atención.
– Uffe está conmigo. Estoy en casa de los anticuarios, y acaba de llegar un taxista de Klippinge con él. Ya había llevado antes a Merete y a Uffe, así que lo ha reconocido al verlo vagando por el arcén de la autopista en la salida de Lellinge. Está completamente agotado, lo tengo en la cocina bebiendo un vaso de agua tras otro. ¿Qué hago?
Carl miró el cruce. Una corriente de inquietud lo atravesó. Era tentador hacer un giro de ciento ochenta grados y sencillamente apretar el pedal hasta el fondo.
– ¿Está bien? -preguntó.
Ella parecía algo preocupada, el tono era menos campechano de lo habitual.
– La verdad es que no lo sé. Es que está bastante sucio, parece que ha salido de una alcantarilla, pero lo veo raro.
– ¿A qué se refiere?
– Está como meditabundo. Mira a un lado y otro de la cocina como si no la reconociera.
– No la reconocerá -repuso Carl. Se imaginaba las paredes de la cocina, ocupadas hasta el techo por las sartenes de cobre de los anticuarios. Cuencos de cristal alineados, papel pintado de tono pastel con frutas exóticas. Por supuesto que no reconocía nada.
– No, no me refiero a la decoración. No puedo explicarlo. Parece tener miedo de estar aquí, pero tampoco quiere venir conmigo en el coche.
– ¿Adónde quiere llevarlo?
– A la comisaría. Que no vuelva a escaparse, demontre. Pero no quiere. Tampoco cuando el anticuario se lo ha pedido amablemente.
– ¿Ha dicho algo? ¿Algún sonido, o algo así?
En aquel momento la asistenta estaba al otro lado de la linea sacudiendo la cabeza, la estaba viendo.
– No, sonidos no. Pero es como si temblara. Así se solía poner nuestro hijo mayor cuando no conseguía lo que quería. Recuerdo una vez en el supermercado…
– Helle, tiene que llamar a Egely. Uffe lleva cuatro días huido, tienen que saber que está bien.
Buscó el número en la lista de teléfonos. Sería lo mejor. Si se mezclaba él, las cosas iban a torcerse. Los periódicos iban a frotarse sus manos manchadas de tinta.
Fueron apareciendo las casitas bajas de la carretera de Gammel Køge. Un anticuado puesto de venta de helados. Una tienda de aparatos eléctricos abandonada en la que ahora vivían un par de chicas pechugonas con las que la Brigada Antivicio había tenido bastantes problemas.
Miró a Assad y estuvo pensando en dar un silbido agudo para comprobar si estaba vivo. Se oía hablar de gente que se había muerto con los ojos abiertos en medio de una frase.
– ¿Estás ahí, Assad? -preguntó sin esperar respuesta.
Se inclinó hacia él, abrió la guantera y encontró un paquete de Lucky Strike medio aplastado.
– Carl, ¿no puedes dejar de fumar? El coche apesta -llegó la voz sorprendentemente alerta de Assad.
Si un poco de humo le causaba problemas, no tenía más que irse andando a casa.
– Para aquí -continuó Assad. A lo mejor había tenido la misma idea.
Carl cerró la guantera y encontró un espacio para aparcar frente a una de las pistas que llevaban a la playa.
– Ahí pasa algo, Carl -continuó Assad, dirigiéndole una mirada sombría-. He estado pensando en lo que hemos visto. Todo aquello era muy extraño en todo.
Carl movió la cabeza lentamente arriba y abajo. A aquel tío no se le escapaba una.
– En la sala de la señora mayor había cuatro televisores.
– Vaya, yo sólo he visto uno.
– Había tres, uno al lado del otro, no muy grandes, a los pies de su cama. Estaban como tapados, pero he visto que estaban encendidos.
Debía de tener una visión medio de águila medio de búho.
– Tres televisores encendidos bajo una manta. ¿Los has visto a esa distancia? Si estaba oscuro como boca del lobo.
– Estaban ahí, junto a la cama, contra la pared. No eran grandes, casi como una especie de… -anduvo buscando la palabra- una especie de…
– ¿Monitores?
Assad asintió brevemente con la cabeza.
– ¿Y sabes qué, Carl? Cada vez lo veo con mayor claridad en su mente. Había tres o cuatro monitores. Se veía una luz gris o verduzca que atravesaba la manta. ¿Qué hacían allí? ¿Por qué estaban encendidos? ¿Y por qué estaban cubiertos, como para que no los viéramos?
Carl miró a la carretera, donde los camiones se abrían camino hacia la ciudad. Efectivamente, ¿por qué?
– Y otra cosa, o sea, Carl.
Ahora era Carl el que no quería oír. Tamborileaba en el volante con los pulgares. Si iban hasta Jefatura y seguían el proceso reglamentario, pasarían por lo menos dos horas hasta poder volver allí.
Entonces volvió a sonar el móvil. Si era Vigga, iba a colgar. ¿Cómo podía pensar aquella mujer que podía disponer de él día y noche?
Pero era Lis.
– Marcus Jacobsen quiere verte en su despacho. ¿Dónde estás?
– Pues que espere, voy a hacer un registro. ¿Es por el artículo del periódico?
– No lo sé con seguridad, pero podría ser. Ya sabes cómo es. Se calla como un muerto cuando alguien escribe algo malo de nosotros.
– Pues dile que han encontrado a Uffe Lynggaard en buen estado. Y dile que estamos en ello.
– ¿En qué?
– Conseguir que los putos periódicos escriban algo positivo sobre mí y el departamento.
Después hizo un giro de ciento ochenta grados y pensó en poner la luz azul en el techo.
– ¿Qué era lo que me estabas diciendo, Assad?
– Lo de los cigarrillos.
– ¿A qué te refieres?
– ¿Cuánto tiempo llevas fumando la misma marca?
Carl arrugó la nariz. ¿Cuánto tiempo llevaba existiendo Lucky Strike?
– No se cambia de marca sin más, ¿verdad? Y la señora tenía diez paquetes de Prince con filtro sobre la mesa, paquetes sin abrir. Y tenía los dedos amarillos de fumar, pero su hijo no.
– ¿Adónde quieres ir a parar?
– Ella fumaba Prince con filtro y el hijo no fumaba, estoy seguro de eso, o sea.
– Ya. ¿Y…?
– Entonces, ¿por qué no tenían filtro los cigarrillos que rebosaban del cenicero?
Fue entonces cuando Carl puso la luz azul intermitente.