La cobertura mediática fue enorme. A pesar del triste desenlace, la investigación y el esclarecimiento del caso Lynggaard fueron un auténtico éxito. Piv Vestergård, del Partido Danés, estaba sumamente satisfecha y se regodeó por todo lo alto como la persona que había exigido que se creara el departamento, y aprovechó la ocasión para arremeter contra todos los que no compartían sus puntos de vista sobre la sociedad.
Sólo era una de las razones por las que Carl se vino abajo.
Tres visitas al hospital, los perdigones extraídos de la pierna, una sesión con la psicóloga Mona Ibsen que él mismo canceló. No había dado para más.
Estaban de vuelta al trabajo en el sótano. Había dos bolsitas de plástico colgadas del tablón de anuncios, ambas llenas de perdigones. Veinticinco en la de Carl y doce en la de Assad. En el cajón del escritorio había una navaja de muelles con una hoja de diez centímetros. Con el paso del tiempo todos aquellos cachivaches irían a la basura.
Carl y Assad cuidaban uno del otro. Carl lo dejaba ir y venir como quisiera, y Assad aportaba al despacho del sótano una atmósfera agradable y distendida. Después de tres semanas de inactividad, cigarrillos, el café de Assad y la cencerrada de música de fondo, finalmente Carl alargó la mano hacia el montón de expedientes que había en una esquina y se puso a hojearlos.
Ahí había para dar, vender y regalar.
– Entonces ¿vas a ir a Fælledparken esta tarde, Carl? -preguntó Assad desde la puerta. Carl levantó la mirada, apático.
– Ya sabes, es primero de mayo. Mucha gente por la calle, o sea, fiesta y colorido. Se dice así, ¿no?
Carl asintió en silencio.
– A lo mejor más tarde, Assad, pero puedes irte ya si quieres -dijo, mirando el reloj. Eran las doce. En los viejos tiempos dejar el trabajo a las doce era en casi todas partes un derecho adquirido.
Pero Assad sacudió la cabeza.
– No me va, Carl. Demasiada gente con la que no quiero encontrarme.
Carl asintió con la cabeza. Allá él.
– Mañana empezamos a mirar en este montón -declaró, posando la mano encima-. ¿Te parece bien, Assad?
Las patas de gallo en torno a los ojos de Assad se juntaron, y casi se le despega la tirita de la sien.
– ¡De puta madre, Carl! -exclamó.
Entonces sonó el teléfono. Era Lis, con la cantinela de siempre. El jefe de Homicidios quería verlo en su despacho.
Carl abrió el cajón inferior del escritorio y sacó una delgada carpeta de plástico. Esta vez le daba la sensación de que iba a necesitarla.
– ¿Cómo va eso, Carl?
Era la tercera vez en una semana que Marcus Jacobsen había tenido oportunidad de oír la respuesta a aquella pregunta.
Carl se encogió de hombros.
– ¿Con qué caso andas ahora?
Volvió a responder alzándose de hombros.
El jefe de Homicidios se quitó las gafas y las depositó sobre el montón de papel que tenía delante.
– El fiscal ha llegado a un acuerdo con Ulla Jensen y los abogados de su hijo.
– Vaya.
– Ocho años para la madre y tres para el hijo.
Carl asintió en silencio. Era lo que se esperaba.
– Ulla Jensen terminará probablemente recluida en un psiquiátrico.
Carl volvió a asentir con la cabeza. Con toda seguridad su hijo la seguiría pronto. Aquel pobre individuo ¿cómo iba a poder salir entero tras su estancia en la cárcel?
El jefe de Homicidios inclinó la cabeza.
– ¿Hay algo nuevo en torno a Merete Lynggaard?
Carl meneó la cabeza.
– Siguen manteniéndola en coma, pero no se espera nada. Se supone que el cerebro ha sufrido lesiones irreversibles debido a los numerosos trombos.
Marcus Jacobsen asintió con la cabeza.
– Tú y los expertos en buceo de la Marina de Guerra hicisteis lo que pudisteis, Carl.
Lanzó una revista en dirección a Carl. «Buzeo», ponía en primera plana. ¿No sabían escribir, o qué?
– Es una revista de buceo noruega. Mira en la cuarta página.
Abrió la revista y observó un rato las imágenes. Una vieja foto de Merete Lynggaard. Una imagen del depósito de presión que los buceadores empalmaron con la compuerta para que el socorrista pudiera sacar a la mujer de su cárcel y meterla en la cámara de descompresión móvil. Debajo seguía un texto breve acerca de la función del socorrista y la preparación del depósito móvil, el empalme y el sistema de la cámara de descompresión, que explicaba también cómo había que subir un poco la presión de la cámara para, entre otras cosas, detener la hemorragia de las muñecas de la mujer. Habían ilustrado el artículo con un plano de la planta del edificio y un corte transversal del Dräger Duocom con el socorrista dentro dando oxígeno y ofreciendo los primeros auxilios a Merete. Había también fotografías de varios médicos del Hospital Central frente a la enorme cámara de descompresión, y del sargento primero Mikael Overgaard, el especialista que ayudó a la paciente mortalmente aquejada del síndrome del buceador dentro de la cámara de descompresión. Y por último había una fotografía con grano de Carl y Assad camino de las ambulancias.
«Extraordinaria colaboración entre los expertos buceadores de la Marina de Guerra y un departamento de la policía recién creado pone fin al caso de desaparición más controvertido de la década en Dinamarca», ponía en noruego con caracteres gruesos.
– Pues sí -declaró el jefe de Homicidios exhibiendo su encantadora sonrisa-. Con ese motivo la Dirección de Policía de Oslo se ha puesto en contacto con nosotros. Quieren saber más sobre cómo trabajas, Carl. En otoño van a enviar una delegación, así que te ruego que los recibas bien.
Carl notó que las comisuras de sus labios descendían.
– No tengo tiempo para eso -protestó. No tenía ni putas ganas de tener a varios noruegos revolviendo en el sótano-. Recuerda que sólo estamos dos hombres en el departamento. ¿Cómo era lo de nuestro presupuesto, jefe?
Marcus Jacobsen se evadió con destreza.
– Ahora que estás en forma y de vuelta al trabajo, ya es hora de que firmes esto, Carl -dijo, poniéndole delante la misma absurda instancia para los llamados «cursos de capacitación».
Carl no la tocó.
– No quiero jefe.
– Pero tienes que hacerlo, Carl. ¿Por qué no quieres?
En este momento estamos pensando los dos en fumar, pensó Carl.
– Hay muchas razones -repuso-. Piensa en la reforma de la Seguridad Social. Dentro de nada van a subir la edad de jubilación a los setenta años, según dónde estemos en el escalafón. Pero no tengo ni putas ganas de ser un policía chocho, y tampoco quiero terminar como una virguería de funcionario. No quiero muchos empleados. No quiero aprender las lecciones, no quiero ir a exámenes, soy demasiado viejo para eso. No quiero hacer nuevas tarjetas de visita, no quiero que me asciendan una vez más. Por todo eso, jefe.
El jefe de Homicidios parecía cansado.
– Has mencionado muchas cosas que no van a ocurrir. Eso no son más que conjeturas, Carl. Si quieres ser jefe del Departamento Q, tienes que hacer esos cursos.
Carl sacudió la cabeza.
– No, Marcus. No quiero estudiar, no lo aguanto. Como si no tuviera suficiente con tomar la lección de matemáticas a mi hijo postizo. De todas formas, suspende. Te digo que el Departamento Q tiene al frente, y lo seguirá teniendo, a un subcomisario, y sí, sigo usando el antiguo nombre; y se acabó.
Carl levantó la mano y agitó en el aire la carpeta de plástico.
– ¿Ves esto, Marcus? -continuó, sacando un papel de su funda de plástico-. Esto es el presupuesto para el funcionamiento del Departamento Q, tal como fue aprobado en el Parlamento.
Se oyó un profundo suspiro al otro lado de la mesa.
Carl señaló la línea inferior. Cinco millones de coronas al año, ponía.
– Por lo que veo, hay una diferencia de más de cuatro millones entre esa cifra y lo que puedo calcular que vaya a costar mi departamento. Mi cálculo es correcto, ¿verdad?
El jefe de Homicidios se frotó la frente.
– ¿Qué es lo que quieres, Carl? -preguntó, visiblemente irritado.
– Tú quieres que yo olvide este papel, y yo quiero que tú olvides esa instancia para los cursos.
La evidente transformación que se produjo en la tez del jefe de Homicidios vino acompañada de una voz exageradamente controlada.
– Eso es presionar, Carl. En esta casa no hacemos esas cosas.
– Exacto, jefe -convino Carl, sacando el mechero del bolsillo y prendiendo fuego a la hoja de los presupuestos. Las llamas devoraron los números uno a uno, y después Carl echó las cenizas sobre un catálogo de sillas de oficina y tendió el mechero a Marcus Jacobsen.
Cuando bajó, Assad estaba arrodillado sobre su alfombra de orar y parecía estar muy lejos, de modo que Carl escribió una nota y la colocó en el suelo ante la puerta de Assad. «Hasta mañana», ponía.
Camino de Hornbæk estuvo pensando en qué decirle a Hardy sobre el caso de Amager. La cuestión era si debía mencionarlo en absoluto. Las últimas semanas Hardy no estaba nada bien. La secreción salivar había disminuido y le costaba hablar. No era nada permanente, decían, pero el tedio vital de Hardy sí que se había convertido en permanente.
Por ese motivo lo habían trasladado a una habitación mejor, en la que estaba tumbado de lado y probablemente alcanzaría justo a divisar las columnas de barcos atravesando el Sund.
Hacía un año que habían estado juntos en el parque de atracciones de Bakken poniéndose las botas comiendo panceta asada con salsa de perejil y patatas mientras Carl echaba pestes de Vigga. Ahora estaba sentado en el borde de la cama y no podía permitirse quejarse de nada en absoluto.
– Los compañeros de Sorø han tenido que dejar marchar al hombre de la camisa, Hardy -dijo después directamente.
– ¿Quién? -preguntó Hardy con voz ronca y sin mover la cabeza ni un milímetro.
– Tiene una coartada. Pero los de la comisaría de allí están convencidos de que es él. El que nos disparó a ti, a Anker y a mí y llevó a cabo los asesinatos de Sorø. Y aun así han tenido que soltarlo. Siento tener que decirlo, Hardy.
– Me importa un huevo.
Hardy tosió un rato y después se aclaró la garganta, mientras Carl iba al otro lado de la cama y humedecía un pañuelo de papel bajo el grifo.
– ¿Qué bien me hace a mí que lo detengan? -dijo Hardy con algo de flema en las comisuras.
– Vamos a cogerlo a él y a los que estaban con él, Hardy -insistió Carl mientras le limpiaba los labios y la barbilla-. Estoy viendo que voy a tener que hacer algo. Esos cabrones no van a salir de rositas, por mis huevos.
– Que lo pases bien -replicó Hardy, y tragó saliva, como si tuviera que hacer un gran esfuerzo para decir algo. Después lo soltó-. La viuda de Anker estuvo ayer. No fue agradable, Carl.
Carl recordó la cara amargada de Elisabeth Høyer. No había hablado con ella desde la muerte de Anker. Ella ni siquiera le dirigió la palabra en el funeral. Desde el segundo en que le notificaron la muerte de su marido, todos sus reproches estuvieron dirigidos contra Carl.
– ¿Dijo algo sobre mí?
Hardy no respondió. Se quedó un largo rato parpadeando lentamente. Como si los barcos del Sund lo llevaran en una larga travesía.
– ¿Sigues sin querer ayudarme a morir, Carl? -preguntó por último.
Carl le acarició la mejilla.
– Ojalá pudiera, Hardy. Pero no puedo.
– Entonces tienes que ayudarme a volver a casa, ¿me lo prometes? No quiero pasar más tiempo aquí.
– ¿Qué dice tu mujer, Hardy?
– No lo sabe, Carl. Acabo de decidirlo.
Carl se imaginó a Minna Henningsen. Hardy y ella se conocieron de muy jóvenes. Ahora su hijo se había ido de casa y ella seguía pareciendo joven. Tal como estaban las cosas, seguro que bastante trabajo tenía con cuidar de sí misma.
– Ve a casa y habla con ella hoy mismo, Carl, me harías un favor increíble.
Carl miró a los barcos.
Las realidades de la vida ya se encargarían de hacer que Hardy se arrepintiera de su ruego.
A los pocos segundos Carl ya se había dado cuenta de que tenía razón.
Minna Henningsen abrió la puerta y lo condujo a un grupo alegre y carcajeante que difícilmente podía casar con las expectativas de Hardy. Seis mujeres con vistosos vestidos, sombreros atrevidos y ganas de marcha para el resto del día.
– Es el primero de mayo, Carl. Es lo que solemos hacer las chicas del club. ¿No te acuerdas?
Saludó con la cabeza a un par de ellas cuando Minna lo arrastró a la cocina.
No tardó mucho en ponerla al corriente de la situación, y a los diez minutos estaba otra vez en la calle. Ella lo había tomado de la mano mientras le contaba la difícil situación que atravesaba y cuánto echaba de menos su vida anterior. Después apoyó su rostro en el hombro de él y lloró un poco mientras trataba de explicar por qué no tenía fuerzas para cuidar de Hardy.
Después de secarse los ojos le preguntó con una recatada sonrisa torcida si querría venir a cenar con ella alguna noche. Dijo que necesitaba a alguien con quien hablar, pero el sentido de sus palabras no podía haber sido más indisimulado y directo.
Desde Strandboulevarden absorbió el ruido procedente de Fælledparken. La fiesta estaba en su apogeo. Puede que la gente estuviera volviendo a despertar.
Se le pasó por la cabeza ir un rato allí a tomar una cerveza por los viejos tiempos, pero al final entró en el coche.
Si no hubiera estado chiflado por Mona Ibsen, esa puñetera psicóloga, y si Minna no estuviera casada con mi amigo paralizado Hardy, habría aceptado su invitación, pensó, y entonces sonó el móvil.
Era Assad y parecía excitado.
– A ver, Assad, habla más lento. ¿Sigues trabajando? Otra vez, ¿qué has dicho?
– Que han llamado del Hospital Central para informar al jefe de Homicidios. Lis me lo ha hecho saber enseguida. Han despertado del coma a Merete Lynggaard.
La mirada de Carl se desenfocó.
– ¿Cuándo ha sido?
– Esta mañana. He pensado, o sea, que querrías saberlo.
Carl le dio las gracias, colgó y se quedó mirando fijamente los árboles, que se erguían vigorosos con sus ramas trémulas de color verde claro. Debería estar contento a más no poder, pero no lo estaba. Tal vez Merete se quedara como un vegetal el resto de su vida. Nada era sencillo en este mundo. Ni siquiera la primavera duraba, eso era lo más doloroso de todo. Sí, dentro de poco empezará a oscurecer más temprano, pensó, y se odió por su pesimismo.
Volvió a dirigir la mirada hacia Fæhellparken y el reconfortante coloso gris del Hospital Central, que se elevaba detrás.
Colocó por segunda vez el tique de aparcamiento tras el parabrisas y puso rumbo hacia el parque y el hospital. «Relancemos Dinamarca», rezaba el eslogan de la fiesta del primero de mayo, y la gente estaba sentada en la hierba bebiendo cerveza mientras una pantalla gigante proyectaba el discurso de despedida de Jytte Andersen, que llegaba hasta el edificio de la Logia Masónica.
Como si fuera a servir de algo.
Cuando él y sus amigos eran jóvenes vestían camisetas de manga corta y estaban como palillos. Hoy la grasa acumulada se había multiplicado por veinte. Ahora todos los que salían a la calle a protestar estaban exageradamente contentos de sí mismos. El Gobierno les había dado su opio: tabaco barato, alcohol barato y lo que hiciera falta. Si la gente desparramada por la hierba no estaba de acuerdo con el Gobierno, el problema sólo era transitorio. La esperanza de vida estaba disminuyendo. A ese paso ni se cabrearían por el exagerado culto al deporte que propagaban la radio-televisión danesa.
Sí, la situación estaba controlada.
El grupo de periodistas estaba ya preparado en el pasillo.
Cuando vieron a Carl saliendo del ascensor se abalanzaron unos delante de otros para ser los primeros en preguntar.
– ¡Carl Mørck! -gritó uno de los que estaban más cerca-. ¿Qué gravedad tienen las lesiones cerebrales de Merete Lynggaard? ¿Lo sabe?
– ¿Ha visitado antes a Merete Lynggaard, subcomisario? -preguntó otro.
– ¡Eh, Mørck! ¿Qué te ha parecido cómo has llevado el caso? ¿Estás orgulloso? -se oyó desde un lado.
Carl se volvió hacia la voz y vio frente a sí los ojos de cerdo enrojecidos de Pelle Hyttested, mientras los demás miraban con desdén al periodista, como si fuera indigno de su profesión.
Y lo era.
Carl respondió a un par de preguntas y después dirigió la mirada a su interior mientras la presión del pecho arreciaba. Nadie le había preguntado por qué estaba ahí. Ni él mismo lo sabía.
Tal vez había esperado una mayor presencia de visitantes en los pasillos de la planta, pero aparte de la enfermera jefe de Egely, que estaba sentada en una silla junto a Uffe, no reconocía a nadie. Merete Lynggaard era buen material para la prensa, pero como persona sólo era una paciente más. Tratamiento de choque durante dos semanas con médicos especialistas en la cámara de descompresión. Después una semana en tratamiento postraumático. Después a la UVI de Neurocirugía, y ahora estaba en la planta de Neurología.
La decisión de despertarla del coma era un experimento, le dijo la enfermera de la sección cuando Carl se lo preguntó. Reconoció que sabía quién era Carl. Era el que había encontrado a Merete Lynggaard. Si hubiera sido otro, no lo habría dejado entrar.
Carl se dirigió lentamente hacia donde las dos figuras sentadas bebían agua de sendos vasos de plástico. Uffe con ambas manos.
Carl saludó con la cabeza a la enfermera jefe de Egely sin esperar que ella correspondiera, pero la enfermera se levantó y le dio la mano. Parecía conmovida, pero no le dijo nada. Volvió a sentarse y se quedó mirando fijamente la puerta de la habitación con la mano en el antebrazo de Uffe.
Era evidente que había una gran actividad en la habitación. Varios médicos los saludaron con la cabeza al pasar, y al cabo de una hora una enfermera les preguntó si querían un café.
Carl no tenía prisa. Al fin y al cabo, las barbacoas de Morten Holland eran todas parecidas.
Tomó un sorbo de café y observó el perfil de Uffe, que estaba sentado en silencio, mirando la puerta. Cuando las enfermeras pasaban por delante, él seguía con la mirada clavada en la puerta. No la perdía de vista ni un instante.
Carl captó la mirada de la enfermera jefe y, señalando a Uffe, preguntó por gestos qué tal estaba. Ella sonrió y meneó la cabeza. Aquello solía significar que ni muy mal ni muy bien.
Pasaron un par de minutos hasta que el café empezó a hacer efecto, y cuando volvió del servicio las sillas del pasillo estaban vacías.
Entonces avanzó hacia la puerta y la entreabrió.
En la estancia reinaba un silencio absoluto. Uffe estaba a los pies de la cama, con la mano de su acompañante sobre el hombro, mientras una enfermera anotaba las cifras digitales que leía en los instrumentos de medida.
Apenas se veía a Merete Lynggaard, con la sábana hasta la barbilla y la cabeza cubierta de vendajes.
Tenía un aspecto apacible, con los labios entreabiertos y un leve temblor en los párpados. Los cardenales de su rostro parecían estar desapareciendo, pero la situación general seguía siendo preocupante. Si en otra época parecía sana y llena de vida, en la misma medida parecía ahora frágil y amenazada. Blanca como la nieve, piel finísima y ojos como cuévanos.
– Podéis acercaros -dijo la enfermera, metiendo el bolígrafo en el bolsillo superior-. Voy a volver a despertarla. No es seguro que vaya a reaccionar. No es sólo por los daños cerebrales y el período en coma, hay muchas otras razones. Sigue viendo muy mal con ambos ojos, y sigue teniendo parálisis debido a los trombos, y sin duda también lesiones cerebrales generalizadas. Pero por lo que vemos tiene probabilidades de salir adelante. Creemos que algún día podrá caminar, pero la cuestión es en qué medida va a ser capaz de comunicarse. Ya no hay más trombos, pero sigue en silencio. La afasia debe de haberse llevado para siempre su don del habla, creo que debemos estar preparados para eso.
Después asintió en silencio para sí misma.
– No sabemos qué piensa ella, pero no hay que perder la esperanza.
Luego avanzó hacia su paciente y ajustó alguno de los numerosos goteros que colgaban sobre la cama.
– ¡Bueno! Creo que dentro de poco estará con nosotros. Apretad ese interruptor si os hace falta algo -añadió, y se marchó con chacoloteo de zuecos y un montón de trabajo por delante.
Los tres observaron a Merete en silencio. Uffe completamente inexpresivo, y su acompañante con una mueca triste en la boca. Tal vez hubiera sido mejor que Carl nunca se hubiera mezclado en aquel caso.
Al cabo de un minuto Merete abrió los ojos poco a poco, visiblemente molesta por la luz del exterior. El blanco de sus ojos era una red marrón-rojiza, y aun así verla despierta dejó a Carl sin aliento. La paciente parpadeó varias veces, como si tratara de enfocar la mirada, pero en apariencia no lo consiguió. Después volvió a cerrar los ojos.
– Ven, Uffe -dijo la enfermera jefe de Egely-. Siéntate un poco junto a tu hermana.
Uffe pareció entenderlo, porque avanzó hacia la silla y se sentó junto a la cama con el rostro tan cerca del de su hermana que la respiración de aquélla hacía vibrar su flequillo rubio.
Después de estar observándola un rato, levantó una punta de la sábana y dejó al descubierto uno de los brazos de su hermana. Después la tomó de la mano y se quedó así, con la mirada vagando lentamente por su rostro.
Carl avanzó un par de pasos y se colocó junto a la enfermera jefe a los pies de la cama.
La imagen del taciturno Uffe con la mano de su hermana en la suya y su rostro apoyado en la mejilla de ella era de lo más conmovedora. En aquel momento Uffe parecía un cachorro de perro extraviado que tras buscar sin descanso acaba de encontrar el camino de vuelta al calor y la seguridad de la guarida.
Entonces Uffe se retiró un poco, volvió a observarla con atención, posó los labios en su mejilla y la besó.
Carl vio que el cuerpo de Merete se estremecía ligeramente bajo la sábana y que el ritmo cardíaco subía un poco en la pantalla del electrocardiograma. Dirigió la mirada hacia el siguiente monitor. Sí, el pulso también había subido algo. Después Merete emitió un profundo suspiro y abrió los ojos. Esta vez la cabeza de Uffe le daba sombra, y lo primero con que topó su mirada fue la sonrisa de su hermano.
Carl se dio cuenta de que hasta él abría los ojos desmesuradamente mientras la mirada de Merete se hacía cada vez más consciente. Sus labios se separaron. Después se estremecieron. Pero entre los dos hermanos había un campo de tensión que no permitía el contacto. Se notaba directamente en Uffe, cuyo rostro iba oscureciéndose, como si contuviera la respiración. Después empezó a balancearse un poco atrás y adelante mientras de su garganta salían quejidos. Abrió la boca y pareció presionado y confuso. Entornó los ojos y soltó la mano de su hermana mientras se llevaba las manos a la garganta. Los sonidos no querían salir, pero los pensaba, era algo evidente.
Entonces soltó todo el aire del sistema y pareció que tampoco esa vez iba a conseguirlo. Pero entonces volvió a oírse el ruido gutural, y esta vez más arriba en la garganta.
– Mmmmmmmm -dijo, respirando con dificultad por el agotamiento-. Mmmmmmmee.
Merete miraba con intensidad a su hermano ahora. No había la menor duda de que sabía a quién tenía enfrente. Sus ojos estaban húmedos.
Carl jadeó en busca de aire. La enfermera jefe se llevó las manos a la boca.
– Mmmmmeerete -soltó Uffe por fin, tras un enorme esfuerzo.
Uffe se asustó por el flujo de sonidos. Jadeaba y por un momento dejó caer la mandíbula, mientras junto a Carl la mujer rompía a sollozar y su mano buscaba el hombro de Carl.
Entonces el brazo de Uffe volvió a levantarse y topó con la mano de Merete.
La apretó y la besó, temblando de cintura para arriba, como si lo acabaran de sacar de un agujero en el hielo.
Entonces de repente Merete echó la cabeza hacia atrás con los ojos como platos y el cuerpo en tensión, con los dedos de la mano libre contraídos en la palma de la mano como si tuviera un calambre. Hasta Uffe percibió algo funesto en el cambio, y finalmente la enfermera jefe dio un paso y apretó el interruptor.
Entonces Merete emitió un sonido profundo, oscuro, y todo su cuerpo se relajó. Seguía teniendo los ojos abiertos y captó la mirada de su hermano. Después emitió otro sonido sordo, como cuando se echa aliento sobre un cristal frío. Ahora sonreía. Parecía que el sonido de su interior la estimulaba.
Se abrió la puerta, y una enfermera seguida de un médico joven con mirada inquisitiva se precipitaron dentro. Se detuvieron frente a la cama y vieron a una Merete Lynggaard relajada, agarrada a la mano de su hermano.
Escrutaron con detenimiento los diversos aparatos y no pareció que encontraran nada alarmante, tras lo cual dirigieron la mirada hacia Carl y la acompañante de Uffe. Estaban a punto de preguntar algo cuando volvió a oírse el sonido de la boca de Merete Lynggaard.
Uffe pegó el oído a los labios de su hermana, pero todos los presentes pudieron oírlo.
– Gracias, Uffe -dijo Merete, dirigiendo la mirada hacia Carl.
Y Carl sintió que la presión del pecho remitía gradualmente.