Capítulo 22

2003-2005

Cuando apagaron la luz y volvieron a subir la presión el día que cumplió treinta y tres años, Merete pasó veinticuatro horas dormida. La sensación de que otros movían sus hilos y de que aparentemente iba camino del abismo se le hacía insoportable. Cuando al día siguiente el cubo de la comida volvió a salir por la compuerta, abrió los ojos e intentó orientarse.

Alzó la vista hacia los ojos de buey, de donde irradiaba un fulgor casi invisible. O sea que la luz de la habitación del otro lado estaba encendida. Emitía tan poca luz como una cerilla, pero alumbraba. Se arrodilló y trató de localizar la fuente, pero tras los cristales todo era difuso. Entonces giró el cuerpo y miró alrededor. Sin duda había luz suficiente en la celda como para que al cabo de unos días pudiera acostumbrarse y distinguir los detalles de la estancia.

Por un momento se alegró, pero después la sensación cambió. Por muy débil que fuera la luz, también podía apagarse.

No era ella quien decidía cuándo apretar el interruptor.

Cuando iba a levantarse su mano tropezó con el pequeño tubo metálico que había en el suelo junto a ella. Era la linterna que le habían dado. La asió con fuerza mientras trataba de poner sus ideas en orden. La linterna significaba que en algún momento iban a apagar la poca luz que se colaba en la celda. ¿Por qué, si no, iban a darle una linterna?

Estuvo pensando en encenderla, simplemente porque era posible. Eso de poder decidir por sí misma era algo que hacía tiempo que había dejado atrás, por lo que la tentación era fuerte. Pero aun así no lo hizo.

Tienes ojos, Merete, deja que trabajen, se recomendó a sí misma, y dejó la linterna junto al cubo-retrete, debajo de los cristales. Si encendía la linterna tendría que estar mucho tiempo a oscuras cuando volviera a apagarla.

Sería como beber agua salada para calmar la sed.


Pese a su pronóstico, la débil luz continuó encendida. Distinguía los contornos de la estancia y percibía la lenta extenuación de sus miembros, y con aquella luz que recordaba a la penumbra del crudo invierno pasó casi quince meses antes de que todo volviera a transformarse radicalmente.

Aquel día vio por primera vez sombras tras los cristales de espejo.

Había estado pensando en libros. Lo hacía a menudo para no tener que pensar en la vida que podría haber vivido si hubiera tenido otras opciones. Cuando pensaba en libros podía entrar en un mundo totalmente diferente. La sensación de sequedad y aspereza inexplicable del papel bastaba para encender en ella el fuego de la añoranza. El olor a celulosa evaporada y tinta de imprenta. Y miles de veces se había dirigido mentalmente a su biblioteca imaginaria y señalado el único libro del mundo que podía recordar enteramente con seguridad. No el que deseaba recordar, no el que le había causado la mayor impresión, sino el único libro que mediante buenos recuerdos y carcajadas liberadoras había permanecido intacto en su atormentada memoria.

Su madre se lo leía en voz alta, y Merete se lo leía a Uffe, y ahora estaba en la oscuridad, esforzándose por leérselo a sí misma. Un osito filósofo llamado Winnie era su tabla de salvación, su amparo frente a la locura. Él y todos los animales del bosque de los Cien Metros. Y estaba en otro mundo, en el país de la miel, cuando una superficie oscura se colocó de pronto ante la débil luz de los cristales de espejo.

Abrió desmesuradamente los ojos y aspiró el aire hasta el fondo de los pulmones. Aquel centelleo no era fruto de su imaginación. Por primera vez en mucho tiempo sintió que su piel se humedecía. En el patio de la escuela, en callejuelas estrechas y silenciosas de ciudades lejanas, los primeros días en el Parlamento. Había sentido en todas partes aquella humedad que sólo la presencia de otra persona, que podía causarle daño y que la observaba oculta, podía provocar.

Esa sombra me quiere mal, pensó, y se abrazó las costillas mientras miraba fijamente la mancha, que se fue agrandando lentamente en uno de los cristales y al final se quedó quieta. La mancha estaba en la parte superior del cristal, como si fuera de alguien sentado en un taburete alto.

¿Podrán verme?, pensó, y miró fijamente hacia la pared que tenía detrás. Sí, la superficie blanca aparecía con claridad ante ella, tan nítida que también se veía desde fuera, la verían incluso quienes estaban acostumbrados a moverse en la luz. O sea que ellos también la veían.

Hacía sólo un par de horas que le habían pasado el cubo de la comida. Conocía los ritmos de su cuerpo. Todo ocurría con total regularidad, día tras día. Pasarían muchísimas horas hasta que llegara el siguiente cubo. Entonces, ¿por qué estaban allí? ¿Qué querían?

Se levantó con lentitud y avanzó hacia el cristal de espejo, pero la sombra de detrás no se movió lo más mínimo.

Entonces Merete puso la mano sobre el cristal de la sombra oscura y se quedó esperando mientras observaba su propio reflejo desdibujado. Y así se quedó hasta que estuvo segura de que su capacidad de juicio no era digna de confianza. Sombra o no sombra. Podía ser cualquier cosa. ¿Por qué iba a haber alguien tras el cristal? Antes nunca lo había habido.

– ¡Iros al infierno! -gritó, y la fuerza del eco provocó en su cuerpo sacudidas eléctricas.

Pero entonces ocurrió. La sombra de detrás del cristal se movió claramente. Un poco a un lado y un poco hacia atrás. Cuanto más se alejaba del cristal más disminuía de tamaño y más se difuminaba.

– ¡Sé que estáis ahí! -vociferó, y notó que su piel húmeda se enfriaba a la velocidad del rayo. Sus labios y la piel de su cara temblaban. Habló entre dientes hacia el cristal-: No os acerquéis.

Pero la sombra siguió donde estaba.

Después Merete se sentó en el suelo y dejó caer la cabeza sobre el pecho. La ropa despedía un olor acre, a moho. Llevaba tres años con la misma blusa.


La luz grisácea estaba encendida todo el tiempo, día y noche, pero era mejor que la oscuridad total o la luz eterna. Allí, en aquella nada gris había una posibilidad de elegir. Se podía apartar la mirada de la luz o se podía apartar la mirada de la oscuridad. Ya no cerraba los ojos para poder concentrarse, sino que dejaba que fuera su cerebro quien decidiera en qué estado mental quería permanecer.

Y en aquella luz gris había todo tipo de matices. Casi como en el mundo exterior, donde la luz podía ser invernal, triste en febrero, gris en octubre, saturada de lluvia, radiante y otros mil colores de la paleta. Allí dentro, su paleta se componía de blanco y negro, y ella los mezclaba según le dictaba su humor. Mientras aquella luz gris fuera su lienzo, no estaría a merced de sus captores.

Y Uffe, el oso Winnie y Don Quijote, la Dama de las Camelias y la señorita Smilla irrumpieron en su cabeza, obstruyendo el reloj de arena y las sombras tras los cristales. Eso la alivió mucho mientras esperaba más iniciativas de sus guardianes. De todas formas llegarían. Fueran lo que fuesen. Y la sombra tras los cristales de espejo se convirtió en un acontecimiento diario. Bastante después de haber comido, la mancha aparecía en uno de los cristales de espejo. No fallaba. Las primeras semanas pequeña y sin definir, pero después más enfocada y mayor. Se iba acercando.

Ya sabía que desde fuera la podían ver con total claridad. Un día orientarían los focos directamente hacia ella y exigirían que representara su papel. Podía imaginarse el provecho que sacaban de ello las bestias al otro lado del cristal, pero eso no le interesaba.


Cuando se acercaba el día en que cumpliría treinta y cinco años, de pronto apareció otra sombra más en el cristal. Era algo mayor y no tan clara, y bastante más alta que la otra.

Hay otra persona detrás, pensó Merete, y sintió miedo al comprender que estaba en patente minoría, y que la superioridad numérica de los del otro lado del cristal se había manifestado.

Necesitó un par de días para acostumbrarse a la nueva situación, pero pasado ese tiempo decidió retar a sus guardianes.

Se había tumbado bajo los cristales para esperar a las sombras. Donde no podían verla. Ellos acudían a observarla, pero ella se negaba a dejarlos salirse con la suya. No sabía cuánto tiempo esperarían a que saliera de su madriguera. En eso consistía la maniobra.

Cuando le entraron ganas de orinar por segunda vez aquel día se levantó y miró directamente al cristal de espejo. Como siempre, había un fulgor procedente de la luz del otro lado, pero las sombras habían desaparecido.

Aquella operación la repitió tres días seguidos. Si quieren verme, que lo digan directamente, pensó.

Al cuarto día se preparó. Se tumbó bajo los cristales, repitiendo con paciencia sus libros de memoria, mientras agarraba convulsivamente la linterna con la mano. La había probado la noche anterior, y la luz inundó la celda y la dejó aturdida. Al final llegó el dolor de cabeza. La potencia de la luz era abrumadora.

Cuando llegó el momento en que solía aparecer normalmente la sombra, echó un poco la cabeza hacia atrás para poder mirar a los cristales. En uno de los ojos de buey aparecieron de pronto como dos nubes en forma de hongo, más cerca que nunca. Repararon en ella en el acto, porque se retiraron un poco, y pasado un minuto o dos volvieron a adelantarse.

En aquel momento saltó, encendió la linterna y la apretó contra el cristal.

Los reflejos rebotaron en la pared del fondo, pero una pequeña parte de la luz atravesó el cristal de espejo y se posó de manera traicionera como un débil fulgor lunar en las siluetas de detrás, y las pupilas que la miraban fijamente se contrajeron y volvieron a dilatarse. Se había preparado para el sobresalto que se llevaría si tenía suerte en su plan, pero no había imaginado con qué fuerza iba a quedar marcada en su conciencia la visión de los dos rostros velados.

Загрузка...