Capítulo 39

Se acercaron con sumo cuidado al último de los edificios. Exploraron con atención la tierra, para ver si se había enterrado algo recientemente. Miraron con detenimiento a los pringosos cubos de plástico alineados junto a la pared, como si pudieran contener una bomba.

También aquella puerta estaba cerrada con un candado que Assad rompió con el hierro plano. A ese paso iba a convertirse en parte de su curriculum.

Había un olor dulzón en la entrada. Como una mezcla del agua de colonia del dormitorio de Lasse Jensen y de carne pasada. O quizá más bien como el olor de las jaulas de animales salvajes del zoo un cálido y floreado día de primavera.

En el suelo había un montón de relucientes contenedores de acero inoxidable de diversas longitudes. En la mayoría estaban sin terminar de montar los instrumentos de medida, pero algunos estaban acabados. Las interminables estanterías de una de las paredes sugerían que se había esperado que la producción fuera grande. Pero no lo fue.

Carl indicó a Assad con un gesto que lo siguiera a la próxima puerta y se llevó el índice a los labios. Assad asintió en silencio y agarró el hierro hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Caminaba algo agachado, como si quisiera ofrecer un blanco menor. Casi parecía un reflejo.

Carl abrió la siguiente puerta.

Había luz en la estancia. Las lámparas de cristal reforzado iluminaban una zona de pasillos en la que a un lado había puertas que llevaban a una serie de oficinas sin ventanas, y al otro una puerta que llevaba a otro pasillo más. Carl hizo un gesto con la mano para que Assad registrara las oficinas, y se adentró en el pasillo largo y estrecho.

Era algo repugnante. Como si durante años hubieran arrojado mierda o suciedad a las paredes y al suelo. Algo incompatible con el espíritu con el que Henrik Jensen, fundador de la fábrica, había deseado crear aquel entorno. A Carl le costaba imaginar a ingenieros con bata blanca en aquel ambiente. Le costaba muchísimo.

Al final del pasillo había una puerta, que Carl abrió con cuidado mientras apretaba la navaja que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

Encendió la luz y vio que se encontraba en un espacio que hacía las veces de almacén, con un par de mesas sobre ruedas y montones de placas de pladur y diversas bombonas de hidrógeno y oxígeno. Dilató de manera instintiva las ventanas de la nariz. Olía a pólvora. Como si hubieran disparado un arma recientemente.

– No había nada en ninguna oficina -oyó que le decía Assad por detrás en voz baja.

Asintió en silencio. Al parecer, tampoco allí había nada. Aparte de la misma impresión de sordidez que acababa de percibir antes en el pasillo.

Assad entró en la estancia y miró alrededor.

– Ese Lasse tampoco está aquí.

– Ahora no lo buscamos a él.

– ¿A quién buscamos, entonces? -preguntó Assad arrugando el entrecejo.

– Shhh -susurró Carl-. ¿No lo oyes?

– ¿Qué?

– Escucha con atención. Se oye un silbido muy débil.

– ¿Un silbido?

Carl levantó la mano para hacer que callara, y cerró los ojos. Podría ser un ventilador lejano. Podría ser el agua corriendo por las cañerías.

– Es ruido de aire, Carl. Como si algo estuviera pinchado.

– Ya, pero ¿de dónde viene?

Carl giró poco a poco sobre sí mismo. Era sencillamente imposible de localizar. La estancia tendría a lo sumo tres metros y medio de ancho por cinco o seis de largo, y aun así parecía que el sonido procedía de todas partes y de ninguna parte.

Hizo una fotografía mental de la estancia. A su izquierda había cuatro montones de unas cinco placas de pladur apoyadas en la pared. En el extremo de la pared del fondo había una placa de pladur torcida. La pared de la derecha estaba desnuda.

Miró al techo y vio cuatro paneles con pequeños agujeros, y entre ellos manojos de cables y tubos de cobre que iban desde el pasillo y pasaban al otro lado de las placas de pladur.

Assad también lo vio.

– Debe de haber algo, o sea, al otro lado de las placas, Carl.

Este asintió con la cabeza. Tal vez la pared exterior, tal vez otra cosa.

Con cada placa que retiraban y colocaban en la pared opuesta era como si el sonido se hiciera más audible.

Finalmente se encontraron frente a una pared en cuya parte superior había una gran caja negra y también diversos interruptores basculantes, instrumentos de medida y botones. A un lado de aquel panel de control había incrustada una puerta arqueada de dos secciones, forrada con placas metálicas, y al otro dos enormes ojos de buey con cristal blindado y completamente blanco donde habían pegado con cinta adhesiva unos cables entre un par de barras que supuso podrían ser detonadores. Debajo de cada ojo de buey había una cámara de vigilancia sobre un soporte. No era difícil de imaginar para qué se habían utilizado y cuál podía ser el objetivo de los detonadores.

Debajo de las cámaras había unas pequeñas bolas negras. Las recogió y comprobó que eran perdigones. Palpó la estructura del cristal y retrocedió un paso. No había duda de que habían disparado contra los cristales. De modo que los habitantes de la granja no controlaban quizá por completo la situación.

Pegó la oreja a la pared. El sonido sibilante procedía de ahí dentro. No de la puerta ni de los cristales, sino de dentro. Debía de ser un sonido sumamente penetrante para poder atravesar el recinto macizo.

– Indica más de cuatro bares, Carl.

Éste alzó la vista hacia el manómetro al que Assad daba golpecitos. Era verdad. Y cuatro bares era el equivalente de cinco atmósferas. O sea, que la presión de la cámara había descendido una atmósfera.

– Assad, creo que Merete Lynggaard está ahí dentro.

Su compañero se quedó quieto mirando la puerta metálica arqueada.

– ¿Tú crees?

Carl asintió en silencio.

– La presión está bajando, Carl.

Era cierto. El movimiento de la aguja era visible.

Carl miró los numerosos cables. Los finos que había entre los detonadores terminaban con los cabos aislados en el suelo. Seguramente habían pensado conectarlos a una batería o algún otro componente explosivo. ¿Sería eso lo que querían hacer el 15 de mayo, cuando bajaran la presión a una atmósfera, tal como ponía en la parte trasera de la foto de Merete Lynggaard?

Miró en derredor tratando de encontrar una lógica a aquello. Los tubos de cobre entraban directamente en la cámara. Habría unos diez en total, pero ¿cómo saber cuál servía para disminuir la presión y cuál para aumentarla? Si cortaban uno de ellos, había un gran riesgo de que empeorase la situación de quien estaba en la cámara de descompresión. Lo mismo ocurriría si metían mano en los cables eléctricos.

Avanzó hacia la compuerta y examinó las cajas de relés que había al lado. Ahí no había ninguna duda, estaba claramente escrito en los seis interruptores: abrir puerta superior, cerrar puerta superior. Compuerta exterior abierta, compuerta exterior cerrada. Compuerta interior abierta, compuerta interior cerrada.

Y las dos compuertas estaban cerradas. Así tenían que seguir.

– ¿Para qué crees que es esto? -preguntó Assad, que estuvo a punto de girar un pequeño potenciómetro de OFF a ON.

Habría estado bien tener a Hardy al lado. Si había algo que Hardy supiera hacer mejor que los demás, era todo lo relacionado con botones.

– Ese interruptor está puesto después de todo lo demás -dijo Assad-. Los otros ¿por qué están hechos de ese material marrón?

Señaló una caja cuadrada de baquelita.

– Y ése de ahí, ¿por qué es el único que es de plástico?

Era verdad. Había muchos años de diferencia entre los dos tipos de interruptor.

Assad movió la cabeza arriba y abajo.

– Creo que ese botón de rosca detiene el proceso, o si no, no significa nada en absoluto -concluyó con maravillosa falta de concreción.

Carl aspiró profundamente. Hacía casi diez minutos que había hablado con la gente de Holmen, y aún pasaría tiempo. Si Merete Lynggaard estaba allí dentro, iban a tener que tomar alguna medida drástica.

– Hazlo girar -ordenó, temiendo lo peor.

En el mismo instante oyeron el silbido atravesar la estancia a todo volumen. A Carl se le puso el corazón en un puño. Por un momento estuvo convencido de que habían aumentado la presión.

Después alzó la vista y se dio cuenta de que los cuatro paneles agujereados del techo eran altavoces. Los silbidos procedentes de la cámara, que eran penetrantes y enervantes, se oían por ellos.

– ¿Qué ocurre ahora? -bramó Assad, tapándose los oídos con las manos. Era difícil responderle en aquellas circunstancias.

– ¡Creo que has puesto en marcha un interfono! -respondió Carl a gritos.

Miró hacia los paneles del techo.

– ¿Estás ahí dentro, Merete? -gritó tres o cuatro veces, y se quedó escuchando con atención.

Oía con claridad que era el sonido del aire al pasar por algo estrecho. Como el sonido que se genera entre los dientes antes de que llegue el auténtico silbido. Y el sonido era constante.

Miró con preocupación al manómetro. La presión había disminuido a cuatro coma cinco atmósferas. Aquello iba rápido.

Volvió a gritar, esta vez con todas sus fuerzas, y Assad se quitó las manos de los oídos y gritó también. Su grito conjunto era como para despertar a un muerto, pensó Carl, aunque esperaba que no hubiera llegado a tanto.

Después se oyó un golpe sordo procedente de la caja negra de lo alto de la pared, y por un momento la estancia quedó en silencio.

Esa caja de arriba debe de ser la que controla la descompresión, pensó, y dudó si debería correr al otro cuarto a por algo a lo que subirse para poder abrir la caja.

Fue entonces cuando oyeron gemidos por los altavoces. Como el sonido emitido por animales acorralados o personas en profunda crisis o doloridas. Un sonido quejumbroso, largo y monótono.

– Merete, ¿eres tú? -gritó.

Estuvieron un rato esperando, y entonces oyeron un sonido que interpretaron como un sí.

A Carl le abrasaba la garganta. Merete Lynggaard estaba ahí dentro. Encerrada durante más de cinco años en aquel entorno desagradable y desolado. Y tal vez estuviera moribunda, y Carl no tenía ni idea de qué hacer.

– ¿Qué podemos hacer, Merete? -vociferó, y oyó de inmediato un enorme estampido procedente de la placa de pladur que había en la pared del fondo.

Observó enseguida que habían disparado con una escopeta de cartuchos y que el pladur había diseminado los perdigones por la estancia. Notó en varios lugares que su carne palpitaba y la sangre manaba lentamente. Durante una décima de segundo que se le hizo eterna se quedó paralizado, y después se arrojó hacia atrás, hacia Assad, que sangraba por el brazo y cuyo rostro expresaba lo apurado de la situación.

Mientras estaban en el suelo la placa de pladur había caído, dejando al descubierto al autor del disparo. No era difícil de reconocer. Aparte de los pliegues del rostro, que su vida penosa y su alma atormentada habían cincelado durante los últimos años, Lasse Jensen se parecía muchísimo al de las fotos de juventud que habían visto.

Lasse salió de su escondite con la escopeta humeante en la mano y examinó los destrozos provocados por su disparo con la misma expresión de frialdad que si hubiera habido una inundación en el sótano.

– ¿Cómo me habéis encontrado? -preguntó, mientras doblaba la escopeta y metía más cartuchos. Avanzó hasta donde estaban. No cabía duda de que apretaría el gatillo cuando quisiera.

– Todavía estás a tiempo, Lasse -dijo Carl, incorporándose un poco del suelo para que Assad pudiera liberarse de su cuerpo-. Si te entregas ahora pasarás sólo unos años en la cárcel. De lo contrario es la perpetua, por asesinato.

El tipo sonrió. No era difícil de entender que las mujeres se enamorasen de él. Era un diablo disfrazado.

– Entonces hay muchas cosas que no sabéis -repuso, apuntando directamente a la sien de Assad.

Eso es lo que tú crees, pensó Carl, mientras notaba la mano de Assad abriéndose camino en el bolsillo de su chaqueta.

– He pedido refuerzos. Mis compañeros llegarán pronto. Dame esa escopeta, Lasse, y terminemos con esto.

Lasse sacudió la cabeza. No se lo creía.

– Mataré a tu compañero si no respondes. ¿Cómo me habéis encontrado?

Teniendo en cuenta la presión que debía de sufrir, su autocontrol era excesivo. Probablemente estaba loco de atar.

– Fue Uffe -respondió Carl.

– ¿Uffe? -se sorprendió el hombre, y la expresión de su rostro cambió. Aquella información no encajaba en el mundo que estaba decidido a gobernar-. ¡Chorradas! Uffe Lynggaard no sabe nada, y no habla. He leído la prensa de los últimos días. No ha dicho nada, estás mintiendo.

Carl notó que Assad había agarrado la navaja de muelles.

A tomar por culo las regulaciones de la ley de armas. Sólo esperaba que Assad tuviera tiempo de emplearla.

Se oyó un ruido en los altavoces de la pared. Como si la mujer de la cámara intentara decir algo.

– Uffe Lynggaard te reconoció en una foto -continuó Carl-. Una foto en la que aparecéis tú y Dennis Knudsen de jóvenes. ¿Recuerdas la foto, Átomos?

El nombre le escoció como una bofetada. Era evidente que el sufrimiento padecido por Lasse Jensen durante años estaba aflorando a la superficie.

Torció el gesto y asintió en silencio.

– Vaya, ¡también sabes eso! Así que supongo que lo sabéis todo. Entonces comprenderéis que tenéis que acompañar a Merete.

– No te queda tiempo, la ayuda está en camino -añadió Carl inclinándose un poco hacia delante para que Assad pudiera abrir la navaja y asestar una cuchillada. La cuestión era si el psicópata tendría tiempo de apretar el gatillo antes.

Si apretaba ambos gatillos a la vez de cerca, tanto Assad como él podían darse por perdidos.

Lasse volvió a sonreír. Se había recuperado ya. La marca de clase del psicópata. Nada lo afectaba.

– Lo conseguiré, estate seguro.

El tirón del bolsillo de la chaqueta de Carl y el consiguiente clic de la navaja al abrirse coincidieron con el sonido de la carne al pincharla. Nervios cortados, músculos que se desgarraban. Carl vio la sangre de la pierna de Lasse a la vez que Assad daba un golpe hacia arriba al cañón de la escopeta con su brazo izquierdo ensangrentado. El estruendo junto a su oído cuando Lasse apretó el gatillo por puro reflejo lo dejó completamente sordo, y vio que Lasse caía hacia atrás en silencio y Assad se abalanzaba sobre él con la navaja en alto para apuñalarlo.

– ¡No! – chilló Carl, y apenas oyó lo que gritaba. Intentó levantarse, pero se dio cuenta del alcance del disparo que había recibido. Miró al suelo, donde la sangre se había corrido en forma de rayas. Luego se llevó la mano al muslo y apretó mientras se levantaba.

Assad, sangrando, estaba sentado sobre el pecho de Lasse, y tenía la navaja contra su cuello. Carl no lo oyó, pero vio que Assad gritaba al hombre que tenía debajo, y que Lasse escupía a Assad después de cada palabra.

Entonces poco a poco fue recuperando la audición en un oído. Ahora el relé del techo había vuelto a empezar a aspirar aire de la cámara. Esta vez el silbido estaba un tono más alto que antes. ¿O era quizá el sentido del oído que le jugaba una mala pasada?

– ¿Cómo se para este puto trasto? ¿Cómo se cierran las válvulas? ¡Suéltalo! -gritó Assad sabe Dios cuántas veces, seguido cada vez por los escupitajos de Lasse.

Entonces Carl se dio cuenta de que por cada escupitajo que recibía, Assad apretaba un poco más con la navaja la garganta de Lasse.

– ¡He rebanado el pescuezo a mejores personas que tú! -gritó Assad, arañándolo y haciendo que brotara la sangre.

Carl no sabía qué pensar.

– Aunque lo supiera, no lo diría -masculló Lasse entre dientes. Carl miró la pierna de Lasse, donde Assad lo había apuñalado. La hemorragia no parecía grave. No era como cuando se corta la arteria femoral, pero no dejaba de ser peligroso.

Miró al manómetro, donde la presión disminuía lenta pero continuamente. ¿Dónde coño se habían metido los refuerzos? Los de Holmen ¿no habían dado la voz de alarma a sus compañeros, como les pidió? Carl se apoyó en la pared, sacó el móvil y marcó el teléfono del servicio de guardia. Iba a llegar ayuda dentro de pocos minutos. Sus compañeros y las ambulancias iban a tener de qué ocuparse.

No sintió el golpe contra su brazo, sólo observó que el móvil golpeaba el suelo y su brazo caía al costado. Se volvió de pronto y vio que el ser flaco que estaba detrás asía la placa de hierro que habían empleado para romper el candado y golpeaba a Assad en la sien.

Assad cayó a un lado sin decir palabra.

Después el hermano de Lasse avanzó un paso y pisoteó el móvil hasta descuartizarlo.

– Dios mío, ¿es grave, mi niño? -se oyó detrás. La mujer avanzó en su silla de ruedas con el disgusto pintado en su rostro. No prestó atención al hombre desvanecido en el suelo. No veía más que la sangre que brotaba de los pantalones de su hijo.

Lasse se levantó con dificultad y miró cabreado a Carl.

– No es nada, mamá -la tranquilizó, sacando un pañuelo del bolsillo del pantalón, quitándose el cinto de un tirón y apretándolo bien en torno al muslo, ayudado por su hermano.

La mujer pasó junto a ellos y miró al manómetro.

– ¿Cómo te va, puta zorra? -gritó hacia el cristal.

Carl miró a Assad, que respiraba débilmente tumbado en el suelo. Tal vez sobreviviera. Carl deslizó la mirada por el suelo, esperando divisar la navaja. Tal vez estuviera debajo de Assad, tal vez quedara a la vista cuando el tipo flaco se moviera un poco.

Fue como si el flaco lo hubiese notado. Se volvió hacia Carl con una expresión infantil en el rostro. Como si Carl fuera a robarle algo o quizá incluso a pegarlo. La mirada que dirigió a Carl estaba modelada por la soledad de la infancia. Por otros niños que no entendían lo vulnerable que podía ser un individuo cándido. Levantó la placa de hierro y apuntó a la garganta de Carl.

– ¿Quieres que lo mate, Lasse? Puedo hacerlo.

– No hagas nada -gruñó la mujer, acercándose.

– Siéntate, poli de mierda -ordenó Lasse mientras se levantaba completamente-. Ve a buscar la batería, Hans. Vamos a volar la casa. Es lo único que podemos hacer. Date prisa. Dentro de diez minutos estaremos lejos de aquí.

Cargó la escopeta de cartuchos y siguió con la mirada a Carl, quien resbaló por la pared hasta quedar sentado con la compuerta a la espalda.

Entonces Lasse arrancó la cinta adhesiva de los cristales y tiró de las cargas explosivas hacia sí. Con un rápido movimiento de la mano enroscó la mezcla mortal de cables y detonadores en torno al cuello de Carl como si fuera una bufanda.

– No vas a sentir nada, así que no tengas miedo. Pero para ésa va a ser diferente. Así tiene que ser -dijo Lasse con frialdad, y arrastró las bombonas de gas hacia la pared de la cámara de descompresión, detrás de Carl.

En ese momento entró su hermano con una batería y un rollo de cable.

– No, vamos a hacerlo de otra forma, Hans. Vamos a volver a sacar la batería. Sólo tienes que hacer la conexión -declaró Lasse, enseñándole cómo había que conectar las cargas explosivas del cuello de Carl al alargador y después a la batería-. Deja mucho cable. Tiene que llegar hasta el patio.

Rió, mirando a los ojos a Carl.

– Sí, llevaremos la corriente hasta ahí, así la explosión se llevará la cabeza del capullo a la vez que revientan las bombonas de gas.

– Pero hasta entonces ¿qué? ¿Qué hacemos con ése? -preguntó su hermano, señalando a Carl-. Puede romper los cables.

– ¿Ese? -Lasse sonrió y arrastró la batería para alejarla de Carl-. Sí, tienes razón. Dentro de un momento podrás darle una hostia y dejarlo sin sentido.

Después cambió de tono y se volvió hacia Carl con la seriedad pintada en el rostro.

– ¿Cómo has llegado hasta mí? Dices que por Dennis Knudsen y Uffe. No lo entiendo. ¿Cómo los relacionaste conmigo?

– Cometiste mil errores, payaso. ¡Por eso!

Lasse retrocedió un poco con algo muy cercano a la locura profundamente anclado en las cuencas de sus ojos. Con toda seguridad le pegaría un tiro enseguida. Apuntaría tranquilamente y dispararía. Adiós, Carl. No iba a dejarle que impidiera la voladura de todo aquello. Como si no lo supiera.

Con el alma sosegada, Carl levantó la mirada hacia el hermano de Lasse. Estaba manipulando con torpeza los cables, pero éstos se negaban a obedecer. En cuanto los desenrollaba volvían a enrollarse.

En el mismo instante notó que el brazo herido de Assad temblaba contra su pantorrilla. Tal vez no estuviera tan gravemente herido. Triste consuelo en aquella situación. Dentro de poco iban a matarlos, de todas formas.

Carl cerró los ojos y trató de recordar un par de momentos importantes de su vida. Tras unos segundos con la mente en blanco volvió a abrirlos. No le quedaba ni ese consuelo.

Su vida ¿le había dado realmente tan pocos momentos álgidos?

– Ahora tienes que salir, mamá -oyó decir a Lasse-. Sal al patio y aléjate de los muros. Nosotros saldremos enseguida. Y luego desapareceremos.

La madre asintió en silencio. Dirigió la mirada por última vez hacia uno de los ojos de buey y escupió al cristal.

Cuando pasó junto a sus hijos dirigió una mirada burlona a Carl y al hombre que yacía junto a él. Si hubiera podido patearlos, lo habría hecho. Le habían robado la vida, igual que lo habían hecho otros antes. Se encontraba en un estado de amargura y odio permanentes. Ningún elemento extraño debía entrar en su burbuja de cristal.

No hay sitio para que pases, bruja, pensó Carl, y vio lo torcida que estaba una pierna de Assad, estirada hacia un lado.

Cuando la mujer avanzó hacia la pierna de Assad, éste soltó un rugido mientras se levantaba de pronto y se colocaba de un salto entre la mujer y la puerta. Los dos hombres junto a los ojos de buey se volvieron y Lasse alzó la escopeta cuando Assad, con la sangre manándole de la sien, se inclinó tras la silla de ruedas, asió las rodillas huesudas de la mujer y cargó contra los hombres con la silla de ruedas como ariete. Se montó un estrépito infernal: el rugir de Assad, los chillidos de la mujer, el pitido de la cámara de descompresión y los gritos de advertencia, provocados por el tumulto que había causado la silla de ruedas al derribar a los dos hombres.

La mujer se quedó con las piernas al aire cuando Assad se abalanzó sobre ella y se arrojó contra la escopeta que Lasse trataba de apuntar hacia él. El joven, que estaba atrás, se puso a chillar cuando Assad agarró el cañón con una mano y empezó a golpear la laringe de Lasse con la otra. A los pocos segundos todo había terminado.

Assad retrocedió con la escopeta en la mano, empujó a un lado la silla de ruedas, obligó a Lasse, que tosía sin parar, a ponerse en pie y estuvo mirándolo un momento.

– Venga, ¡di cómo se para ese puto trasto! -gritó, mientras Carl se levantaba.

Carl vio la navaja de muelles algo más allá, junto a la pared. Se quitó de encima los cables y detonadores y la recogió, mientras el joven flaco trataba de poner a su madre en pie.

– Vamos, dilo. ¡Ya! -le ordenó Carl, apretando la navaja contra la mejilla de Lasse.

Los dos lo leyeron en la mirada de Lasse. No los creía. En su cerebro había una sola idea: que Merete Lynggaard muriese dentro de la cámara que tenían a sus espaldas. En soledad, lenta y dolorosamente; ése era el objetivo de Lasse. Después ya recibiría su castigo. ¿Qué más le daba?

– Vamos a hacerlo saltar por los aires con su familia, Carl -dijo Assad entornando los ojos-. De todas formas Merete Lynggaard está casi muerta. No podemos hacer nada más por ella.

Señaló el manómetro, que indicaba ahora bastante menos de cuatro atmósferas.

– Vamos a hacer con ellos lo que querían hacer con nosotros. Le haremos un favor a Merete.

Carl lo miró a los ojos. En la mirada cálida de su ayudante había un germen de profundo odio que no necesitaba de gran cosa para aflorar.

Carl sacudió la cabeza.

– No podemos hacer eso, Assad.

– Sí, Carl, claro que podemos -respondió Assad. Extendió hacia Carl su mano libre y tiró con cuidado de los cables y detonadores de la mano de Carl y después los enrolló en torno al cuello de Lasse.

Mientras la mirada de Lasse buscaba la protección de su madre y de su hermano, que temblaba tras la silla de ruedas, Assad dirigió a Carl una mirada que no dejaba lugar a dudas. Tenían que llevar las cosas a aquel terreno para que Lasse los creyera. Porque Lasse no lucharía por salvar su piel, pero sí que lucharía por salvar a su madre y a su hermano. Assad lo había visto. Era verdad.

Después Carl levantó los brazos de Lasse y unió los extremos pelados al alargador, como había descrito Lasse.

– Poneos en el rincón -ordenó Carl a la mujer y a su hijo pequeño-. Hans, sienta a tu madre en tu regazo.

El hijo pequeño le dirigió una mirada de temor, levantó a su madre en brazos como si fuera una pelusa y se sentó de espaldas a la pared del fondo.

– Vamos a volaros a los tres y a Merete Lynggaard, a menos que nos digas cómo se para esa máquina infernal -declaró Carl, mientras unía uno de los cables a un polo de la batería.

Lasse dejó de mirar a su madre y volvió la cabeza hacia Carl, con los ojos ardiendo de odio.

– No sé cómo se para -repuso sosegadamente-. Podría saberlo mirando los manuales. Pero no hay tiempo para eso.

– ¡Mientes, estás intentando ganar tiempo! -gritó Carl. Vio por el rabillo del ojo que Assad sopesaba darle un culatazo.

– Como quieras -dijo Lasse, volviendo el rostro sonriente hacia Assad.

Carl asintió en silencio. No mentía. Hablaba con frialdad, pero no mentía, se lo decían sus muchos años de experiencia. Lasse no sabía cómo parar la instalación sin consultar el manual. Por desgracia era así.

Se volvió hacia Assad.

– ¿Estás bien? -preguntó, y puso la mano en el cañón de la escopeta. Lasse se había librado por los pelos de que Assad le rompiera la cara a culatazos.

Assad asintió en silencio con la mirada furiosa. Los perdigones del brazo no habían causado daños dignos de mención, tampoco el golpe en la sien. Estaba hecho de material sólido.

Carl le quitó con cuidado la escopeta de las manos.

– No puedo ir andando hasta allí. Dame la escopeta y ve tú a buscar el manual. Lo has visto antes. El manual escrito a mano del cuarto interior. Está en el montón de atrás. Encima, creo. Corre, Assad. ¡Tráelo!

Lasse sonrió en el momento en que Assad desapareció, y Carl le colocó bajo el mentón la culata de la escopeta. Como un gladiador, Lasse había sopesado la fuerza de sus adversarios a fin de elegir el que más le conviniera. Estaba claro que pensaba que Carl era un adversario más a su medida que Assad. Y para Carl estaba igual de claro que se equivocaba.

Lasse retrocedió hacia la puerta.

– No te atreves a dispararme, el otro sí. Voy a marcharme y no vas a poder evitarlo.

– ¡Eso es lo que crees! -bramó Carl, avanzando y apretándole el cuello con la culata. La próxima vez que se moviera iba a darle un culatazo.

Entonces se oyeron a lo lejos las sirenas de la policía.

– ¡Corre! -chilló el hermano de Lasse por detrás, mientras se levantaba de pronto con su madre en brazos y de una patada empujaba la silla de ruedas contra Carl.

Lasse salió en el mismo segundo. Carl quiso correr tras él, pero no podía. Por lo visto estaba más maltrecho que Lasse. La pierna no le obedecía.

Apuntó con la escopeta a la madre y al hijo, dejando que la silla de ruedas pasara a su lado y se estrellara contra la pared.

– ¡Mira! -gritó el flaco mientras señalaba el cable largo del que tiraba Lasse.

Todos los del cuarto vieron cómo resbalaba el cable por el suelo mientras Lasse probablemente trataba de quitarse del cuello las cargas explosivas al atravesar el pasillo. Vieron que el cable se hacía más y más corto mientras Lasse se afanaba por salir del edificio, y por último vieron que los cables no eran lo bastante largos, cómo volcaban la batería y la arrastraban hacia la puerta. Cuando la batería llegó a la esquina y golpeó el umbral de la puerta, el cable suelto se metió debajo de la batería y tocó el otro polo.

Notaron el estruendo como una sacudida débil y un ruido apagado a lo lejos.


Merete estaba tumbada de espaldas en la oscuridad, escuchando el pitido mientras trataba de ajustar la postura de los brazos para poder apretar con fuerza en ambas muñecas a la vez.

Al poco empezó a picarle la piel, pero no pasó nada más. Por un momento sintió como si todo tipo de milagros fueran a alumbrarla, y gritó hacia las toberas del techo que no podían hacerle daño.

Sabía que no se produciría el milagro en cuanto el empaste de la primera muela empezó a ceder. Durante los minutos siguientes estuvo pensando en aflojar la presión sobre las muñecas, porque el dolor de cabeza, el dolor de sus articulaciones y la presión de todos sus órganos internos aumentaba y se expandía. Cuando iba a soltarse las muñecas no pudo ni sentir sus propias manos.

Tengo que darme la vuelta, pensó, y dio órdenes a su cuerpo para deslizarse hacia un lado, pero a los músculos no les quedaba ya fuerza. Notó la confusión a la vez que las ganas de vomitar la hicieron regurgitar y casi la asfixian.

Se quedó quieta y notó que los calambres aumentaban. Primero en los glúteos, después en el diafragma y finalmente en el pecho.

¡Va demasiado lento!, le gritaba su fuero interno, mientras volvía a intentar aflojar la presa que bloqueaba sus venas.

Pasado otro par de minutos Merete cayó en un sueño nebuloso. Los pensamientos sobre Uffe eran imposibles de retener. Veía flashes de colores, destellos de luz y formas que giraban, nada más.

Cuando saltaron los primeros empastes empezó a emitir un quejido largo y monótono. Las fuerzas que le quedaban se agotaron en aquel quejido. Pero ella no se oía, el volumen del pitido de las toberas sobre su cabeza se lo impedía.

Entonces se detuvo de golpe la emisión de aire y el sonido desapareció. Por un momento Merete imaginó que había llegado su salvación. Oyó voces fuera. La estaban llamando, y su quejido remitió. Después la voz preguntó si era Merete. Todo su ser decía «Sí, estoy aquí». Puede que también lo dijera en voz alta. Después hablaron de Uffe, como si fuera un chico normal. Ella pronunció el nombre de su hermano, pero sonó muy raro. Después se oyó un estruendo, y la voz de Lasse volvió para truncar la esperanza. Merete respiraba lentamente, y notó que la tosca presa de sus dedos sobre las muñecas iba cediendo. No sabía si seguía sangrando. No sentía dolor ni alivio.

Entonces volvió a oírse el silbido del techo.

Cuando la tierra bajo sus pies se estremeció, todo se enfrió y calentó a la vez. Por un instante recordó a Dios e invocó mentalmente su nombre. Después un destello atravesó su cabeza.

Un destello de luz seguido de un estruendo enorme y más luz inundándolo todo.

Entonces se dejó llevar.

Загрузка...