Durante los días siguientes los mensajes fueron amontonándose. La secretaria de Merete trataba de ocultar la irritación que le provocaban y se mostraba amable. A veces se quedaba mirando a Merete cuando creía que no la observaba. Una única vez le preguntó si le apetecía jugar un partido de squash el fin de semana, pero Merete rechazó la invitación. No debía haber la menor camaradería entre ella y los empleados.
Entonces la secretaria volvió a su mutismo y reserva habituales.
El viernes Merete se llevó a casa los últimos mensajes que la secretaria había dejado sobre el escritorio, y tras leerlos varias veces los tiró a la papelera. Después cerró la bolsa y la vació fuera, en el contenedor de la basura. Había que terminar el trabajo.
Se sentía miserable y culpable.
La asistenta había dejado un gratinado encima de la mesa. Estaba templado aún cuando Uffe y ella terminaron sus carreras por la casa. Junto a la fuente del gratinado había una pequeña nota encima de un sobre.
Vaya, ahora va a despedirse, pensó Merete, y leyó la nota: «Ha venido un hombre a entregar este sobre. Debe de ser algo del ministerio».
Merete cogió el sobre y lo desgarró. Sólo ponía: «Buen viaje a Berlín».
Junto a ella estaba Uffe con el plato vacío, sonriendo expectante mientras las ventanas de su nariz vibraban por el delicioso aroma. Merete apretó los labios y le sirvió, mientras trataba de contener las lágrimas.
El viento del oeste había arreciado y levantaba olas cuyas crestas espumosas golpeaban los costados del transbordador hasta media altura. A Uffe le encantaba estar en cubierta contemplando cómo se formaba la estela y mirando las gaviotas suspendidas sobre ellos. Y a Merete le encantaba ver feliz a Uffe. Estaba contenta. Menos mal que a pesar de todo habían partido. Berlín era una ciudad maravillosa.
Algo más allá una pareja mayor los observaba, y tras ellos se sentaba una familia en una de las mesas cercanas a la chimenea, con termos y bocadillos que habían llevado de casa. Los niños ya habían terminado, y Merete les sonrió. El padre miró el reloj y dijo algo a su mujer. Después empezaron a recoger las cosas.
Merete recordaba ese tipo de excursiones con sus padres. Hacía mucho tiempo de aquello. Se dio la vuelta. La gente había empezado a bajar a la cubierta de automóviles. Pronto llegarían al puerto de Puttgarden, sólo quedaban diez minutos, pero no todo el mundo tenía prisa. Junto a la ventana panorámica de proa había al menos dos hombres con las bufandas bien subidas hasta la barbilla, mirando tranquilamente al mar. Uno de ellos parecía muy flaco y agotado. Merete calculó que habría un par de metros entre ellos, o sea que no estarían juntos.
Un impulso repentino le hizo sacar la carta del bolsillo y volver a leer aquellas cuatro palabras. Después volvió a meter la hoja en el sobre y lo suspendió en el aire, dejó que ondeara un rato al viento y lo soltó. El sobre dio un salto hacia arriba y después cayó en picado hacia un entrante bajo la cubierta. Por un momento pensó que tendrían que bajar a recogerlo, pero de repente volvió a aparecer danzando, planeó sobre las olas, dio un par de giros y desapareció en la espuma blanca. Uffe rió. No había perdido de vista el sobre en ningún momento. Entonces dio un chillido, se quitó la gorra de béisbol y la lanzó tras la carta.
– ¡No! -fue lo único que tuvo tiempo de gritar Merete antes de que la gorra se hundiera en el mar.
Era un regalo de Navidad y a Uffe le encantaba. Se arrepintió en el mismo instante en que desapareció. Era evidente que estaba pensando en lanzarse al agua para recuperarla.
– ¡No, Uffe! -gritó Merete-. No hay nada que hacer, ¡ha desaparecido!
Pero Uffe tenía ya un pie sobre una barra metálica de la borda y vociferaba apoyado en la balaustrada, con el centro de gravedad demasiado alto.
– ¡Déjalo, Uffe, no hay nada que hacer! -volvió a gritar Merete, pero Uffe era fuerte, mucho más fuerte que ella, y estaba a lo suyo. Su mente estaba en aquel momento en las olas, en una gorra de béisbol que le regalaron por navidades. Era una auténtica reliquia en su vida simple y descreída.
Entonces Merete arreó un buen sopapo a su hermano. Nunca lo había hecho, y enseguida retiró la mano, asustada. Uffe no entendía nada. Se olvidó de la gorra y se llevó la mano a la mejilla. Estaba conmocionado. Llevaba muchos años sin sentir un dolor así. No lo entendía. La miró y le devolvió el golpe. Le pegó como nunca antes.