Quince

Una calle. En la periferia. Calle de tráfico, contaminación, ropa tendida, caótica, de contenedores abollados, de pintadas sin amor, improvisadas. Sus calles. Mauro conduce una vieja motocicleta hecha polvo; lleva el casco puesto pero sin abrochar, y una cazadora Levi's gastadísima, sucia de tanto tiempo sin lavarse. Apaga el ciclomotor y lo aparca debajo de su casa, en una plazoleta de ladrillos agrietados por el sol, con una barandilla herrumbrosa por el paso de los días. Se ve una persiana bajada, una vieja tienda de comestibles que ha cerrado, abandonándolo todo, dejando tan sólo los melocotones pasados, que, a estas alturas, ya están aplastados en el suelo, tanto, que será difícil desincrustarlos de allí. Antiguos sabores de un fresco de vida ya pasada. Mauro llama a la puerta.

– ¿Quién es?

– Soy yo, mamá.

Un resorte. La puerta se abre y Mauro entra veloz. La puerta se cierra de nuevo a sus espaldas con aquel cristal amarillento aguantado por una maraña de hierro gastado y oxidado. En la esquina de abajo uno de los cristales está roto, un balonazo de más de un joven futbolista que nunca despuntó. Dos moscas juegan a perseguirse. Mauro sube la escalera de dos en dos sin que le falte el aliento. A sus veintidós años, tiene de sobra. Es lo demás lo que le falta. Demasiado. Todo.

– Hola, mamá. -Un beso veloz en aquella mejilla ligeramente húmeda en sudor doméstico.

– Espabila, que todos están a la mesa.

La madre resopla y, apresurada, vuelve a la cocina. Ya sabe que Mauro se dirige hacia la mesa sin haberlo hecho y se lo dice.

– Lávate esas manos, te las he visto, ¿sabes? Las llevas asquerosas.

Mauro entra en el baño, las mete a toda prisa bajo un chorro de agua fría para lavárselas. Pero en ocasiones el jabón no es suficiente para eliminar todos los restos de una jornada. Después se seca con un pequeño paño rosa desteñido y liso, con algunos agujeros y ya un poco ennegrecido. Ahora aún más. Sale, se sube los pantalones, se los ajusta, prácticamente puede bailar dentro. Después se sienta a la mesa.

– Hola, Eli.

– Hola, Mau. -Así lo llama su hermana pequeña. Tiene siete años y una cara alegre y divertida, llena de fantasía y de todo aquello de quien desconoce todavía tantas cosas, de quien no conoce las dificultades que le aguardan a la vuelta de la esquina de sus próximos años.

Mauro corta con el tenedor un trozo de tortilla y se lo mete en la boca.

– Espera a tu madre, ¿no? -Renato, el padre, le da un fuerte golpe en el hombro mientras Cario, su hermano mayor lo contempla impasible.

– Pero, papá, tengo hambre.

– Precisamente. Justo por eso esperas. Porque tienes hambre y porque le debes respeto a quien te da de comer. Tu hermano podría comer. Tú no. Tú esperas a que venga tu madre.

Annamaria llega desde la cocina cargada con una gran fuente. La deja en el centro, pero casi se le escapa de las manos y rebota en la mesa, haciendo un ruido considerable.

– Ya está… -Luego se sienta, se arregla los cabellos, echándoselos un poco hacia atrás, fatigada tras la enésima jornada hecha con las mismas cosas de siempre.

Renato se sirve el primero, después deja caer el cucharón en la sopera. Cario lo coge, toma un poco de pasta con frijoles y le sirve a Elisa, la pequeña, que de inmediato empuña con torpeza la cuchara como si se tratase de un pequeño puñal, y se lanza ávida sobre su plato, con un hambre canina.

– Mamá, ¿tú quieres?

– No, yo espero un poco. Pásasela a tu hermano.

Cario le alarga la fuente a Mauro, que de inmediato se sirve una buena cantidad. Después mira a su madre.

– ¿En serio no quieres, mamá? Mira que queda poco.

– No, de verdad. Acábatela tú.

Mauro rebaña bien el fondo y luego empieza a comer. Todos inclinados sobre la comida. Sin control. Sin límites. Tan sólo el ruido de los cubiertos que golpean el plato, y el de algunos coches que pasan a lo lejos, rompe el silencio. Y también están los olores. Olores procedentes de otras casas semejantes a la suya. Casas cantadas por Eros, esas casas situadas en el límite de una periferia, en aquella canción que a él lo llevó lejos para intentar olvidarlas. Casas descritas en las películas o en las novelas de quienes probablemente nunca han estado en ellas pero creen conocerlas. Casas hechas de sudor, de cuadros falsos, de láminas amarillentas, de calendarios caducados, con una afición que no caduca con el tiempo, el gol de un futbolista, una liga ganada, cualquier razón es buena para fingir alegría. Renato es el primero que acaba de comer y aparta su plato.

– Ahh… -Se siente mejor. Lleva en pie desde las seis. Se sirve agua.

– ¿Y bien? ¿Qué has hecho hoy?

Mauro levanta la cara del plato. No pensaba que fuese a meterse con él. Esperaba que al menos lo dejase acabar de comer.

– ¿Eh? ¿Se puede saber qué has hecho hoy?

Mauro se limpia con la servilleta que sigue doblada junto al plato.

– ¿Qué sé yo, papá? Cuando me he levantado he ido a dar una vuelta. Después he acompañado a Paola, que tenía que presentarse a una prueba…

– ¿Y luego?

– Luego… La he estado esperando hasta que ha acabado, la he acompañado a su casa, y después he venido para aquí. Lo has visto, ¿no? Hasta he llegado tarde… Ese ciclomotor va muy despacio y además había mucho tráfico.

Renato extiende el brazo.

– Claro, a ti qué te importa, ¿no? De todos modos aquí tienes asegurada la cena. Mientras tanto, nosotros nos partimos el lomo para que tú puedas pasar los días así…

Cario corta un trozo de tortilla y se lo pone en el plato.

– Míralo, míralo… -El padre lo señala-. Tu hermano no te dice nada porque te quiere. Y sin embargo tendría que darte de patadas en el culo. Él se levanta a las seis para ir a trabajar, para currar de fontanero. Él se va a arreglar cañerías para que, mientras tanto, tú te pasees en tu ciclomotor, para que acompañes a Paola…

Cario se come un trozo de tortilla y mira a Mauro a los ojos. Mauro cruza su mirada con la de él, después vuelve a limpiarse la boca y arroja la servilleta a la mesa.

– Está bien, me voy. Se me ha pasado el hambre.

Con la pierna aparta la silla de asiento de paja ya un poco gastada y rebelde, y se dirige deprisa hacia la puerta.

– Cómo no -prosigue el padre mientras lo señala-. Ya ha comido, qué más le da. Pero esta noche, Annamari, me harás el favor de echar el cerrojo. Este cabrón no vuelve a entrar.

Elisa lo mira marchar. Annamaria retira el plato ya vacío de delante de su hija.

– ¿Quieres un poco de tortilla, mi amor?

– No, no me apetece.

– Entonces te pelo una manzana.

– No, tampoco me apetece una manzana.

– Oye, no empieces también tú, ¿eh? Te comes la manzana y basta.

Elisa baja un poco la cabeza.

– Está bien.


Fuera de casa. Mauro quita la cadena al ciclomotor y la guarda en el compartimiento que hay bajo el asiento. Se marcha a toda velocidad sin ni siquiera ponerse el casco. Llega hasta el final de la calle, acelera en medio del campo. Luego, al alcanzar el desvío que conduce a la Casilina, se detiene. Calza la moto y se saca los cigarrillos del bolsillo. Enciende uno. Empieza a fumar, nervioso. A sus espaldas, entre los arcos de un viejo acueducto romano, una anodina puesta de sol comienza a ceder paso a las estrellas de la noche. Entonces se le ocurre una idea. Saca del bolsillo trasero de sus téjanos su Nokia comprado en eBay. Busca el nombre. La llama.

– Hola, Paola, ¿te molesto?

– No, no, acabo de cenar ahora mismo. ¿Qué sucede, qué te ha pasado? Te noto extraño. ¿Has discutido con tus padres?

– ¡Qué va! Tenía ganas de hablar un poco contigo. -Y le explica tonterías a propósito de lo que ha comido, de lo que ha hecho después de dejarla en su casa-. Ah, ¿cómo te ha ido en la prueba?

– Bueno, una amiga mía que está metida me ha dicho que tengo posibilidades.

– Ya te lo decía yo. Ya verás como te escogen a ti. Además aquello estaba lleno de adefesios. La mejor eras tú, te lo aseguro. Y no porque seas mi novia.

Y siguen conversando. Mauro recupera en seguida su buen humor. Paola, un poco más de esperanza de llegar a ser alguien.

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