Cincuenta y cuatro

A veces dos semanas pasan de prisa. A veces parece que no pasen nunca. Ésta es una de esas veces. Pero a Alessandro le resulta agradable llenar ese tiempo que ya no es libre, ni perdido, ni regalado. Ese tiempo «forzado» a la espera de un veredicto… japonés. Y cenas en los lugares más diversos. Y descubrir a Niki día tras día. El sabor de la muchacha de los jazmines, siempre tan diferente, dulce, amargo, a miel, a arándano… a chocolate. De matices hermosos como la más caprichosa de las puestas de sol. Unas veces niña. Otras adolescente. Otras mujer. Y de nuevo niña. Y sentirse culpable a veces. Y otras tan feliz que da miedo. Pero ¿miedo de qué? ¿De enamorarse demasiado? ¿De que se pueda acabar? ¿De que todo cambie, la edad, el trabajo, la vida que ha llevado hasta ahora tanto que no quepa ya en ella? Pero ¿por qué no con Elena? Sintonía total, mil cosas hechas juntos, las mismas experiencias, el mismo modo de vida. Sí. Éramos perfectos. Tan perfectos que incluso en el final lo fuimos: un fracaso perfecto. No. Ya falta poco para la respuesta de Japón y quiero disfrutarlo a fondo. Felicidad ligera. Sin pensamientos. Tal como viene, como sale. Sí, quiero estar en esta onda. Marea alta. ¿Cómo había interpretado esa canción Enrico? Ah, sí. «Tú existes en mí como la marea alta.» Es el miedo a la profundidad de lo que creas y no sabes gobernar. «El miedo inmenso a que no seas mía.» Qué grande eres Enrico. Tony Costa aún no ha dado señales de vida. ¿Cómo puede ser que esta investigación dure tanto tiempo? De todos modos, el precio ya está pactado, no es que vaya a ganar más por alargarla. Le he llamado hoy y me ha dicho que hablaremos a finales de mes. Espero que no haya problemas. De repente, la voz de Niki.

– Tesoro, ¿qué haces? ¿Sigues en la bañera? ¿Estás loco? Yo me tengo que ir al partido, ¿no te acuerdas de que hoy tenemos la final de voleibol?

– ¿Tenemos?

– Bueno, por decirlo de algún modo… ¡Mis amigas y yo! Pero te acuerdas, ¿no?

– Claro que sí.

– ¡No, no te acordabas!

– ¡Claro que sí! Me estoy poniendo guapo para ti… y para tus amigas.

Alessandro se levanta del agua de golpe. Y aun así, totalmente enjabonado y lleno de espuma, se le nota el deseo.

– ¡Idiota! -ríe Niki y le arroja una toalla-. Te doy un apretón ahí y mira cómo acaba la cosa.

– ¡Ay!

Niki lo mira. Ahora tiene una mirada maliciosa.

– Oye, ¿por qué no hablamos de ello después del partido?

– Ciertas cosas es mejor discutirlas de inmediato.

Intenta cogerla todo mojado. Niki se le escapa.

– ¡Alex! ¿Qué te pasa? ¡Tengo una final! Cuando te comportas así eres como un niño. Venga. ¡Me lié contigo porque me hiciste creer que eras un hombre!

– Rechazo totalmente mi rol paterno, el complejo de Edipo, la búsqueda del padre, etcétera, etcétera.

– Estás muy equivocado. Yo ya tengo padre y ni se me pasaría por la imaginación buscarlo en ti. Al contrario, más te vale que no sea él quien te busque. Yo me voy ya. Cojo el ciclomotor. ¡Espero que vengas!

Niki sale a toda prisa del cuarto de baño. Alessandro le grita desde lejos.

– Claro que iré, pero dime, ¿se trata de la final de cuál de los muchos deportes que practicas?

– ¡Idiota!

Alessandro abre la ducha. ¿Idiota? Sólo me faltaba eso… Y se dispone a acabar en seguida. Poco a poco, cuando se está junto, todo se convierte en normal. Y uno acaba por olvidarse de ese amor «que vuelve extraordinaria a la gente común». Rápido. A veces demasiado rápido. Y, sin embargo, Elena sigue estando presente. Y mientras se aclara, mientras el agua de la ducha se lleva el jabón, algo regresa. Directamente del pasado. Aquel día.

Por un momento, pensó desesperado en un robo. Entonces empezó a correr sin aliento por la casa. No, no se han llevado el ordenador. Ni el televisor. El lector de DVD está en su sitio. Sigue dando vueltas por todas las habitaciones. Armarios vacíos, perchas caídas, ropa tirada. ¿Cómo es que no se han llevado nada de valor? Miró en sus cajones. Y lo vio. Un sobre. Se lo acercó. «Para Alex.» Entonces abrió la carta y la leyó a toda prisa, sin poder creerse aquellas palabras, aquellas frases sin adjetivos, concisas, pobres, míseras. Sin un porqué, un cuándo, un dónde. Y la última línea.

«Respeta mis decisiones del mismo modo que yo he respetado siempre las tuyas. Elena.»

Entonces lo entendió. Eso era lo que le habían robado. El amor. Mi amor. Aquel que había ido edificando día tras día, con paciencia, con ganas, con esfuerzo. Y Elena es la ladrona. Lo cogió y se lo llevó consigo, saliendo por la puerta principal de una casa que habían construido juntos. Cuatro años de pequeños detalles, la elección de las cortinas, la disposición de las habitaciones, los cuadros colocados en un orden que seguía la luz del amanecer. Pufff. En un momento aquella diversión, aquellas pequeñas discusiones acerca de cómo organizar la casa desaparecieron. Adiós a todo. Me han robado el amor y ni siquiera puedo poner una denuncia. Entonces Alessandro salió en plena noche, sin valor para llamar a un amigo, a nadie; para ir a ver a sus padres, a sus personas queridas, a su madre, a su padre, a sus hermanas. A alguien a quien poderle decir «Elena me ha dejado». Nada. No pudo. Se fue a pasear perdido en aquella Roma de tantas películas y directores admirados, Rossellini, Visconti, Fellini. Sus historias en aquellas calles, en medio de aquellos escorzos. Y ahora Roma ha perdido color. Es en blanco y negro. Un spot triste, como uno de sus primeros trabajos. Acababa de entrar en la empresa. Se acuerda como si fuese ayer. Todo era en blanco y negro y al final aparecía el producto. Un pequeño yogur que volvía a dar color a toda la ciudad. ¿Y entonces? ¿Quién tendría que aparecer entonces en aquel último encuadre? Ella. Sólo ella. Piazza della Repubblica: Elena sentada en el borde de la fuente. Se vuelve. Primer plano de su sonrisa y toda la ciudad vuelve a tener color. Sobreimpresa en rojo brillante aparece una frase: «Amor mío, he vuelto.» Pero esta película no la dan en ningún cine. Y en aquella plaza no hay nadie, excepto dos extranjeros sentados en el borde de la fuente. Están mirando un plano de la ciudad. Le dan vueltas entre las manos sin encontrar lo que buscan. Quizá se han perdido. Pero se ríen. Porque ambos están todavía allí. A lo mejor ellos no se perderán. Alessandro sigue caminando. Lo más triste de todo es que mañana tengo una reunión importante con unos japoneses. En Capri. Me gustaría llamar a la oficina y decir «No voy, estoy enfermo. Paren el mundo, quiero bajarme». Pero no. Siempre ha cumplido con su deber. No puedo dejar de ir. Han creído en mí. No quiero decepcionar a nadie. Sólo que yo había creído en Elena. Y Elena me ha decepcionado. ¿Por qué? Yo creía en ella. Creía en ella. Así pues se subió al tren, buscó su asiento y esperó media hora a que el tren saliese. Luego se le sentó enfrente una mujer guapa, de unos cincuenta años. Llevaba una alianza en el dedo y se pasó todo el rato hablando por teléfono con su marido. Alessandro oyó aquella conversación sin querer. Dulce, sensual, divertida. También yo le había pedido a Elena que se casase conmigo. También nosotros hubiésemos podido pasar nuestros días separados, cada uno con su trabajo, pero unidos siempre, cercanos, y llamarnos de vez en cuando por teléfono para un saludo, un beso, una broma, como esta señora que está delante de mí hace con su marido. Nos hubiésemos dicho palabras de amor en cualquier momento, para siempre, riéndonos también nosotros, como hacen ellos. Pero no. Todo eso ya no es posible. Y Alessandro empieza a llorar. En silencio. Despacio. Y se pone unas gafas de sol, unas Ray-Ban oscuras que puedan esconder su dolor. Pero las lágrimas, cuando hacen su aparición, son como los niños en la playa. Antes o después se escapan. Entonces Alessandro se quita las gafas y las lágrimas brotan libres y todas juntas. Y sus mejillas se mojan y los labios le saben a sal. Un poco avergonzado, intenta secarse con el dorso de la mano. La señora se da cuenta y, al final, con ligero embarazo, cuelga el teléfono; luego se dirige a él, generosa y amable.

– ¿Qué pasa, le han dado una mala noticia? Lo siento…

– No… es que me han dejado. -Alessandro sólo consigue decírselo a ella, a una mujer desconocida-. Lo siento. -Se echa a reír sin dejar de secarse, sorbe por la nariz.

La señora sonríe, le da un pañuelo de papel.

– Gracias. -Alessandro se suena la nariz y sorbe de nuevo. Luego sonríe-. Es que al oírla hablar por teléfono con su marido, tan alegre, quizá después de mucho tiempo de estar juntos…

La señora lo interrumpe con dulzura.

– No era mi marido.

– Ah. -Alessandro le mira las manos, ve su alianza.

La señora se da cuenta.

– Sí. Era mi amante.

– Ah… disculpe.

– No. No pasa nada.

Permanecen en silencio todo el resto del viaje. Hasta Nápoles. Al llegar a la estación la señora se despide.

– Adiós, que le vaya bien. -Sonríe. Luego se baja.

Alessandro coge su equipaje y baja también del tren. Sigue a la mujer con la mirada y, al cabo de pocos pasos, ve que se abraza con un hombre. Él la besa en los labios y le coge la maleta. Caminan por el andén. Luego él se detiene, deja la maleta y la levanta por los aires hacia el cielo, estrechándola con fuerza. Alessandro se fija bien. Ese hombre lleva alianza. Debe de ser el marido. Claro que también podría ser que el amante estuviese casado. Pero a veces las cosas son más simples de como uno se las imagina. Siguen caminando hacia la parada de taxis. Ella se vuelve, lo ve, lo saluda desde lejos y vuelve a abrazar al marido. Alessandro le devuelve la sonrisa. Luego se dispone a esperar su taxi, tranquilo. Aprieta los dientes. Prosigue su viaje. El hidroala lo lleva hasta Capri, pero Alessandro ni siquiera ve el mar. Está azul, limpio, calmo. Aunque detrás de unas ventanillas sucias de sal y salpicaduras y, sobre todo, casi tan grises como su corazón. Después está en vía Camerelle, reunido con los japoneses. Inspira profundamente. Y de repente algo cambia. Y es como si aquel dolor se transformase. A través del traductor los divierte, los seduce, los tranquiliza, explica algunas anécdotas italianas. Se tapa la boca con la mano cuando se ríe. Se ha documentado acerca de esta costumbre. A ellos les parece de mala educación mostrar los dientes a los demás. Alessandro es preciso, pedante, preparado. Todo con «p», casi como perfecto. Una cosa es segura. En el trabajo no quiere decepcionar. Luego empieza a hablar de la idea para su producto. Se le ha ocurrido así sin más, pero cuando los japoneses la oyen se entusiasman, se vuelven locos, y al final acaban dándole grandes palmadas en la espalda. También el traductor está feliz, le dice que lo están llenando de cumplidos, que ha tenido una gran idea, genial. Y Alessandro da la estocada final cuando, tras despedirse, les ofrece su tarjeta de visita con ambas manos, tal como se hace en Japón. Y ellos sonríen. Conquistados. De modo que Alessandro ya puede volverse. Ha cumplido con su tarea, no ha decepcionado a nadie. Al contrario. Ha hecho más que eso. Ha dado una idea nueva, una idea que ha gustado. Simple. Una idea que ha hecho sonreír. Justo como esa vida que le gustaría tener.

Encuadre fijo de un paisaje. Un tren pasa veloz. Interior. Una mujer está sentada en su asiento, llora. Zoom hacia ella. La mujer sigue llorando. Quedamente, un buen rato, ante los ojos de los demás viajeros, que se miran entre sí sin saber qué hacer. El tren se detiene, los pasajeros bajan. Cada uno abraza a una persona. A todos los estaba esperando alguien. La única que no tiene a nadie que la espere es la mujer que estaba llorando. Pero de repente sonríe. Se acerca a un coche. El nuevo producto de los japoneses. Y se va en él. Ahora es una mujer feliz. Ha vuelto a encontrar el amor en aquel coche. «Un amor que no engaña. Un motor que no se apaga.»

A Leonardo, su director, le pareció también una idea fantástica.

– Eres un genio, Alessandro, un genio. Un volcán de creatividad. Un espot eficaz con una historia simple. Una mujer que llora en un tren. Precioso. Un poco Lelouch, La decisión de Sophie, no sabemos por qué llora, pero al final sabemos por qué ríe. Grande. Eres grande.

Y pensar que ellos querían que el protagonista del espot fuese un hombre… Un hombre. Pero tienes razón, no resultaría verosímil, ¿Dónde se ha visto a un hombre que llore? Y en un tren, además…

– Ya. Dónde se ha visto.

Alessandro sale de la ducha y se seca a toda prisa. Luego empieza a vestirse. ¿Sabes qué es lo malo de esta vida? Que ni siquiera se tiene tiempo para el dolor.

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