Setenta y siete

Un poco después. Por la tarde. Un sol alegre entra por la ventana del despacho. Alessandro está sentado en su sillón. Mañana iré solo a buscar las fotos. Enrico me ha dado el dinero. No se ve con fuerzas para venir conmigo. No quiere enfrentarse con la mirada del investigador privado. Ya. ¿Cómo lo habría mirado Tony Costa? ¿Habría sonreído? ¿Habría hecho como si nada? Él lo ha visto todo. Lo sabe todo. No alberga duda alguna. Y, por encima de todo, tiene las fotos.

– Alex, Leo quiere verte en su despacho. -La secretaria pasa corriendo junto a él cargada de carpetas.

– ¿Sabes qué quiere?

– A ti.

Alessandro se estira la chaqueta. Mira su reloj. 15.30. Bien, ha sido una comida de trabajo. Sí, vaya, trabajo, tenía que saldar una deuda. Y ahora he contraído otra con Niki por haber traído a sus amigas. Mejor no se lo recuerdo. El problema es que, como decía Benjamin Franklin, los acreedores tienen mejor memoria que los deudores.

Alessandro llama a la puerta.

– ¡Adelante!

– Con permiso.

La peor sorpresa que hubiese podido imaginar está cómodamente sentada en el sofá de su director. Tiene un café en la mano y sonríe.

– Hola, Alex.

– Hola, Marcello.

En un instante, Alessandro lo entiende todo. Los japoneses han respondido. Y no les ha gustado. Es como decir: Lugano.

– ¿Quieres también tú un café?

Alessandro sonríe, intentando aparentar tranquilidad.

– Sí, gracias. -No hay que perder jamás el control. Concentrarse en pensamientos positivos. No existen los fracasos, tan sólo oportunidades de aprender algo nuevo.

– Por favor, ¿me trae otro café? Y un poco de leche fría aparte -Leonardo sonríe y apaga el interfono-. Siéntate.

Alessandro lo hace. Está incómodo en ese sofá. Se ha acordado de la leche. Pero quizá se haya olvidado de golpe de todos mis éxitos anteriores. De lo contrario, ¿por qué iba a ponerme de nuevo frente a este copywriter irritante y falso?

Leonardo se apoltrona en su sillón.

– Bueno, os he llamado porque, desgraciadamente…

Alessandro gira ligeramente la cabeza.

– … la partida vuelve a estar abierta. Alex, tus espléndidas ideas no han sido aceptadas.

Marcello lo mira y sonríe, fingiendo sentirse apenado. Alessandro evita su mirada.

Llaman a la puerta.

– ¡Adelante!

Entra la secretaria con el café. Lo deja en la mesa y sale. Alessandro coge su vasito y le añade un poco de leche. Pero antes de bebérselo, mira con seguridad a Leonardo.

– ¿Puedo saber por qué?

– Por supuesto. -Leonardo se echa hacia atrás y se apoya en el respaldo-. Les ha parecido un óptimo trabajo. Pero, allí, ya otros han hecho productos de ese tipo, ligados a la fantasía. Ya sabes que Japón es la patria del manga y de las criaturas fantásticas alejadas de la realidad. Pero lo cierto es que, lamentablemente, esos productos no funcionaron. Han dicho que éste no es momento para sueños extremos. Es el momento de soñar con realismo.

Alessandro se termina su café y lo deja sobre la mesa.

– Soñar con realismo…

Leonardo se pone en pie y empieza a caminar por la habitación.

– Sí, necesitamos sueños. Pero sueños en los que podamos creer. Una chica subida en un columpio sujeto de las nubes o que hace surf entre las estrellas en la ola azul del cielo es un sueño increíble. No nos lo podemos creer. Rechazamos ese tipo de sueño. Y, en consecuencia, también el producto. -Leonardo se vuelve a sentar-. ¿Qué queréis?, son japoneses. Inventad un sueño para ellos que sean capaces de creerse -Leonardo se pone serio de repente-. Un mes. Tenéis un mes para hacerlo. De lo contrario, nos dejarán definitivamente fuera.

Marcello se levanta del sofá.

– Bien, en ese caso me parece que no hay tiempo que perder. Vuelvo con mi equipo.

Alessandro también se levanta.

Leonardo los acompaña hasta la puerta.

– Bien, buen trabajo, chicos. ¡Que soñéis bien… y mucho!

Marcello se detiene en la puerta.

– Como dijo Pascoli en sus Poemas conviviales, de 1904, «el Sueño es la sombra infinita de la Verdad».

Leonardo lo mira complacido. Alessandro busca entre sus libros mentales intentando encontrar algo impactante para hacerse notar también él. Rápido, Alex. Rápido, demonios. Pascoli, Pascoli, ¿qué dijo Pascoli? «El que reza es santo, pero más santo es el que obra.» ¿Y eso qué tiene que ver? «Lo nuevo no se inventa: se descubre.» Hummm, un poco mejor. Pero ¿cómo voy a citar su misma fuente? Necesitaría otra. No sé, Oscar Wilde suele funcionar. Pero en este momento sólo se me ocurre aquella suya que dice: «En ocasiones es preferible callarse y parecer estúpidos que abrir la boca y disipar cualquier duda al respecto.» No estoy diciendo nada. Y Leonardo me está mirando. Ya está. Ya lo tengo. Una elección extraña pero atrevida. O eso creo.

– Ejem, sabes que los grandes sueños nunca mueren en nosotros, del mismo modo que las nubes regresan tarde o temprano, dime que al menos tú llevarás un sueño en tus ojos.

Leonardo le sonríe.

– ¿De quién es? No conozco a ese poeta.

– Es de Laura Pausini.

Leonardo se lo piensa un momento. Luego sonríe y le da una palmada en la espalda.

– Bravo, muy bien. Un sueño nacional popular. Ojalá. Eso es lo que nos haría falta. -Y cierra la puerta dejándolos a solas.

Marcello lo mira.

– ¿Sabes?, es extraño. Ya casi me había hecho a la idea. Aunque hubiese perdido, digamos que me parecía que estaba más cercano a ti. No sé… Había entendido aquella frase de Fitzgerald: «Los vencedores pertenecen a los vencidos.»

– ¿De veras? Bueno, en lo que a mí respecta, te dejaría libre con mucho gusto.

Marcello sonríe.

– Tenemos tantas cosas en común, Alex, ya te lo dije. Y ahora nos toca volver a soñar juntos.

– No, juntos no, en contra. Y yo seré tu pesadilla. No te molestes en buscarla, es de Rambo.

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