Ciento doce

Más tarde, en el restaurante.

– Sí, tráiganos unos entremeses mixtos, fríos y calientes.

– ¿Desean algo crudo también?

– Sí, muy bien, y gambas si las hay. Y una ración de carpaccio de pez espada y lubina.

El camarero se aleja justo cuando llegan Elena y Alessandro.

– ¡Aquí estamos, hola a todos!

– ¿Qué, qué os contáis?

Elena se sienta de inmediato entre Susanna y Cristina.

– Bien, lo primero que tengo que deciros es que me he comprado la gabardina de verano de Scervino, que es un sueño.

Camilla la mira con curiosidad.

– ¿Y cuánto te ha costado?

– Una tontería. Mil doscientos euros. Parece mucho, pero me la ha regalado Alex. Lo han ascendido, podemos pasarnos un poco.

– En ese caso, me parece poquísimo. -Y todos se echan a reír, y siguen conversando de nuevos locales, de amigas engañadas, de un nuevo peluquero, de uno que ha cerrado, de una asistenta de Cabo Verde que va por la casa cantando, de otra, filipina esta vez, a la que siempre se le pegan las sábanas, así como de una peruana que, en cambio, cocina como los ángeles.

– Sí, pero las asistentas italianas son las mejores. Sólo que ya no se encuentran. Yo, por ejemplo, tenía mi tata… bueno, no tenéis idea de lo bien que cocinaba…

Y recuerdos lejanos. Y poco a poco, Alessandro los escucha, sigue ese camino. Y luego se pierde. Retrocede en el tiempo. No mucho. París. La ve correr por las calles, comer en algún pequeño restaurante de lengua francesa, un poco menos de confusión y una nota más. Ella. ¿Qué estará haciendo en ese instante? Alessandro mira la hora. Debe de estar estudiando. Tiene la Selectividad. Faltan pocos días. Y se la imagina en casa, en su habitación, la habitación que vio sólo de pasada cuando por un momento fue un agente de seguros. Alessandro ríe para sí. Pero Pietro se da cuenta.

– ¿Habéis visto? Alex está sonriendo. De manera que está de acuerdo conmigo.

Alessandro regresa de inmediato a la realidad. Ahora. Allí. Como abducido. Desgraciadamente.

– Claro, claro…

Elena interviene mirándolo estupefacta.

– ¿Cómo que claro? Pietro estaba diciendo que, de vez en cuando, está bien engañar a la pareja, porque eso mejora la relación sexual con ella.

– Y yo quería decir que claro, es bueno para quienes no tienen una buena relación, pero no me habéis dejado acabar.

Elena se tranquiliza.

– Ah, bueno.

Enrico se pone en pie.

– Vale, nos toca. Nos vamos a fumar.

Los demás hombres se levantan también y salen todos fuera. Pietro se acerca a Alessandro.

– Vaya, no hay manera, ¿eh? Tú siempre te sales con la tuya.

– Bueno, porque ahora me siento preparado. En cambio tú siempre estás con lo mismo, intentas justificar a toda costa el sexo extramatrimonial.

– ¿De qué hablas? No me refería a eso. A saber en qué estarías pensando de verdad.

Enrico interviene.

– Yo te diré en lo que estaba pensando: en la chica, en su joven amiga.

– Ah… La que no tiene necesidad de que la engañen. Ella y sus amigas te hacen picadillo, acaban contigo, de modo que físicamente resulta imposible que las engañes.

Alessandro se queda en silencio. Pietro vuelve a la carga, curioso.

– ¿Has vuelto a hablar con ella, la has vuelto a ver? En mi opinión, a ella no le importaría seguir viéndote aunque estés en esta situación en la que estás, con Elena. Hazme caso.

Alessandro lo empuja. Luego sonríe.

– ¿Quién? No sé de quién me estás hablando.

– Sí, sí, no sabes de quién estoy hablando. De la chica de los jazmines.

También Enrico le da un empujón a Pietro.

– ¡Venga ya, déjalo! Mira. -E indica con la mirada a la otra pareja de amigos que está un poco más allá. Conversan alegremente.

– ¿Quiénes, esos? No pueden oírnos… y aunque nos oyesen, no lo dirían jamás. No les conviene. Es posible que no os deis cuenta, pero… a cualquiera que tenga el tejado de vidrio, no le conviene tirar piedras al del vecino.

Enrico arroja su cigarrillo.

– Vale, yo vuelvo a entrar.

– Ok, nosotros también. ¿Qué hacéis, venís?

También los otros dos amigos que están un poco más allá tiran sus cigarrillos, y todos vuelven a entrar en el restaurante. Las mujeres al verlos regresar se levantan a su vez.

– ¡Cambio!

Poco después están todas fuera. Elena se acerca a la nueva pareja de amigas.

– ¿Conocíais este restaurante? ¿Habéis visto lo bien que se come?

– Uy, sí, la verdad. -Y empiezan a conversar entre ellas. Un poco más allá, Cristina se acerca a Susanna, y las mira-. Bueno, Elena me parece feliz y contenta, de manera que tengo razón: él no le ha contado absolutamente nada.

– O quizá sí y, aunque ella no esté bien, no lo demuestra.

Susanna niega con la cabeza.

– No sería capaz. Elena habla mucho, se comporta de esa manera, se hace la dura, pero en realidad es muy sensible.

– Lo siento, pero no habéis entendido nada. -Camilla se acerca y las mira como si fuesen unas ingenuas. Sonríe-. Elena y yo tenemos amigos comunes. Os aseguro que es la mejor actriz que yo me haya echado a la cara jamás. -Y mientras lo dice, mueve la cabeza y tira su cigarrillo al suelo-. Bueno, yo entro, no vaya a ser que ya hayan llegado los segundos.

Y después de los segundos llegan los postres. Y luego la fruta y el café, y una grappa y un licor. Todo parece recuperar el mismo paso de siempre. Tum. El mismo ritmo. Tum. Tum. Las mismas charlas. Tum. Tum. Tum. Y, de repente, todo aminora el paso. Y parece tremendamente inútil. Alessandro los mira, mira a su alrededor. Los ve a todos que hablan, gente que se ríe, camareros que se mueven. Tanto ruido pero ningún ruido verdadero. Silencio. Es como si flotase, como si le faltase algo. Todo. Y Alessandro se da cuenta. Ya no está. No está aquel motor, el verdadero, el que hace que todo avance hacia delante, el que te hace ver las gilipolleces de la gente, la estupidez, la maldad, y tantas otras cosas y muchas más pero en su justa medida. Ese motor que te da fuerza, rabia, determinación. Ese motor que te da un motivo para volver a casa, para buscar otro gran éxito, para trabajar, cansarte, esforzarte, para alcanzar la meta final. Ese motor que, después, decide hacerte descansar justo entre sus brazos. Fácil. Mágico. Perfecto. Ese motor amor.

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