Cincuenta y dos

Leonardo está en la sala de reuniones con otros directivos. Están mirando los dos dibujos del equipo de Alessandro: la chica del columpio y la chica del surf.

– No falla, Belli siempre es el mejor. Tiene talento, estilo, originalidad. -Leonardo extiende los brazos-. Puede que el hecho de haberlo puesto a competir contra ese joven, de haber sentido un poco de aliento en la nuca, lo haya llevado a trabajar aún mejor que de costumbre, ¿no?

– Una óptima estrategia…

Leonardo prosigue.

– Sólo os digo una cosa: ayer, antes de sacarse de la manga esos dibujos, se hallaba en plena full inmersión entre la gente. Anteayer se pasó el día en Fregene, en las barracas viejas, entre los jóvenes de ahora, sus tendencias, sus sabores, sus deseos. No creerse nunca inteligente ni mucho menos superior, en esto Alessandro es perfecto. Se nutre del pueblo, de las personas, camina en la sombra, a su lado. Es un vampiro de emociones y sentimientos, un Drácula de tentaciones. -Después Leonardo mira su reloj-. Me dijo que hoy por la mañana traería el eslogan. Que iba a trabajar toda la noche. Pensad que ha reclutado nuevas diseñadoras a propósito para lograr un lettering que nos sorprenda.

El presidente deja la taza de café.

– Y sobre todo, que sorprenda a los japoneses.

Leonardo sonríe.

– Sí, por supuesto.

Justo en ese momento suena el interfono. La voz de la secretaria dice:

– Disculpe, señor, ha llegado el señor Belli.

Leonardo aprieta una tecla.

– Hágalo pasar, por favor. -Después se pone en pie y va hacia la puerta. La abre, y luego, vuelto hacia los demás anuncia-: Señores, el príncipe de la periferia.

Alessandro entra tranquilo.

– Buenos días a todos.

Con la sonrisa de quien se la sabe muy larga pero no quiere presumir de ello. O, al menos, de quien sabe una cosa con absoluta certeza. No irá a Lugano.

– Aquí está el trabajo de esta noche. -Deja la carpeta blanca en la mesa, en el centro de la mesa. «El eslogan de Alex.» Por suerte, la aleta del tiburón no se ve. Niki le ha explicado que el tiburón es la firma de Olly, la dibujante, la famélica «escuala» devoradora de hombres antes de convertirse en «Ola». Pero ésa es otra historia. Alessandro abre lentamente la carpeta. Todos los directivos, uno tras otro, incluido el presidente, se levantan de sus sillones de piel. En ese momento, el eslogan de Alex resplandece con total nitidez en el centro de la mesa. Esas palabras que a Niki le hubiese gustado tanto que le dijesen la noche anterior. Lo que a muchas chicas les gustaría que les dijesen. Sobre todo si se sienten «LaLuna» para alguien. Leonardo coge el diseño. Sonríe. Después lo lee en voz alta.

– No pidas LaLuna… ¡Cógela!

De improviso, en la sala se hace un silencio casi religioso. Todos se miran. A todos les gustaría decirlo, pero siempre se tiene miedo a ser el primero en hablar. No se está seguro de hallarse en sintonía con la decisión última. La del presidente. En realidad, sólo él puede tomarse esa libertad. El presidente se pone en pie. Mira a Alessandro. Luego mira a Leonardo. Después mira de nuevo a Alessandro. Y sonríe. Y dice lo que a todos les hubiese gustado tanto decir.

– Es perfecto. Nuevo y sorprendente.

Y todos estallan en aplausos.

– ¡Bien!

Leonardo abraza por los hombros a Alessandro. Todos se levantan y van a felicitarlo. Uno le estrecha la mano, otro le da una palmadita en la espalda, otro sonríe o le guiña el ojo.

– Bravo, muy bien, de verdad.

Uno de los directivos más jóvenes coge el eslogan y los dos dibujos, se mete la carpeta bajo el brazo y se dirige a toda prisa hacia la puerta de la sala.

– Me voy rápidamente a montarlos sobre dos diseños, hacemos una prueba de impresión de cada uno y luego los enviamos a Japón.

– Sí, hazlo en seguida.

Alessandro acepta el café que alguien le ofrece.

– Gracias.

Cuando tienes éxito, los amigos te parecen muchos. En cambio, cuando fracasas, si te queda un amigo también es mucho. Leonardo se toma asimismo un café. El director se lo ha traído a ambos.

– Ahora sólo queda esperar dos semanas.

– ¿Cómo? ¿No se lo enviamos por Internet?

Leonardo le da una palmada.

– Siempre tienes ganas de tomarme el pelo, ¿eh?, príncipe de la periferia. Dos semanas es el tiempo que tardarán ellos, todo su equipo directivo reunido, en hacer a saber qué investigación de mercado, probablemente diferente a la que hiciste tú ayer para dar con esta solución tan brillante.

Alessandro sonríe.

– Ah, claro.

– De modo que sólo nos queda esperar.

Alessandro se acaba su café y se dirige hacia la salida. Todos lo despiden con una sonrisa sin dejar de felicitarlo de nuevo. Pero él tiene un único pensamiento. Irse a descansar. A celebrarlo. Sale al pasillo y casi da un brinco juntando los dos pies en el aire, con ese placer que produce poder expresar la felicidad que uno siente. Justo en ese momento se cruza con Marcello, su joven contrincante. Lo saluda con una sonrisa y le guiña el ojo. Luego se detiene. Indeciso y pensativo. Pero decide intentarlo. Y le tiende la mano.

– Hasta la próxima.

Alessandro se queda así, a la espera. ¿Qué hará? ¿Se la estrechará? ¿Se irá sin decir nada? ¿Hará como si fuese a darme la mano y me dará una bofetada?

Marcello tarda un buen rato. También él debe de estar haciendo un training autógeno. Mantenerse sereno y tranquilo, tranquilo y sereno. Lo consigue. Marcello sonríe. Luego le tiende la mano a Alessandro y se la estrecha.

– Claro, hasta la próxima.

Alessandro se despide y se aleja más tranquilo ahora. Y por encima de todo, definitivamente vencedor. Ésos son los verdaderos éxitos.

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