Diez

– Qué casa más bonita… -dice una de las rusas.

Alessandro la mira y sonríe. ¡Elena nunca me lo dijo! Apenas ha tenido tiempo de abrir la puerta, cuando Andrea se cuela dentro y empieza a dar vueltas por el salón.

– Sí, es bonita de verdad, en serio… Ah, espera, estas fotos de aquí las había visto ya. Sí, Elena las llevó a la oficina porque quería enmarcarlas. Están muy bien… Son las fotos de tus trabajos, ¿verdad?

– Sí. -Alessandro se aparta para que entren también Pietro y las tres muchachas rusas-. Bueno, éste es el salón, aquí está el baño de los invitados, allí la cocina. -Sigue caminando seguido por todos-. La habitación de huéspedes con otro baño, ¿ok? Por si hiciese falta…

Alessandro y Pietro se miran y sonríen.

– Sí -asiente Andrea-, por si hiciese falta.

– Vale, otra cosa importante: todo debe hacerse con el máximo silencio, porque son… -Alessandro mira el reloj- casi las dos de la mañana, y yo me voy a dormir… allí. -Y señala una gran habitación al fondo del pasillo que sale del salón.

– ¡Eh, no la recordaba ahí! -dice Pietro complacido.

– En realidad no estaba ahí. Pero Elena ha querido hacer obras.

– Pero ¿cómo? Justo ahora que… -Pero Pietro se acuerda de que también está allí Andrea.

– ¿Justo ahora? -pregunta éste.

– Quería decir que por qué justo ahora… ¡Normalmente las obras se hacen en verano, no en primavera!

– Es verdad, tienes razón… La verdad, Alessandro, es que tienes perfecto derecho a estar estresado.

– Pero si yo no estoy estresado.

– Sí, estás estresado, estás estresado. ¿Quieres una cereza?

– No, gracias, me voy a dormir.

– ¿Una ensaladilla rusa?

– Tampoco.

– ¿Ves como estás estresado?

– Sí, vale, buenas noches. No hagáis ruido y cerrad la puerta con cuidado cuando os vayáis, porque los vecinos se quejan si se cierra de golpe.

Pietro estira los brazos.

– Qué absurdo. Se les podría poner una demanda.

Alessandro se cierra con llave en su habitación, se desviste de prisa, se lava los dientes y se mete en la cama. Enciende el televisor y se pone a pasar canales en busca de algo que ver. Pero nada llama su atención. Se levanta. Abre el armario que era de Elena. Vacío. Abre uno de los cajones. Tan sólo unos saquitos de tela perfumados que hizo ella misma. Coge uno. Madreselva. Otro. Magnolia. Otro más. Ciclamino. Ninguno huele a ella. Se vuelve a acostar, apaga la tele, las luces y después cierra los ojos lentamente. En la oscuridad, antes de quedarse dormido, algunas imágenes confusas, recuerdos. Aquella vez que habían ido al cine y, después de haber pedido las entradas en la taquilla, se dio cuenta de que se había dejado la cartera en el coche. Al verlo rebuscar un rato en los bolsillos, apuradísimo, Elena puso el dinero en la ventanilla, mientras le decía a la cajera, que era rubia y muy guapa y además hacía como si no se diese cuenta de nada para no ponerlo a él en mayor apuro: «Discúlpele, lo hace por la paridad entre hombre y mujer, pero no lo admite y, para hacerme pagar, tiene que montar primero la escenita.» Y él había querido que se lo tragase la tierra. O cuando le cortó la respiración entrando en la habitación, esa misma habitación, vestida tan sólo con un ligero picardías transparente… Y después en el sofá… pum, pum, pum. Con ganas. Con pasión. Con rabia. Con deseo. Tum, tum, tum. Pero no hacía tanto ruido… Tum, tum, tum. Alessandro se despierta sobresaltado.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

– Soy Ilenia.

– ¿Qué Ilenia?

– Ilenia Burikova.

Pero quién eres, le gustaría responder a Alessandro, no te conozco de nada.

– Soy Ilenia. -Entonces se acuerda de las rusas que andan por la casa. Se levanta, abre la puerta de la habitación-. ¿Me oyes? Ese tipo está mal…

– ¿Quién?

– Uno que no me acuerdo cómo se llama. Mi amiga Irina está pidiendo socorro.

– ¿Socorro? ¿Quién está pidiendo socorro? Pero ¿qué dices?

Alessandro se pone una camiseta a toda prisa y sale corriendo por el pasillo. Aún no ha tenido tiempo de llegar al salón cuando ve que Irina está en la terraza, asomada y gritando como una loca.

– ¡Socorro, socorro! Hombre sentirse muy mal. ¡Rápido, llamad todos, hombre casi muerto!

Las luces del edificio de enfrente se encienden. Sale el vecino con su mujer.

– ¡Eh, tú! Para de gritar, basta de chillar. Ya hemos llamado a una ambulancia.

Alessandro sale a la terraza, coge a la rusa de la mano intentando hacerla entrar.

– Socorro, socorro, socorro, está mal… -Parece un disco rayado-. ¡Socorro!

– ¡Basta ya! ¿Por qué armas este jaleo? ¿Quién está mal?

– ¡En el baño!

Alessandro suelta a la rusa y corre hacia allí. Andrea Soldini está tirado en el suelo, abrazado al váter, respira con dificultad. Al ver a Alessandro esboza una sonrisa. Está bañado en sudor.

– Estoy mal, Alex, estoy mal…

– Ya se ve. Venga, relájate, que en seguida se te va a pasar…

– No, lo siento, lo que pasa es que sufro del corazón y me he metido una raya de cocaína…

– ¿Qué? ¡Mira que eres imbécil! Pietro, Pietro, ¿dónde estás, Pietro? – Alessandro ayuda a Andrea Soldini a levantarse. Después sale del baño sujetándolo por un brazo e intenta hacerle caminar. La puerta de la habitación de invitados se abre. Pietro sale jadeante poniéndose la camisa mientras la muchacha rusa se asoma a la puerta sonriendo y comiendo una cereza. Mejor que cualquier anuncio, piensa Alessandro ladeando la cabeza.

– ¿Qué pasa?

– Éste, que se ha metido una raya y ahora se siente mal… Y a mí me gustaría saber quién cojones ha traído coca a mi casa.

Andrea respira con dificultad.

– No es culpa de nadie, me dieron un poco en casa de Alessia.

– ¿En casa de Alessia?

– Sí, pero no pienso decir quién me la dio.

– Y a mí qué cojones me importa quién te la dio. Perdona, pero, para mí, eres tú quien la ha traído.

– La he tomado para quedar bien con las rusas.

Pietro lo coge por el otro sobaco y lo sostienen entre ambos mientras lo hacen caminar.

– Pues ya se ve lo bien que has quedado. Está blanco como el yeso. Deberías haberle dado cerezas.

Veruska sigue en la puerta.

– Pietro, ven a la habitación, quiero… ¿cuándo viene la macedonia de la que me hablabas?

– Eh, ya voy, ya voy, ¿no ves que aquí tenemos un buen batido?

Desde la terraza entran las otras dos rusas. Ahora parecen más tranquilas.

– Todo en orden. Llega la ambulancia. También está subiendo la policía…

Alessandro palidece.

– ¿Cómo que la policía? Pero ¿quién la ha llamado?

– Nosotras todo en regla. Nosotras legales con permiso de trabajo.

– ¿De qué permisos estás hablando? Aquí el problema es otro. -Se inclina sobre Andrea-. ¿Estás seguro de que no había más coca?

– No, bueno sí…, un poquitín de nada. En una bolsita debajo del váter.

– ¿Debajo del váter? ¡Pero tú estás loco! ¡Tenías que tirarla dentro! -Alessandro entra precipitadamente en el baño, encuentra la bolsita con un poco de polvo blanco dentro y la tira al váter justo en el momento en que llaman a la puerta.

– ¡Abran!

Alessandro tira de la cadena y corre a abrir la puerta.

– ¡Ya voy!

Ante él, dos camilleros con una camilla plegable y detrás dos policías. Los dos camilleros miran hacia el interior y ven a Pietro sosteniendo a Andrea. Entran de inmediato.

– Rápido, acuéstelo, desabróchele el cuello de la camisa. Fuera, fuera, debe respirar.

Uno de los dos da un repaso a las rusas, el otro, profesional, le llama al orden.

– Venga, coge el esfigmógrafo, vamos a tomarle la tensión.

– Buenas noches. ¿Qué está pasando aquí? -Los policías enseñan su placa y entran. Alessandro apenas tiene tiempo de leer. Pasquale Serra y Alfonso Carretti. Uno deambula por el salón controlando la situación. El otro se saca una libreta del bolsillo y anota algo.

Alessandro se le acerca en seguida.

– ¿Qué hace? ¿Qué está escribiendo?

– Nada, ¿por qué? Tomo notas. ¿Por qué, está preocupado?

– No, en absoluto, era sólo por saber.

– Somos nosotros los que tenemos que saber. Veamos, nos han llamado por, y leo, fiestecitas extrañas.

– Pero ¿qué fiestecitas extrañas? -Alessandro mira preocupado a Pietro-. Esto es una fiesta de lo más normal, qué digo una fiesta, ni siquiera; somos unos cuantos amigos que nos hemos reunido aquí para tomar tranquilamente una copa.

– Entiendo, entiendo -asiente el policía-. Con unas rusas… ¿correcto?

– Bueno, son unas chicas, unas modelos con las que acabamos de rodar un anuncio…

– Así que, por trabajo… -continúa el policía-, han tenido que venir también aquí. Digamos que para seguir trabajando, ¿correcto? Una especie de horas extraordinarias, ¿no?

– Disculpe, pero ¿qué quiere decir exactamente con «han tenido que»?

Pietro se da cuenta de que Alessandro se está alterando.

– Esto, ¿puede venir un momento? -Coge al policía y se lo lleva a la cocina-. ¿Quiere tomar algo?

– Gracias, estando de servicio, no.

– De acuerdo. -Pietro se le acerca con aire cómplice-. En parte ha sido culpa mía. Estábamos en una fiesta y resulta que yo congenié con una de las rusas…

– Entiendo, ¿y?

– Un momento, que se la presento… Veruska, ¿puedes venir un momento?

Veruska se acerca a ellos con una camiseta larga que le tapa todo menos sus piernas desnudas y larguísimas.

– Sí, dimi Pietro -se ríe.

– Dime, dime, se dice dime.

– Ah, ok, dime… -Vuelve a reír.

– Veruska, te quería presentar a nuestro policía…

Él se lleva la mano a la visera y la saluda:

– Encantado, Alfonso.

– ¿Has visto, Veruska, qué uniforme más bonito llevan?

La chica, coqueta, toca varios botones de la chaqueta.

– Sí, lleno de botoncitos pequeños… pequeños como cerezas.

– Muy bien. ¿Se da cuenta, Alfonso? Veruska encuentra en el uniforme los valores de la tierra, los orígenes más simples. En fin, estábamos conversando tranquilamente con estas amigas nuestras rusas… Nada más.

– Lo entiendo, lo entiendo… Pero si los vecinos nos llaman por alboroto nocturno y fiestecitas extrañas, usted comprenderá que…

– Lo comprendo. Su obligación es intervenir.

– Exacto.

Vuelven al salón. Andrea todavía está tumbado en la camilla, pero ha recuperado un poco el color. Las otras dos rusas y Alessandro están a su lado.

– ¿Qué tal vas, todo bien?

– Mejor… -contesta Andrea.

Uno de los dos camilleros se incorpora.

– Todo en orden. Tenía una arritmia y, como sufre del corazón, le hemos dado en seguida un tónico cardíaco.

Pietro atrapa la ocasión al vuelo.

– Sí, no debería tomar tanto café.

– Así es. Como mucho, uno por la mañana y, desde luego nada de café por la noche.

El policía vuelve a guardar la libreta.

– Todo en orden pues, podemos irnos. Intenten mantener la música baja. Me parece que tienen unos vecinos muy sensibles a cualquier tipo de ruido.

– Sí, no se preocupe. De todos formas ahora mismo se van todos a su casa. -Alessandro mira a Pietro-. La fiesta acaba aquí esta noche.

– Sí, sí, claro… -Pietro comprende que no hay posibilidad de réplica.

Los camilleros recogen su camilla y se dirigen hacia la salida, seguidos por los policías. De repente, el que todavía no ha abierto la boca, Serra, se detiene.

– Disculpe, ¿puedo pedirle un favor? ¿Podría usar el baño?

– No faltaba más.

Alessandro le indica educadamente el camino. Pero de repente se da cuenta de que la bolsita todavía debe de seguir flotando en el agua. Se le adelanta hacia el váter y pulsa para descargar de nuevo la cisterna. Sale de allí rápidamente, cerrando la puerta a sus espaldas.

– Disculpe, lo siento, pero me había olvidado por completo de que este baño tiene un problema en la cisterna. Por favor, venga por aquí… utilice el mío personal.

Lo acompaña y lo hace pasar. Después cierra la puerta y se queda allí, plantado como un poste, mientras sonríe de lejos al otro policía. Pero Alfonso Carretti, curioso y suspicaz, se acerca al primer baño. Alessandro palidece. Pietro es más rápido y, antes de que el policía pueda abrir la puerta, se interpone en su camino.

– Lo siento, pero lamentablemente la cisterna no funciona. El otro quedará libre en seguida. -Pietro sonríe-. Quería decirle, Alfonso, que han sido amables de verdad. Resulta difícil trazar el límite entre una visita y un registro. Que, justo por eso, requiere de una orden, pues de otro modo podría constituir abuso de poder por parte del oficial público, inquiriendo de ese modo en delito hipotético por la llamada ilicitud o antijuricidad especial… -Entonces Pietro sonríe-. ¿Quiere una cereza? -ofrece.

– No me gustan las cerezas.

Pietro le mantiene la mirada. No tiene miedo. O al menos no lo deja ver. Desde siempre, ésa ha sido su fuerza. Tranquilo, sereno, habituado a fingir incluso en las causas más complicadas. Alessandro regresa al salón con el segundo policía.

– Gracias, has sido muy amable.

Alfonso alza las cejas y mira por última vez a Pietro y después a Alessandro.

– No nos hagan volver de nuevo. La próxima vez, si tenemos que hacerlo, lo haremos con una orden… -Y se van cerrando la puerta con brusquedad.

Alessandro sale a la terraza. Su vecino ha apagado las luces y ha vuelto a la cama con la mujer. También Alessandro apaga las luces de su terraza y mira abajo, hacia la calle. Poco después ve salir a los camilleros y a los policías. Ve marcharse la ambulancia con la sirena apagada y a la patrulla derrapando. Alessandro entra en casa y cierra la puerta corredera.

– Muy bien. Bravo. Si queríais hacerme pasar una noche de terror, lo habéis conseguido.

– Podría ser una idea para un nuevo anuncio.

– Pietro, no tiene gracia y no estoy para bromas. Venga, son las tres y media. Fuera de aquí. Tengo que dormir. Mañana a las ocho y media tengo una reunión importante y no sé de qué va. Y llevaos a vuestras amigas rusas, haced lo que queráis…

– Venga, no exageres. Nos estás haciendo sentir culpables…

– Eh -interviene una de las rusas-, entre nosotros, huésped siempre es sagrado.

– Vale, muy bien. Cuando vayamos a rodar un anuncio a Rusia, seguramente todo irá mejor, pero ahora estamos aquí. Vosotras no tenéis ninguna culpa… Pero de veras, tengo que dormir… Por favor.

Andrea se acerca a Alessandro.

– Perdona si he armado este jaleo, era sólo para impresionarlas.

– No te preocupes, me alegro de que estés mejor.

– Gracias, Alex, gracias de verdad.

Y así, el extraño grupo se va de su casa. Alessandro cierra finalmente la puerta y da dos vueltas de llave para asegurarse de que, al menos por esa noche, no suceda nada más. Que el mundo quede fuera. Antes de entrar en la habitación, pasa por el baño, el que supuestamente tiene la cisterna rota. La bolsita ha desaparecido. Después mira mejor. Detrás del lavamanos hay un papel enrollado. Cien euros. Se inclina, lo recoge y lo estira. Todavía tiene restos de polvo blanco. Abre el grifo y lo mete bajo el chorro. Lo lava bien. Ya está. Cualquier prueba ha desaparecido definitivamente. Después lo pone a secar en el borde y se va a su habitación. Apaga la luz, se quita la camiseta, se mete bajo las sábanas y se acuesta. Estira los brazos y las piernas intentando recuperar de nuevo la tranquilidad.

Qué noche… A saber dónde estará Elena en este momento. De todos modos, entiendo que Andrea Soldini ya no esté en su oficina. Lo habrán echado. Una cosa es segura. No sé si alguna vez impresionará a nadie a primera vista, pero, desde luego, lo que soy yo, nunca lo olvidaré. Y con este último pensamiento, Alessandro se queda dormido.

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