Treinta y siete

Habitación añil. Ella.

«Ninguna de las mujeres a las que había oído hablar tenía una voz como aquélla. El más mínimo sonido que pronunciaba hacía crecer su amor, cada palabra lo hacía temblar. Era una voz dulce, musical, el rico e indefinido fruto de la cultura y de la amabilidad. Al escucharla, sentía resonar en sus oídos los gritos estridentes de las mujeres indígenas, de las prostitutas y, no tan dura, la cantinela débil de las trabajadoras y de las muchachas de su ambiente.»

La luz de la lámpara de vidrio opaco de Ikea le confiere al monitor un tono amarillo cálido y envolvente. La ventana de la habitación está abierta y una brisa ligera mueve las cortinas. La muchacha está leyendo soñadora esas palabras que saben a amor. Cada día la hacen sentir más diferente. Qué suerte, piensa, haber pasado por allí aquella noche. Claro que es un poco raro: en el lugar donde se tira la basura, voy yo y me encuentro a este Stefano y sus palabras. A saber cómo será. A saber a quién se lo dedica. ¿Quién es esa mujer que tiene una voz tan hermosa? ¿Su novia? ¿La Carlotta de los mails? A saber si le estará escribiendo en este momento. A saber la cara que tendrá. Puede que sea alto y de pelo oscuro. Quizá tenga los ojos verdes. Me gustaría que tuviese los ojos verdes. Me recuerdan una carrera en un prado. La muchacha sigue leyendo.

«Nunca me he echado atrás. ¿Sabes que he olvidado lo que significa dormirse con el corazón en paz? Hace millones de años me quedaba dormido cuando quería y me despertaba cuando había reposado suficiente. Ahora doy un salto al oír el despertador… Me pregunto porqué lo he hecho y me respondo: por ti… Hace mucho tiempo quería hacerme famoso, pero ahora la gloria ya no me importa. Lo único que quiero eres tú. Te deseo más que la comida, que la ropa, que la celebridad. Sueño con apoyar mi cabeza en tu pecho y dormir un millón de años… Ella se sentía irremediablemente atraída hacia él. Aquel flujo mágico que siempre había emanado de él fluía ahora de su voz apasionada, de sus ojos vivaces y del vigor que hervía en su interior… Tú me amas. Me amas porque soy muy diferente a los otros hombres que has conocido y a los que hubieses podido amar.»

Leer sobre el amor, acerca de un amor tan grande, la conmueve. Y, de repente, siente no poder experimentar esas cosas, no sentirse así cuando piensa en él. Cierra el ordenador. Pero otra lágrima desciende desdeñosa y le moja la rodilla. Y ella se echa a reír y sorbe por la nariz. Luego se detiene. Se queda en silencio. Y después se enfada. Sabe perfectamente que no puede hacer nada contra todo aquello…

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