Cincuenta y nueve

Se ha comprado una bonita cazadora, nueva, de tela tejana azul claro, una Fake London Genius. Había oído hablar tanto de ella… En el pelo lleva ese gel azul que llevan casi todos en Giardinetti. Un poco de gomina nunca está de más. Lo canta incluso ese rapero, ¿cómo se llama?, uno no muy famoso. Fabio algo. A lo mejor algún día se acuerda. A saber… Mauro mira su reflejo en un escaparate. ¿Parece un macarra de periferia? Bah… También me he puesto el pendiente grande, el del brillante. Lo llevo sólo cuando voy al fútbol, cuando juega el «mágico» Roma. En mi casa no les gusta. Mi madre se pone de los nervios. Y mi padre, la única vez que me lo vio se echó a reír como un loco, estaba comiendo y casi se ahoga. Mi hermano Cario tuvo que darle un montón de palmadas en la espalda. A mi hermana pequeña Elisa le faltó poco para echarse a llorar. «Pedazo de maricón», me dijo mi padre cuando se hubo recuperado. Tomó un sorbo de agua y salió, dándome un buen golpe con el hombro, como hace cada vez que se pilla un cabreo. Cabreo. Se cabrea conmigo. Sólo conmigo. Lo noto en su manera de mirarme siempre. Cuando salgo por la mañana. Cuando vuelvo. Cuando como. Una vez me desperté y me lo encontré junto a la cama, sentado en el sofá donde acostumbra a dormir Elisa. Me estaba mirando. Mi hermana estaba en la escuela. Y también Cario estaba ya en su trabajo. Mamá había ido a hacer la compra. En cambio, él estaba allí. Mirándome fijamente. Cuando abrí los ojos y lo vi, por un momento pensé que se trataba de un sueño. Luego me di cuenta de que no y lo saludé. «Hola, papá». Le sonreí incluso. Y eso que no es fácil hacerlo apenas levantado. Entonces él se levantó. Se pasó la mano por la mejilla áspera y la barba sin afeitar. Se fue sin decir una palabra. Nada. No me dijo nada. Pienso a menudo en aquella mañana. A saber cuánto tiempo llevaba allí observándome.

Mauro sigue mirándose en la luna del escaparate, se arregla bien la camisa, se peina lo poco que puede el cabello engominado. Vuelve la cara hacia el otro lado. ¿Un poco de barba descuidada será de macarra? Bah. Vaya usted a saber. A esos no los entiende ni Dios. Por si las moscas, me la he dejado crecer a su aire. Sonríe ante sus pensamientos. Luego se coloca bien el paquete. Hace un gesto a lo John Travolta. Ojalá me diese suerte. Porque para hortera macarra, él… Me refiero a John. Un hortera internacional. Además, también lo tengo a él. Se palpa con la mano el bolsillo interno de la cazadora. El osito Totti está allí. Con una sonrisa y un suspiro de confianza, Mauro empuja la puerta y entra en el edificio.

– Derecha, izquierda, así, divididos en grupos. Los morenos por aquí, los rubios por allí. -Una mujer joven está clasificando de manera rápida y decidida a los chicos que van llegando-. Va, por favor, tened preparada una foto con vuestro número de teléfono, edad, zona en la que vivís y altura escrito detrás.

Un chico levanta la mano.

– Sí, dime, ¿qué ocurre?

– No, que antes usted ha dicho que los rubios a un lado y los morenos a otro, ¿no? ¿Y yo que soy castaño?

La chica resopla y alza los ojos al cielo.

– Muy bien, veamos. Los castaños y similares, incluidos a los pelirrojos, van con los rubios, ¿ok? Otra cosa más. Si por casualidad lograseis evitar hacer preguntas de este tipo, os quedaría muy agradecida.

Dos macarras de pelo oscuro, que se han quedado en la sala, se miran y se ríen.

– Eh, una última pregunta. ¿No tendrás un boli?

– Y para mí otro.

La chica coge algunos bolígrafos, los deja sobre la mesa y se aleja. Los dos tipos la miran.

– Vaya, no nos ha dicho cómo nos lo iba a agradecer, ¿no?

– No, pero te digo yo que a ésa le hace falta un buen polvo. ¡¿Qué apostamos a que si te la tiras te quedará eternamente agradecida?!

– Ya, y luego no hay quien se la saque de encima.

– ¡Ya te digo! -Y chocan los cinco ruidosamente, satisfechos con su broma. Algunos chicos se sientan en el borde de un sofá. Uno está apoyado en la pared. Dos macarras empiezan a escribir sus datos detrás de las fotos. Mauro escribe a toda velocidad. Él ya lo había hecho. O mejor dicho, sabía que se hacía así. Se lo había visto hacer a Paola. Mil veces. Lo que no sabía es que las fotos fuesen tan caras. Doscientos euros por media hora de sesión. Mauro es el primero en entregar su foto. Luego se da un golpecito en el bolsillo y le habla en voz baja al osito Totti para que le dé suerte.

– Eh… Esperemos que haya sido una buena inversión…

La chica recoge algunos folios dispersos por la mesa junto con las fotos que le da su ayudante, quien las ha metido en una carpeta. Luego, antes de pasar a una sala más grande, se vuelve.

– Esperad aquí.

– Cómo no… -suelta uno de los macarras-. ¿Cuándo nos podremos dar el piro? Ahora que ya hemos hecho los escritos, no vemos la hora de hacer los orales…

La chica sacude la cabeza y entra en otra sala.

Mauro los cuenta. Serán una decena. Pocos. Pensaba que iban a ser más. Además, lo que importa es que estoy aquí. Uno de cada diez lo consigue. ¿No decía eso la canción? Bah. Le entran ganas de reír. Se siente seguro. Qué pasa, yo soy mejor que todos estos. Los mira uno por uno. A ver ése. El pelo largo ya no se lleva. Y mira este otro. Pero ¿adonde vas pardillo? Con los pelos de punta. ¿Qué pasa, te han dado un susto? Mauro estudia el look de todos. Uno ha ido incluso con chaqueta y corbata. Un hortera de manual. Se les nota tanto que quieren fingir lo que no son, que dan pena. Un hortera tiene que serlo hasta las últimas consecuencias. Si se pone chaqueta, por lo menos debe llevar una camiseta bien ajustada debajo. Poca broma con eso. Mauro se abre la cazadora y se toca la suya, blanca, de tela medio plastificada, perfecta. Bien pegada al cuerpo. Que se le marque la «tableta de chocolate». Así tiene que ser un hombre, sin más pamplinas. Se tiene que ver a la legua. La chica vuelve a salir.

– Bien… Giorgi, Maretti, Bovi y todos los demás rubios ya se pueden ir. De todos modos, nos quedamos con las fotos por si saliese otro tipo de trabajo. Gracias por venir.

Los rubios, los castaños y los pelirrojos salen de la sala mascullando. Alguno se va a toda prisa con una carpeta bajo el brazo. A lo mejor tiene otra prueba. Quedan tan sólo Mauro y el tipo con chaqueta y corbata. Mauro lo mira. Quién lo iba a decir, piensa. Mauro se sienta apocado en el brazo del sillón. La persiana veneciana del despacho del mánager se sube. Por detrás de un cristal transparente aparece una mujer hermosa. Es rubia, tiene una cara serena, los cabellos semirrecogidos. Debe de tener unos treinta años. Es guapa, piensa Mauro, no está nada mal. Debe de ser la jefa. Mauro se aparta un poco del sillón intentando leer el nombre de la tarjeta que hay en la puerta. Elena y algo más. Bonito nombre. La mujer le dice algo a su ayudante, que hace un gesto afirmativo. Después ésta vuelve a la sala y la puerta se cierra a sus espaldas.

– Bien, dice que si os podéis poner de pie aquí, en el centro de la sala.

Mauro y el tipo con chaqueta y corbata hacen lo que les dice.

– Aquí, sobre esta alfombra roja, gracias.

Tan sólo ahora Mauro se percata de que el tipo con chaqueta y corbata tiene el pelo muy oscuro, largo, aceitoso, recogido con una goma. Parece casi un peinado japonés. Sus cejas son muy espesas. Ahora están el uno al lado del otro. El tipo es un poco más alto que él. Tiene los hombros más anchos. Tiene las piernas ligeramente abiertas y balancea las caderas hacia el cristal. Mastica un chicle y sonríe a la mujer que está al otro lado. La mujer sonríe también y se sienta a su escritorio. El tipo se vuelve hacia Mauro y le sonríe a él también. Peor aun. Le guiña un ojo. Seguro. Demasiado seguro. Desde la otra sala, Elena hace un gesto con la mano a su ayudante, indicándole que vuelva a entrar. Mauro vuelve a sentarse en el borde del sofá y mira a través del cristal. Ve que Elena ha cogido su foto. Bien. Mi foto… La mujer le da un golpe encima con la mano. Parece convencida. Entonces su ayudante le dice algo. Elena vuelve a mirar las dos fotos. Parece indecisa. A continuación vuelve a mirar a través del cristal. Mauro se da cuenta y aparta rápidamente la vista. Mira hacia el otro lado. El otro tipo está sentado cómodamente en el sillón, con una pierna apoyada en el brazo del mismo, columpiándola, mostrando bajo sus pantalones tejanos una botas con remaches brillantes a los lados. Mauro se vuelve de nuevo hacia la sala. Ve que Elena rompe una foto. La ve caer en la papelera que hay debajo de la mesa, al lado de esas hermosas piernas. Y con esos trozos de papel se va su sueño. La foto rota era la suya. La ayudante sale del despacho de Elena.

– Bien, lo siento, pero hemos decidido que…

El tipo con chaqueta y corbata está sentado en el sofá, un poco más compuesto, si bien sigue teniendo las piernas estiradas.

– ¿Adonde ha ido el otro chico?

El macarra de la coleta sonríe.

– ¡Bah, se ha ido!

– No hay remedio, ya no queda educación. -La ayudante se encoge de hombros-. De todos modos, te hemos elegido a ti. Ven, vamos a hacer una prueba para tomarte medidas.

El hortera se levanta y se ajusta los pantalones como un patán. Luego sonríe a las mujeres.

– ¿Medidas de qué, chati?

La ayudante se vuelve, se detiene con una mano apoyada en la cadera y lo mira fijamente, seria, con la cabeza inclinada hacia un lado.

– Las medidas para la ropa.

Él sonríe y mueve arriba y abajo la cabeza.

– Ah, vale, me imaginaba otra cosa… -Y la sigue feliz, sea cual sea el papel que le toque.

Загрузка...