Ochenta y ocho

La puerta del coche se abre de repente. Ella se deja caer dentro. Él la mira.

– Creía que no vendrías.

– Soy curiosa, ya lo sabes.

– Sí, pero esta mañana en el instituto no me has dicho que sí.

– Qué más da, las demás estaban en la esquina, no quería que me oyesen.

– Has hecho bien. Venga, vamos.

Salen y de inmediato se hallan sumidos en el flujo del tráfico nocturno. Del lector sale una selección de Mp3.

– De lo mejor que hay ahora mismo, niña. Bow Wow, Chris Brown, Jim Jones, Fat Joe…

– Todo hip hop.

– Pues claro. Y eso que todavía no has escuchado los históricos, Sangue Misto, Otierre y Colle der Fomento.

Ella escucha y habla. Pero habla demasiado, como cuando uno se siente incómodo. Y cree que a lo mejor se equivoca. Pero siente curiosidad, demasiada curiosidad. Desde hace meses. Él es un tipo fuerte, y guapo. Y por si fuera poco ahora está libre. Joder, no hago nada malo. Está libre. Y además, sólo voy a dar una vuelta. Una vuelta, eso es todo. El auto avanza veloz a derecha e izquierda, adelantando como puede. Semáforos, desvíos, stop.

– Ya hemos llegado.

– ¿Bajamos ya?

– Pues claro. ¿A qué hemos venido si no? Así te dejaré oír…

Se bajan del coche y se meten en un portal. El ascensor baja al -l. Recorren un largo pasillo oscuro, al que dan las puertas de hierro de muchos garajes en fila. Él se detiene en el penúltimo.

– Es aquí.

Mete la llave en la cerradura y tira de la manija. La puerta sube. Una luz se enciende automáticamente. El garaje es muy grande, cabrían dos coches, pero no hay ninguno. Ha sido reformado por completo para convertirlo en una sala de ensayos. Hay de todo. Instrumentos, mesas de mezclas, amplificadores, tres micrófonos.

– Todo está insonorizado. Desde fuera y desde arriba no se oye nada. Ni siquiera las vibraciones. En lugar de poner goma de plomo, que mejora muy poco los decibelios, me hice construir paredes fonoaislantes y fonoabsorbentes a fin de obtener un campo sonoro más amplio, luego puse alfombras por el suelo. Hasta tengo bass trap. Aquí empecé, aquí es donde me divierto. Y donde nadie me toca los cojones.

– Cuánta tecnología. ¡Qué fuerte, es una pasada! ¿Puedo probar el micrófono?

– No, primero tienes que probarme a mí. -Y la coge por detrás, dándole la vuelta. Luego le da un largo beso en los labios.

Y ella piensa que a lo mejor no está bien, que no debería estar allí, que ha hecho mal en subirse a aquel coche, que podía haber resistido la tentación sin darle la razón por una vez en la vida a Oscar Wilde. Pero las manos de él la confunden, le producen escalofríos, la buscan y la encuentran. Y las bocas se persiguen cada vez más, la respiración se vuelve ansiosa y el ritmo crece, como una canción acabada de componer que tenías hace tiempo en la cabeza pero que no tenías el coraje de tocar.

– Eres fantástica…

– Chissst. No hables.

Y siguen, se conceden un bis, como artistas de la escena que no se hacen de rogar, que no se resisten. Pero una nota desafinada resuena dentro de ella, una sensación de culpa que ninguna pared podrá absorber, ni ningún auricular podrá aislar. Olly lo piensa un instante. Sólo un instante. Después se abandona como una ola rebelde que se deja llevar por la corriente. Y cierra los ojos. Y prefiere no pensar en ello. Porque, en ocasiones, la curiosidad no mata al gato, sino sólo la conciencia.


«… Y quisiera una magia que se encendiera por la mañana y no se apagase por la noche. Alguien a quien mirar y a quien decir las cosas que aquí escribo.» Stop. Diletta relee el nuevo texto que quiere colgar en su blog. Todas las noches lo actualiza. Un pensamiento. Una foto de las Olas juntas. La letra de alguna canción. Una cita de una película. Un pasaje de un libro que merece ser recordado por siempre. Y sobre todo palabras para regalar. Ya está. Actualizado. Palabras enjauladas en la red, listas para ser leídas, a lo mejor capturadas por los ojos oportunos, los que Diletta lleva esperando desde siempre. Quién sabe. Diletta apaga el portátil y se tira en la cama. El tal Filippo es curioso. Siempre está plantado junto a la máquina de las golosinas. Y eso que no está nada mal. Tiene buen físico. Yo creo que practica deporte. De repente, el sonido de un mensaje que acaba de entrar. Diletta se vuelve y coge su móvil de la mesita de noche. «¿Nos vemos a medianoche en el Alaska? ¡Reunión de Olas! ¡Muévete! ¡Y levántate de esa cama, al menos hasta que sepas usarla como se debe! Olly.» Es la de siempre. Diletta se levanta. Y decide ir a dar una vuelta. Busca por la habitación las zapatillas de gimnasia. Se las pone y sale tal cual, sin rastro de maquillaje, como de costumbre; con su larga cabellera suelta al viento y que en breve volará rebelde entre el tráfico de Roma. Esa noche le aguardan muchas sorpresas.


Poco después, Diletta pasa por piazza del Popolo, enfila hacia la Porta y llega al piazzale Flaminio. Luego se detiene frente a la entrada de Villa Borghese. Iluminada también de noche. Qué extraño. Y, como si fuese de día, el habitual ir y venir de personas que entran o salen después de hacer jogging, a la espera quizá de una pizza que dará al traste con los esfuerzos acabados de hacer. Dos chicas se ríen, mientras corren a toda velocidad con sus patines en línea, al tiempo que un chiquillo hace piruetas con su monopatín, subiendo y bajando de la acera. Diletta está a punto de irse cuando lo ve. Por un momento no lo había reconocido. Pero, a medida que se le acerca, distingue mejor sus rasgos. Se siente de repente feliz, sin motivo aparente.

– ¡Hola, cara de cereal! -le grita desde dentro del minicoche.

Filippo se vuelve y se detiene, apoyando ambas manos sobre las rodillas, ligeramente dobladas. Respira profundamente, pero no parece estar jadeante. Diletta se acerca.

– Pero ¿quién eres?

– ¿Cómo que quién soy? -Y Diletta baja aún más la ventanilla. Filippo se ruboriza ligeramente, el rubor que la carrera todavía no había logrado poner en sus mejillas.

– ¡Diletta!

– En persona y sin cereales. ¿Qué haces? Qué pregunta más tonta. Estás corriendo.

– Sí, bueno. Vengo aquí ahora que abren también de noche. Me gusta. Es que, ¿sabes?, juego a baloncesto y así me entreno.

– ¡Venga ya! ¡Yo juego a voleibol! ¡De modo que los dos tenemos algo que ver con las pelotas! -Y se ríe divertida, mientras se arregla el pelo con las manos.

– ¡Sí! Pero ¡hay que tener cuidado con no volverse pelotas! -Y se echan a reír a la vez. Y dan un paso más. Aunque no sean conscientes de ello.

– Oye, ya que tú también haces deporte, ¿te gustaría correr conmigo este domingo? Podríamos venir por la mañana; entonces se está bien, hace más fresquito -se atreve él, haciendo esfuerzos por mantener el tono lo más neutro posible, sin saber si lo ha conseguido o no.

Diletta lo mira y hace una ligera mueca.

– Pues no sé, no creo.

Filippo pierde de golpe su autocontrol y su voz delata su desilusión.

– ¿Preferirías que fuese por la tarde? Por mí está bien. Lo decía sólo por decir.

– No, decía que no creo que se esté tan fresco. ¿No te has dado cuenta del calor que está haciendo estos días? Tendríamos que venir a la hora que vienes tú, o mejor más tarde… a las cinco de la mañana. Pero mis padres no se lo iban a tragar.

El rubor asoma traidor a las mejillas de él y ahora también las orejas se le enrojecen.

– Sí, resultaría difícil de creer. Mejor a las siete de la tarde.

Diletta arranca de nuevo.

– Entonces, hasta el domingo. ¿Quedamos aquí?

Diletta da gas y una pequeña sacudida hacia delante. Luego se vuelve y lo mira.

– ¡Ok! ¡Trae una barrita de cereales para después! -Y se va a toda prisa.

Filippo la mira mientras se aleja. Como en el instituto. Y el rubor lo va abandonando poco a poco. El domingo. Ella y yo. Aquí en el parque. Pero todavía no sabe que delante de esa valla no habrá nadie esperándolo.

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