Setenta y uno

Alessandro está en el centro del campo. Corre arriba y abajo, de vez en cuando devuelve la pelota a quien se la pasa distraída o voluntariamente. Un poco más lejos Riccardo, el portero, está calentando en la portería, deteniendo como puede los lanzamientos de algunos jugadores. Finalmente, entra en el campo Pietro. Riccardo detiene un balón y lo bloquea con el pecho.

– ¡Menos mal! ¿Cómo es que siempre llegas tarde?

Pietro entra dando un salto.

– ¡He llegado a punto, a puntísimo!

– ¿Acabas de echar un polvo, que estás tan contento?

– ¡Qué va! -Empieza a calentar echando las piernas hacia atrás, corriendo sin moverse del sitio e intentando alcanzarse las nalgas con los pies.

– Es que, Alex…

Alessandro lo oye desde lejos y se vuelve hacia él.

– Es que ¿qué? ¿Acaso tengo yo la culpa de que llegues tarde?

– Ojalá fuese culpa tuya… No, ¡qué potra tienes, macho!

Alessandro lo mira sin comprender.

– Después te explico…

– Sí, sí… -dice Riccardo, el portero-, pero por el momento él llega puntual. En cambio tú, Pietro querido, ya te has ganado varias amonestaciones. Una más y te suspendo por un mes.

– ¡Exagerado!

– ¡Hay un montón de gente a la que le gustaría jugar en este equipo, y yo no los llamo para dejaros el sitio a vosotros, que siempre llegáis tarde. ¡Como mínimo podríais agradecerlo siendo puntuales! Que encima parece que me estéis haciendo un favor.

Justo en ese momento, entra también en el campo Enrico. Pero no tan alegre y feliz como Pietro.

– Mira, ya ha llegado él también. Menos mal. Podemos empezar.

– Disculpadme, llego tarde…

Riccardo lanza la pelota al centro del campo.

– Sí, sí… venga, sacad ya…

Enrico se acerca a Alessandro. Tiene expresión contrariada. Lo mira con tristeza. Alessandro se da cuenta.

– Enrico… ¿qué te pasa? Dios mío, no me digas que quedé en pasar a recogerte y se me ha olvidado.

– No, no.

Pero el partido acaba de empezar. Han hecho ya el saque inicial. Un adversario pasa entre ellos dos con la pelota en los pies, corriendo directo a portería. En seguida llega Pietro, que corre tras él.

– ¡Eh, venga, a jugar! ¿Qué demonios estáis haciendo? ¿La estatua? ¡Ya hablaréis luego!

Alessandro empieza a correr, mientras Enrico lo sigue mirando por un instante… Luego empieza a correr él también. Corre por la banda siguiendo el juego. Ojalá pudiese hablar. Pero no, no estaría bien. Debe de ser ella quien se lo diga, no yo. Luego espera tranquilo el balón que un centrocampista ha lanzado hacia la izquierda. Y oye que Pietro le dice a Alessandro que menuda potra tiene… Sí, sí, potra. Mira que llega a ser imbécil este Pietro. La única suerte de Alessandro es que por lo menos no tiene que pagar a un investigador privado.

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